Pasados seis meses en que usted no
logra autocontrolarse después de su pérdida, cualquiera haya sido esta, es
necesario consultar con un especialista para que evalúe.
Eso decía el folleto que estaba en la sala de espera del dentista sobre la depresión. Debí consultar hace rato entonces, pero no es que no me controle. Al revés, nunca he perdido el maldito control. Hago todo lo que tengo que hacer y lo hago bien. Si hay que sonreír, sonrío, si hay que bailar, bailo. Si hay que bromear, bromeo. Todo el día, todos los días. Cuando duermo no, porque en sueños vuelve a aparecer. Ahora menos, pero me despierto varias veces y lo primero que veo es su cara. Un poco menos en el último mes, a veces incluso no sucede y como soy una freak, entonces extraño su imagen o lo que añoro es a mí mirándolo, sintiéndolo.
Antes,
en el insomnio me entretenía imaginando que podía escribirle una carta, o
inventaba diálogos ficticios, con distintos temas, en estados de ánimo
diferentes. Siempre bien eso sí. En algunos inicios de cartas le decía que sus
ojos eran hermosos como los de Mo Farah, grandes, profundos, oscuros y
escrutadores, a veces como los de un cervatillo que mira con inocencia el bosque
sin advertir al cazador, otras como un águila que escanea el campo para atrapar
a su presa. Le decía que entendía todo lo que me quiso decir solo por la forma
en que me miraba las últimas veces. Yo estaba tan muda como él. Él quería
aferrarse a la vida, yo solo quería que estuviera tranquilo, sin dolor. Aún si
eso significaba que debía dejarlo solo.
Otras
veces empezaba a decirle que le había dado chocolates, canciones, poemas
ajenos, conexiones inexplicables y agua. Mucha agua. En forma de lluvia, de té,
de riego para las plantas, de mar para que flotara y descansara. Después no
sabía cómo seguir porque me daba mucha pena y de tanto llorar me agarraba el
sueño. Un llanto suavecito, sin respirar muy fuerte para que nadie se fuera a
despertar. El silencio me dormía.
Ahora
trato de cansarme haciendo muchas cosas, viendo mucha gente, armando proyectos
que no me interesan, pero que pueden llegar a ser un refugio algún día.
Desde
que se fue he hecho cosas que nunca pensé que haría. No han resultado del todo
bien, algunas mejor de lo que esperaba, otras han abierto abismos que
desconocía, cavernas, ¿un laberinto? Uno cuya salida aún me es esquiva.
El
folleto dice que hay diferentes formas de vivir el duelo, que las pérdidas
hacen reevaluar muchos ámbitos en la vida. Debe ser cierto porque a mí se me
desordenó todo. La brújula habrá enloquecido sola. De pura pena. Encuentro bien
poco OCDE en todo caso que una sea igual que todas las personas, que las
reacciones sean similares, aunque las historias sean todas distintas. Hasta
querer ser diferente es igual. Todos queremos serlo.
Lo
importante es que parezco estar bien, muy bien, más que bien. A lo mejor lo
estoy y esto que pasa por dentro es lo mismo que viven todas las personas
normales como yo. Soy una freak, pero normalita, piola. Lo bueno de
venir al dentista es que uno no puede contestar, es desagradable todo lo demás:
abrir la boca tanto rato, esa manguera succionadora de saliva, los dedos
enguantados del odontólogo. Lo peor es el sabor de esa masa que sirve de molde
para la placa que amortigua la mordida. Claro, tengo bruxismo. A veces no puedo
abrir la boca en la mañana de tan adolorida que amanezco. He despertado por el
chirrido de los dientes presionándose unos a otros. Cuando vine a hacerme el
presupuesto, ese que después te pasan con el cincuenta por ciento de descuento
y que uno juega a que cree en tamaña ganga, lo primero que me dijeron era que
si no me hacía esa protección podía perder piezas dentales y eso sería fatal.
Así es que aquí estoy, en la tercera sesión en que me prueban esa cuestión. Me
felicitaron por no tener caries, sonreí como una niña chica que recibe un sticker
por portarse bien.
Me
he ganado muchos stickers en la vida. Por diferentes cosas, solo
sé reírme de eso. Nada me parece serio o importante. Cuando miro hacia atrás
tengo la sensación de que no tenía cómo fallar. En algunos temas no lo he hecho
bien, he reprobado el curso, pero ya me rendí. No pienso intentar de nuevo,
nunca más. Por lo que sea que dure ese nunca más.
Stickers
por portarse bien.
No
me ha ido bien cuando he tratado de portarme mal. Una vez, solo una vez, me
escapé del colegio. Me sentí rebelde, libre, grande, solo para descubrir, media
hora más tarde, que habían dejado salir a todos más temprano ese día. Cuando mi
curso se puso de acuerdo para dar la espalda a un profesor, yo no lo hice
porque no lo encontraba justo. Tampoco me uní al bullying a una compañera que
no tenía como defenderse ante la agresión de tantos. Tenía los trabajos de la
universidad en la fecha prevista, estudiaba para la primera fecha de la prueba
sin confiar en que la cambiarían. Así era, correctita, fomecita, controlada,
bien portada. Debí seguir así.
Una
parte de mí sigue así.
¿Será
ella la que nunca pierde el control? La que no desarrolló una depresión clínica
como dice el folleto de la sala de espera. ¡Otro Sticker por estoica! Y
otro más por chistosa y por inteligente, tres más.
Era
el orgullo de mi madre. Y era difícil de satisfacer la madre. Tan irónica para
todo, a veces no sabía si me hablaba en serio o no. Aprendí pronto, no hay que
confiar, hay que escuchar el tono de voz, la inflexión, esas leves
inclinaciones de la voz que pueden cambiar por completo el significado de un
verso.
Tengo
que apurarme para ir a atender el negocio. Hay días buenos, se vende harto.
Siempre supe que era una buena idea, pero me demoré mucho en convencer a
alguien. ¡Que no pueda hacer nada sola! No sé de adónde me vino eso.
Éramos
dos. Ahora solo soy yo. Tal vez por eso no me importa nada.
Me
dijeron que adoptara un gato, que me alegraría y me acompañaría. Siempre he
odiado los gatos, desde que uno se me lanzó de una pared sobre los hombros y me
asustó tanto que boté todo lo que llevaba en la mano, incluidos los huevos que
me habían mandado a comprar. Adopté al gato. Un fracaso, ni un nombre se me
ocurrió para él. No congeniamos. Intenté acariciarlo, pero se escapaba cada vez
que yo creía que ahora sí teníamos una especie de vínculo. Ni fotos le tomé, ni
como recuerdo siquiera. En vez de fotos me dejó una cicatriz imborrable. No
entiendo tanta veneración por ese animal. En mi departamento sería una crueldad
tener a un perro, por eso no tengo uno. Los perros me gustan.
Quisiera
parecerme a un gato. A veces a un tigre, otras a una pantera. Supongo que soy
un hámster más bien. Corro en círculos verticales.
El
dolor de él terminó. Se despidió de mí de varias formas. Intentó
tranquilizarme, sé que lo hizo de buena fe, que de verdad quería que me calmara,
que siguiera mi vida como siempre. ¿Acaso no es eso lo que he hecho? Seguir
como siempre, mejor que siempre. Sin él. Como siempre.
Hace
dos meses me dijo “esta es la última vez”, traté de retenerlo, de sujetarlo un
rato más, pero era obvio que debía estar en otro sitio. Quise abrazarlo, pero
solo sentí mis propios brazos, lo atravesé como a un fantasma. Recuerdo su
expresión, los ojos de Mo Farah de nuevo, diciendo más de lo que las palabras
pueden traducir.
Maldito
folleto, ahora me da vueltas eso de que debiera hacerme ver. ¿Y qué voy
a decir? ¿Qué me quedé pegada? Que no me sirve nada de lo que me digan, que ya
no hablo del tema, que nunca lo hablé más bien, pero que estoy OK. Que no pienso
siquiera abandonar la posibilidad de sentir, de extrañar, de querer a quien hace
tiempo es un fantasma que sonríe desde una foto. Un fantasma que me convierte
en humana a través de la nostalgia. Incluso de la nostalgia de mí misma.
No.
No voy a ir a ninguna parte.