Lo que algunos no entienden es que hay personas que necesitan una cuota de desastre en sus vidas. Desastre de inundaciones, terremotos, tormentas, frío. Tampoco es que fuera una anormalidad - debe haber muchos como yo por ahí - se decía, solo que no es tan fácil de confesar. Menos en medio de la abundancia de sensibilidad por todas partes.
Debía
escribir una reseña de su personalidad ahora que había muerto. Conocía algunos
aspectos de su vida porque dejó algunas cosas escritas entre sus apuntes de
historia, la labor por la que fue conocido. También porque sostuvimos largas
conversaciones en los viajes por el país.
Sé
que no disfrutó de los libros de Edmundo de Amicis; justo cuando los niños se
divertían a rabiar lanzándose bolas de nieve, el autor tenía que poner que uno
había recibido una con tal intensidad sobre sus lentes que estaba en peligro de
perder un ojo. Recordaba la rabia que sintió al leer esa parte, esa continua
relación entre la alegría momentánea que anuncia la llegada de tristezas y
tragedias. Un autor que no dejaba disfrutar sin culpa no merecía tanta
atención, pensó al cerrar ese capítulo. Por supuesto había que sentirse un poco
malo por no disfrutar con “Corazón”, todos decían que era un libro precioso. − Hacer sentir a un niño que es malo, no tiene perdón −
agregó mientras miraba por la ventana del bus que nos llevaba a Chillán.
Sentir
un secreto placer con el ruido de los truenos, querer estar cerca de
relámpagos, buscar el viento y la lluvia intensa tiene que ver con la
recuperación de la conciencia de sí mismo, del propio cuerpo. Decía que, si
hubiera sido gringo, seguro formaría parte de esos grupos de cazadores de
tornados.
El
frío es vivificante − ¿no sientes una descarga de energía con los primeros
escalofríos, cuando tu cuerpo hace esfuerzos por mantener la temperatura?, ¿no
es un recordatorio de cuanta biología somos? −. Se reía al verme entumido,
encogido y tratando de calentar mis manos con el aliento. Tal vez el profesor Jara
no sentía el mismo frío que yo. Me cuesta entenderlo de otra forma. − ¿no ves
que el frío te obliga al movimiento?, ¿no te deja estar en paz, calmado?
¡tienes que hacer algo! correr, saltar, ¡mover los brazos!, eso hacía, correteaba
a mi alrededor, cantaba y se reía de mi parálisis. Alguna vez me sumé a sus
carreras. Las más de las veces trataba de buscar un lugar cerca donde poder
entrar y tomar un café. Casi puedo ver su cara de decepción cuando entrábamos a
un lugar calefaccionado. Miraba hacia afuera y se veía en su cara que se
hubiera quedado ahí, caminando bajo la lluvia, el viento o solo el frío.
Logró
escaparse de todos los viajes al norte, casi no lo conocía. Decía que el frío
de allá no era lo mismo y en los meses de calor no iba a ir bajo ningún
pretexto. Para ese calor seco, para sentir que su piel se evaporaba y derretía,
tenía en pavimento de Santiago. Al menos hay más posibilidades de encontrar
sitios con aire acondicionado.
Me
llamaba la atención cómo bajaba su nivel de energía en verano, hablaba poco, le
era difícil concentrarse, se ponía irritable y parecía funcionar solo cuando
empezaba a anochecer.
Ahora
está muerto. La muerte es fría dicen. Si es así, debe estar bien.
Tengo
que decir que disfrutaba de los temblores, a casi todos los catalogaba de
suaves, al parecer no dejaba de esperar por un terremoto que obligara a rehacer
casi todo. A lo mejor era eso, el gusto por la fuerza destructora de la
naturaleza, como solía decir para burlarse de los periodistas y sus frases
clichés, se relacionaba con la búsqueda de algo que obligara a recomenzar, de
hacer todo de nuevo. − Para disfrutar de las huellas de la historia y el arte
esta Europa, para maravillarse de la sobrevivencia y la adaptación está
América, Valdivia, Chillán, Concepción −, me repetía.
Cuando
alguna vez aparecía en sus conversaciones que disfrutaba de los desastres y
alguien comenzaba a decir que no sentía empatía con los pobres o los viejos,
se sumía en un silencio pertinaz y no había forma de hacerlo hablar de nuevo.
Síndrome Amicis, así lo llamaba.
Tengo
que decir que su trabajo fue bueno, aunque a Jara nunca le pareció así. Decía
que era un tipo con suerte y que si su dedicación dio como fruto algunas
hipótesis generativas y alguna que otra controversia entre un par de
historiadores, había sido casi por casualidad.
Los
que lo conocieron por más tiempo que yo, dicen que era un tipo que necesitaba
estar cerca de los problemas, que la intensidad era una especie de combustible
para él. Un amigo suyo, el profesor Gacitúa, decía que había escogido mal la
profesión, que debió haber ido a Noruega a aprender a pescar en mares
tormentosos, pasar empapado y depender de la fuerza de su cuerpo para
sobrevivir. Una vez fueron juntos a Punta Arenas, en el tiempo libre decidieron
ir a Puerto Natales tomar un tour al glaciar Grey, pero justo ese día el mar
estaba embravecido. Los pasajeros comenzaron a asustarse y a pedir a la
tripulación que se devolvieran. Varias mujeres comenzaron a llorar. Jara era el
único que estaba en la borda, se aferraba con un brazo a un mástil y con el
otro parecía saludar al viento y la lluvia. Se reía solo, se había sacado el
capuchón de la parka y parecía borracho o drogado de tan feliz. Gacitúa fue a
buscarlo por la insistencia de unas señoras que tenían miedo de que se cayera
al mar. La pequeña embarcación subía y bajaba entre el oleaje y cada cierto
número de olas quedaba suspendida en el aire por un segundo, o dos, o tres.
Subió a duras penas a la borda a buscarlo, enrabiado por andar con tan
lamentable compañero de viaje. Le gritó desde la puerta, a todo pulmón y Jara
no escuchaba. Tuvo que avanzar y tomarlo de la ropa, solo entonces se dio la
vuelta, pero Gacitúa resbaló y cayó con toda su humanidad en el piso mojado. Jara
lo ayudó a levantarse, pero Gacitúa seguía resbalándose. No tuvo más
alternativa que casi cargarlo, entrar a las cabinas, enfurruñado y con la cara
larga.
Gacitúa decía que se sintió un debilucho y que Jara, sin decir una sola palabra, parecía restregárselo cada vez que lo veía.
Por
lo que he sabido, y porque me he tomado en serio mi labor de escritor del panegírico,
Jara hacía sentir así a los demás, como si estuviera enjuiciándolos,
menospreciándolos. A mí me pasó una vez y se lo dije – me desagrada su mirada
inquisidora ¿le pasa algo conmigo? porque no tengo ningún interés en trabajar
así – se lo dije de golpe, rápido y mirándolo a la cara. Me miró sorprendido,
estuvo en silencio un rato y luego soltó la carcajada más sonora que le
recuerdo, me dio un palmetazo en la espalda y me dijo – ¡tranquilízate huevón millennial!,
¡ya, sigue anotando no más! – ninguna explicación, nada. Seguimos trabajando y,
no tengo claro cómo, ya no volví a verlo como el tipo severo que los demás
describen.
Después
de que jubiló, supe que se alejó de su familia. Cuando viajábamos me decía que
era bueno extrañar a su mujer y tener algo de qué conversar cuando volvía, pero
recuerdo que, en una de las últimas salidas juntos, dijo que ya no sabía qué
más decir cuando llegaba a su casa. Sus hijos se habían ido y su mujer tenía un
mundo propio y hermético y que, de hecho, ya no le interesaba entrar en él. Empezó
a pasar más tiempo solo en el sur y en una ocasión supo que Doris, su mujer,
había conocido a otro viejo por un sitio de internet, o él le había comenzado a
hablar por Twitter o cualquiera de esas formas de conocer personas que hay
ahora, estaba muy entusiasmada y querían vivir juntos. Sacó algunas cosas,
libros en especial y se fue a vivir al sur. Dicen que lo que más le extrañaba
era que su mujer le hubiera podido interesar a alguien − ¿qué le habrá visto?
–. Me lo imagino haciéndose esa pregunta con genuina curiosidad. Jara se quedó
solo. Una vez, pasado de tragos, me dijo que, ya viejo, se había enamorado,
pero no se atrevió a dejar a su mujer. Le pregunté que por qué no lo intentaba
de nuevo, que por qué no buscaba a alguien. Me miró con cara de horror − ¿crees
que se trata de intentar?, no huevón, eso ocurre, eso te ataca, eso llega como
un relámpago – llenó de nuevo el vaso y dijo que además si no era ella, su
relámpago, no quería a nadie más −. Se tomó el trago al seco y dijo que no
quería hablar más de eso.
El
sur lo mató.
El
frío y la humedad que tanto disfrutaba, terminaron por convertirlo en un
paciente respiratorio crónico. Dicen que se aburrió de los antibióticos, de
estar encerrado. Un día, volando en fiebre, decidió salir a caminar bajo la
lluvia. Llegó lejos, se metió por un camino secundario, tal vez se perdió. El
que lo atropelló, decía que iba caminando, mirando hacia arriba, con la cara
hacia la lluvia, sin protegerse del agua. Dijo que intentó frenar, pero el
barro se lo impidió y además Jara no se había movido siquiera. Se quedó como
esperando que la camioneta se le viniera encima.
Acabo
de terminar lo que leeré en su funeral. Sé que le importa un cuesco, a mí me
parece que diga lo que diga, si está lloviendo y hace frío, el discurso será lo
de menos, Jara estará correteando por ahí.
No hay comentarios:
Publicar un comentario