miércoles, 24 de agosto de 2022

Apología del frío y otros desastres


 

Lo que algunos no entienden es que hay personas que necesitan una cuota de desastre en sus vidas. Desastre de inundaciones, terremotos, tormentas, frío. Tampoco es que fuera una anormalidad - debe haber muchos como yo por ahí - se decía, solo que no es tan fácil de confesar. Menos en medio de la abundancia de sensibilidad por todas partes.

Debía escribir una reseña de su personalidad ahora que había muerto. Conocía algunos aspectos de su vida porque dejó algunas cosas escritas entre sus apuntes de historia, la labor por la que fue conocido. También porque sostuvimos largas conversaciones en los viajes por el país.

Sé que no disfrutó de los libros de Edmundo de Amicis; justo cuando los niños se divertían a rabiar lanzándose bolas de nieve, el autor tenía que poner que uno había recibido una con tal intensidad sobre sus lentes que estaba en peligro de perder un ojo. Recordaba la rabia que sintió al leer esa parte, esa continua relación entre la alegría momentánea que anuncia la llegada de tristezas y tragedias. Un autor que no dejaba disfrutar sin culpa no merecía tanta atención, pensó al cerrar ese capítulo. Por supuesto había que sentirse un poco malo por no disfrutar con “Corazón”, todos decían que era un libro precioso. Hacer sentir a un niño que es malo, no tiene perdón − agregó mientras miraba por la ventana del bus que nos llevaba a Chillán.

Sentir un secreto placer con el ruido de los truenos, querer estar cerca de relámpagos, buscar el viento y la lluvia intensa tiene que ver con la recuperación de la conciencia de sí mismo, del propio cuerpo. Decía que, si hubiera sido gringo, seguro formaría parte de esos grupos de cazadores de tornados.

El frío es vivificante − ¿no sientes una descarga de energía con los primeros escalofríos, cuando tu cuerpo hace esfuerzos por mantener la temperatura?, ¿no es un recordatorio de cuanta biología somos? −. Se reía al verme entumido, encogido y tratando de calentar mis manos con el aliento. Tal vez el profesor Jara no sentía el mismo frío que yo. Me cuesta entenderlo de otra forma. − ¿no ves que el frío te obliga al movimiento?, ¿no te deja estar en paz, calmado? ¡tienes que hacer algo! correr, saltar, ¡mover los brazos!, eso hacía, correteaba a mi alrededor, cantaba y se reía de mi parálisis. Alguna vez me sumé a sus carreras. Las más de las veces trataba de buscar un lugar cerca donde poder entrar y tomar un café. Casi puedo ver su cara de decepción cuando entrábamos a un lugar calefaccionado. Miraba hacia afuera y se veía en su cara que se hubiera quedado ahí, caminando bajo la lluvia, el viento o solo el frío.

Logró escaparse de todos los viajes al norte, casi no lo conocía. Decía que el frío de allá no era lo mismo y en los meses de calor no iba a ir bajo ningún pretexto. Para ese calor seco, para sentir que su piel se evaporaba y derretía, tenía en pavimento de Santiago. Al menos hay más posibilidades de encontrar sitios con aire acondicionado.

Me llamaba la atención cómo bajaba su nivel de energía en verano, hablaba poco, le era difícil concentrarse, se ponía irritable y parecía funcionar solo cuando empezaba a anochecer.

Ahora está muerto. La muerte es fría dicen. Si es así, debe estar bien.

Tengo que decir que disfrutaba de los temblores, a casi todos los catalogaba de suaves, al parecer no dejaba de esperar por un terremoto que obligara a rehacer casi todo. A lo mejor era eso, el gusto por la fuerza destructora de la naturaleza, como solía decir para burlarse de los periodistas y sus frases clichés, se relacionaba con la búsqueda de algo que obligara a recomenzar, de hacer todo de nuevo. − Para disfrutar de las huellas de la historia y el arte esta Europa, para maravillarse de la sobrevivencia y la adaptación está América, Valdivia, Chillán, Concepción −, me repetía.

Cuando alguna vez aparecía en sus conversaciones que disfrutaba de los desastres y alguien comenzaba a decir que no sentía empatía con los pobres o los viejos, se sumía en un silencio pertinaz y no había forma de hacerlo hablar de nuevo. Síndrome Amicis, así lo llamaba.

Tengo que decir que su trabajo fue bueno, aunque a Jara nunca le pareció así. Decía que era un tipo con suerte y que si su dedicación dio como fruto algunas hipótesis generativas y alguna que otra controversia entre un par de historiadores, había sido casi por casualidad.

Los que lo conocieron por más tiempo que yo, dicen que era un tipo que necesitaba estar cerca de los problemas, que la intensidad era una especie de combustible para él. Un amigo suyo, el profesor Gacitúa, decía que había escogido mal la profesión, que debió haber ido a Noruega a aprender a pescar en mares tormentosos, pasar empapado y depender de la fuerza de su cuerpo para sobrevivir. Una vez fueron juntos a Punta Arenas, en el tiempo libre decidieron ir a Puerto Natales tomar un tour al glaciar Grey, pero justo ese día el mar estaba embravecido. Los pasajeros comenzaron a asustarse y a pedir a la tripulación que se devolvieran. Varias mujeres comenzaron a llorar. Jara era el único que estaba en la borda, se aferraba con un brazo a un mástil y con el otro parecía saludar al viento y la lluvia. Se reía solo, se había sacado el capuchón de la parka y parecía borracho o drogado de tan feliz. Gacitúa fue a buscarlo por la insistencia de unas señoras que tenían miedo de que se cayera al mar. La pequeña embarcación subía y bajaba entre el oleaje y cada cierto número de olas quedaba suspendida en el aire por un segundo, o dos, o tres. Subió a duras penas a la borda a buscarlo, enrabiado por andar con tan lamentable compañero de viaje. Le gritó desde la puerta, a todo pulmón y Jara no escuchaba. Tuvo que avanzar y tomarlo de la ropa, solo entonces se dio la vuelta, pero Gacitúa resbaló y cayó con toda su humanidad en el piso mojado. Jara lo ayudó a levantarse, pero Gacitúa seguía resbalándose. No tuvo más alternativa que casi cargarlo, entrar a las cabinas, enfurruñado y con la cara larga.

Gacitúa decía que se sintió un debilucho y que Jara, sin decir una sola palabra, parecía restregárselo cada vez que lo veía.

Por lo que he sabido, y porque me he tomado en serio mi labor de escritor del panegírico, Jara hacía sentir así a los demás, como si estuviera enjuiciándolos, menospreciándolos. A mí me pasó una vez y se lo dije – me desagrada su mirada inquisidora ¿le pasa algo conmigo? porque no tengo ningún interés en trabajar así – se lo dije de golpe, rápido y mirándolo a la cara. Me miró sorprendido, estuvo en silencio un rato y luego soltó la carcajada más sonora que le recuerdo, me dio un palmetazo en la espalda y me dijo – ¡tranquilízate huevón millennial!, ¡ya, sigue anotando no más! – ninguna explicación, nada. Seguimos trabajando y, no tengo claro cómo, ya no volví a verlo como el tipo severo que los demás describen.

Después de que jubiló, supe que se alejó de su familia. Cuando viajábamos me decía que era bueno extrañar a su mujer y tener algo de qué conversar cuando volvía, pero recuerdo que, en una de las últimas salidas juntos, dijo que ya no sabía qué más decir cuando llegaba a su casa. Sus hijos se habían ido y su mujer tenía un mundo propio y hermético y que, de hecho, ya no le interesaba entrar en él. Empezó a pasar más tiempo solo en el sur y en una ocasión supo que Doris, su mujer, había conocido a otro viejo por un sitio de internet, o él le había comenzado a hablar por Twitter o cualquiera de esas formas de conocer personas que hay ahora, estaba muy entusiasmada y querían vivir juntos. Sacó algunas cosas, libros en especial y se fue a vivir al sur. Dicen que lo que más le extrañaba era que su mujer le hubiera podido interesar a alguien − ¿qué le habrá visto? –. Me lo imagino haciéndose esa pregunta con genuina curiosidad. Jara se quedó solo. Una vez, pasado de tragos, me dijo que, ya viejo, se había enamorado, pero no se atrevió a dejar a su mujer. Le pregunté que por qué no lo intentaba de nuevo, que por qué no buscaba a alguien. Me miró con cara de horror − ¿crees que se trata de intentar?, no huevón, eso ocurre, eso te ataca, eso llega como un relámpago – llenó de nuevo el vaso y dijo que además si no era ella, su relámpago, no quería a nadie más −. Se tomó el trago al seco y dijo que no quería hablar más de eso.

El sur lo mató.

El frío y la humedad que tanto disfrutaba, terminaron por convertirlo en un paciente respiratorio crónico. Dicen que se aburrió de los antibióticos, de estar encerrado. Un día, volando en fiebre, decidió salir a caminar bajo la lluvia. Llegó lejos, se metió por un camino secundario, tal vez se perdió. El que lo atropelló, decía que iba caminando, mirando hacia arriba, con la cara hacia la lluvia, sin protegerse del agua. Dijo que intentó frenar, pero el barro se lo impidió y además Jara no se había movido siquiera. Se quedó como esperando que la camioneta se le viniera encima.

Acabo de terminar lo que leeré en su funeral. Sé que le importa un cuesco, a mí me parece que diga lo que diga, si está lloviendo y hace frío, el discurso será lo de menos, Jara estará correteando por ahí.


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