viernes, 19 de abril de 2024

Peluquero impertinente



Foto de João Saplak: https://www.pexels.com/es-es/foto/blanco-y-negro-ciudad-calle-acera-19376401/

Hay un video que circula en las redes que me hace reír cada vez que lo veo. Es una tara personal eso de reírse de las mismas cosas una y otra vez, sin variación. Eso dicen mis compañeras de trabajo, que soy un poco extraña, un poco no más, no es para que crean que me siento diferente de la masa que camina hacia el metro y que simula no pensar en nada mientras, una vez en el tren, se siente de a poco con menos aire y más vulnerable. El punto es que cumplí cuarenta hace poco y no sé por qué me sentí aliviada y libre, aunque puede que ambas cosas sean lo mismo, el alivio y la libertad. La ausencia de expectativas, eso debe ser. Por mucho que digan que la esperanza de vida aumentó y bla bla bla, creo no ser para nada la única que anota los alimentos que aseguran longevidad para no comerlos ni por accidente. Ausencia de expectativas, eso es, ya nadie espera que revierta ciertas decisiones o que madure lo que, traducido a conductas concretas, significa cumplir con un listado de tareas apropiadas para alguien como una. Más fácil todavía: ya los decepcioné y me da lo mismo. Eso digo hoy, mañana me puedo contradecir y tampoco importa. La coherencia interna se parece mucho a la rigidez he pensado en estos días. Así es que capacito que más adelante vuelva a generar expectativas en otros o en mí misma (si lo dejo por escrito me salvo de las anti-predicciones).

El video. El video era el punto.

Voy a dar un rodeo para llegar al video. Cuando tenía treinta y dos, me dio por hacer cosas distintas, me desteñí el pelo para poder teñirlo de colores de moda a veces rosado, a veces azul. Ya estaba vieja para esas cosas, mis amigas habían hecho lo mismo hacía al menos diez años atrás y yo no me atrevía porque no iba con la imagen que mi familia soportaba. Ahora que lo pienso vivíamos en un desfase cultural bastante profundo, mi madre era de la generación que llamaba feminismo a poder trabajar para comprarse sus cositas y no para pagar cuentas o participar de las finanzas familiares. Eso hacía, por una clase de operación matemática que solo ella se explicaba, que tampoco considerase que podía participar de las decisiones importantes. Esas correspondían a mi padre.

A los treinta y dos, vivía en la casa familiar. Mi trabajo de kinesióloga y mis dificultades para ahorrar y no gastar la plata en puras tonteras hacían que, sin querer, estuviera desempeñando el papel de hija para la vejez igual que Tita de la Garza en Como agua para chocolate de Laura Esquivel. Sin sus habilidades para la cocina ni un enamorado por el que llorar o reír.

No sé cómo pasó, pero un día me dio lo del pelo. Antes de eso iba ordenadita por la vida, más o menos, no crecía, yo, no el pelo, pero tampoco era para tanto. Supongo. ¡Ay! ¡Que no pueda afirmar nada con certeza! Me carga eso de mí. Estaba tranquila, sin plata ni planes, pero tranquila y todavía podía pararme y encerrarme en mi pieza si cualquiera empezaba a preguntarme por mis planes o por mi proyecto de vida como dicen los más cursis.

Entonces un día iba pasando por el frente de una peluquería, me habían pagado recién, vi que salía una chica súper estilosa y original en su look completo. No pregunté ningún precio y le dije al peluquero que quería un cambio radical.

Salí con el pelo corto, fucsia y un montón de mechas paradas sobre mi cabeza. Me veía rara, pero bien. Esa podría ser mi definición, rara, pero bien. Y sin plata- El corte, decoloración, coloración, peinado me costó el equivalente a casi el cuarenta por ciento de mi sueldo. Una cosa llevó a la otra, ese look no iba con mi blusa y los jeans que usaba cinco de los siete días de la semana. Tuve que ir a comprar pantalones, faldas cortas, suspensores y muchos accesorios. Tuve que ir.

Ahí comenzó todo, se me desordenó la vida, renuncié a mi trabajo sin tener otro y me parecía que todo iba a estar bien, nada era tan grave. Fue como si me hubiera agarrado la curva de un imán en espiral. Me puse a trabajar en cualquier cosa porque estaba mala la cosa para los kine y encima la gente de salud parecer ser la más tradicional de todas. Agarré mala fama. Poco menos que se creyeron que me volví loca o algo así. En una de esas sí. Trabajé paseando perros, animando cumpleaños de cabros chicos, de nana part time, rellenando cuchuflíes, lo que cayera. Lo más difícil era pasear perros, algunos se ponían muy contentos al verme y mis pantys de redes negras se hacían mierda solo al saludarlos, hasta que aprendí los trucos para controlarlos.

Mis padres, en un intento desesperado por hacer que reaccionara y madurara, me dijeron que cerrara la puerta por fuera. Y lo hice. Trabajando de cualquier cosa me sentía una sobreviviente, alguien que podía arreglárselas casi en cualquier contexto. Vencí el temor al ridículo y a la pobreza. Me fui a vivir con una tía vieja, casi como refugiada.

Entiendo a los que pensaron que estuve un poco loca, soñaba cosas raras y por alguna razón me sentía invencible. No aguantaba ni media crítica y sentía que andaba de paso en cualquier circunstancia. A través de mi tía, mis padres presionaron para que fuera a un psiquiatra. Pensaban que era bipolar o del espectro o narcisista que son los únicos diagnósticos posibles en estos días. Todos somos el personaje narcisista, TEA o bipolar de alguien y les generamos ansiedad. Eso, casi textual, me lo dijo el psiquiatra, que me encontró bien, no feliz, pero compensada. Mis padres no lo podían creer, mi tía sí.

Conocí muchas clases de personas en ese período, hay harta gente loca y como me tomaban por una de su especie se permitían tener confianza conmigo. Hay cada historia, inimaginables, creo que muchas veces no hay más alternativa que hacerse la loca o al menos parecerlo, aunque sea por un tiempo.

Alcancé de nuevo ese estado de tranquilidad de antes de cortarme el pelo, con ropa y maquillaje diferente, pero igual por dentro. Hacer cosas poco convencionales para poder sobrevivir y no depender de nadie fue una buena experiencia. Me había hecho un nuevo ecosistema y me había acomodado. Hasta habían cesado los intentos de mis padres y de otros por salvarme de mi supuesta desorientación y crisis de la adultez.

Estaba tranquila después de tanto caos y vino la pandemia. Los kine ahora éramos nuevamente valorados y contratados por montones en hospitales, clínicas y consultorios. Mi tía se enfermó y la tuve que llevar a la urgencia. De esa no salió. Aparecieron sus hijos a pelearse hasta las frazadas de la señora y a mí me acusaron de querer quedarme con todo. Se pasaron de vacunas.

Mis padres tenían miedo y me pidieron que volviera a la casa. Volví.

Ahora todo volvió a estar ordenadito. Mi pelo tiene el mismo color de antes, la ropa que había dejado en la casa me quedaba buena y me salieron al menos tres ofertas para trabajar durante la pandemia. Con tanto traje de protección me sentía como una astronauta y como no se podía hablar mucho, no fue tan difícil adaptarme de nuevo al ambiente de hospital. Ahora que miro esos años, hace ocho, hace diez, hace seis, parece un video clip antiguo con imágenes mal pegadas, algunas distópicas y otras divertidas. Demasiado en poco tiempo. Y tal como luego de un tsunami el mar vuelve a su ritmo habitual, indiferente al daño provocado, así sentí que mi vida se acomodó de nuevo.

¡Ah el video! El personaje es un humano disfrazado de perro que andaba tranquilo de callejero hasta que llega una vieja de alma caritativa – ¡adopta no compres! – y se lo lleva a su casa. El perro estaba bien y cada cierto tiempo lo quieren echar como si hubiese sido su decisión ser adoptado.

Así estaba yo, tranquila, adaptada y me agarra un peluquero que me cambió el color del pelo y una cosa llevó a la otra y vuelta a empezar, pero ahora tengo cuarenta y siento que me salvé, aunque nunca se sabe. Eso me da risa, una y otra vez, con la misma intensidad.

https://www.instagram.com/reel/C3bIs5MOSpW/?igsh=MTMxaHN5dnluYWFjMQ==

No hay comentarios:

Publicar un comentario

La cortaron verde

  Luego del portazo producido por el viento de ese verano, se quedó a cargo del cuidado de la chacra. Era pequeña, pero para quien solo sabí...