sábado, 3 de diciembre de 2022

Los ojos de Mo Farah

 


Pasados seis meses en que usted no logra autocontrolarse después de su pérdida, cualquiera haya sido esta, es necesario consultar con un especialista para que evalúe.

Eso decía el folleto que estaba en la sala de espera del dentista sobre la depresión. Debí consultar hace rato entonces, pero no es que no me controle. Al revés, nunca he perdido el maldito control. Hago todo lo que tengo que hacer y lo hago bien. Si hay que sonreír, sonrío, si hay que bailar, bailo. Si hay que bromear, bromeo. Todo el día, todos los días. Cuando duermo no, porque en sueños vuelve a aparecer. Ahora menos, pero me despierto varias veces y lo primero que veo es su cara. Un poco menos en el último mes, a veces incluso no sucede y como soy una freak, entonces extraño su imagen o lo que añoro es a mí mirándolo, sintiéndolo.

Antes, en el insomnio me entretenía imaginando que podía escribirle una carta, o inventaba diálogos ficticios, con distintos temas, en estados de ánimo diferentes. Siempre bien eso sí. En algunos inicios de cartas le decía que sus ojos eran hermosos como los de Mo Farah, grandes, profundos, oscuros y escrutadores, a veces como los de un cervatillo que mira con inocencia el bosque sin advertir al cazador, otras como un águila que escanea el campo para atrapar a su presa. Le decía que entendía todo lo que me quiso decir solo por la forma en que me miraba las últimas veces. Yo estaba tan muda como él. Él quería aferrarse a la vida, yo solo quería que estuviera tranquilo, sin dolor. Aún si eso significaba que debía dejarlo solo.

Otras veces empezaba a decirle que le había dado chocolates, canciones, poemas ajenos, conexiones inexplicables y agua. Mucha agua. En forma de lluvia, de té, de riego para las plantas, de mar para que flotara y descansara. Después no sabía cómo seguir porque me daba mucha pena y de tanto llorar me agarraba el sueño. Un llanto suavecito, sin respirar muy fuerte para que nadie se fuera a despertar. El silencio me dormía.

Ahora trato de cansarme haciendo muchas cosas, viendo mucha gente, armando proyectos que no me interesan, pero que pueden llegar a ser un refugio algún día.

Desde que se fue he hecho cosas que nunca pensé que haría. No han resultado del todo bien, algunas mejor de lo que esperaba, otras han abierto abismos que desconocía, cavernas, ¿un laberinto? Uno cuya salida aún me es esquiva.

El folleto dice que hay diferentes formas de vivir el duelo, que las pérdidas hacen reevaluar muchos ámbitos en la vida. Debe ser cierto porque a mí se me desordenó todo. La brújula habrá enloquecido sola. De pura pena. Encuentro bien poco OCDE en todo caso que una sea igual que todas las personas, que las reacciones sean similares, aunque las historias sean todas distintas. Hasta querer ser diferente es igual. Todos queremos serlo.

Lo importante es que parezco estar bien, muy bien, más que bien. A lo mejor lo estoy y esto que pasa por dentro es lo mismo que viven todas las personas normales como yo. Soy una freak, pero normalita, piola. Lo bueno de venir al dentista es que uno no puede contestar, es desagradable todo lo demás: abrir la boca tanto rato, esa manguera succionadora de saliva, los dedos enguantados del odontólogo. Lo peor es el sabor de esa masa que sirve de molde para la placa que amortigua la mordida. Claro, tengo bruxismo. A veces no puedo abrir la boca en la mañana de tan adolorida que amanezco. He despertado por el chirrido de los dientes presionándose unos a otros. Cuando vine a hacerme el presupuesto, ese que después te pasan con el cincuenta por ciento de descuento y que uno juega a que cree en tamaña ganga, lo primero que me dijeron era que si no me hacía esa protección podía perder piezas dentales y eso sería fatal. Así es que aquí estoy, en la tercera sesión en que me prueban esa cuestión. Me felicitaron por no tener caries, sonreí como una niña chica que recibe un sticker por portarse bien.

 

Me he ganado muchos stickers en la vida. Por diferentes cosas, solo sé reírme de eso. Nada me parece serio o importante. Cuando miro hacia atrás tengo la sensación de que no tenía cómo fallar. En algunos temas no lo he hecho bien, he reprobado el curso, pero ya me rendí. No pienso intentar de nuevo, nunca más. Por lo que sea que dure ese nunca más.

Stickers por portarse bien.

No me ha ido bien cuando he tratado de portarme mal. Una vez, solo una vez, me escapé del colegio. Me sentí rebelde, libre, grande, solo para descubrir, media hora más tarde, que habían dejado salir a todos más temprano ese día. Cuando mi curso se puso de acuerdo para dar la espalda a un profesor, yo no lo hice porque no lo encontraba justo. Tampoco me uní al bullying a una compañera que no tenía como defenderse ante la agresión de tantos. Tenía los trabajos de la universidad en la fecha prevista, estudiaba para la primera fecha de la prueba sin confiar en que la cambiarían. Así era, correctita, fomecita, controlada, bien portada. Debí seguir así.

Una parte de mí sigue así.

¿Será ella la que nunca pierde el control? La que no desarrolló una depresión clínica como dice el folleto de la sala de espera. ¡Otro Sticker por estoica! Y otro más por chistosa y por inteligente, tres más.

Era el orgullo de mi madre. Y era difícil de satisfacer la madre. Tan irónica para todo, a veces no sabía si me hablaba en serio o no. Aprendí pronto, no hay que confiar, hay que escuchar el tono de voz, la inflexión, esas leves inclinaciones de la voz que pueden cambiar por completo el significado de un verso.

Tengo que apurarme para ir a atender el negocio. Hay días buenos, se vende harto. Siempre supe que era una buena idea, pero me demoré mucho en convencer a alguien. ¡Que no pueda hacer nada sola! No sé de adónde me vino eso.

Éramos dos. Ahora solo soy yo. Tal vez por eso no me importa nada.

Me dijeron que adoptara un gato, que me alegraría y me acompañaría. Siempre he odiado los gatos, desde que uno se me lanzó de una pared sobre los hombros y me asustó tanto que boté todo lo que llevaba en la mano, incluidos los huevos que me habían mandado a comprar. Adopté al gato. Un fracaso, ni un nombre se me ocurrió para él. No congeniamos. Intenté acariciarlo, pero se escapaba cada vez que yo creía que ahora sí teníamos una especie de vínculo. Ni fotos le tomé, ni como recuerdo siquiera. En vez de fotos me dejó una cicatriz imborrable. No entiendo tanta veneración por ese animal. En mi departamento sería una crueldad tener a un perro, por eso no tengo uno. Los perros me gustan.

Quisiera parecerme a un gato. A veces a un tigre, otras a una pantera. Supongo que soy un hámster más bien. Corro en círculos verticales.

El dolor de él terminó. Se despidió de mí de varias formas. Intentó tranquilizarme, sé que lo hizo de buena fe, que de verdad quería que me calmara, que siguiera mi vida como siempre. ¿Acaso no es eso lo que he hecho? Seguir como siempre, mejor que siempre. Sin él. Como siempre.

Hace dos meses me dijo “esta es la última vez”, traté de retenerlo, de sujetarlo un rato más, pero era obvio que debía estar en otro sitio. Quise abrazarlo, pero solo sentí mis propios brazos, lo atravesé como a un fantasma. Recuerdo su expresión, los ojos de Mo Farah de nuevo, diciendo más de lo que las palabras pueden traducir. 

Maldito folleto, ahora me da vueltas eso de que debiera hacerme ver. ¿Y qué voy a decir? ¿Qué me quedé pegada? Que no me sirve nada de lo que me digan, que ya no hablo del tema, que nunca lo hablé más bien, pero que estoy OK. Que no pienso siquiera abandonar la posibilidad de sentir, de extrañar, de querer a quien hace tiempo es un fantasma que sonríe desde una foto. Un fantasma que me convierte en humana a través de la nostalgia. Incluso de la nostalgia de mí misma.

No. No voy a ir a ninguna parte.


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