− Por
aquí el paisaje es apoteósico.
Así
describió un lugareño los cerros, lagos, ríos, bosques y tanto más de ese sur
al que los visitantes quisieran llamar suyo, pero que jamás lo sería. La Señora
Amelia consideró que ese adjetivo era el mejor que había escuchado porque casi
otorgaba la cualidad del sonido y la sorpresa a esa amplitud tan accidentada.
El sonido del agua y la experiencia del viento, también podían incluirse en la
apoteosis, en la belleza escandalosa del verdor, nada de terrible, sino casi hipnótico
y tranquilizante, de musgos, helechos, arbustos y bosques resistentes a la
invasión de los humanos.
El
agua y el viento, acaso los componentes esenciales de un paisaje vivo desde
donde podría aparecer un dinosaurio perdido en el tiempo y calzaría perfecto
con el entorno sin advertir que no era oportuna su presencia.
Doña
Amelia, donde iba se ponía a imaginar modos de subsistir, como si se atreviera
a cualquier cosa, como si no tuviese miedo a nada, como si hubiese terminado su
tiempo de volver, como si no se hubiese dado por vencida. Para ocultar todos esos
obstáculos, se decía que ya no tenía energía, que si fuese más joven, que si no
fuera quien era, en fin, Amelia carecía del valor para insistir. Ya no hablaba
de eso, por el resurgimiento del medievalismo y la censura concomitante: los pensamientos
pesimistas y su traducción al lenguaje en palabras como miedo, fracaso,
inseguridad, timidez, desconfianza, desilusión y otras desgracias son
considerados verdaderos conjuros, malditos, prohibidos e imposibles de nombrar.
Parada en frente del paraíso se sentía en paz y
hasta feliz, muy feliz si el viento arreciaba y hacía peligrar la estabilidad
en tierra o en medio de un lago. Agradecida.
Porque
en el nuevo medioevo, es menester ser agradecida, fuerte, segura y corajuda,
incluso frente al vértigo y al abismo de los monstruos internos. Ser mala es no
ser feliz o no darle la vuelta a cualquier experiencia, o no considerar las
crisis como oportunidades: de negocios, de ampliación de la propia autoconciencia,
de contacto con el universo a través del ensimismamiento, de perdón, que casi
siempre se traduce en perdonarse una misma y tanto más que daba cuenta de la
religión del bienestar personal. Ser mala es no creer o no creer suficiente en
lo que haya que creer. Las tablas de Moisés, ahora reemplazadas por las fotos
de Instagram, ordenan revisar los apegos, el ego y sobe todo soltar cualquier
pensamiento que recuerde situaciones irremediables y dolorosas, culpas y esas
desagradables sensaciones a las que antes había que encontrarles un sentido y
ahora hay que considerar aprendizajes por estar repitiendo materias de otras
vidas.
El
sur era el escenario de sus divagaciones, nostalgia de lo vivido y lo imaginado.
Así como las playas del caribe o del sudeste asiático para otros. Estaba ahí y
lo seguía imaginando. Cómo sería ese paisaje en otoño o en invierno, sin turistas
y sin calor. En el sur se soportaba más a sí misma y sentía que no hacían falta
las palabras ni las explicaciones porque habían probado ser inútiles, ella las
había prodigado sin medida para quedarse al final sin hipótesis ni
explicaciones. Monólogos internos que no conducían a nada se acallaban en el
sur.
Volvería
cada vez que pudiera y en cada paseo añoraría la compañía de alguien que
compartiera el gusto, su mano, las sonrisas y un silencio que no era necesario interrumpir.
Tenía claro que una parte suya se quedaba allá, quizás el pedazo que contenía
las palabras porque volvía más callada, cada vez más callada y sumida en lo que
haría en la siguiente visita al sur y al río.
Amelia
creía que cada persona tenía su propio sur, un espacio donde maravillarse y
huir de la religión moderna, de las supersticiones y predicciones del lenguaje,
las ciertas y las fallidas.