- ¡Volvió, volvió! -
parecían murmullar las ramas, las flores y la tierra que conocía sus manos y su
fuerza. Estuvo fuera por un largo tiempo, los matorrales crecieron, cerraron
los pasos, algunas plantas más débiles sucumbieron al descuido y fueron
invadidas por hierbas rastreras. Varias otras habían resistido, por sus
mecanismos de adaptación, a la falta de agua y, sobre todo, a la falta de la
mirada atenta del jardinero.
Nuestro jardinero,
aquel que era dedicado y que se la pasaba creando proyectos para embellecer el
paisaje se había ido de viaje. Seguro habrá contemplado jardines bien
diseñados, llenos de colores, reverdecidos por la lluvia incesante de otras
latitudes. Estará encandilado con la belleza y la composición del cuadro que
formaban jarrones, fuentes, el césped y los rincones selváticos o incluso
minimalistas. Nos dejó aquí, a nuestra suerte. Buscó que sobreviviéramos sin
él, sin sus cuidados. Decía que nos quería, que éramos el mejor jardín que
había podido construir en su vida, a pesar de los gruesos peñascos que aún
subsisten en este terreno agreste, a pesar de que una y otra vez había de
rehacer el trabajo y de aceptar la renuncia a la cosecha de algunos frutos. Por
más que trató no logró buenas manzanas o higos, menos sus añorados hibiscos y
camelias. Hace unos días lo escuchamos decir que había visto florecer un
hibisco, de cerca, pero que, lejos de estar agradecido por la experiencia,
sentía que había sido una burla, - ver de cerca lo que no podía tener era una
crueldad de la naturaleza- no estamos seguros de si se refería a su viaje
o al hibisco, que eso de ser turista, de visitar sin quedarse, no era para él.
Que era una forma de tomar conciencia de la admiración sin pertenencia. Ya
había sido extranjero y no quería volver a serlo.
Ahora se pasea entre
nosotros y nos mira con los brazos en jarra aprontándose a todo lo que deberá
hacer de nuevo. Camina mirando a ratos al suelo, otros, al follaje de los
árboles que creció desordenado mientras él se refugiaba en el viento, esperando
la lluvia, lejos, muy lejos. Las calas le escucharon contar que el viento
existe en otros lados, que en algunas partes era difícil estar de pie, mantener
el equilibrio, tal era la fuerza con que lo rodeó. Parece que se sintió
mareado, mareado y feliz. Nosotros, que no podemos movernos de nuestro lugar,
no sabemos de mareos y el viento no nos gusta tanto como a él. No entendemos su
fascinación por esa sensación de desarraigo y libertad. Son extraños los
humanos. Quería pertenecer y ser libre al mismo tiempo. Mal que mal somos
plantas, con raíces, raro sería que pudiéramos entender. A veces, cuando por
aquí había viento, se podía ver jugar a los pájaros a ser arrastrados por la
corriente aérea. Sí, los pájaros juegan y también luchan en el aire, apoyándose
en el viento, dejándose llevar. Los hemos visto, el jardinero también. Una vez,
el agapanto lo oyó balbucear que en este jardín podía tener la máxima libertad
a la que podía aspirar si lo que quería era ser testigo del crecimiento. Los
pies en la tierra, la mente con los pájaros jugando.
Sabemos que volvió
antes, pero se encerró y no quería vernos. Nos miraba de lejos, casi con
molestia. Era como si se hubiera quedado en pausa o esperando que transcurriera
el tiempo suficiente para recuperarse. De eso sabemos, del paso del tiempo y de
la incesante actividad de la nada. El tiempo y la nada pueden horadar hasta a
las rocas. Basta mirar a las rastreras, ellas son oportunistas, ocupan cada
espacio que deja la inacción, la parálisis del no-devenir. Las rastreras
parecen plantas, pero no lo son. Son lo contrario a nosotras, no florecen, se
enredan, ahogan a los demás. Se aprovechan de su capacidad de sobrevivencia en
casi cualquier condición. Parecen un colchón suave e inocente, pero nada crece
cerca.
En su encierro el
jardinero solo podía verse a sí mismo. Pasó por nuestro lado sin ver que lo
necesitábamos, que sin sus manos quedamos a merced de la fortuna o del
infortunio que no sabemos por qué es a quien más vimos pasar por un período.
Todo se junta: la sequía, la falta de abono, los fantasmas, los conejos, ratas
y el infaltable infortunio. Ese que se llevó recuerdos, rompió la gruta,
insensibilizó los pétalos de las flores y engrosó las cortezas llenas de
pestes.
Pasó hace unos
minutos por nuestro lado e hizo la lista de lo que debía ir a buscar. El vivero
de Sara ya no existe. No supimos qué pasó, se cambió de lugar o se aburrió de
las plantas, no podemos saber. El jardinero deberá surtirse donde van todos los
de aquí. Cerca, sin cruzar la ciudad.
Se encerró y no era
que estuviera esperando algo.
Nosotros, que no nos
movemos de aquí, no podemos dimensionar lo que para él pudo haber sido pasear
por un jardín con hibiscos, camelias, dalias, violetas, lavandas y quien sabe
qué más. Aquí estamos los de siempre: arbustos, árboles, suculentas y los
leales rosales. Estamos felices de que haya vuelto y haremos nuestras
exigencias: Queremos riego, desinfección, fertilizantes, humus, podas oportunas
y sobre todo, queremos que esté aquí, completo, dedicado, dándonos seguridad y
fe en lo que vendrá. Ya no podremos ser para él lo que una vez fuimos, su mejor
jardín. Quizás no fue falla nuestra, o del suelo, tal vez fueron sus
expectativas, sus puntos ciegos. Nosotros hemos sido lo que podemos ser.
Volvió, eso es lo
importante.
El viento
desapareció, la lluvia también. Aquí no puede haber hibiscos ni camelias. Todo
jardinero sabe que no se puede tener de todo. El terreno es escaso y, una vez
hechas las opciones, ya no hay vuelta atrás. Los nutrientes de cada suelo son
distintos y opuestos, no se pueden mezclar.
El jardinero volvió,
algo en él cambió, pero en lo que a nosotros concierne, sigue siendo el que
necesitamos.
James Spiteri, The
Forest
https://www.youtube.com/watch?v=SSVeL0JTf-c
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