jueves, 5 de octubre de 2023

Irónico

 



¿Cómo era la frase? Si usted hace lo mismo cada vez no espere obtener resultados diferentes.

Simplifique, simplifique.

Aplaudió a rabiar a la conferencista de las obviedades. Si bien se podía oler la estrategia de la psicología inversa, a veces le daban ganas de ser concreto y muy literal, −los insultos favoritos de su esposa −. Hacer como que no se entiende el subtexto de una discusión que no lleva a ninguna parte es todo un arte y su esposa no era aficionada a nada figurativo, excepto, quizás, los cuadros que se había dedicado a pintar como hobbie y que cada vez se demoraba menos en terminar porque se trataba de manchas de colores que combinaban con algún mueble o jarrón o cualquier cosa del living de la casa. Al principio le pedía su opinión y él trataba de ser amable. Un día de esos en que hubiera sido mejor ser un maniquí en una vitrina que nadie se detiene a mirar, cometió el error de reírse, el título del cuadro era tan pretencioso como ridículo y no pudo evitar ser sarcástico.

      Supongo que con este completas la serie para la exposición en el Bellas Artes.

Ella se puso a llorar como una niña, con sollozos y espasmos y cuando pudo hablar le confesó que ya no soportaba su tonito irónico, su agresividad reprimida y su aire de superioridad. Estaba harta de estar pendiente del tono y el rictus de sus labios para saber si hablaba en serio o se trataba de una forma cobarde de ser directo. Se sentía exhausta de estar en guardia en su propia casa y de tener que soportar las risitas o reconvenciones suyas o de los hijos por no haber captado la sutil diferencia de una frase burlesca que ella podía haber tomado como un halago.

Se quedó pensando en esa confesión y al fin pudo poner palabras al modo en que se sentía de niño en la casa familiar. De ahí en adelante se propuso cuidar más a quien había sido dulce y generosa con él. Se reservaba los sarcasmos para los cafés con los compañeros del trabajo o los practicantes mano-de-obra-barata que llegaban de tanto en tanto a la oficina. Se divertía con ellos en su el rol del tipo macuco, mala onda a veces, original y divertido de vez en cuando.

Ingenioso. Ese concepto le parecía más justo. A veces, con un poco de trago en el cuerpo o un estado de éxtasis venido de alguna buena decisión o un acierto en cualquier cosa, podía hacer llorar de risa a su equipo de trabajo, incluso o en especial a los recién llegados. Su jefe se relacionaba con él de forma extraña, más bien inconsistente, en ocasiones lo consideraba un tipo brillante por sus buenas ideas y en otras temía a los comentarios mordaces dichos de tal modo que podían ser un chiste o una observación de muy mal gusto. Tendía a tenerlo en la mira en las reuniones, cuidaba sus palabras y en esta ocasión, como en casi ninguna otra le pidió que repitiera en voz alta lo que murmuraba a quien estaba a su lado

      El sr. Valverde, abogado, velará por ustedes en caso de tener problemas con algún cliente.

      Seguro, le importamos tanto que nos calculará el finiquito en menos de cinco minutos

      ¿Qué dijo?

Esta vez había escuchado la frase y pretendió aleccionarlo delante de todos porque Valverde era un tipo leal y comprometido con el equipo y no se merecía ese menosprecio.

      No dije nada jefe ¿cómo podría? Sé de su aprecio por el señor abogado.

Todos se rieron, había hasta rumores de romance entre Valverde y el jefe y este no era capaz de enfrentar el comentario en ese contexto.

      Me pareció que dijo algo, pero veo que me equivoqué.

Mil goles para el ingenioso, cero para el jefe quien comprobaba una vez más que se trataba de un tipo poco confiable y cagón, pero hábil. Terminó como pudo esa reunión, trató de no cambiar el tono o su expresión, sin mucho éxito.

Era divertido ver al ingenioso cuando se encontraba con alguien casi tan rápido como él para los duelos verbales, un verdadero espectáculo de dimes y diretes que se asemejaba a un ring de box en el que los dichos de uno pretendían noquear al otro. Por lo general el desafiante perdía, pero el héroe de esta historia sabía reconocer el talento ajeno y acusaba el golpe de una o dos frases que no respondió a la altura. Se iba pensando de vuelta a la casa, en el largo camino diario a casa que incluía micro, metro y colectivo. Paseaban por su mente las líneas que podría haber dicho y se lamentaba de su error, también preparaba respuestas para los posibles encuentros de los días siguientes. A veces se obsesionaba y no podía parar de inventar situaciones en las que aplicaría sus habilidades con el lenguaje. Ensayaba en su mente el tono, la oportunidad y la velocidad en que pronunciaría determinado tema o palabra. Cuando la situación ameritaba máxima concentración, decía sus líneas frente al espejo del baño, buscaba la mirada apropiada y la sonrisa amplia con la que coronaría el momento.

      A ver niños, un número primo no se puede dividir. Es como un huevo, no se puede cortar un huevo ¿cierto?

      ¿Y si es un huevo duro?

Ese fue su primer acierto en clases, sus compañeros se reían a rabiar y al profesor le fue muy difícil retomar el control de la clase.

      ¿Vino de chistoso hoy día usted?

      No ¿y usted?

Los niños se rieron de nuevo y pudo ver como el rostro del profesor se transformaba y se inundaba de rojo. Esa situación le provocó tal satisfacción que no podía olvidarla. Iba en quinto básico. Ese fue el comienzo del gusto por la sensación de poder. En la adolescencia casi no podía refrenarse y sus padres eran llamados con frecuencia a dar explicaciones por la insolencia sofisticada de su hijo, la impertinencia y hasta crueldad con profesores y compañeros de clases. Dejaron de llamarlos cuando el director, inspector y profesores advirtieron que era un estilo comunicacional familiar y ninguno de ellos podía moverse bien en los saltos lógicos desde lo textual y lo connotativo o viceversa con que los padres defendían a su ingenioso hijo.

Es difícil dejar un hábito, por malsano que sea este.

Eso le ocurrió al ingenioso. Rara vez podía hablar sin dobleces, sin hacer que sus interlocutores se sintieran incómodos u objetos de burla. Llegó un punto, ahora en la adultez, en que cuando intentaba ser amable o hablar desde la honestidad, se veía muy a menudo dando explicaciones o agregando al final de sus frases – lo digo en serio −, pero no lograba aun controlar esa sonrisa final que hacía dudar a casi todos de la veracidad de sus palabras.

En algunas circunstancias se lamentaba por su incapacidad para controlarse, en especial con las personas que amaba. Con ellos adoptaba un tono dulzón exagerado para reforzar una frase cariñosa – estoy muy orgulloso de ti – o un efusivo − ¡muy bien hijo! −, pero precisamente por lo exagerado del tono, la frase parecía una burla en un nivel más amplio y sonaba hasta cruel.

Entonces se enojaba y los hacía sentir ridículos − ¡cómo me voy a estar burlando! ¿no captas la diferencia entre un chiste y una observación genuina? Debes estar mal ¿tienes muchas preocupaciones acaso? uno trata de ser amable y responden puras leseras.

La casa comenzó a sentirse silenciosa, los diálogos alrededor de la mesa comenzaron a escasear y abundaban los monólogos del ingenioso seguidos de otros de su esposa que trataba de generar conversaciones en que los hijos se sintieran incluidos. A veces ellos, buenos alumnos, se unían al padre para congraciarse con él haciendo gala de su negro estilo de humor con las mismas armas del ingenioso para pesadilla de la madre y en otras, por turnos, consideraban que todo era demasiado y ya no querían hablar con ninguno de los dos. Uno se paraba de la mesa sin decir nada, otra se negaba a responder y la tercera se refugiaba en un silencio pertinaz y selectivo.

El ingenioso se propuso dejar de hablar así con la familia, tenía que salvar los afectos que le quedaban, pero le era tan difícil hablar sin burlarse que también se fue quedando callado y solo. Incluso cuando reconoció en el trabajo, en la familia y en el circulo de amigos, que se sentía prisionero de sus palabras y la forma en que las ordenaba, los demás optaron por no creerle, reírse y alabar su inagotable ingenio para divertir a los demás. Lo anterior no deja de ser irónico ¿no? más aún cuando frente a la más encendida declaración de amor que pudo pensar para su mujer a esta solo se le ocurrió decir − ¿es en serio? − y él respondió en automático − ¿eso creíste? – acompañó la pregunta con una sonrisa amplia y una ceja levantada.

Julius Popper, La innombrable https://youtu.be/-Cw48NHpWPo?si=-678y5K5X-iiwpyt

Spandau Ballet, Communication https://youtu.be/fWM6kDbxT9g?si=FUo5d5KJXnBFAO3C

 


martes, 19 de septiembre de 2023

Tres personajes

 



Foto de Cottonbro Studio pexels


De todos los finales posibles, este era el menos predecible. Por la porfía, por quedarse ahí contemplando el devenir sin salir de sí mismo. Se lo habían dicho: huir no sirve de nada, la huida te lleva al lugar dónde debías ir desde el principio solo que por la vuelta larga.

Estaba cansado de ser considerado un tipo sólido, con las respuestas para casi todo. Por lo mismo, por esa imagen de inquebrantable, no le preguntaban cómo estaba o si necesitaba hablar, quejarse un rato. Al revés, iban con él cuando tenían problemas y confiaban en su buen juicio. A lo mejor lo tenía y era un malagradecido que no reconocía que había podido sobrevivir gracias a esa capacidad, a actuar como si no había dado ningún paso en falso o echándoselos al hombro de puro choro.

A estas alturas del año, hacía ya trescientos, se sentía colorido, liviano, como se sienten los pescadores cuando regresan con una pesca abundante y solo quieren celebrar, cuando la noche ha transcurrido en calma y el frío del agua se pasa con aguardiente y los chistes de los otros viejos. Qué lástima no haber podido expresar en esa época lo feliz que se sentía, lo invencible que le parecía ese tipo grueso y hosco del espejo donde se acomodaba el gorro antes de echarse a la mar con los compañeros de siempre.

El secreto era parecer inconmovible, tener una rutina definida y no salirse demasiado de ella, hacer como que todo seguía igual, salir a pescar de madrugada, pasar a buscar a los viejos, terminar de despertarse con la conversa y las últimas novedades del pueblo. Si contaba por qué se sentía a punto de estallar de felicidad lo iban a tachar de sentimental, de agrandado, de huevón también. Claro, no se puede ser feliz, aunque sea por un período limitado, si uno no anda medio huevón y no es capaz de analizar la situación en detalle. Se distraía un poco en el bote y en esas circunstancias no faltaba que le llegara un cacha mal porque ponía en riesgo a todos o porque, como tenía esa forma de hablar que tienen los arrogantes, sus equivocaciones eran motivo de burlas y chistes. La gente no ve con buenos ojos a los felices, los ven como egoístas o inconscientes. No saben que cuando uno es feliz es mejor persona, quiere que todos lo sean, daría casi cualquier cosa para que esa sensación se prolongara y al mismo tiempo tiene conciencia de la fragilidad del estado. Y cuando comienza a agradecer a los dioses por ese momento es porque el clivaje ya comenzó, tal como la trizadura de un cristal.

En el casillero de la caleta dejó sus botas de goma gruesa, se cambió los jeans por unos secos, se calzó los bototos y se abrigó después de filetear los pescados y dejar la venta para los gritones. Esa parte no le gustaba, gritar los pescados, regatear con las viejas o con los dueños de restaurantes que creían que ser pescador era sinónimo de ser estúpido. Los gritones son mejores para aguantar los lloriqueos de los clientes.

Cuando se iba caminando por los cerros para su casa, vio bajar a un chiquillo de unos siete años, hijo del dueño de la verdulería del bajo, cerca de la caleta. Se acordó de cómo se imaginaba su vida a esa edad. Tenía dos personajes, uno se parecía a un abogado o un director de colegio, serio, severo, aburrido, que hablaba bien, el otro era un tipo libre, tenía un jeep o algo parecido para andar por donde se le ocurriera, tenía cuerpo de deportista y disfrutaba de explorar cualquier cosa, paisajes, personas, experiencias, las que se cruzara en su camino. Sin planes.

Parecía que iba encaminado a ser el explorador; cuando niño corría como si supiera que la vida era corta, jugaba desde que despertaba, jugaba a todo, era la pesadilla de su madre: los pantalones y zapatos no le duraban nada, todo lo rompía.

- ¡Claro que puedes jugar! Pero no como un salvaje, como si fuera obligación llegar hecho un desastre. Somos pobres, no nos alcanza para comprarte ropa y menos zapatos a cada rato. Tienes que ser más consciente.

Bajaba la cabeza y asentía, se lavaba las manos y la cara para comer y su madre enojada apenas le hablaba, Como el ambiente estaba pesado había que volver a salir a jugar, arriba de los árboles, en la cancha de tierra, en el carrito de los cabros de la otra cuadra, a nadie le importaba que los pantalones estuvieran a punto de molerse o con un hoyo en las rodillas, si le quedaban cortos o si los zapatos parecían lagartos dispuestos a morder la tierra por las gomas abiertas.

- No sé qué va a ser de ti si sigues igual, vas al colegio a puro machucar membrillos. Haces las tareas al puro lote, si te reta la profesora porque llevas tus cuadernos manchados, te juro que la felicito, no puedo ser yo no más la que te rete todo el día. Vas a terminar solo en un bote porque no te va a dar para más ¡¿cómo puedes ser tan duro de mate!?

Recordaba cómo su madre le tironeaba el pelo y trataba de ponerlo en orden con una raya al lado que parecía tallada en su cuero cabelludo. Ese ardor aún podía sentirlo en su cabeza. Y claro, el jugo de limón posterior para que se viera peinado un rato más.

¿Qué le pasó al salvaje? ¿cómo se civilizó? La vida no más y la muerte, sobre todo la muerte que fue disminuyendo la familia. No se puede correr ni jugar si uno está triste, después descubriría que hay que correr para no sentirse triste. Puras vueltas que llegan a lo mismo.

Ahí quedó el salvaje, el que iba a ser explorador, atrevido, chascón, un bola huacha sin ataduras ni obligaciones. Tampoco llegó a ser director, pero a ese no lo extrañaba. Si miraba con generosidad su historia, ser pescador, incluido ese olor a huiro permanente, se parecía más a ser aventurero que ser abogado o jefe de algo.

Ahora más cerca de cumplir mil años que de los siete del niño que pasó corriendo al lado, había visto cómo había albergado un tercer personaje dentro suyo, el mejor-peor, sí porque los mejores instantes se debieron a él y junto con ellos, también los peores. Era el fantasioso, el que a partir de una pila de maderas se imaginaba una cabaña, botes nuevos, una caleta más moderna para todos, a veces ese hablaba y convencía a los demás de lo que había que hacer, a lo mejor ese personaje era lo único querible de él. El que agarra papa con una frase, un gesto, una imagen, el que se va a la cresta con lo mismo. Se pasó los últimos cuatrocientos años pegado a un proyecto que no prosperó.

Era pésimo para los negocios, claro, se entusiasmaba, echaba andar la imaginación y se veía como un magnate, no era un bote nuevo, era el inicio de una flota. No era que la Juanita lo había invitado solo a la fiesta de San Pedro, se imaginaba la vida con ella, cómo serían los hijos, dónde vivirían y la pasión le brotaba como manantial infinito. Se desbordaba, no había dique que contuviera ese amor tan grande,

Hasta el guatazo.

Menos mal que entre tanto intento y tanta fantasía había logrado concretar unos proyectos menores y gracias a ellos sobrevivía. Sin la Juanita por supuesto. Seguro ella se dio cuenta de que era un huevón bueno para soñar, lo quiso un rato, volvió porque él la buscó, él notó que ella no hacía ningún esfuerzo para estar en su mundo. ¡Ay, esa Juanita! Tanto que la siguió, tanto que le dijo lo que sentía por ella y ella, de puro considerada no lo mandaba a la cresta. A veces pensaba que la Juanita no era buena gente o que le tuviera cariño, era mala la Juanita, debió ser más clara y cara dura, debió decirle que ya no le hablara más, que no se iba a mover un centímetro de donde estaba por él. O él debió respetar la distancia. Siempre estaba esa posibilidad, alejarse.

Así era el pescador, un poco director, un poco explorador, demasiado fantasioso y de limitadas capacidades para ganarse la vida, pero más bien correcto, intentaba ser coherente entre tanto personajillo interno. La coherencia sí que requiere esfuerzo, la rodea mucha desilusión. Eso lo había aprendido también en los cientos de años vividos y lo veía a cada rato en el mar, en la dinámica de los peces, escurridizos, rápidos, pobre del que confía. El pescador hábil es el que parece confiable, el que se mantiene quieto y en silencio. A él le costaba quedarse callado, hasta que aprendió. Mal que mal, su nombre significaba “el que escucha” no el que defiende o que las hace de guardia. Tenía que ser coherente con el mandato de su nombre, escuchar, calmarse y escuchar hasta el silencio y su elocuencia.

Así fue labrando su imagen de resistente, de hombre fuerte y confiable. Él sabía que era un disfraz elaborado del que se despojaba ahora casi a voluntad, cuando se quedaba solo o cuando por deporte, no por necesidad, salía a pescar sin compañía y podía pasar horas casi entumido por el frío y la humedad, urdiendo más fantasías y alimentando a la mejor-peor de sus versiones.

Ahora le había dado por recordar su momento feliz, en medio del ruido del mar, la semi oscuridad y una melodía que sonó antes de apagar el celular para que no se fueran a espantar a los peces que no tenía ninguna intención de capturar. 

Terminó en un bote, tal como predijo su madre, solo que dio mil vueltas para volver al inicio y no por las mismas razones que ella imaginó. 

 The XX, Intro CITY OF THE SUN COVER https://youtu.be/IKFr6m950cQ?si=VyNQmnz7AUmF6j9m


sábado, 16 de septiembre de 2023

Hacer tiempo

 

Foto Charles Parker pexels

Recordé a ese chofer de colectivo, gordo y maloliente. A veces el cerebro se equivoca al mantener archivos sin importancia en la carpeta de recuerdos vívidos. Trató mal a una pasajera que lo hizo andar un par de cuadras demás. Salí en su defensa − ¡oiga! más respeto, ¡está embarazada! – Es lo único que saben hacer – respondió el infeliz. Al instante se sumó un pasajero a mi reclamo gritándole que era un maleducado. A esas alturas pedí bajarme y caminar lo que me faltaba. La embarazada se dirigía hacia el semáforo y lloraba sin consuelo. Alcancé a ver que se sentó en un paradero, pero no me sentí capaz de acompañarla. Dicen que durante el embarazo la sensibilidad y la facilidad del llanto son una defensa biológica contra las agresiones de los compañeros de la manada, no sé si aplica a esta época ese método adaptativo.

Son tiempos complicados para todos, para los que hablan y para los que callan.

Acomodé mi celular debajo del abrigo, cerré bien la cartera y con las manos en los bolsillos me dispuse a caminar las doce o quince cuadras que faltaban para llegar a mi destino. No tenía apuro. Tal vez esa falta de prisa es lo único que me conecta con esa experiencia del taxi colectivo y la embarazada y seguirá siendo un misterio la razón que encontró mi memoria para no olvidar a ese chofer de actitud miserable.

También hoy camino con las manos en los bolsillos y el celular bajo el cortaviento.

               Todo está mejor así ¿no te parece? él tranquilito por allá, con la vida bajo control y yo por aquí sin saber de su existencia.

      Tú lo quisiste así ¿no?

     No había alternativa, ninguna que fuera digna para mí.

Alcancé a oír ese trozo de conversación y, por más que traté de escuchar más, ese par de mujeres se alejó rápido, con el café de máquina en la mano del servicentro en el que coincidimos. Yo seguí en la fila de la caja mirando atenta a la máquina para no hacer el ridículo tratando de hacerla funcionar sin saber.

Todavía faltaba una hora para encontrarme con una amiga también, tal vez habría alguien que escucharía lo que hablaríamos y se haría su propia historia con el trozo que alcanzase a percibir. Mal que mal, una siempre ve trozos de la vida de los demás, incluso de los que más nos importan. Las explicaciones de cómo y por qué los acontecimientos se ordenan de un u otro modo dependen de los pedazos que se observan y los criterios para darles alguna lógica.

Logré operar la máquina de café sin equivocarme, hasta me acordé de poner doble capa de cartón para no quemarme lo que me hizo sentir orgullosa. Tal vez podría llegar algún día a tener esa delicadeza de movimientos que se ve en las películas de las personas que saben. Sí, que saben algo y lo demuestran.

Mi amiga es así, se mueve con gracia, sonríe y es amable con todos, dice que no es cínica, que solo es costumbre. Hace días que creo que tiene algo importante que contarme, creo que lo ha intentado varias veces y no ha podido. Lo sé porque baja la mirada o cada cierto tiempo me pregunta cosas por las que le he dicho con insistencia que no quiero hablar más. − Hay temas que una no debe hablar para no pensar − le digo, sobre todo porque se la pasa criticándome, dice que debo soltar como dicen en Instagram, dejar ir, superar. Como si fuese una decisión. Y sí, lo es, eso decidí y ya no lo nombro. Ella me ayuda a recordarlo diciendo que tengo que olvidarlo. Igual que la canción de Los Tres, que no se te olvide acordarte que me tienes que olvidar.

Harta contradicción circulando.

¿Y qué si no quiero olvidar? Total, es un proceso que ocurre con independencia de la voluntad, aun si no quiero ocurrirá. Un día desaparece el elefante detrás del árbol o una noche los sueños comienzan a poblarse de otros objetos y personas, otras historias se tejen, aunque no se quiera. El tiempo se encarga de todo, lo han dicho muchos escritores y científicos inteligentes. Un día su nombre me provocará el mismo encogimiento de hombros que el mío a él o esa mueca de hastío que tanto le vi.

Mientras me tomo ese café en exceso caliente para ser de máquina, levanto la vista y veo a las personas ensimismadas en sus celulares solo que a la mirada a la pantalla ahora agregan una de vigilancia para evitar el robo del dispositivo que contiene la identidad de cada uno. A propósito de eso recordé que no leyó el último mensaje que le envié, ni siquiera me dejó en visto. No lo leyó. Me debe haber trasladado a las conversaciones archivadas. A mí me hubiera dado curiosidad al menos, pero hasta en eso éramos distintos.

Así como la memoria es extraña y guarda archivos azarosos, también lo es el olvido. Absorbe lagunas y océanos de historias con un criterio que debe contener reglas desconocidas para el usuario solo que no hay a quien reclamar por esa particularidad de diseño. Además, no hay consenso, esa característica por las que algunos se irritan otros agradecen.

Un día dejé de mirar hacia atrás por si se arrepentía y venía a buscarme como alguna vez lo hizo, dejé de recorrer los lugares en que compartimos pedazos de vida y dibujé en mi mente las coordenadas geográficas de dónde no volvería a forzar las probabilidades.

Otro recuerdo random: salíamos de colegio y varias niñas caminábamos conversando y riendo cuando un viejo que venía en sentido contrario a paso rápido e ignorando todo en su camino, me empujó tan fuerte que casi me caí. No alcancé a decir ni a hacer nada, no sé por qué me dio tanta pena en esa ocasión y cada vez que recuerdo esa escena. Tal vez porque seguí como si nada, recuperé el equilibrio en un santiamén y fingí que no me pasaba nada. Como ahora, como cuando le di ese regalo sabiendo que era el mejor y el último.

Es extraña la memoria.

Debo tomar ese café rápido, ya falta menos para encontrarme con mi amiga y debo caminar siete calles más.

Creo que ella también debió hacer tiempo y supongo que deberé agregar más calles y lugares a los recorridos que no haré. Venían ambos de la mano, se despidieron con un beso y ella partió casi corriendo al café dónde nos reuniríamos en diez minutos más.

 

 

 

 

Culture Club, Time https://youtu.be/5AjBOaWmXzM?si=FM6liwTuUKSgdrDy


lunes, 11 de septiembre de 2023

Fórmula

 

Foto de Jeswin Thomas pexels


Me pidieron finales felices porque la gente está aburrida de dramas y de personas solitarias, quieren imaginarse otras historias más optimistas y poco probables porque nadie se pone a pensar en la verosimilitud de los detalles o si la trama ya es conocida. Insistieron en que, en vez de llevar frases ambiguas y códigos de dudosa astucia, escribiera facilito sin dejar espacio a dobles o triples interpretaciones.

Y que si quería escribir en jerigonza mejor usara un diario de vida como cualquier adolescente. Lo que querían era una guionista de comedia romántica que se pudiera ver sin prestar demasiada atención. Lo peor fue que yo estaba convencida de estar haciendo eso. Cuando se lo confesé a la jefa del equipo de guionistas abrió los ojos espantada, se llevó el dedo índice a la boca, se levantó de la silla, se acercó a donde estaba sentada tomando nota de lo que me decía en mi teléfono, me tomó del brazo y me sacó de la sala de reuniones. Tenía cara de que iba a gritarme en cualquier momento, pero no lo hizo. Solo la oí suspirar y luego exhalar aire con forma de alivio.

-       Vuelve con algo decente, que sirva para este programa quiero decir.

Si no hubiera firmado ese contrato por diez entregas, si no me hubiera gastado la plata, si hubiera arrendado algo más barato o al menos construido en el patio de la casa de mi mamá, igual que mis dos hermanos mayores, si tantas cosas no hubieran sido como fueron, habría renunciado ahí mismo, sin mirar la cara de nadie.

-       Hay gente que toma buenas decisiones y otras que no.

Esa es una de las frases típicas de mi mamá, la dice con gracia, no como si se burlara, pero se burla y yo quisiera reírme de verdad y me río como si no entendiera. Y ella sabe que entiendo.

Me puse a recorrer los finales de libros de romances y de películas y no sé si tengo una distorsión o un sesgo cognitivo como dicen en Instagram, pero los romances clásicos ¡terminan todos mal! Catalina y Heathcliff se llaman cuando ella murió, Scartlett se da cuenta de que quiere a Rhett Butler cuando él le pide el divorcio; en Los Puentes de Madison, Francesca elige su vida buena y normal y Robert sigue cual trompo cucarro dando vueltas sobre el mismo eje; el Dr. Zhivago que muere de un infarto al ver a su enamorada Lara desde un tren y Casablanca tiene un final lleno de sacrificios. Tampoco es que creyera que lo que escribía alcanzara ese nivel de drama o siquiera algo de su calidad en el relato o la historia. Mi mamá me lo había dejado claro.

-       Déjate de tonterías, están bien para no ser escritora ¿qué querías? Encuentro que has logrado mucho más de lo que yo pensaba o de lo que tú pretendías ¿cierto? Aguantaste tres semestres de literatura en la universidad antes de darte cuenta de que no te serviría para vivir de eso o no con el tipo de vida que querías.

Tanto pelear con la señora, más en mi mente que con ella, para terminar convirtiéndola en una especie de vocecilla chillona e insistente y odiosa y razonable y realista y tan de sentido común, que sus palabras y argumentos eran indesmentibles.

¿Qué me diría? Que viera las películas de Netflix, que leyera a Corin Tellado, que viera más Disney moderno y esta vez obedecí. Hay una fórmula al parecer infalible, tanto como predecible, pero a nadie parece incomodarle.

Dos se conocen en circunstancias nada propicias para el romance; el conflicto surge por la antipatía, algún malentendido o confusión, luego la cercanía conduce a la atracción, más adelante otro conflicto, en apariencia insalvable, que lleva a una separación dolorosa y llena de lágrimas. El reencuentro feliz llega con la escena en una estación de trenes, de buses o el aeropuerto en que uno de los dos, a veces los dos, han perdido la esperanza, pero uno sufre un súbito ataque de valentía y emprende una loca y vertiginosa carrera por alcanzar a su amor y rescatarle de un destino triste y solitario.

Un lugar llamado Notting Hill, Amigos con ventajas, Cuatro bodas y un funeral y por supuesto el clásico de los clásicos Orgullo y Prejuicio tienen la misma estructura.

Esa escena en donde aparece el galán, Mr. Darcy, en medio de la niebla de la vida al encuentro de la insomne enamorada, escotada como si no hiciera frío, llega directo al inconsciente femenino condicionado desde casi siempre.

No es difícil copiar esa estructura diría mi mamá, que no sea así casi nunca en la vida no tiene ninguna importancia, esa es precisamente la gracia: una fantasía ingenua viene bien a estos tiempos de descreimiento y desencanto. Mi madre no diría eso último.

Cuando tuve clara la fórmula me puse manos a la obra, inventé nombres de lugares y personas; mezclé argumentos de una película con otra para tratar de despistar. Busqué paisajes y melodías evocativas, busqué el Google fotos de distintos aeropuertos y terminales de buses, a algunas historias agregué muelles y otros escenarios en los que me imaginaba que un dron podía grabar la escena desde el aire y entonces dar una sensación de profundidad y simbolismo a la escena final. Me dijeron que exageraba con el viento y la lluvia así es que tuve que adaptar los finales a lugares más cercanos y menos costosos como ítem de locación.

Me acostumbré a pasear por lugares comunes y corrientes que podían volverse el final de una historia sosa y muy romántica. Casi podía escuchar la voz de mi mamá diciendo: − ¡ahí tontona! – y entonces miraba y se me ocurría algún diálogo o un detalle para complementar lo que era evidente que dirían. El problema con la productora era que insistía en agregar elementos demasiado cursis. Ahí me convertía en mi madre y empezaba a gritonear a todo el que se me cruzara en el camino hasta que respetaban el diseño original.

Me quedaban dos entregas más y la fórmula era casi una tortura. Solo quería terminar de una vez porque ahora que estaban satisfechos con mis historias, que de mías no tenían nada, era yo la descontenta con esos finales felices.

Estaba redactando en mi mente el último capítulo en un lugar sin importancia, en un café cualquiera, sin lluvia y sin viento. En uno de esos días, meses, años, indistinguibles unos de otros levanté la vista y estaba allí cerca quien no esperé ver nunca más. Por menos de un segundo pensé que la fórmula podía darse alguna vez en una vida tan real como la mía. Que estaba ahí por mí y no porque sí, porque no todo pasa por algo.

Y solo por variar la elipse en la que las operaciones estadísticas tienen lugar me puse a sonreír y a esperar a que se acercara sin escuchar la vocecita chillona de mi mente.


Frank Sinatra, The world we knew https://youtu.be/dthgRdTf0Ds?si=-5nY6Dk4c1x0Elpx

jueves, 7 de septiembre de 2023

Cerraduras


 

Foto de Eric Mc Lean pexels


Nadie le creería que esa casa estaba viva; si a ella se lo hubieran dicho o, aún teniendo la experiencia reciente de comprobarlo por sí misma, tampoco lo creería. Ambas tenían un diálogo sin palabras, tampoco es que volaran cosas o deambularan fantasmas aburridos de su otra no existencia y para matar el tiempo, − lo que sería una redundancia extraña tratándose de fantasmas−, vinieran a pasearse por esta convención en la que coincidieron la casa y ella.

Extraño diálogo entonces.

Por supuesto que para comunicarse los objetos debían tener alguna clase de conciencia y no podía ser. También podía tratarse del recrudecimiento de la paranoia que alguna vez la había hecho sentirse observada en distintos lugares que por supuesto no eran su casa. La ansiedad, tan de moda, tomaba diferentes formas, a veces pesadillas, a veces sueños y la mayor parte del tiempo solo sucesos imaginarios, como le pasó, suponía ella, a Nicanor, el poeta, con más talento, gracia y poder de síntesis.

A veces se querían ella y la casa, en especial en algunos rincones extraños, esos espacios circulares en donde es difícil poner algún mueble que no sea hecho a la medida o esos recovecos hexagonales en los que había decidido instalar libreros para arrumbar ahí un poco de todo incluso libros.

En esos momentos, la casa desplegaba sus mejores virtudes y manifestaba su deseo de verla allí para siempre. Le decía cosas bonitas y le prometía que no solo pasaría ahí buenos momentos sino los mejores de la vida y que, si la cuidaba y se quedaba adentro más tiempo, que para la casa era mucho más que las horas de sueño y las manitos de gato diarias para que pareciera un lugar agradable; garantizaba placer y disfrute o bueno ya, al menos tranquilidad a su habitante. Así se comportaba cuando andaba acogedora, pero cuando se sentía poco atendida, se volvía insoportable y comenzaba a reclamar con gritos silenciosos y elocuentes, la pintura se volvía dispareja, las pelusas empezaban a reproducirse sin control, una llave lloraba gota a gota o la manguera del jardín empezaba a creerse una ducha y se auto infería heridas que la llenaban de agujeros.

¡Casa manipuladora! La obligaba a atenderla como a una vieja enferma y reclamona. Últimamente le había dado por quejarse de los accesos, las cerraduras no funcionaban y su mala onda llegaba a límites insospechados. Era capaz de encerrar a la habitante o dejarla afuera obligándola a pedir ayuda y a recurrir a los reparadores, personajes terroríficos para cualquiera por lo impredecible de su comportamiento y los inciertos resultados de sus operaciones. Todos eran iguales, al menos los que ella conocía. La última vez contrató a unos reparadores de apellido Técnico.

      Llamo para la visita del señor Técnico por una cerradura que compré, es urgente.

      Deme su Nombre.

      XXX

      Su RUT

      XXX

      Su Número de Teléfono

      XXX

      Otro Número

      No tengo otro número

      Su correo

      XXX

      El número de la boleta.

      XXX

      El número de la orden de trabajo.

      XXX

      El técnico la contactará en 24 o 48 horas.

      Pero le dije que era urgente, es la puerta principal.

      El técnico la contactará en 24 o 48 horas.

      No es lo que me dijeron cuando compré el servicio.

      El técnico la contactará en 24 o 48 horas hábiles.

Advirtió lo inútil que era hablar con alguien que tenía una respuesta estandarizada y no, no era un robot, pero lo parecía.

La casa tenía poder, no solo afectó a sus accesos más directos, se encargó de que tampoco funcionara el sistema electrónico del portón comunitario de modo que tuvo que esperar mucho rato afuera, en la calle; se vengó dejándola encerrada más tarde en la oficina, en el hall del edificio donde trabajaba.

Esa casa estaba viva y bien viva.

La habitante la amenazaba con dejarla, con irse de un momento a otro, porque la tenía aburrida y agotada con sus constantes reclamos y achaques. Buscaba una y otra vez y no daba con algo que la satisficiera y la casa se encargaba de mostrarle el enorme esfuerzo que implicaba dejarla, le mostraba la infinidad de detalles y entonces parecía volverse dócil y se portaba bien, hasta el siguiente ataque.

En algunos períodos se portaba tan bien que la convencía de quedarse allí, parecía agradable y hasta le presentaba un dejo de esperanza de que algún día podría sentirla como un lugar propio, pero veleidosa como una niña mimada, también le pedía definiciones y la ponía a prueba, presentando nuevas fallas y desperfectos.

-       Si te vas a quedar tienes que darme el tiempo necesario, te tienes que sentir de aquí.

Y vuelta a comenzar en un ciclo infinito y agotador.

Quería despedirse y distintas circunstancias lo impedían, era la casa y su influjo, quería imponer su visión de para-siempre y la habitante su sensación de no poder, a pesar de los intentos, de resistir más que un tiempo limitado en cualquier parte.

Esta casa, con apariencia de casa de brujas, iba ganando, eso creía ella. La habitante se reservaba la opinión para intentar engañar a los ladrillos.

 

The Cinematic orchestra, To build a home https://youtu.be/QB0ordd2nOI?si=u4q8iyTxDa0d6JQK


sábado, 2 de septiembre de 2023

Ballet

 


Foto de Johnny Edgardo Guzmán:

https://www.pexels.com/es-es/foto/hombre-y-mujer-calentando-en-una-sala-de-baile-3467377/

Los años le habían ampliado el rango de sentidos y hasta se permitía decir que la felicidad era un anhelo legítimo, sobre todo porque había descubierto, en medio de la confusión y desazón del fracaso de cada uno de sus planes, que se podía aspirar a un bienestar del alma si se alejaba de las convenciones más típicas de su época y clase social. Sí, porque era un fiel producto de literatura nihilista y consideraba los afectos como un mal necesario y muy condicionado por el acceso al consumo.

Se emocionaba hasta las lágrimas, luego de luchar mucho rato con la respiración y la opresión del pecho, por la contemplación de la belleza en forma de paisaje, de danzas y en especial de música, de cualquier tipo si era inspiradora y bien ejecutada. No disfrutaba de mostrarse sensible, es probable que, como la mayoría, considerase que llorar es un signo de debilidad y las vulnerabilidades son utilizadas por otros para ocasionar daño. Incluso en los tiempos de contacto con las emociones, la condena al ego, las plegarias al universo y el dejar fluir la vida, no se podía dar el lujo de pasar por sensiblero, porque esos artefactos teóricos le parecían que no eran más que modas y búsqueda de respuestas frente a la angustia, la desesperanza y la soledad que la humanidad había tratado de contrarrestar desde que alguien de la especie experimentó la conciencia de sí mismo.

Ahora que la censura de la corrección política iba al alza, no iba a confesar tampoco que la divinización de la flojera le parecía una estrategia divertida e inteligente. Coincidía con la premisa de la dificultad de no hacer nada, más aún de no pensar en nada, pero estaba lejos de considerar que eso fuera una virtud o una habilidad.

Como fuera, el acceso a esas ideas, que había leído solo en resúmenes porque no le atraían como para perder su tiempo en ellas, le parecía un ejercicio de democracia filosófica y de medicina casera, muchas veces más eficaces y económicos que los tratamientos oficiales. Después de todo, aprender a relajarse, socializar con otras personas para conocer su forma de resolver la vida con sus vicisitudes cotidianas, no siempre exentas de dramatismo y fuente inagotable de angustias varias; moverse como exige la condición de mamífero, comer de acuerdo con el nivel de actividad y dormir las horas diarias adecuadas, garantizaban a los suertudos con buena salud como él, un estado basal de bienestar y energía suficiente para disfrutar de lo que había alrededor.

Si se ponía más profundo y oposicionista, una postura frente al mundo que había surgido muy temprano en su historia y no tenía tan claro de dónde o para qué o si valía la pena averiguarlo, le parecían sospechosas las teorías acerca del sentido de la vida y la reducción que implicaban de las angustias humanas a un conjunto de frases, a veces coherentes, ingeniosas y hasta indesmentibles.

No pocas veces se sentía un ser frívolo y hasta hedonista por la suerte que le había tocado en variables que para otros muy queridos significaban un drama vital. ¿Se merece la suerte? Sabía que preguntárselo era una contradicción. El azar, el talento para usarlo tal vez obedecían a leyes de distribución estadística que desconocía.

Esa era la clase de pensamientos que a veces poblaban su mente mientras contemplaba una coreografía de danza moderna o asistía a un concierto o disfrutaba de un té bien preparado cerca de su oficina.

Había desistido de esas sentencias que observaba muchos otros necesitaban para organizar su vida, sin embargo, como se consideraba parte de la manada, al observar sus decisiones o renuncia a ellas, había hecho lo que hacen todos a su edad. Más reafirmado se sentía respecto de que disfrazar la deriva de la vida con una teoría de moda era inútil y tan supersticioso como, los que como él, se definían como incrédulos y desconfiados de todo o desencantados que, para efectos del observador, es más o menos lo mismo.

Lamentaba ser tan típico.

La coreografía de Trois Gnossiennes[1], le había producido una especie de recaída en la melancolía, absurda a estas alturas, por el tiempo y por las circunstancias, pero en épocas de retrocesos históricos y patetismo retórico, tal vez la ridiculez pasaba inadvertida, se mimetizaba con el paisaje. Se vio a sí mismo creyendo en el destino y esas supercherías, patético como cualquier enamorado desincronizado. Hubo otras presentaciones, pero se le quedó en la memoria solo esa.

Al salir vio que ella salía del mismo teatro de la mano con alguien. Se recuperó como pudo, aunque se hundía cada vez más bajo su abrigo y volvía a sentirse como un adolescente flacuchento poco agraciado e invisible, no pudo evitar que lo vieran y jugó a ser el amigo adulto, amable y educado como corresponde a alguien de su edad sin ninguna filosofía ni convicción.

Sonrió, hizo las preguntas de rigor, saludó a su acompañante de siempre, acordaron verse alguna vez, como siempre, como todas las veces. Hasta se permitió decirle lo bien que se veía y ella sonrió de nuevo tomándose el pelo y moviendo la cabeza hacia un lado. Al despedirse se esforzó por tratar de capturar el perfume que sabía se habría puesto antes de salir. Tomó entonces una gran inspiración al momento de esos insípidos besos de mejilla que se acostumbra a dar al aire y no a la piel para quedarse con su aroma. Para salir del aprieto, dijo que iba atrasado a una cita, ella, reina como siempre, se permitió una mirada recelosa y un falso deseo de buena suerte. Él le deseó suerte de vuelta en lo que fuera como correspondía a la situación.

Caminó muchas cuadras demás porque sí, para recuperar la frecuencia cardiaca, para respirar a sus anchas, para dejar que la energía fluyera, su ego se equilibrara y miró a la luna llena y al universo completo para no sentirse así nunca más, ni en esta vida ni en las otras. [2]


domingo, 20 de agosto de 2023

Cambio de look

 


Foto de Cotombro Studio

Aquí, y en todos los lugares como estos, ocurre algo extraño. Parece que las personas tienen una especie de botón por ahí escondido en alguna parte del cuero cabelludo que las hace hablar más de la cuenta. Al menos así ocurre con la mayoría de las clientas que vienen. Hay un par que preguntan y simulan estar más interesadas en nuestras vidas que ponernos al día de las suyas, son las raras y las que me dan más curiosidad, pero mi necesidad de clientas puede más que las ganas de saber qué es lo que ocultan. Alguien que viene a la peluquería y no quiere hablar debe tener algo interesante en qué pensar durante tanto rato.

Mire, esa señora que viene entrando ahí, vive con su hija y no sé cómo la aguanta la pobre, tiene un carácter horrible, se la pasa criticando a todo el mundo, se hace el mismo peinado desde que la conozco. Entró aquí porque en la peluquería del lado no la quisieron atender más. Se aprovecha de su carácter y ahora de sus años con esa idea de que los viejos merecen respeto solo por haber acumulado tiempo de juego. La hija me paga casi el doble por cada vez que viene por soportarla. Yo soy toda dulzura con la vieja bruja, jamás me ha pillado poniéndole mala cara ni nada, pero me duele el estómago cada vez que su hija llama para pedir una cita. Es una señora déspota, buena para humillar donde más les duele a las personas y se ufana de su forma de ser, como si la franqueza sin empatía, fuera una virtud y no una agresión.

Hay chiquillas jóvenes que van derechito a convertirse en ese tipo de vieja, amargadas como ellas solas, buscándole a una la caída en el lenguaje para acusar de sexismo, xenofobia, homofobia, gordofobia, apropiación cultural y cuanta cosa se pone de moda. A ellas se las agendo a las peluqueras más jóvenes, no tengo paciencia para hablar con tanto cuidado y menos para escuchar a quién van a funar pronto porque las siguieron en Instagram y les dijeron que eran bonitas. Cómo se nota que no han vivido nada, que no les duele nada y no tienen idea de lo complicado que es todo más allá o más acá de los personajes de las redes sociales.

A veces llegan clientas complicadas en serio, muchas veces me he quedado preocupada por lo que van a hacer después de salir de aquí, en especial esas que vienen a hacerse un cambio de look total. Una de ellas me dejó marcada, tenía más de cincuenta años y supo que su marido tenía a otra mujer hacía un montón de tiempo, años me parece. La clienta bajó de peso, por la depre primero y luego por vanidad, se gastó no sé cuánta plata en botox, hilos tensores, plasma, ropa. Se ve estupenda, regia e igual de cincuentona. Ahora caminaba derechita con unos tacones inmensos, se veía hasta más alta. Suponía que la otra era más joven y linda que ella. Le hice lo que me pidió, le dejé el pelo cortísimo, con mechas rubias, se hizo las cejas de nuevo, pero no había caso, algo en ella había envejecido para siempre. Tanto esfuerzo por nada. Se perdió por varios meses, por una amiga suya supe que estaba de nuevo muy mal. No quería levantarse, ni comer, hasta iban a darle la comida a su casa porque no tenía fuerzas para levantar la cuchara y no quería vivir. El marido se fue al final y la otra era mayor y nada de regia. Ahí no había consuelo que sirviera. Cuando por fin volvió era ella de nuevo, llena de canas, había recuperado unos kilos, usaba de nuevo esa ropa suelta de antes y de algún modo había recuperado la serenidad que la caracterizaba. Me dijo que había sido una pesadilla, que no entendía nada y que solo recién había recuperado un sentido de sí misma que antes no tenía. Las amigas la habían invitado a Yoga, a verse el tarot, a talleres de arteterapia y no sé cuántas cosas más. Le sirvió al principio, cuando aceptó que no se iba a morir por esto, pero luego se aburrió y seguía con una sensación rara de estar haciendo tiempo. Le hice un masaje, recorté las puntas para darle alguna forma; traté de hacer algo con el color de su pelo, pero se negó diciendo que estaba en transición y que más adelante decidiría. Podría definir cada una de las etapas por las que pasó solo mirando fotos de su pelo en todo ese tiempo.

Hay historias divertidas también, la que depila cuenta unas cosas muy interesantes para cuando vamos a cerrar y podemos reírnos a carcajadas. A pesar de la depilación láser, la clientela no ha bajado tanto en ese rubro, las mayorcitas se obsesionan todavía con los pelos. Una de la que me acuerdo decía que tenía un tremendo problema porque a uno de sus pololos le gustaba la depilación brasileña y al otro, la frondosidad total en la zona aquella. ¿Cómo lo resolvió la depiladora? Un recorte de la fronda y un rebaje muy pronunciado en la entrepierna. Así se acercaba a las preferencias de ambos y podía decir que era su estilo el que importaba. Aquí no estamos para enjuiciar a nadie, la clienta se fue contenta y suponemos que sus pololos también.

Otra que me dio risa fue una que dijo que iba a encontrarse con un amigo, se debían una conversación para aclarar algunas cosas. Iban a reunirse en un café al día siguiente; pidió depilación de pierna completa y del rebaje. Decía que, aunque fuera para que le dieran el filo definitivo, solo por la probabilidad mínima de que no fuera así, no se iba a perder la oportunidad de una confusión más por andar peluda, aunque ella tenía muy claro que si no era en sus términos no iba a dar lugar a nada; se reía sola, tenía hasta un conjunto nuevo de ropa interior por si, de pura ambigüedad en esa relación, terminaban, una vez más en la cama y necesitasen luego otra conversación aclaratoria.

¿Cómo le fue? Pidió hora de nuevo para esta semana con la depiladora.

Otra interesante fue una chiquilla que venía con su mamá − ¡no sé por qué me hace gastar plata en depilación si no se pone nunca falda y menos short! – y en voz más baja me dice – ¡y no sale con nadie! − la hija la escuchó, bajó la cabeza y sonrió para sí misma. La niña tiene secretos, obvio.

Hubo una historia que me desconcertó. Llegó una señora con claras señas de haber llorado mucho y de andar bajo los efectos de algún tranquilizante, me contó que venía furiosa y triste y amargada y no sé qué más. Solo le toqué el hombro y se largó en un discurso largo y extraño, decía que había vivido un  guion falso por décadas, que había sido infeliz por propia decisión, por ser buena madre, por dedicarse a apoyar a los suyos y por cumplir su palabra. Lloraba y repetía que, si hubiera sido valiente a tiempo, ahora al menos, no tendría esa sensación de que ya no había tiempo, que para todo era demasiado tarde. Yo trataba de decir algo y no me dejaba interrumpirla, era la última clienta. Nos quedamos tomando un café casi una hora después del horario de cierre. Había dejado tantas cosas para el futuro y ya no habría ninguno.

Cuando cerré esa noche, me dieron ganas de quebrar todo, de lanzar con fuerza todas las cremas de masaje, las tinturas, los secadores, peinetas, cepillos, pinzas. Quería destrozar todo y largarme lejos. Yo también me había alejado de lo que más quería para protegerme, para protegerlo, y tampoco habría más tiempo ni peluqueras que quisieran consolarme con un bonito peinado.

En lugar de dejar todo como un vendaval, ordené, barrí y quedó el salón impecable para un nuevo día de trabajo. Siempre hay eventos y asuntos más rutinarias por los que las clientas vienen a pedir un profundo o leve cambio de look.


La cortaron verde

  Luego del portazo producido por el viento de ese verano, se quedó a cargo del cuidado de la chacra. Era pequeña, pero para quien solo sabí...