Foto de Johnny Edgardo Guzmán:
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Los
años le habían ampliado el rango de sentidos y hasta se permitía decir que la
felicidad era un anhelo legítimo, sobre todo porque había descubierto, en medio
de la confusión y desazón del fracaso de cada uno de sus planes, que se podía
aspirar a un bienestar del alma si se alejaba de las convenciones más típicas
de su época y clase social. Sí, porque era un fiel producto de literatura nihilista
y consideraba los afectos como un mal necesario y muy condicionado por el acceso
al consumo.
Se
emocionaba hasta las lágrimas, luego de luchar mucho rato con la respiración y
la opresión del pecho, por la contemplación de la belleza en forma de paisaje,
de danzas y en especial de música, de cualquier tipo si era inspiradora y bien
ejecutada. No disfrutaba de mostrarse sensible, es probable que, como la mayoría,
considerase que llorar es un signo de debilidad y las vulnerabilidades son
utilizadas por otros para ocasionar daño. Incluso en los tiempos de contacto
con las emociones, la condena al ego, las plegarias al universo y el dejar
fluir la vida, no se podía dar el lujo de pasar por sensiblero, porque esos
artefactos teóricos le parecían que no eran más que modas y búsqueda de
respuestas frente a la angustia, la desesperanza y la soledad que la humanidad
había tratado de contrarrestar desde que alguien de la especie experimentó la
conciencia de sí mismo.
Ahora que la censura de la corrección política iba al alza, no iba a confesar
tampoco que la divinización de la flojera le parecía una estrategia divertida e
inteligente. Coincidía con la premisa de la dificultad de no hacer nada, más aún
de no pensar en nada, pero estaba lejos de considerar que eso fuera una virtud
o una habilidad.
Como
fuera, el acceso a esas ideas, que había leído solo en resúmenes porque no le atraían
como para perder su tiempo en ellas, le parecía un ejercicio de democracia
filosófica y de medicina casera, muchas veces más eficaces y económicos que los
tratamientos oficiales. Después de todo, aprender a relajarse, socializar con
otras personas para conocer su forma de resolver la vida con sus vicisitudes
cotidianas, no siempre exentas de dramatismo y fuente inagotable de angustias
varias; moverse como exige la condición de mamífero, comer de acuerdo con el
nivel de actividad y dormir las horas diarias adecuadas, garantizaban a los
suertudos con buena salud como él, un estado basal de bienestar y energía
suficiente para disfrutar de lo que había alrededor.
Si
se ponía más profundo y oposicionista, una postura frente al mundo que había
surgido muy temprano en su historia y no tenía tan claro de dónde o para qué o
si valía la pena averiguarlo, le parecían sospechosas las teorías acerca del
sentido de la vida y la reducción que implicaban de las angustias humanas a un
conjunto de frases, a veces coherentes, ingeniosas y hasta indesmentibles.
No
pocas veces se sentía un ser frívolo y hasta hedonista por la suerte que le
había tocado en variables que para otros muy queridos significaban un drama
vital. ¿Se merece la suerte? Sabía que preguntárselo era una contradicción. El
azar, el talento para usarlo tal vez obedecían a leyes de distribución
estadística que desconocía.
Esa
era la clase de pensamientos que a veces poblaban su mente mientras contemplaba
una coreografía de danza moderna o asistía a un concierto o disfrutaba de un té
bien preparado cerca de su oficina.
Había
desistido de esas sentencias que observaba muchos otros necesitaban para
organizar su vida, sin embargo, como se consideraba parte de la manada, al
observar sus decisiones o renuncia a ellas, había hecho lo que hacen todos a su
edad. Más reafirmado se sentía respecto de que disfrazar la deriva de la vida
con una teoría de moda era inútil y tan supersticioso como, los que como él, se
definían como incrédulos y desconfiados de todo o desencantados que, para
efectos del observador, es más o menos lo mismo.
Lamentaba
ser tan típico.
La
coreografía de Trois Gnossiennes[1], le había producido una
especie de recaída en la melancolía, absurda a estas alturas, por el tiempo y
por las circunstancias, pero en épocas de retrocesos históricos y patetismo
retórico, tal vez la ridiculez pasaba inadvertida, se mimetizaba con el paisaje. Se
vio a sí mismo creyendo en el destino y esas supercherías, patético como
cualquier enamorado desincronizado. Hubo otras presentaciones, pero se le quedó
en la memoria solo esa.
Al
salir vio que ella salía del mismo teatro de la mano con alguien. Se recuperó
como pudo, aunque se hundía cada vez más bajo su abrigo y volvía a sentirse
como un adolescente flacuchento poco agraciado e invisible, no pudo evitar que
lo vieran y jugó a ser el amigo adulto, amable y educado como corresponde a
alguien de su edad sin ninguna filosofía ni convicción.
Sonrió,
hizo las preguntas de rigor, saludó a su acompañante de siempre, acordaron
verse alguna vez, como siempre, como todas las veces. Hasta se permitió decirle
lo bien que se veía y ella sonrió de nuevo tomándose el pelo y moviendo la
cabeza hacia un lado. Al despedirse se esforzó por tratar de capturar el perfume
que sabía se habría puesto antes de salir. Tomó entonces una gran inspiración al momento de esos
insípidos besos de mejilla que se acostumbra a dar al aire y no a la piel para quedarse con su aroma. Para
salir del aprieto, dijo que iba atrasado a una cita, ella, reina como siempre,
se permitió una mirada recelosa y un falso deseo de buena suerte. Él le deseó
suerte de vuelta en lo que fuera como correspondía a la situación.
Caminó
muchas cuadras demás porque sí, para recuperar la frecuencia cardiaca, para
respirar a sus anchas, para dejar que la energía fluyera, su ego se equilibrara y miró a la luna llena y al universo completo para no sentirse así nunca más,
ni en esta vida ni en las otras. [2]
Duke
Ellintong y John Coltrane, In a Sentimental Mood
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