sábado, 2 de septiembre de 2023

Ballet

 


Foto de Johnny Edgardo Guzmán:

https://www.pexels.com/es-es/foto/hombre-y-mujer-calentando-en-una-sala-de-baile-3467377/

Los años le habían ampliado el rango de sentidos y hasta se permitía decir que la felicidad era un anhelo legítimo, sobre todo porque había descubierto, en medio de la confusión y desazón del fracaso de cada uno de sus planes, que se podía aspirar a un bienestar del alma si se alejaba de las convenciones más típicas de su época y clase social. Sí, porque era un fiel producto de literatura nihilista y consideraba los afectos como un mal necesario y muy condicionado por el acceso al consumo.

Se emocionaba hasta las lágrimas, luego de luchar mucho rato con la respiración y la opresión del pecho, por la contemplación de la belleza en forma de paisaje, de danzas y en especial de música, de cualquier tipo si era inspiradora y bien ejecutada. No disfrutaba de mostrarse sensible, es probable que, como la mayoría, considerase que llorar es un signo de debilidad y las vulnerabilidades son utilizadas por otros para ocasionar daño. Incluso en los tiempos de contacto con las emociones, la condena al ego, las plegarias al universo y el dejar fluir la vida, no se podía dar el lujo de pasar por sensiblero, porque esos artefactos teóricos le parecían que no eran más que modas y búsqueda de respuestas frente a la angustia, la desesperanza y la soledad que la humanidad había tratado de contrarrestar desde que alguien de la especie experimentó la conciencia de sí mismo.

Ahora que la censura de la corrección política iba al alza, no iba a confesar tampoco que la divinización de la flojera le parecía una estrategia divertida e inteligente. Coincidía con la premisa de la dificultad de no hacer nada, más aún de no pensar en nada, pero estaba lejos de considerar que eso fuera una virtud o una habilidad.

Como fuera, el acceso a esas ideas, que había leído solo en resúmenes porque no le atraían como para perder su tiempo en ellas, le parecía un ejercicio de democracia filosófica y de medicina casera, muchas veces más eficaces y económicos que los tratamientos oficiales. Después de todo, aprender a relajarse, socializar con otras personas para conocer su forma de resolver la vida con sus vicisitudes cotidianas, no siempre exentas de dramatismo y fuente inagotable de angustias varias; moverse como exige la condición de mamífero, comer de acuerdo con el nivel de actividad y dormir las horas diarias adecuadas, garantizaban a los suertudos con buena salud como él, un estado basal de bienestar y energía suficiente para disfrutar de lo que había alrededor.

Si se ponía más profundo y oposicionista, una postura frente al mundo que había surgido muy temprano en su historia y no tenía tan claro de dónde o para qué o si valía la pena averiguarlo, le parecían sospechosas las teorías acerca del sentido de la vida y la reducción que implicaban de las angustias humanas a un conjunto de frases, a veces coherentes, ingeniosas y hasta indesmentibles.

No pocas veces se sentía un ser frívolo y hasta hedonista por la suerte que le había tocado en variables que para otros muy queridos significaban un drama vital. ¿Se merece la suerte? Sabía que preguntárselo era una contradicción. El azar, el talento para usarlo tal vez obedecían a leyes de distribución estadística que desconocía.

Esa era la clase de pensamientos que a veces poblaban su mente mientras contemplaba una coreografía de danza moderna o asistía a un concierto o disfrutaba de un té bien preparado cerca de su oficina.

Había desistido de esas sentencias que observaba muchos otros necesitaban para organizar su vida, sin embargo, como se consideraba parte de la manada, al observar sus decisiones o renuncia a ellas, había hecho lo que hacen todos a su edad. Más reafirmado se sentía respecto de que disfrazar la deriva de la vida con una teoría de moda era inútil y tan supersticioso como, los que como él, se definían como incrédulos y desconfiados de todo o desencantados que, para efectos del observador, es más o menos lo mismo.

Lamentaba ser tan típico.

La coreografía de Trois Gnossiennes[1], le había producido una especie de recaída en la melancolía, absurda a estas alturas, por el tiempo y por las circunstancias, pero en épocas de retrocesos históricos y patetismo retórico, tal vez la ridiculez pasaba inadvertida, se mimetizaba con el paisaje. Se vio a sí mismo creyendo en el destino y esas supercherías, patético como cualquier enamorado desincronizado. Hubo otras presentaciones, pero se le quedó en la memoria solo esa.

Al salir vio que ella salía del mismo teatro de la mano con alguien. Se recuperó como pudo, aunque se hundía cada vez más bajo su abrigo y volvía a sentirse como un adolescente flacuchento poco agraciado e invisible, no pudo evitar que lo vieran y jugó a ser el amigo adulto, amable y educado como corresponde a alguien de su edad sin ninguna filosofía ni convicción.

Sonrió, hizo las preguntas de rigor, saludó a su acompañante de siempre, acordaron verse alguna vez, como siempre, como todas las veces. Hasta se permitió decirle lo bien que se veía y ella sonrió de nuevo tomándose el pelo y moviendo la cabeza hacia un lado. Al despedirse se esforzó por tratar de capturar el perfume que sabía se habría puesto antes de salir. Tomó entonces una gran inspiración al momento de esos insípidos besos de mejilla que se acostumbra a dar al aire y no a la piel para quedarse con su aroma. Para salir del aprieto, dijo que iba atrasado a una cita, ella, reina como siempre, se permitió una mirada recelosa y un falso deseo de buena suerte. Él le deseó suerte de vuelta en lo que fuera como correspondía a la situación.

Caminó muchas cuadras demás porque sí, para recuperar la frecuencia cardiaca, para respirar a sus anchas, para dejar que la energía fluyera, su ego se equilibrara y miró a la luna llena y al universo completo para no sentirse así nunca más, ni en esta vida ni en las otras. [2]


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