Miguel llamaba a Emilia japonesa, no tenía nada de
oriental, al menos no en su físico, tampoco en su verdadero nombre, pero por
alguna razón a él le parecía que ella estaba en el lugar equivocado y cuando se
dejaba llevar por su lado mágico o irracional, por influencia de la japonesa,
también consideraba que la chica estaba en el tiempo equivocado.
A veces le venían unas ganas irrefrenables de contactarse con ella,
tomaba su celular, la buscaba, la veía en línea, casi siempre
estaba conectada. Era inquieta, no podía estar mucho rato sin saber qué estaba
pasando, decía que tenía esa sensación de estar perdiéndose de algo. Podía
verla mirando la pantalla de su celular, pasando de una red a otra, buscando
temas de muchas clases. A veces era enervante.
Miguel comenzaba a escribir y luego se arrepentía. No se le ocurría nada
para iniciar una conversación que fuera inocua y al mismo tiempo le permitiera
saber de ella, de cómo lo veía, a qué distancia lo ponía. Se daba cuenta que
era por su ego. Por supuesto que quería que ella estuviera bien, sin dolor,
pero qué difícil era tolerar pasar a ser historia.
Le puso Japonesa porque escuchaba las bandas sonoras de las películas de
Ghibli y otras, se pasaba las tardes leyendo con música de Sakamoto o Hisaishi.
Miguel encontraba que era siempre la misma melodía, no podía distinguir una de
otra, la Japonesa podía hacerlo, ese nombre le venía porque a veces se quedaba
mirando al vacío como si no estuviera ahí, como si su mente estuviera vagando
por otros lados. Le recordaba esas pinturas de mujeres menudas mirando el
horizonte, ataviadas de kimonos.
Alguna vez le confesó que podía volar suavemente por encima de la tierra
húmeda del sur o que podía elevarse con el viento recio si se asomaba a
acantilados o paisajes más salvajes, que incluso se sumergía en el mar helado y
no sentía la necesidad de respirar. Miguel no podía dilucidar si hablaba en
serio o lo hacía para confundirlo, para asustarlo. Ahora que estaba lejos de su
influencia, concluía que era la imaginación la que la hacía decir esas cosas raras.
Una vez, mientras escuchaba The Last Emperor comenzó a describirle lo que veía.
Era un secreto. Le decía que sabía qué sentía, que sabía cuándo la extrañaba.
Hubo un tiempo en que eso lo contuvo de imaginarla, de recordarla al lado
suyo, acoplada a él, respirando en su cuello, con los ojos cerrados como si
solo quisiera concentrarse en las sensaciones que él le provocaba. ¿Cómo sabía
la Japonesa que la observaba para guardar recuerdos a los que pudiera recurrir
después?
Conservaba la misma foto de perfil de cuando estaban juntos, ella parada
sobre una roca con un cielo amenazante y una nube negra sobre la cabeza. Decía
que esa nube la acompañaba a todas partes, aunque hubiera sol.
Miguel buscaba por sus diferentes perfiles, quería más fotos, descubrir qué
podría estar sintiendo por la mirada que tenía o si volvería a hablar en claves
que él entendía o creía que lo hacía. Encontraba lo de siempre, la japonesa
debía estar bien. Transmitiendo en quizás qué frecuencia, quizás qué buscaba
ahora. Lo peor, quizás con quién estaba.
No se podía confiar en ella. Ella tampoco confiaba en nadie. Decía que
las historias que vivía ya las había imaginado, los finales no eran sorpresivos
porque se repetían casi calcados. Miguel estaba seguro de que ella se encargaba
de que los finales fueran los mismos.
Antes era tan fácil hablar, no se detenía y de haber tenido tiempo y no
tener tantas exigencias en la universidad podría haber pasado horas hablando
con ella.
Ahí estaba de nuevo, en línea. Y ahí también estaba esa
sensación de que no había que remover nada porque una frase podría cambiar la
historia, para atrás y para adelante. O no, lo dejaría en visto y nada más,
como lo había hecho él después de sus intensas declaraciones de amor. Un vacío
que sonaba parecido a los ecos de un gong pesado y enorme. Así sonaba la japonesa
en su mente. Una vibración sorda, profunda que lo estremecía por dentro.
Eran las tres de la tarde, había almorzado temprano, a pesar del mes que
corría todavía hacía calor y el departamento se volvía un poco insoportable,
salió a caminar un rato. La calle estaba vacía, los restaurantes llenos. Manuel
Montt era así los sábados. Ya quería cambiarse de barrio, al principio le gustó
la idea de estar cerca de todo. Ya no.
El teléfono vibró en el bolsillo de su pantalón. Se acordó de la japonesa,
aún pensaba que ella podía, un día cualquiera, hablarle con cualquier excusa.
No había nada, habrá sido una notificación de actualización de alguna
aplicación. Vio a un tipo parecido a Ben Stiller, otro recuerdo de ella, veía
una y otra vez la escena en donde el tipo aprende a bailar salsa para
impresionar a Polly. Para ella era la escena más romántica que había visto en
una película. Recordó ese rato que pasaron tirados en la cama comentando esa
secuencia y cómo brillaban los ojos de ella mientras valoraba el esfuerzo del
protagonista por estar a la altura de su novia. Miguel discutía que en realidad
estaba tratando de ser otro para ella, que el tipo era un aburrido, un obsesivo
enfermo de predecible.
Siguió caminando por la sombra hasta llegar a la Plaza Ambrosio del Río.
Ahí la vio, La Japonesa jugaba con un niño, una guagua. Lo levantaba y giraba
con él riéndose en el aire. No se veía algún tipo con cara de ser el padre por
ahí cerca. Ella puso al niño en el coche, levantó la mirada directo hacia él.
Miguel se quedó dónde estaba, no sabía si acercarse o darse la vuelta y partir.
Ella se acercó.
- Anoche te vi. Estaba leyendo y estabas cerca de mi cama, a dos pasos.
Tenías cara de preocupado. No tienes por qué. ¿Es por mí? Estoy como tengo que
estar.
- ¿Qué significa eso?
- Ya sabes, lo sabes perfectamente.
- ¿Cumples un designio?
- Algo así. Igual que tú.
- ¿Cómo se llama tu guagua?
- Miguel
- ¿Por qué? ¿su papá se llama así?
- No, porque debió ser tu hijo.
A Miguel la escena le parecía surrealista. La noche anterior hubiera
matado por estar cerca de ella, por saber cómo estaba, qué hacía, con quién.
Ella lo había visto y vino a su encuentro o él a ella, no es posible saber.
Cuando volvió a su departamento, no logró acordarse de cómo se despidió.
La japonesa habló de un intersticio por donde se comunicaban, que dependía de
él abrirlo más. No entendió nada, como siempre.
Un par de días después, mirando de nuevo el celular, se atrevió a
teclear, el chat duró una hora, como antes, mejor que antes. Una tarde le
escribió que estaba dispuesto a aprender a bailar cualquier cosa con ella.
Ryuichi Sakamoto, The Last Emperor
https://www.youtube.com/watch?v=A7zxb5wRMoM
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