Me
da mala espina ese tal Oscarito, de hecho, me molesta que lo traten así, como
si fuera un niño. Ya sé, a veces es un gesto amoroso, pero en ocasiones me
suena a menosprecio disfrazado de amabilidad. Como el patrón que se hace el
chistoso con el inquilino. Se me sale lo resentido ¿no? Sí, puede que lo sea, a
lo mejor soy un acomplejado que salí del barrio en el que crecí por pura suerte
y un poco, solo un poco de cerebro.
- Oscarito,
qué buena persona que es usted ¿cómo tiene tanta paciencia? Trabajar con la
María Paz debe ser un martirio.
- Nooo,
es que usted no conoce a la Pachita, lo ha pasado tan mal la pobre, supiera
usted.
- Claro,
haber dejado al marido, al exmarido, sin ni uno debe ser muy estresante.
Oscarito
se encogió de hombros, miró al suelo y suspiró. Tenía razón Don Pablo el Amargao,
así le decían, Doña María Paz, tras esa aparente fragilidad y voz suavecita era
una tirana, una verdadera encarnación de La Quintrala, típico de las mosquitas
muertas. Antes se daba el trabajo de simular amabilidad, luego, cuando el
proceso de divorcio terminó, sacó las garras, mostró la hilacha, todo el día
hablaba de plata, andaba diciendo que no a todo lo que le pedían y se reía burlona
después.
- Aquí
tiene la carpeta que pidió Pachita, me costó encontrarla, pero el que guarda siempre
tiene decía mi abuelita.
- Gracias
Don Óscar, váyase para la casa, yo me quedo hasta tarde hoy.
- No,
cómo se le ocurre, voy a estar en mi oficina, en una de esas necesita ayuda en
algún momento.
- Cómo
quiera entonces.
- Digo
por si necesita algo, alguna cosa, cualquier cosa.
¿Cuántas
veces tengo que decirle que no me diga Pachita? ¿de cuándo se toma esas
atribuciones? ¿somos amigos nosotros, parientes, algo? Me tiene chata usted con
su pose de arrastrado y esa expresión de perro apaleado que se encoge cuando ve
un gesto de amenaza. ¿Sabe qué más? No le compro esa cara de Oscarito el
santurrón, el buen chato. No hay abusador que no tenga cara de angelito, no hay
psicópata que no parezca inofensivo.
Tengo
claro que cada día me pongo más antipática y amargada. ¿Acaso hay otra forma de
que a una no le pregunten más cómo está, qué hará el fin de semana o para las
vacaciones o si falta mucho o poco para la realización de su proyecto? No he
dado con ninguna otra forma que el aislamiento máximo. Y el mal genio. Nací con
mal genio. Así somos los que hacemos que las cosas funcionen, que se cumplan
los plazos, alguien tiene que hacerse respetar en esta mierda de oficina.
María
Paz revisó la carpeta y se acordó que necesitaba los protocolos del comité
paritario para la auditoría de la siguiente semana.
- Óscar,
llame a Rodrigo Ceballos, dígale que me envíe copias de las actas y el formulario
de conformidad del último catastro.
- Pachita,
Rodrigo se debe haber ido ya…
- No
le pregunté si estaba o no, le dije que lo llamara. Haga lo que le dije.
Me
tuve que devolver a la oficina, había apagado todo, como corresponde a la
política de prevención de riesgos de esta empresa, son los reyes para hablar mal
del trabajo de uno. Pa´l ninguneo no hay mejores que los de esta oficina. Uno
se toma en serio su trabajo, por algo soy el representante del empleador, la
empresa no puede ser productiva si no es segura. Les hice ver ese documental de
la ropa de marca que se fabrica en India. Comentamos del incendio, cómo lo
hacen para vender más barato. ¡A costa de la seguridad de los trabajadores!
Se
ríen de mí todos estos huevones, dicen que estoy poseído, que me creo jefe
porque no me saco el chaleco reflectante ¿qué quieren?, seguro voy a ir a mi
locker a buscar el chaleco cuando esté terremoteando o incendiándose alguna de
las áreas. Ahí los quiero ver, seguro que se van a olvidar de todas las
reuniones, las pegatinas de los muros, de las zonas de seguridad, porque para
hinchar las bolas son buenos, para decirme que ya no trabajo, que paso en
reuniones inútiles y que me doy más vueltas que un asado y no aporto nada ¡ah! Y
que seguro soy un vendido y apatronado. Por la chita que me tienen aburrido, supieran
como son las reuniones con la jefa. Viene con el signo peso en la cara y solo
sabe mover la cabeza de un lado a otro negándonos cualquier presupuesto.
Supieran que ha intentado coimearme diciéndome que me dará un incentivo si le
bajo las revoluciones a los reclamones. No quiero ni acordarme de esa tarde.
Cuando
hablaba de incentivo, se estiraba y yo me imaginaba una serpiente que salía de
su arrugado pescuezo, me miraba por encima de sus gafas de lectura y en un
momento creo que se humedeció los labios con su lengua, vi clarito que era bífida.
¿No creerá esta vieja que me la quiero comer?
- ¡Sra.
María Paz! Sáqueme del comité, yo no estoy para sus cochinadas.
Juro
que cuando dije - sáqueme – es como si las letras hubieran salido muy lentas,
una a una, fuera de mi garganta, vi como le brillaron los ojos a la culebra
esa, debe haber creído que le iba a pedir que me sacara la ropa. Creo que notó
mi pánico y entonces casi me dio pena, bajó la cabeza, infló su esmirriado
pecho, se le veían las costillas en el escote y vi como se le hinchaban las
venas, puras culebras más chicas que amenazaban con salir. A lo mejor fui muy
violento y herí su orgullo de mujer.
Recuerdo
haberle dicho muy ofendido - ¡hasta mañana Sra. María Paz! – y escuché unas carcajadas y
palabrotas de ella entremedio. La verdad es que a partir del día siguiente nunca más me
saqué el chaleco reflectante y me tomé más a pecho que antes la seguridad. No
conté nada porque nadie me iba a creer y porque, a veces, creo que me pasé más
rollos de los que eran. La culebra a lo mejor me iba a ofrecer plata no más.
Me
devolví ahora porque está Oscarito, el único que la soporta, le entregaré los
papeles a él, me largo y así no tengo que verla mañana.
- Tome
Oscarito, aquí está lo que pidió la Sra. María Paz. Se lo hubiera entregado a
la secre mañana para que quedara el registro de la entrega, pero como ha estado
faltando estos últimos días, mejor se lo dejo a usted.
- Sí,
tranquilo, lo anotaré en el libro de correspondencia y habrá registro.
- Pachita,
aquí están los protocolos del comité paritario.
Ella
se quitó las gafas, las puso sobre el escritorio, arrastró el escritorio gamer
hasta casi tocar el muro de su oficina, cruzó las piernas y sacó un
cigarrillo.
- Pachita,
¿necesita algo, alguna cosa, cualquier cosa?
- ¿Qué
crees tú Oscar?
Cerraron
la puerta y ese algo, alguna cosa, cualquier cosa comenzaba a tener
lugar como en todas las ocasiones en que ella mandaba a Óscar para su
casa diciendo que se quedaría hasta tarde.
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