domingo, 13 de marzo de 2022

In-dependiente

 



Caminar sola a la orilla del mar era un cliché. Esa manida imagen de una mujer que, al lado del mar, sintiendo la brisa fresca, la humedad de la arena y las miligotas mojando las piernas, llega a conclusiones profundas y se da cuenta del rumbo que debe dar a su vida.

 

Se detuvo a mirar el horizonte y se adentró un poco en el agua. Cada poro se despertó por el frío. Esa playa era la misma en donde, mucho más joven, esperaba a que todos se fueran para flotar sola, sin gritos de madres advirtiendo a los niños de peligros inexistentes, ni las carcajadas de adolescentes en proceso de cortejo.

 

Ninguna conclusión a la que llegar.

 

Aceptar todo como es no es ni siquiera una actitud, es vivir. A secas. Sin adjetivos. Con aceptación o no, los acontecimientos se ordenan por probabilidades de ocurrencia. Arturo, su marido, decía que sus problemas provenían de tanto mirarse el ombligo. Tenía razón. Si tuviera preocupaciones de sobrevivencia no tendría estos conflictos burgueses con el sentido de la vida, la razón de por qué las cosas son como son y el devenir de ella como parte de una especie que tiene demarcadas las etapas del ciclo vital. Así como los salmones, los elefantes, las pulgas de mar.

 

Si lo pensaba bien, sus preocupaciones o el ocio de divagar en distintos temas, ni siquiera alcanzaban la categoría de problemas. No había nada que resolver. Solo tenía una sensación inexplicable. Un convencimiento interno de que algo abriría su mente y podría dar rienda suelta a contenidos inexplorados. No tenía explicación. Ya hacía un tiempo indeterminado, pero largo, podía hacer casi todo sola: almorzar en un restaurant, pasar días fuera de la ciudad, ir al cine, deambular por las calles de Santiago solo para observar, subirse al metro e inventar historias a los pasajeros.

 

Recordó a uno en particular. Era un joven de a lo más 20 años, tenía la piel muy morena, vestía una polera sin mangas con un dibujo del grupo de rock Sepultura. Su perfil le hizo pensar en un guerrero del imperio inca. Nariz prominente, con un quiebre en el tabique. Su boca parecía mezclar genes africanos e indígenas y su pelo era lo mejor: un afro voluminoso y atrevido. Se lo imaginó con la pintura de guerrero, una lanza empuñada en su mano derecha y afirmada con fuerza en el piso.

Comenzó a imaginar que era un viajero en el tiempo que debía tomar la imagen de un joven rockero, estudiante de mecánica tal vez, para adaptarse a estos tiempos. Lo miró tanto rato que es probable que el joven se haya dado cuenta.

 

Ahora pensaba que ese guerrero podría aparecer corriendo en la playa, persiguiendo a alguien o incluso a su perro guardián que se habría escapado persiguiendo a otros de su especie que solo se divierten a la orilla del mar.

 

Una abuela gritando a sus nietos la volvió a la realidad. No había guerreros ni nada parecido. Estaba sola sintiendo el frío del mar en sus piernas y era ya lo bastante tarde como para tener que volver al hotel.

 

Al otro día volvería a su casa.

 

Un carmenére ayudaría a conciliar el sueño, lo mismo que un playlist de smooth jazz capaz de dormir al más alerta de los vigías.

 

Se levantó temprano, una taza de té, un par de galletas. Se fue a la playa a leer hasta pasado el mediodía. Almorzó un sandwich en un restaurant de la costanera, se fue al hotel, ordenó sus cosas y partió de vuelta. Las 261 canciones cargadas en el pendrive fueron demasiadas para un trayecto tan breve.

 

Llegó a la casa, su marido dormía siesta aún. Fue a la cocina por agua y a dejar la ropa con olor a arena a la lavadora, aprovechó de poner más ropa en la máquina.

 

Un recibo que cayó de un jeans comprobó lo que sabía hace tiempo. Su marido tenía a alguien y quería que se enterara, era inteligente, mucho, como para cometer un error tan infantil como ese.

 

¿Qué debía hacer?

 

A estas alturas hacerse la ofendida, incluso la sorprendida, implicaría un esfuerzo físico y mental que, sacadas las cuentas, no tenía por qué asumir.

 

Se fue con su vaso con agua y hielo al patio, se sentó frente a los rosales.

 

Pensó que, después de todo, era bueno que alguno de los dos fuera capaz de sentir algo por alguien. Que la convivencia correcta y sin aspavientos que llevaban juntos desde hacía tanto, tuviera paisajes inesperados.

 

Se imaginó a su esposo inventando coartadas, citándose a escondidas, contento y excitado por la novedad de una nueva relación. Sonrió al pensarlo. Hacía tiempo que no le veía feliz, entusiasmado, energizado. Al menos no en frente de ella. Lo veía tranquilo, meditativo, tal vez nostálgico. Ahora era más evidente la razón.

 

Podría hacer una escena. Llorar, hablar de traición, de las mentiras, de las promesas incumplidas, de lo que nunca hizo por ella, de cómo dejó que una montaña indestructible pasara a ser menos que un montón de piedras informe. Pero en cada reclamo estaría ella incluida. Cada metáfora podía ser una confesión de su propia renuncia.

 

Pensó en que, si se separaba, sería una complicación mayúscula dividir bienes. Intuyó lo culpable que él podía sentirse pensando que la abandonaba, a ella, tan indefensa y solitaria. Tan dependiente de él para todo. Le parecía que esa imagen no era tan lógica. La había dejado tanto tiempo sola que se había hecho una vida para sí misma ¿cómo podía creer que todo el tiempo pensaba en él? - Tal vez soy muy buena actriz -, concluyó. Era muy ilógico ese análisis, pero cuando Arturo esbozaba esa línea argumentativa y le agradecía haberse sacrificado tanto por la familia, en especial por los tres hijos, lejos de corregirlo, lo alentaba. No tenía claro por qué lo hacía. En una de esas, el disfraz de mujer enamorada y dependiente disminuía las probabilidades del azar.

 

Esta vez no seré yo quien decida lo que va a pasar, pensó. 

 

Todo era tan contradictorio. Salía sola a todas partes, se quedaba lejos de él por largos períodos y Arturo aún la veía como alguien sin identidad propia. Los hijos la conocían mejor, pero también callaban. Para qué agitar las aguas.

 

Arturo despertó de su siesta, fue a su encuentro en el patio. Se abrazaron por un largo rato. Catalina sintió que era un abrazo de genuino cariño. Como un par de amigos entrañables que se encuentran después de varios años. Arturo vio el papel arrugado que Catalina había dejado en el pasto. Se sobresaltó. Ella, separándose del abrazo, lamentó el descuido. Lo recogió con naturalidad y lo echó en su bolsillo.

 

Caminaron juntos hacia la cocina. Se acercaba la hora de la once. La prepararían juntos.

 

Los hijos habían salido, cada uno por su lado.

 

Durante la once, Catalina refirió con detalle las características de los restaurantes donde había ido, la carta de cada uno, los aciertos y desaciertos, la expansión del uso del panko en las preparaciones de pescado, las verduras salteadas que había disfrutado: crujientes y en su punto, sin caer en la sobre cocción, ese error tan frecuente de los cocineros.

 

También le contó de la pizza a la piedra y del buen vino que había llevado.

 

Había una sombra en la mirada de Arturo, pero sonreía y aportaba a la conversación.

 

Llegó la noche.

 

Catalina dijo que estaba cansada por tanto manejar. Llegó Miguel, el hijo del medio y se quedó comentando con él acerca de sus exámenes en la universidad y algunas anécdotas de sus amigos. Cuando entró al dormitorio, Arturo estaba concentrado en una película. Ella se bañó, se acostó y se durmió de inmediato.

 

A las 4.30 am se despertó como siempre. Algo se movía en su cerebro. Algo estaba empezando a emerger.

 

El orden de los acontecimientos podía, por primera vez, no depender de ella.

 

 

Cuento publicado en revista Telescopio 

 

https://revistatelescopio.wordpress.com/2019/02/12/cuento-ximena-candia/


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