Algo
llovió y el pecho volvió a inflarse con un alivio vivificador. Era hora de
partir a la montaña. Eso de merodear por donde habitan los humanos no podía
traer nada bueno. Sabía jugar a la mascota, dejarse acariciar el áspero pelaje,
hecho para el invierno y las alturas. Aprendió a ir a buscar un palo y traerlo
de vuelta para recibir un remezón cariñoso cerca de su hocico o también en las
orejas.
Aprendió
a quedarse echado en el piso mientras su humano también estaba quieto, sentado
sobre una banqueta en el patio o a caminar a su lado mientras cortaba ramas. En
esas ocasiones era más difícil dominar su naturaleza, miraba atento a los
pájaros que bajaban con algo de inocencia a buscar restos de nueces molidas,
gusanos o lo que fuera que comieran. Si había comido recién podía refrenarse,
mirar a otro lado, hacerse el manso, el humano lo ayudaba en su empeño, a veces
le hablaba y los pájaros, zorzales, tórtolas o chincoles, huían rápido en
bandada.
Hacía
mucho que no olía la tierra húmeda por la lluvia. Claro, regaban seguido en esa
casa, pero por causas que desconocía, el olor húmedo de la lluvia era otro.
Indefinible. Las hojas del nogal son perfumadas, cuando los humanos las
juntaban en otoño se revolcaba sobre ellas y era un aroma aturdidor, algo
ácido, algo dulce. Las del manzano olían diferente, las del palto y el durazno
eran más suaves. El eucalipto y era de una fragancia un tanto insoportable. Las
del fresno sonaban agradables al pisarlas. A veces se paseaba en círculos sobre
ellas.
Por
varios años había domado su naturaleza, se había portado bien, cuidaba fiero la
casa y a sus habitantes, una sombra, un ruido extraño, hacían que se
sobresaltara. Su lomo se erizaba y partía a repartir el eco de sus ladridos, la
mayoría de las veces eran cosas sin importancia, niños que corrían por fuera,
algún vendedor, el que venía a revisar el medidor del agua.
Lamentó
tanto cuando no pudo hacer nada y uno de los humanos estaba siendo atacado.
Ladró, aulló, saltó todo lo alto que pudo, corrió por todo el perímetro del
patio, botó todo lo que estaba a su alcance para hacer ruido, pero lo tenían
apartado en el patio, no pudo traspasar el portón y solo podía escuchar
enfurecido los gritos de los invasores. Salivaba profusamente mientras
imaginaba enterrando sus colmillos en la carne de esos tipos, los hubiera
desgarrado sin compasión. Uno por uno. Hubiera sido la lucha más épica de su
vida y ahí estaba, encerrado, inútil, un testigo más del ataque y encima mudo.
Entendía
a sus primos, que se quedaran ahí, al lado de los humanos, jugando, esperando
recibir cariño y comida procesada. No importaba si la vida no era tan
interesante y variada como solía serlo en las montañas, donde hasta la búsqueda
de un refugio se convertía en un desafío, no debían verlo los humanos, ni los
otros animales a los que podría cazar cuando el hambre lo impulsara.
Desde
cachorro supo que había nacido para estar solo. Era raro. Eso lo asumió
demasiado tarde. Podía disfrazarse de un primo que sabía dar y recibir
caricias, podía fingir una calma imperturbable y dar a cada uno lo que
necesitaba. Más de una vez pensó que había encontrado su lugar, intentó
acomodarse, olvidarse del impulso salvaje que lo hacía recordar paisajes que no
había conocido. Se acostumbró poco a poco a esos recuerdos inexistentes. Sería
la impronta de su especie, alguna programación genética. Algo lo hacía añorar
un regreso hacia alguna parte que no sabía dónde estaba. Se veía corriendo
libre por el frío, atravesando riachuelos, saltando de una roca a otra,
enterrado en la nieve buscando algún conejo, sintiendo el olor a sangre, a
carne cruda, a vísceras, a orines que soltaban los animales a punto de morir.
El olor del miedo, incluso el del propio, es una experiencia imposible de vivir
en la seguridad de un hogar con humanos.
¿Qué
era el miedo? Un freno, una sensación de parálisis y muerte, la propia o la de
otro. Así decían sus primos, para él el miedo era un motor, una fuerza de
ataque, de lucha en la que podía matar o morir. Y ya varias había sentido que
había muerto, se encerraba en su casucha, no salía para nada más que no fuera
para tomar agua y a veces comer. Y hubiera querido morir con las heridas
recibidas, descansar de todos, de sí mismo, de las imágenes del bosque y la
montaña. Desaparecer, pero no estaba en su naturaleza. Sabía que volvería a
tener fuerza en las patas, se levantaría y sacudiría el lomo como secándose
después de un aguacero. Lo había hecho después de varias luchas, algunas
insignificantes y otras que lo dejaron llenos de cicatrices, como cuando se
encontró con un rottweiler que no lo soltaba. Las heridas recibidas nunca se
borraron, lo habían vuelto más desesperanzado, más convencido de que no tenía
sentido buscar nada más en el terreno de los humanos y sus primos mascotas.
Sus
primos trataban de convencerlo de que entregar sumisión a cambio de seguridad y
compañía era una buena transacción. De hecho, los mismos humanos hacían esos
negocios. Cosas de primates, gregarismo, simbiosis. Eso era, pero no pertenecía
a esa especie. Es más, aquellos con los que se relacionó se lo demostraron, no
tenía el encanto de los primos, carecía de eso que a los demás los hacía
queribles y por los que los humanos hacían toda clase de cosas por quedarse con
ellos. El costo de ser como era, de tener otro patrón de conductas, de no saber
qué era lo que había que hacer.
Ese
aroma a árboles lavados por el agua, a flores perdiendo sus pétalos por el peso
de los goterones, lo llenaron de nostalgia por la montaña. Si no partía ahora,
luego sería demasiado tarde, no tendría fuerzas para correr y cazar. Su vigor y
agilidad irían desapareciendo y lo convertirían en uno de sus primos, haciendo
todos los días lo mismo, incorporándose para comer, agachando el lomo para ser
acariciado y luego espantar algunos pájaros dormir y ya, otro día vendría y
otro más.
Llegó
la hora, había que esperar uno de los muchos descuidos de esa casa. Recorrió
todos los rincones olfateándolos como si fuese posible guardarlo como un
archivo, fue a comer y también intentó retener en su lomo la caricia del
humano. Esa mano suave e indefensa frente a sus colmillos afilados,
Se
recostó frente al portón, en cuanto lo abrieran saldría corriendo sin mirar
atrás, se iría a la montaña, se demoraría horas. Más, quizás más.
Escuchó
cuando gritaban su nombre, pero no era su verdadero nombre. No tenía. Un
reflejo aprendido casi lo hizo detenerse, pero solo fue un enlentecimiento de
la carrera, pasada esa barrera, siguió veloz. Ya no podrían alcanzarlo. Se
sintió más grande, más alto y ancho. Sentía la lluvia en el hocico y la nariz.
El olor de su pelaje se volvió intenso y penetrante. Ningún animal osaría
acercarse, menos un humano. Nunca más un humano.
Cuando
estuvo asentado en su guarida, sintió que había encontrado su lugar, lejos de
todos. Se lamía las patas cuando estaba cansado. Se recostaba, después de dar
unos círculos, sobre una pila de ramas secas. Había observado a otros parecidos
a él que en la noche iban a oler sus huellas. Ya llegaría el día de conocerlos
y dar la pelea por el respeto de la manada. Algunas noches extrañaba a los
humanos y su comportamiento gregario. Viajaba a su lado y podía adivinar lo que
estarían haciendo.
Una
mañana los vio venir, eran cuatro lobos, muy parecidos a él no querían pelear.
Lo esperaban. No se decidía a unírseles, cuando lo hizo, no recordó a ningún
humano más.
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