Primer cuento que envié a una revista y fue publicado el año 2 N°27 De El Narratorio
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No recordaba muy bien de donde era, a veces decía que sus
padres eran de Melipeuco y que recordaba apenas haber andado a caballo y
haberse bañado en el río Allipen. También decía que tenía 4 hermanos más. Los
repartieron porque los Manque eran muy pobres, habían vendido su campito y la
plata no les duró nada. Se fueron pal bajo pero nada
resultaba, así es que solo la menor se quedó con los padres y los otros 3 se
fueron a casa de tíos.
Tiene un vacío, no recuerda.
Llegó a Santiago solo, a los 12 años, aburrido de las
tundas que le daba su tío o supuesto tío. -nunca fui muy habiloso-
decía. Y se me arrancaban los animales, se me caían los sacos porque era muy
flaco, pero lo peor es que no sabía contar la plata. – ¡Ahí sí que me llegaba
firme! Una vez quedé sin conocimiento, sangreando de la
espalda, hecho pichí, me dolía toíto el cuerpo. Eso dijo juera y me vine no mah
poh! Pedí plata en la estación y monea a monea junté pal pasaje- Esa era la
historia que contaba a quien lo quisiera escuchar unos minutos. Nunca supo si
alguien preguntó alguna vez por él. No supo más de sus hermanos tampoco.
Ahora tenía 42 años más o menos. Era bajo, moreno y su piel
tenía ese color rojizo que le daba a su piel un aspecto de recién insolado- No
sabía explicar qué había sido de él en ese gran período de tiempo. Había
trabajado en jardines, en un montón de ferias, descargando en Lo Valledor,
hasta en el Club Hípico barriendo las caballerizas anduvo. Decía que tenía
muchos amigos, pero no recordaba el nombre de ninguno. No pasó por la escuela –
no tengo cabeza- era su explicación.
Pasaba sus días consiguiendo monedas para comprar algo de
comer y la cañita. Se ofrecía para barrer las veredas, cargar las bolsas de la
feria, descargar los camiones de las botillerías – lo que caiga- decía.
En el último tiempo, se quedaba a dormir en las botillerías
de los alrededores. Donde lo dejaran.
La gente del barrio le decía Lalín, no se le entendía muy
bien si se llamaba Edgardo o Eduardo. Lalín era más fácil para todos. Era el
curaíto. Cuando andaba con algo de conciencia, tenía buen humor y hacía reír a
los demás con pasos de cumbia que cantaba él mismo. Cuando andaba borracho,
casi todas las tardes, perdía toda su dignidad y se le encontraba tirado en el
suelo, o apoyado contra alguna pared. La caída parecía inminente siempre, pero
rara vez alguien lo vio caer.
El barrio, una entelequia ahora inexistente, lo vestía y
alimentaba en una coordinación que no requería reuniones ni acuerdos.
Simplemente sucedía. ¿Cuántos años llevaba Lalín viviendo por ahí? Nadie sabía
con exactitud, 5, 10, hasta 15 años decían los cálculos.
Había celebración en la botillería de Doña Yolita.
Aparecieron mesas y sillas. El ambiente era de fiesta: risas, música, sánguches
variados y trago por litros y litros.
Lalín, andaba por ahí, cuando escuchó los sones de cumbia,
gritos y risas. Parecía una alucinación para él. Se acercó animado y feliz,
comenzó a bailar y los que estaban celebrando le regalaban una cañita por cada
baile divertido. Laín se meneaba lo mejor que podía, sonaba El
Bodeguero,
Bodeguero
dame otra copa de champagne
Quiero ser muy feliz
Esta noche todo lo tengo que olvidar
Quiero ser muy feliz
Todos se sumaron al baile. Lalín estaba feliz, se reía y
reía. Dijo a todos que los quería, que nunca los olvidaría, todos le dijeron lo
mismo a él.
Cayó fulminado. Todos rieron más aún. - ¡Lalín! ¡Lalín!
¡Lalín! Le gritaban y nada. Llegaron a la conclusión que estaba dormido y lo
arrastraron a la bodega. La celebración siguió hasta el amanecer.
Cuando el hijo de Doña Yolita fue a cerrar la bodega, se
encontró con Lalín pálido. Se acercó para asegurarse de que respiraba. Salió
gritando hacia la botillería- ¡se murió el Lalín!, ¡Se murió el Lalín! Después
de asegurarse de que la noticia era real, los que todavía estaban allí de a
poco comenzaban a reaccionar hasta que alguien dijo- Hueones, ¡lo matamos! ¡le
dimos trago hasta matarlo!
Silencio total. Don Armando, dueño del almacén de la
esquina que estaba triste desde que su hijo desapareció el septiembre del
setentaitrés y era la primera vez que salía de su casa a compartir, comenzó a
hablar. Dijo – yo me hago cargo del funeral, el papeleo y todo. Es lo que he
estado pidiendo hacer por mi hijo. Sé que está muerto, pero no me lo entregan.
¡Estos desgraciados no me lo entregan! Este pobre al menos murió feliz, aunque
no le importaba a nadie. ¿Creen que alguien va a venir a preguntar de qué
murió? ¡Nadie! Tantas veces lo miré pensando por qué alguien como el Lalín
estaba vivo y mi hijo, mi único hijo, estaba muerto. Así es que se lo debo-
Comenzó a llorar y muchos lloraron con él.
Don Armando cumplió. Al funeral asistieron muchos, por
culpa con Lalín y por solidaridad con Don Armando. El barrio estaba allí, colaborando
con flores, sillas, café, galletas, rezando, fumando.
Don Armando y su señora, antes vital y regañona, ahora una
sombra, simbolizaron con ese funeral el de su hijo desaparecido, vestidos de
riguroso negro y tristes y solemnes durante toda la ceremonia. La gente les
daba el pésame como si se hubiera tratado de Omar. Un tipo de 25 años,
universitario, acaso el único del barrio. Bueno para la talla y malo para
vender. Fiaba todo. El 23 de septiembre de 1973 la ventana de su pieza estaba
abierta, las paredes con sangre. No lo vieron más.
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