domingo, 13 de marzo de 2022

Pautas de Notas Paralelas




Beached de Orbital(1). Comienza suave, anticipando una subida de ritmo. Como quien se prepara para recorrer, a buena velocidad, una autopista sin rumbo definido. El ritmo invita a moverse. Es una secuencia de pocas notas, con el clásico punchi punchi de la música electrónica bailable. Pero algo tiene, la letra recitada por Di Caprio, tal vez la asociación con la película 

Escucha una y otra vez la misma canción, ya puede hacer calzar su voz con la de Di Caprio, cuando dice “Hit me”. Eso, - una experiencia que golpee - pensó. Deja fluir su imaginación y conduce, como cada día, hacia su trabajo. En un semáforo en rojo, comienza a pensar cuál sería una experiencia que la golpeara ¿cambiar de ciudad? ¿de trabajo? ¿de hábitos? No era fácil pensarlo a los 45 años. En especial cuando se ha alcanzado, punto por punto, la anhelada estabilidad descrita hasta la saciedad en checklists, por quienes dictan lo que se debe hacer en una vida correcta. La última parte de la canción no le gustaba mucho: la clásica moraleja que trae el que se ha ido de buena juerga y luego dice “no lo hagas, el cambio está en tu interior”, ¡pff!

Qué detestables le parecían esos discursos que se repiten, conversación tras conversación, en reuniones de amigos, celebraciones familiares, reuniones de apoderados. Esas leyendas de quien se fue por el mal camino y sufrió toda clase de desventuras por hacerlo. Se imaginaba una pequeña aldea en donde los habitantes se controlaban unos a otros a través del miedo.

Lago en el Cielo de Cerati (2). El solo de guitarra es, sin duda, uno de los momentos iluminados del artista. A pesar de poder ser categorizado como un tema rock, tiene algo de melancólico en su cadencia y su letra. El clímax está al final. La espera por él genera expectativas cumplidas de sobra.  

La letra un tanto críptica, tenía un par de versos que se repetía durante el día “Vamos despacio para encontrarnos, el tiempo es arena en mis manos” y más tarde otro, “sentir lo que nunca sentiste”.  Ahí estaba la fascinación por esa canción. Por lo pronto, sabía que se demoraba 3 Lagos en el cielo para llegar desde Plaza Egaña hasta Av. Colón a esa hora de la mañana. Por un tiempo, ese fue un ritual.  

“Vamos despacio para encontrarnos”, podía ser alguien o algo. Recorría su entorno o sus posibilidades y no hallaba nada que pudiera asociar con la canción. 

Como cada día, llegaba a su trabajo, recibía el saludo del guardia y de quienes habían llegado antes a sentarse en la gran sala dividida en cubículos. No le gustaba en particular ese diseño – se acabó la música – pensaba. Como sea se las arreglaba para tener de fondo algún aparato para escuchar algo en su espacio, aunque tuviera que bajar el volumen cada vez que era requerida

Rain Song de Led Zeppelin (3). Violines, guitarra. Por un buen rato una balada suave y de pronto, a los sones de batería varía la intensidad, hasta alcanzar un punto cúlmine que suma guitarra, batería y la voz de Robert Plant, justo en los versos de 

Hey, I felt the coldness of my winter
I never thought it would ever go
I cursed the gloom that set upon us, but i know that I love you so

Cuando escuchaba esta, simulaba tocar la batería. Esta canción le parecía un buen recorrido por las emociones, de eso se trataba, las estaciones como metáforas de ellas. Se sentía pegada en el verano. Tanto sol, el invariable sol. Quería que algo cambiara, unas pocas nubes, algo de viento, podría ser una lluvia intensa, aunque fuese breve.

Tenía la música indicada para ese anhelo de tormenta. Su teléfono contenía todas las canciones que necesitaba. Podría buscar más si fuera necesario.

Invierno porteño de Astor Piazzola (4), esa combinación de ritmos, velocidad, intensidad de cuerdas, piano y bandoneón. Un paseo por armonías cambiantes, a ratos de aguda presencia y otras de suave caricia al oído. 

Eso era, se parecía al paseo por las emociones que buscaba. Desde Vivaldi se asociaban, en la música, las emociones y las estaciones del año. Tal vez antes, pero eso era lo que conocía. Piazzola era lo más parecido a lo que quería que fuera su vida ahora: intensidad, cambios inesperados, ansiedad, ratos de calma, de espera y tormenta, mucha tormenta. Podía pasear por horas escuchando al maestro. Una tormenta como la que describe Murakami en Kafka en la Orilla, la que cambia de dirección persiguiéndola a una. Los violines de Piazzola suenan a suspiro, a llanto, a abrazos, a besos y a gritos en esa zona emocional inespecífica del dolor y el placer.

Según el tráfico, alcanzaba a escuchar más o menos canciones, conocía los números de sus favoritas en las playlist que se construía cada cierto tiempo.

Stop Loving you, de Toto (5), tan ochentera. Los compases simulan a ratos una cabalgata, la melodía y los agudos parecen ir aumentando en velocidad y altura. La batería sobresale por el resto de los instrumentos con una fuerza que energiza el aire por donde circula el sonido.

Hacía poco que había puesto atención a la letra, por lo general se dejaba llevar por el ritmo y esta canción casi la hacía bailar en el auto. De pronto escuchó:

Times passes quickly and chances are few,

 y otras frases sueltas

 Funny how a look can share a thousand meanings

You're never really sure what someone else is thinking
Someone's broken something new,

 another altered point of view
Just a certain someone's conscience playing

 What lives inside the wind that cries her name
Tried to catch a shooting star, 

what seems so close can't be that far
I'm living in a dream that's never ending.

Todas esas frases trasuntaban la ansiedad de quien ama y no sabe qué pasa por la cabeza del otro ¿qué siente?, ¿qué hace?, ¿estaremos juntos algún día? 

Y de pronto pensó que podría poner un rostro, un alguien a sus canciones, podía inventar un nombre, un carácter. Escuchar canciones se volvió entonces un viaje fantástico. Cada día inventaba un detalle, un episodio a la historia. Diálogos imaginarios, situaciones que resolver. “No pararé hasta que deje de amarte”, ese sería su lema, la frase del coro de esa canción.

Lover, You should´ve come over, en la versión de Jamie Culllum (6), tiene el tempo que la nostalgia requiere, la voz e interpretación de Cullum llenan de sentido la letra y la musicalización casi minimalista, dan aún más fuerza a las emociones que los versos describen. La cadencia de un blues es fortalecida por un piano respetuoso y unos platillos que hacen florecer la melodía.

Con esta canción lo llamaría, le haría saber que quería estar con él en alguna instancia de la vida, el título era sugerente y la letra no daba lugar a dudas de su deseo de estar con él:

But tonight you're on my mind so You'll never know;

Broken down and hungry for your love

With no way to feed it”

No era muy sutil, pero las letras de canciones no tienen por qué serlo. La cantaría muchas veces hasta que él escuchara.

También recurriría a Thinking About You, original de Frank Ocean, pero para su gusto, era mejor interpretada por Jamie Cullum (7) en sus sesiones de improvisación. Le diría que lo recordaba mucho, más allá de lo que estuviera haciendo.

Cuando él escuchara su llamado, al fin, después de tanto, lo estaría esperando con Llegaste de Cerati. Una melodía suave, acogedora y sin palabras. Así sería con él. Lo abrazaría y atesoraría cada sensación en los momentos en que estuvieran juntos. La melodía envolvente le haría vivir sin prisa una historia que, por improbable, debía ser breve.



Cuento Publicado en la Revista Nudo Gordiano N°2 ,


Está incluido en el libro Cafe Literario y otros cuentos,

In-dependiente

 



Caminar sola a la orilla del mar era un cliché. Esa manida imagen de una mujer que, al lado del mar, sintiendo la brisa fresca, la humedad de la arena y las miligotas mojando las piernas, llega a conclusiones profundas y se da cuenta del rumbo que debe dar a su vida.

 

Se detuvo a mirar el horizonte y se adentró un poco en el agua. Cada poro se despertó por el frío. Esa playa era la misma en donde, mucho más joven, esperaba a que todos se fueran para flotar sola, sin gritos de madres advirtiendo a los niños de peligros inexistentes, ni las carcajadas de adolescentes en proceso de cortejo.

 

Ninguna conclusión a la que llegar.

 

Aceptar todo como es no es ni siquiera una actitud, es vivir. A secas. Sin adjetivos. Con aceptación o no, los acontecimientos se ordenan por probabilidades de ocurrencia. Arturo, su marido, decía que sus problemas provenían de tanto mirarse el ombligo. Tenía razón. Si tuviera preocupaciones de sobrevivencia no tendría estos conflictos burgueses con el sentido de la vida, la razón de por qué las cosas son como son y el devenir de ella como parte de una especie que tiene demarcadas las etapas del ciclo vital. Así como los salmones, los elefantes, las pulgas de mar.

 

Si lo pensaba bien, sus preocupaciones o el ocio de divagar en distintos temas, ni siquiera alcanzaban la categoría de problemas. No había nada que resolver. Solo tenía una sensación inexplicable. Un convencimiento interno de que algo abriría su mente y podría dar rienda suelta a contenidos inexplorados. No tenía explicación. Ya hacía un tiempo indeterminado, pero largo, podía hacer casi todo sola: almorzar en un restaurant, pasar días fuera de la ciudad, ir al cine, deambular por las calles de Santiago solo para observar, subirse al metro e inventar historias a los pasajeros.

 

Recordó a uno en particular. Era un joven de a lo más 20 años, tenía la piel muy morena, vestía una polera sin mangas con un dibujo del grupo de rock Sepultura. Su perfil le hizo pensar en un guerrero del imperio inca. Nariz prominente, con un quiebre en el tabique. Su boca parecía mezclar genes africanos e indígenas y su pelo era lo mejor: un afro voluminoso y atrevido. Se lo imaginó con la pintura de guerrero, una lanza empuñada en su mano derecha y afirmada con fuerza en el piso.

Comenzó a imaginar que era un viajero en el tiempo que debía tomar la imagen de un joven rockero, estudiante de mecánica tal vez, para adaptarse a estos tiempos. Lo miró tanto rato que es probable que el joven se haya dado cuenta.

 

Ahora pensaba que ese guerrero podría aparecer corriendo en la playa, persiguiendo a alguien o incluso a su perro guardián que se habría escapado persiguiendo a otros de su especie que solo se divierten a la orilla del mar.

 

Una abuela gritando a sus nietos la volvió a la realidad. No había guerreros ni nada parecido. Estaba sola sintiendo el frío del mar en sus piernas y era ya lo bastante tarde como para tener que volver al hotel.

 

Al otro día volvería a su casa.

 

Un carmenére ayudaría a conciliar el sueño, lo mismo que un playlist de smooth jazz capaz de dormir al más alerta de los vigías.

 

Se levantó temprano, una taza de té, un par de galletas. Se fue a la playa a leer hasta pasado el mediodía. Almorzó un sandwich en un restaurant de la costanera, se fue al hotel, ordenó sus cosas y partió de vuelta. Las 261 canciones cargadas en el pendrive fueron demasiadas para un trayecto tan breve.

 

Llegó a la casa, su marido dormía siesta aún. Fue a la cocina por agua y a dejar la ropa con olor a arena a la lavadora, aprovechó de poner más ropa en la máquina.

 

Un recibo que cayó de un jeans comprobó lo que sabía hace tiempo. Su marido tenía a alguien y quería que se enterara, era inteligente, mucho, como para cometer un error tan infantil como ese.

 

¿Qué debía hacer?

 

A estas alturas hacerse la ofendida, incluso la sorprendida, implicaría un esfuerzo físico y mental que, sacadas las cuentas, no tenía por qué asumir.

 

Se fue con su vaso con agua y hielo al patio, se sentó frente a los rosales.

 

Pensó que, después de todo, era bueno que alguno de los dos fuera capaz de sentir algo por alguien. Que la convivencia correcta y sin aspavientos que llevaban juntos desde hacía tanto, tuviera paisajes inesperados.

 

Se imaginó a su esposo inventando coartadas, citándose a escondidas, contento y excitado por la novedad de una nueva relación. Sonrió al pensarlo. Hacía tiempo que no le veía feliz, entusiasmado, energizado. Al menos no en frente de ella. Lo veía tranquilo, meditativo, tal vez nostálgico. Ahora era más evidente la razón.

 

Podría hacer una escena. Llorar, hablar de traición, de las mentiras, de las promesas incumplidas, de lo que nunca hizo por ella, de cómo dejó que una montaña indestructible pasara a ser menos que un montón de piedras informe. Pero en cada reclamo estaría ella incluida. Cada metáfora podía ser una confesión de su propia renuncia.

 

Pensó en que, si se separaba, sería una complicación mayúscula dividir bienes. Intuyó lo culpable que él podía sentirse pensando que la abandonaba, a ella, tan indefensa y solitaria. Tan dependiente de él para todo. Le parecía que esa imagen no era tan lógica. La había dejado tanto tiempo sola que se había hecho una vida para sí misma ¿cómo podía creer que todo el tiempo pensaba en él? - Tal vez soy muy buena actriz -, concluyó. Era muy ilógico ese análisis, pero cuando Arturo esbozaba esa línea argumentativa y le agradecía haberse sacrificado tanto por la familia, en especial por los tres hijos, lejos de corregirlo, lo alentaba. No tenía claro por qué lo hacía. En una de esas, el disfraz de mujer enamorada y dependiente disminuía las probabilidades del azar.

 

Esta vez no seré yo quien decida lo que va a pasar, pensó. 

 

Todo era tan contradictorio. Salía sola a todas partes, se quedaba lejos de él por largos períodos y Arturo aún la veía como alguien sin identidad propia. Los hijos la conocían mejor, pero también callaban. Para qué agitar las aguas.

 

Arturo despertó de su siesta, fue a su encuentro en el patio. Se abrazaron por un largo rato. Catalina sintió que era un abrazo de genuino cariño. Como un par de amigos entrañables que se encuentran después de varios años. Arturo vio el papel arrugado que Catalina había dejado en el pasto. Se sobresaltó. Ella, separándose del abrazo, lamentó el descuido. Lo recogió con naturalidad y lo echó en su bolsillo.

 

Caminaron juntos hacia la cocina. Se acercaba la hora de la once. La prepararían juntos.

 

Los hijos habían salido, cada uno por su lado.

 

Durante la once, Catalina refirió con detalle las características de los restaurantes donde había ido, la carta de cada uno, los aciertos y desaciertos, la expansión del uso del panko en las preparaciones de pescado, las verduras salteadas que había disfrutado: crujientes y en su punto, sin caer en la sobre cocción, ese error tan frecuente de los cocineros.

 

También le contó de la pizza a la piedra y del buen vino que había llevado.

 

Había una sombra en la mirada de Arturo, pero sonreía y aportaba a la conversación.

 

Llegó la noche.

 

Catalina dijo que estaba cansada por tanto manejar. Llegó Miguel, el hijo del medio y se quedó comentando con él acerca de sus exámenes en la universidad y algunas anécdotas de sus amigos. Cuando entró al dormitorio, Arturo estaba concentrado en una película. Ella se bañó, se acostó y se durmió de inmediato.

 

A las 4.30 am se despertó como siempre. Algo se movía en su cerebro. Algo estaba empezando a emerger.

 

El orden de los acontecimientos podía, por primera vez, no depender de ella.

 

 

Cuento publicado en revista Telescopio 

 

https://revistatelescopio.wordpress.com/2019/02/12/cuento-ximena-candia/


Carátulas y CD´s

 


sábado, 12 de marzo de 2022

Buenos días

 


- ¡Buenos días! ¿no cree que falte una expresión para saludar cuando no es todavía de madrugada y tampoco la hora permite decir que se trata de la noche?

- Buen insomnio podría ser.

- Concuerdo, ¡buen insomnio entonces!

Estaba por cerrar la garita cuando llegó este pasajero a comprar el último pasaje en bus hacia Mulchén. Andaba tan abrigado que parecía decidido a pasar las cuatro horas que faltaban para el siguiente bus, ahí mismo en el terminal. No era recomendable para un señor de su edad, estos sureños son engañadores en todo caso, el pelo blanco y su postura de derrotado lo hacían parecer de unos sesenta y cinco años. Tal vez recién andaba por los cincuenta y la vida pesada del campo lo habían deteriorado.

-A Mulchén los pasajes ¡la ciudad de la amistad!

Me miró con cara de - por favor deje de repetir el mismo chiste - mi mueca, en lugar de sonrisa, hizo las veces de disculpa y entendí que debía quedarme callado, pero faltaba mucho para que llegara mi compañero a sacarme del turno y a veces me daban ganas de hablar para pasar el rato. Hablar, no conversar, eso es un arte más sofisticado, pocas veces he alcanzado ese nivel. Cuando no había pasajeros en el terminal, cerraba la garita y me pegaba un pestañazo con la radio y la luz prendida. Si no tenía tantas ganas de dormir, me hacía un té y unas tostadas con mantequilla, ojalá de marraqueta, las de hallullas rara vez quedan buenas, menos con ese pan recalentado que venden por ahí ahora.

Mi compañía inesperada, me recordaba lo solo que estaba. O peor, que estuviera ahí, sentado al frío, con esa expresión imperturbable en su cara, la soledad se convertía además en falta de libertad. Leseras de uno, seguro el pasajero esperaba pasar un rato tranquilo y no quería nada de mí, pero ya sabe, la crianza lo formatea a uno. No pude conmigo mismo y le ofrecí la bendita y tan chilena taza de té, mi pancito no, eso sí que no. Hace tiempo me lo prohibieron por el colesterol, pero no hay caso. No hay tonto malo pa´l pan decía mi abuelo y es una verdad revelada.

- No, gracias. No se moleste.

- No es molestia.

Puedo jurar que dije eso último como un automatismo, no quería insistir, pero uno, por educado, siempre hace una demás, igual que los gambeteros en el fútbol. El solitario pasajero se hundió en su parka verde y el gorro de lana, tomó con fuerza el bolso que había dejado en el suelo y luego pareció tomar vuelo para levantarse.

- No vuelva a dirigirme la palabra, supongo que también puedo perder la cabeza con usted.

Se puso de pie y se fue a sentar en el banco de más allá, donde no estaba la protección del muro de la estación. Por si no me quedaba clara la idea, agregó.

- O peor, usted la puede perder conmigo. La cabeza.

Hizo un gesto, señalando la propia, como pegándose un tiro. Me recorrió un escalofrío por toda la espalda. Miré su bolso, pensé lo peor.

Me encerré y puse mi cartel en cartulina blanca.

Tengo frío.

Estoy adentro. Si necesita atención,

con un aló entenderé y le abriré.

Gracias por su comprensión

Cuando lo escribí, me pareció buena idea, no contaba con que la gente no iba a entender: recibía golpes en la ventanilla, gritos, chiflidos, hasta patadas en la puerta, dependiendo de lo primitivo del pasajero. También hay gente tímida, que no se atreve a nada, por ellos es que, cada cierto rato miraba por si había alguien esperando atención.

En una de esas confirmaciones, salí, miré al pasajero del gorro chilote y lo vi acariciando algo en su bolso, imaginé un cachorro de perro o de gato, se supone que deben declararlo antes de viajar. Lo informaría más tarde al chofer del bus.

Volví a entrar. En mi espacio de vendedor de pasajes tengo de todo. Le digo la cápsula espacial. ¿Ha entrado alguna vez a un kiosco? Así aprendí a organizar mi lugar de trabajo. Muchas veces he pensado que sería mejor para mí tener uno de esos, leería de todo, sabría muchas cosas, podría hablar de casi cualquier cosa. Aquí no puedo leer, tengo un mini Tv y ahí me entero de lo que pasa.

Hay cosas que uno ve que no se pueden olvidar, ¿le cuento de una? Una mujer llevaba por la calle la cabeza de una niña, la sujetaba del pelo, ya no goteaba sangre, eso significaba que llevaba mucho rato caminando con ella, en la otra mano llevaba un cuchillo. Dieron esa noticia en la TV, en la sección de actualidad internacional. Parece que era en Londres o Moscú, no estoy seguro. Dijeron que la gente la veía pasar y pensaban que era una cámara escondida, un disfraz de Halloween o la filmación de alguna película. Nadie la detenía porque la escena era tan inverosímil que no daban crédito a sus ojos.

Hay un tango, Por una cabeza, de Carlitos Gardel

Por una cabeza
Si ella me olvida
Qué importa perderme
Mil veces la vida
Para qué vivir

Por eso no pude estudiar nada, porque paso de una cosa a otra, es que ese tango tampoco se puede olvidar, es lo único que asocia la canción y la cabeza de la niñita, muerta a manos de una loca sin medicamentos. Lo que no resisto es pensar en…no, no puedo comentarlo siquiera.

No entiendo por qué esta noche se me hace más eterna que otras. Pareciera que al reloj mural le duele pasar de un segundo a otro, indeciso, como si quisiera quedarse en el instante previo. El té no se enfría y ya me comí mis dos tostadas con mantequilla. La oscuridad continúa invadiendo el terminal. Tal vez sea buena idea ir por más agua y hacerme otro té, la del hervidor se me acabó. Así se enfría el que tengo servido y tengo una excusa para matar el tiempo esta noche. Puse otro cartel.

Vuelvo enseguida.

Gracias por su comprensión

Tengo varios, para distintas circunstancias. Mantener informados a los clientes es prioridad dice mi jefe.

Si hubiera tenido la oportunidad, le hubiera preguntado ¿qué hace aquí? ¿de verdad va a Mulchén?, sobre todo quería preguntarle qué llevaba en el bolso, si era un animal, tenía que avisar al conductor. Entonces hice algo de lo que me arrepentí en el mismo instante.

¿No le ha pasado a usted? Responde un mensaje de WhatsApp o peor, envía uno y mientras lo escribe ya se está arrepintiendo, pero igual continúa. Es como si uno viera el trailer posterior de la vida y a pesar de eso sigue. Sang froid, hubiera dicho Juan Verdaguer[i]. Usted puede buscar explicaciones, pero no la hay.

- ¡Amigo, última oportunidad! ¿una tacita de té p´al frío?

Solo me miró con furia, pero el destino es el destino, decía mi abuela. Uno corre para arrancar de él, ignorando que se dirige precisamente a cumplirlo.

-  Ya, oiga, cuando se suba al bus avise que lleva un cachorro en el bolso, lo divisé haciéndole cariño hace un rato ¿es un perrito, lo puedo ver?

Supongo que el agua para el hervidor le habrá servido para limpiar el piso del terminal. Ahora sentí en mi propio pescuezo lo frío y afilado de un cuchillo carnicero enorme. Dejó mi cuerpo decapitado en mi cápsula espacial. El tipo no carecía de educación, para informar a los pasajeros, dejó un cartel, escrito con mi propia sangre.

Espere a mi compañero,

He perdido la cabeza.

 

Cuento publicado en EL NARRATORIO n° 67

https://elnarratorio.blogspot.com/p/antologia-literaria-digital-nro-67.html



[i] https://www.youtube.com/watch?v=I5wpUnByCVQ&t=118s&ab_channel=gustavorafaelMaldonado, minuto 13.36.

Carlos Gardel, Por una Cabeza.

https://www.youtube.com/watch?v=hM8qB3l0Q7g&ab_channel=CarlosGardel-Topic

 

Manríquez





Al fin llegó a mi curso una de mi tipo: tranquila, señorita, responsable, buena alumna. Yo soy así. De hecho, me dicen Señor Manríquez por mi seriedad. Me gusta ese apodo. Me da cierta autoridad por sobre los demás. A todos les gusta perder el tiempo tonteando. Yo pongo atención, mis cuadernos están completos y ordenados, estudio a diario, aunque no haya prueba.

 

Claro, además Bernardita tiene sus encantos. No me va a gustar solo porque es una niña especial. Sin que se den cuenta los demás, le miro las piernas hasta arriba con un espejo que tengo en mi maletín. Ella se sienta más atrás y pone los pies en el travesaño de su escritorio. Ahí se le ven sus piernas y calzones, siempre blancos, por cierto. Aprendí esos trucos de mis compañeros, pero son tan estúpidos que las niñas se enteraron y ahora las más lindas usan pantaleta debajo de la falda del colegio. Bernardita es inocente, no sabe que la observo y como no es del grupo de las populares, los demás no la observan como yo. Yo tampoco soy popular, no soy ni alto, ni rubio, ni deportista. Uso lentes, soy blanco como un fantasma y uso el pelo muy corto porque a mi papá le gusta así.

 

Cada día busco una excusa para acercarme, pido su ayuda en inglés, en ciencias. Hago como que no entiendo, a veces es cierto que no entiendo. Es buena persona ella, siempre accede a ayudarme. A veces le he dicho cosas amables, como "te agradezco mucho, eres un encanto", esas veces me sonríe, pero me mira como si fuese un bicho raro. Debe pensar, como todos, que soy muy caballero. Mi plan es hacerme su amigo, invitarla a estudiar a la biblioteca o si tengo suerte, lograr que me pongan en un mismo grupo con ella para algún trabajo. Los profesores casi siempre hacen lo que les pido porque soy cooperador y tímido, muy tímido.

 

¡Traición!, ¡traición! Campusano le dijo a Bernardita que yo le miraba los calzones. Ahora me mira con odio y me desprecia. Me quiero morir. No puedo dejar de pensar en ella. Ya no puedo acercarme porque se engrifa y me ladra si le pregunto algo. Campusano me dijo que Bernardita le tiene confianza y le dijo que ¡le doy asco! Creo que a Campusano también le gusta ¿por qué habría hablado si no fuera así?, ¿Qué voy a hacer ahora? Siento su desprecio cuando por casualidad me sorprende mirándola. Ya no le miro los calzones. De hecho, ya no sube los pies al travesaño. No sé si usa pantaletas como las otras. Solo sé que no puedo quitármela de la cabeza, me la imagino en toda clase de situaciones. Paseando, bailando, besándola, tocándola. No sé cómo explicarlo, pero desde que me odia, me gusta más. Se puso altiva, hace como que no me ve y más me gustaría abrazarla. Sujetarle ese pelo largo y negro. La verdad sea dicha, me veo tirándole el pelo, obligándola a mover su cabeza hacia atrás. Mejor no sigo porque me desconcentro.

 

No entiendo cómo pasó, pero todo el curso se enteró, por el maldito Campusano, que yo le miraba los calzones a Bernardita, a todo esto ¿a quién le importan los calzones? Lo que uno mira son los muslos, la entrepiernas, casi nunca se ve nada eso sí. Como decía, todos se enteraron y de un extraño modo, los hombres del curso ahora me integran más. Pasé a ser más normal. Quien lo hubiera dicho. Les dije a todos que me gustaba la Bernardita. Es parte del código de hombres. Si a mí me gustaba, al menos en mi grupo más cercano, nadie podía intentar nada con ella. Marcando el territorio. Como los perros, los gatos, los lobos, así mismo. Me dijeron los cabros que me iban a ayudar. Parece que a Campusano no le gusta porque es el primero que se ofreció a ayudarme.

 

De a uno, pero en días diferentes, han ido a hablar con Bernardita. A decirle que estoy arrepentido, que no soy así, que lo hice por imitar a otros compañeros, que me disculpe. Yo miro sonriendo desde lejos a ver si cambia en algo su opinión de mí. No pasa nada. Ya todo el grupo fue y ella sigue mirándome como si fuera un freak. Está exagerando encuentro yo. ¡Si no vi nada!

 

Ha pasado el tiempo, un par de meses y nada cambia.

 

El sábado va a haber una fiesta. Es el cumpleaños de María Paz, nos invitó a todos. Como sea me voy a acercar. Ella va a ir. Eso dijo Campusano. No me gusta bailar, no conozco la música que ponen siquiera. En mi casa solo se escucha música clásica. Voy a ver algunos videos para hacer como que estoy en onda.

 

Ahí está Bernardita, se ve linda, jeans ajustados, pelo largo suelto. Baila bien ella, se ve muy bien su culito. Lo mueve bien - tiene gracia - quiero decir.

 

Campusano me dio un plan a seguir. Me dijo que me acercara, que partiera pidiéndole disculpas con toda la humildad que pudiera y que en señal de una verdadera amistad hiciera el favor de bailar conmigo. Él habló con María Paz para que presionara a Bernardita. Le dijo que yo estaba enamorado, que merecía una oportunidad, al menos solo para poder hablar con ella. A María Paz le dio pena, así es que va a ayudar.

 

Me acerqué, María Paz estaba al lado. Le dije, con precisión, lo que Campusano sugirió. María Paz le dijo algo al oído a Bernardita, solo escuché la parte de – es un buen compañero - Bernardita aceptó. Por su cara me di cuenta de que no lo hizo de muy buena gana.

 

Bailamos un rato, yo sonreía. No lo podía creer. Al fin estaba bailando con ella. Ese no era todo el plan. Resulta que el Riquelme estaba de DJ y sabía que cuando estuviera bailando con ella, tenía que poner un lento. Los demás que estaban bailando sabían que debían agarrar fuerte a su pareja y bailar lento como antes. Bernardita no quería al principio, creo que se me notaba mi cara de apetito y yo no podía quitarme la cara de estúpido. Como todos siguieron bailando, ella al final accedió. Ahí fue cuando me traicionó la naturaleza. La abracé mucho, quería sentir su olor, sentir su espalda, su pelo. Y me entusiasmé, me acerqué tanto que tenía todo mi cuerpo pegado a ella y tuve una erección. Ella trataba de alejarse, no la dejé, la apretaba mucho. Ella forcejeaba, pero supongo que le dio vergüenza y no hizo mayor escándalo. Campusano miraba la escena. Se puso la mano en la cara y salió del lugar. Cuando terminó la canción Bernardita casi me empujó y me volvió a mirar con la misma cara de asco y odio de antes. Se alejó lo más rápido que pudo y se fue directo donde María Paz y las otras chiquillas. Seguro les contó porque las otras me miraban con mala cara también. ¿Era culpa mía acaso?, ¿Podía evitar excitarme? Son tontas las mujeres.

 

Llegó el lunes. Uno de los chiquillos tuvo la genial idea de dibujar, con plumón de los que no se borran, un enorme corazón en la pizarra que decía Señor Manríquez y Bernardita.  Campusano y otros demoraron a Bernardita antes de entrar a la sala. Estaba todo el curso, cada uno en su puesto. Todos callados. Yo, me reía. No sabía qué hacer. Debo reconocer que tenía la ilusión de que ella se sonrojara y me mirara de algún modo especial. Mal que mal habíamos tenido un momento de casi intimidad ¿no? Ella entró y se enfureció. Nunca la había visto así. Corrió a la pizarra a borrar el corazón y como no se borraba, más rabia le dio. Salió corriendo a buscar alcohol a la sala de profesores.  El profe que estaba en la sala trataba de hacernos callar, la mayoría se reía, otros me miraban con lástima. Bernardita llegó rápida como un rayo. Mientras borraba, decía ¡Nunca! ¡Nunca! ¡Nunca, ¿entendieron?!  Cuando dijo eso, me miró directo a los ojos. Sentí que me llegaba un puñal o una jabalina completa en el pecho. Estaba roja de rabia, ni el profesor pudo calmarla. Fue tanto que la sacó de la sala. La mandó a la biblioteca a calmarse. No volvió hasta la siguiente clase.

 

Campusano se le acercó y le dijo que como podía ser tan mala con el pobre Señor Manríquez, que su único pecado era estar enamorado. Bernardita estaba tan descontrolada que le dijo una sarta de garabatos y lo mandó a buena parte. Lo único que supe es que le dijo a sus amigas que era el colmo que la trataran de mala a ella si ella era la víctima de esta situación. Ni sus amigas la apoyaron.

 

Me dolió. Me dolió mucho. Los chiquillos me dijeron que no me arrastrara más, que ya estaba bueno. Estuve de acuerdo. Cuando llegué a mi casa, me encerré y lloré como un cabro chico. Lloré mucho y me prometí que esa sería la única vez.

 

Terminó ese año, no le hablé más. La miraba de lejos.

 

En la navidad me bajó el sentimentalismo, soy católico practicante. Pensé que debía reconciliarme con ella por ese motivo. Darle la oportunidad de ser una buena persona. Le compré una tarjeta, le escribí, con toda sinceridad, que quería ser su amigo, que siempre hay una posibilidad de conocer a las personas y frases similares que me demoré en escribir. Hice como ocho borradores. Se hacía tarde y le llevé la tarjeta. El corazón me latía como después de una maratón.

 

Me abrió la puerta sorprendida. Le pregunté si podía pasar. Entramos, le entregué la tarjeta. Me miraba con cara de sorpresa y desdén. Respiré hondo y le dije que todavía podíamos ser amigos. Bajó la vista, tomó aire y me dijo, lo recuerdo, como si la oyera, hasta el día de hoy – No tengo interés alguno en ser tu amiga. No te soporto, me caes mal y eso no va a cambiar. Espero que lo entiendas y si no lo entiendes, al menos resígnate porque así es y así será - lo dijo lento, muy lento, como si lo hubiera pensado desde antes. Le respondí que yo era un buen católico, que había que perdonar. Y ahí, estaba como poseída, me dijo – sí, tú vas a ir al cielo, yo iré al infierno, no me importa, déjame tranquila -

 

No me quedó más que irme.

 

Caminé a mi casa y me fui enrabiando paso a paso. Fui a su casa queriéndola y volví odiándola. ¿Qué se creía?, ¿Quién creía que era? Esto no se va a quedar así. Era igual que todas, una perra. Había que someterla, como fuera, podía verla con la cabeza echada hacia atrás pidiendo que la soltara, rogándome que la dejara ir. No, lo la iba a dejar ir.

 

Pasé el verano pensando qué hacer, tenía varios planes. Los chiquillos me ayudarían.

 

Llegamos a cuarto medio. Último año. No la saludé. Así estaban las cosas.

 

Campusano, Riquelme y otros me ayudarían. Eso me dijeron.

 

Empezamos suave. Le dejábamos la silla más mala en su puesto, le escondíamos cuadernos, le dejábamos fruta podrida en su escritorio y un montón de cosas más que no me acuerdo. Campusano siempre llegaba con ideas. Lo peor era que Bernardita parecía no darse cuenta. O era en extremo distraída o era su estrategia de indiferencia hacia mí. Estaba siempre con su grupo de amigos, ajena a toda mi rabia, ajena a mi dolor. Indiferente a mis pesadillas, a mi insomnio y a mi amor por ella.

 

Una tarde teníamos un plan infalible. Riquelme y Astudillo, otro amigo que vivía cerca del colegio y yo, hicimos una trampa. Riquelme la llamaría hacia su portón y cuando se acercara le caería un balde de agua fría encima. Se tendría que ir a su casa, mojada como una perra callejera. Nos retorcíamos de risa pensando en la escena.

 

Bernardita se acercó, el agua del balde cayó, corrí a ver como estaba ella, riéndome desde ya.

 

¡Somos un grupo de idiotas!. Ni una gota cayó encima de ella. El chorro cayó como a medio metro de Bernardita. Ella, dándose cuenta de que era una trampa, hizo lo peor. Nos miró, movió la cabeza de un lado a otro y en actitud inmutable, siguió caminando.

 

Agarré a combos a Astudillo, ¿cómo podía ser tan estúpido? ¡Nada resultaba! Casi lloro de impotencia. Me había puesto en evidencia. Había quedado, otra vez, en ridículo frente a ella. Y estos imbéciles que tenía de amigos se mataban de la risa.

 

Seguí solo haciendo cosas para perjudicarla. Un par de veces conseguí que se enojara. Un lápiz reventado, la silla mojada, estupideces así.

 

Se acercaba el fin de año. Guerra de bombitas de agua con los de tercero medio. Era en una zona rural, habría barro y piedras además de agua.

 

Bernardita, como todos los demás corría para atacar a los de tercero con sus bombitas de agua y luego arrancaba para evitar la respuesta. Andaba con una polera clara, como estaba mojada, se traslucía su sostén, se veía espectacular. Llené unas bolsas con barro y piedras. La seguí, ella no se dio cuenta. Cuando menos lo esperaba, le lancé esa bomba en su espalda. La llené de barro y piedrecillas.

 

Campusano corrió hacia ella. No entiendo a ese tipo. Ella se incorporó, me miró y comenzó a correr hacia mí con toda la ira del mundo. Campusano le gritaba, ¡Bernardita, cuidado! ¡Este gallo está loco! ¡cuidado! Ella siguió corriendo, creo que si hubiera tenido un cuchillo o algo me lo lanza. Cuando vio mi cara de felicidad, no pude evitarlo, paró en seco. No entendí nada. Comenzó a gritar para que todos la oyeran. - ¡Ah! ¡eso es lo que querías! ¡que alguna vez te persiguiera aunque fuera para tirarte una bolsa con barro! -  Hacía pausas entre una palabra y otra para que más gente la escuchara y la viera. ¡Mira! ¡ni para eso me importas!- decía eso mientras vaciaba su bolsa de municiones. Por supuesto, los demás se rieron y la guerra de bombas de agua continuó.  Me fui. Amargado y solo. Dolido, humillado. Con un odio infinito. Lo último que vi fue a Campusano ayudándola a enjuagar su polera. Raro ese tipo.

 

En la fiesta de graduación juré frente a todo mi grupo de amigos, incluido Campusano, que cuando entrara a la Escuela de Carabineros, si la veía en cualquier parte, le iba a pegar. Todos me trataron de lo peor, pero eso era lo que haría.

 

Tres años después la volví a ver. La reconocí, iba en una marcha estudiantil. Aplaudiendo y cantando consignas entre un mar de gente. La seguí. Fui derecho hacia ella. Estaba como enceguecido.  La tomé por el hombro, volteó, me reconoció. Levanté la luma y le di un golpe seco y certero en la cabeza. Se desplomó mirándome. Quedó inconsciente en el suelo. A mí me agarraron a patadas, combos, mochilazos, hasta que mis compañeros de las fuerzas especiales me rescataron.

 

En cuanto pude llamé a Campusano


- ¡lo hice!, ¡lo hice! ¡Bernardita me las pagó!

- Qué fue lo que hiciste imbécil-  me preguntó. 

– A lo mejor la maté – le respondí-.

 

Se puso como loco, lo único que preguntaba era dónde estaba Bernardita. Qué sabía yo. - En la morgue, en la posta en el Jota Aguirre, qué me importa, -  le decía yo.

 

En las noticias lo repetían a cada rato: 


En confuso incidente, estudiante gravemente herida. Quienes iban a su lado, señalan a carabinero como autor del ataque. Actuó sin mediar provocación alguna. Hay videos.

 

Vi muchas veces los videos. Me sentía feliz y agradecido de la oportunidad. Los juramentos se cumplen. Dije que no sabía qué me había pasado, el estrés laboral, los gritos provocadores de los universitarios, en fin. Lo de siempre.

 

Supe que Campusano la encontró y que se quedó con ella, día y noche, mientras estuvo inconsciente y en coma.

 

Cuento publicado en la revista digital EL NARRATORIO AÑO 4 N°35

https://issuu.com/elnarratorio/docs/el_narratorio_antologia_literaria_d_b503691f8d08ac


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