viernes, 29 de abril de 2022

Palabras con poder

 


Según él, Carlos González Moreno, ya había pasado por suficientes pruebas de humildad, ya había agradecido las cosas buenas de la vida, todas: el pan en la mesa, la luz del día, las flores, el agua tibia, todo. Se repetía a sí mismo que amaba todas sus experiencias, que de los fracasos se aprende, que las personas con las que uno se encuentra tienen una lección para la propia vida. Estaba a un paso de convertirse en un verdadero Kung Fu, capaz de caminar sobre papel de arroz sin dejar ninguna marca.

Hacía cada día lo que había que hacer, y, con algo de orgullo, podía decir que muchas cosas las hacía bien. Claro, porque para ser sabio hay que hacer de todo sin ofrecer resistencia. Cuando se refería a todo, era todo. Desde encargarse del cuidado de otros, de las tareas del hogar que le correspondían, del trabajo que, aunque fuera rutinario e intrascendente, debía hacerse bien. Todas las veces, a la primera.

No soportaba ser descubierto en un error. Se autocastigaba por semanas por alguna omisión, una frase mal dicha, una equivocación en una fecha. Revisaba la secuencia de sus actos y no descansaba hasta encontrar el momento de su distracción. Cuando lo encontraba, seguía otro tiempo diciéndose las mismas palabras que ocupaba su madre, Doña Laura, para increparlo por sus malos resultados en el colegio: mediocre, indolente, pusilánime. Carlos agregaba más adjetivos: estúpido, inútil, pueril y una seguidilla de palabras que dejan huellas imborrables en la atmósfera personal.

Trataba de recuperarse recurriendo a la meditación, técnicas de relajación, discursos positivos, todo está en Youtube. Ser buena persona es más fácil ahora con tantos recursos en la red.

Sí, también había escuchado eso de no decirse discursos negativos para uno mismo, que el lenguaje crea realidades y que hay que nutrirse de pensamientos positivos, que había que decir al universo lo que uno quería para que se produjera una especie de confabulación y ese deseo se materializaría como acto de magia.

Esa idea se contradecía con llegar al estado de sabiduría puro, ese que Carlos buscaba, no desear nada, un retiro de los estímulos. Contemplar el universo y sentirse disuelto en él, absorbido. Ser todo y nada al mismo tiempo.

A lo mejor entendía mal, porque como siempre le dijo su madre, él no daba para más. Estaba condenado a ser un ser que aporta poco a los demás.

Creo que aquí es necesario que aclarar que la madre de Carlos decía esas cosas no para herir a su hijo, si no para desafiarlo, pensaba que si hería su amor propio era para que se diera cuenta de su real valor y de pura rabia, estudiaría más, se esforzaría más. Quería llegar de la reunión de apoderados y decir alguna vez que su hijo había sido el mejor en algo. En lo que fuera, pero eso no pasó. Quería que Carlitos se destacara, que fuera mucho más que ella, una empleada de la panadería más grande de la comuna, que trabajó siempre en el mismo lugar. Que su hijo fuera su orgullo y que demostrara que no se necesita a un padre al lado para surgir en la vida. Ese desgraciado que se olvidó de ella y de Carlos cuando se enamoró de otra y se fue. Nunca le pidió nada. No lo demandó, no le pidió que viera al hijo.

No desear. Eso trataba de hacer, conformarse con lo que le tocaba vivir. Contemplar día tras día el paso del calendario y pensar que era un día menos o uno más, depende de la perspectiva.

Su esposa, Erika, era una máquina de desear cosas, Margarita y Benito, los hijos, no pasarían ninguna privación, serían felices, la infancia feliz es el mejor predictor de éxito en la vida opinaba ella. Lo había leído en una revista para padres en la consulta del pediatra. Un niño feliz, sabrá querer y hacerse querer, será seguro de sí mismo, alegre y generoso. El punto era que esa definición de felicidad implicaba no experimentar frustraciones. Carlos no estaba seguro de ese método de crianza, pero Érika estaba muy convencida y su madre también. Su madre se portaba con ellos como una abuela permisiva y aduladora. Ya que su método riguroso con Carlos no había resultado, debía probar lo contrario. Si Margarita cantaba, se le decía que sería la Ariana Grande de su generación, si Benito lloraba, había que decirle que tenía la sensibilidad de un artista.

A veces, solo a veces, instantes como flashes en la mente de Carlos, sentía que estaba rodeado de peligros. Los veía a todos como un grupo de tiranosaurios rex a los que tenía que alimentar para que no lo atacaran, para sobrevivir y que ellos sobrevivieran. Expulsaba rápido esos pensamientos, volvía a agradecer por el nuevo día, por tener trabajo. A veces también se daba cuenta de que detestaba su trabajo, pero más detestable sería quedarse en la casa. Su madre, que se las arregló para vivir con ellos, insistía en que debían intentar con un minimarket o tener la franquicia de algún Oxxo, contaba la historia de un colega que le había dado el palo al gato con eso. No se cansaba. De solo imaginar tener que trabajar con Erika y su madre detrás dándole órdenes, le parecía que ninguna plata del mundo podría compensar la especie de libertad que experimentaba al salir de la casa y quedarse haciendo horas extras. Se ofrecía para todos los turnos. Mal que mal, hacer felices a Margarita y Benito era caro. Y lo hacía por ellos, se sacrificaba por ellos.

Érika, con k, trabajaba en la misma panadería que la madre de Carlos, entró seis meses antes que la señora jubilara. Ese tiempo bastó para que doña Laura se diera cuenta de que Carlos necesitaba a alguien como Érika a su lado, lo motivaría, lo ayudaría a salir adelante y que dejara de ser tan tímido, tan gris. Era una chiquilla decidida, cargada de energía, animaba hasta a los muertos. Se enteró que había salido muy herida de una relación amorosa, su pololo era un winner, era el cantante de un grupo que tocaba en parrilladas, era pintoso, buen bailarín. Por ahí apareció una chiquilla embarazada de él. Huyó a perderse. Decían en el barrio que se había ido a Argentina.

Doña Laura la llevó seguido a la casa, hizo que Carlos y ella se conocieran. Después de la desilusión con un winner, qué mejor que refugiarse en los brazos de un alma sensible y de bajo perfil como Carlos.

A Érika le daba pena como Doña Laura trataba a su hijo. A ella le parecía un tipo confiable, inocuo. A Carlos le parecía que Érika no se merecía esa historia de traición, se reía lindo, era una buena chica.

Como la vida a veces es una burla, las cosas evolucionaron del amor bueno a una situación desesperante. Érika terminó tratando a Carlos igual que su madre exigiéndole que se pareciera a su inolvidable ex y él esperando que su chica risueña y alegre, se transformara en alguien tranquila y sensible.

Qué extraños son los equilibrios que buscan las personas, a veces Carlos pensaba en eso. Érika buscó consuelo en él, él un escape en ella. Ambos se defraudaron, pero no se imaginaba la vida sin ella, sin los tiranosaurios rex. ¿Eso era la aceptación de su destino? Comprenderla, dejarla ser, dar a los hijos lo que al parecer necesitan, obedecer a la madre porque nunca dejó de sufrir por el abandono. Eso era, él se convirtió en una pieza que calzaba en ese extraño organismo en que se habían convertido unos a otros con la mejor intención y malos resultados. No tan malos si uno era generoso, Carlos no era alcohólico, Érika no era adicta a los tranquilizantes, Doña Laura, bueno, quién podría saber qué pasaba por la cabeza de doña Laura.

No desear. No desear, pero leyó también en Facebook que el cerebro no entiende el concepto de NO. Que había dicho mal esa frase, su mantra, por demasiado tiempo, el cerebro entiende desear, desear, desear. Lo decía quince mil veces al día. Desear, desear, desear.

¿Cómo tenía que pedirlo entonces?  - Quiero paz, tranquilidad, conformarme con ser parte del todo y la nada, quiero, ¡pero no hay que querer nada para poder disolverse en el universo! -  caminaba demasiado lento para alcanzar a darse cuenta de que el semáforo había cambiado de color. Un Jeep lo lanzó lejos.

Ahora lo había dicho bien, quiero abandonar todos los deseos.

Eso también era un deseo, solo que este se cumplió. Quedó en estado de coma. No se puede desear en estado de coma.

El universo escucha después de todo.


miércoles, 27 de abril de 2022

KO

 


No podía explicar qué le pasaba o qué le había ocurrido en esa conversación con sabor a nada o peor, a un café aguachento y demasiado frío. Antes de llegar al lugar convenido, la taquicardia se podía casi escuchar a través de su pecho, pero su entrenamiento en usar la cara de póker para momentos críticos lo salvó.

Era atractiva pero no bonita como en sus fotos de perfil, tal vez había mentido acerca de edad y tiene 19 y no 23 como dijo. En las videollamadas, incluso las más porno, se tapaba lo necesario como para parecer más delgada. O sería que su mirada era más huidiza y en persona miraba tan fijo que lo asustaba.  A lo mejor se trataba de un juego demasiado conocido para ella.

Le había dado un ultimátum, si no se veían esa semana lo iba a bloquear de todas partes. Así es que no tuvo otra alternativa y fue a esa especie de escaneo presencial que definiría si era factible seguir o no. ¿Seguir qué? ¿qué era lo que tenía con ella? Ella tenía razón en reclamar, era demasiado el tiempo que llevaban conociéndose y jugando a ser alguien importante en la vida del otro. Bendita-maldita pandemia y todo el vacío que implicó. Si hubiera tenido clases presenciales, hubiera conocido más a la chiquilla que se subía el mismo vagón del metro todas las mañanas. Si se hubiera acercado y no le hubiera ganado el miedo al rechazo, no estaría en esta situación tan incómoda. La del metro lo miraba más de lo normal, parecía una coreografía de miradas en realidad, pero ninguno cedía espacio. Ya había experimentado un par de guatazos y no se iba a arriesgar, así como así, a otra humillación más. Recordaba con dolor casi físico lo que le había dicho su último intento – sí fueras parecido a como pensé que eras, podríamos seguir, pero no, no pasaste el umbral -. Ella estudiaba biología, y supuso que se había expresado con toda claridad y él se sentía un idiota por no entender. Por sus gestos sabía que lo estaban mandando a la mierda, pero pasó mucho tiempo tratando de descifrar esa frase y todas las interpretaciones eran malas:

-       Me idealizó: ¿cómo, por qué? ¿cómo era yo en su imaginación? ¿rebelde, macho recio, romántico, seductor, protector?

-       ¿El umbral de qué? ¿del gusto, del placer, de la capacidad de adaptación de la que siempre hablaba?

-       ¿Había participado de un show de talentos y no clasificó? Haberlo sabido antes.

No, ni loco iba a pasar por eso de nuevo.

Y ahí estaba sentado frente a otra tipa que sabía de él más que nadie porque hacía las preguntas que iban abriendo más y más compuertas, la mayoría secretas, para su familia y compañeros de universidad.

Verla en persona era tan raro. Demasiado raro. A lo mejor la prefería imaginaria en una historia cuya trama podía ir modificando a su gusto, según el ánimo o lo que estuviera leyendo. Después de todo los japoneses no están tan locos con su estilo de vida y algunos hasta se casan con sus novias imaginarias.

Por los mensajes de texto escrito le resultaba fácil, eso creía él, captar el ánimo de ella, si había o no alguna sincronización de las emociones. En persona era una avalancha de datos, demasiada información para procesar y analizar. ¿Por qué miraba tanto sus manos, qué trataba de escudriñar en su cara? Estuvo a punto de preguntarle si tenía algo raro, una mancha, una raya, siempre se rayaba la cara por estar jugando con lápices que no ocupaba.

No se cansaba de maldecir la pandemia durante ese encuentro. ¿Qué hacía ahí? Estaba prolongando un juego malsano que no hubiera tenido lugar de no haber sido por la pandemia y ahí estaba de nuevo, culpando al bicho por todo, absolutamente todo.

Por momentos no sabía qué preguntarle, en cambio, parapetado en su escritorio, con sus hermanos menores dando vueltas por ahí, sentía que el lenguaje no alcanzaba para atrapar lo que quería saber de ella. A veces le decía que quería teletransportarse y observarla desde algún rincón en donde ella no pudiera verlo. Así sabría quién era. Sin poner caras para la cámara, sin posar, solo ser ella.

Lo peor era esa sensación de que tenía algo con ella, un lazo, algún tipo de compromiso. Hasta sentía que debía serle fiel, explicarle dónde andaba, las notas de los exámenes. Ella le daba ideas para su seminario de título, eso se vería el siguiente semestre. Solo faltaba un semestre y estaría liberado de la universidad, aunque por la pandemia, sí, de nuevo, se sentía estafado, no era eso lo que entendía por universidad: clases on line que bien podrían ser dictadas por un avatar y no por una persona.  De hecho, algunos profesores habían ido más allá y, dado que nadie les preguntaba nada, grababan sus clases y las enviaban para que los alumnos las vieran el día anterior de la prueba. No había preguntas, chat, nada. Un video infinito, aburrido, sin matices, ideal para dormirse si el insomnio era perseverante. Hasta pensó en declinar algunos ramos para sentir que sí estuvo en la universidad. Ella lo hizo pensar en el tiempo, la deuda con sus padres. ¡Eso! También eso, ella lo aterrizaba, parecía la voz de la conciencia, una bien perversa y castigadora, que lo acosaba con la culpa y un sentido del deber denso. Detestable.

En esos momentos se le aparecía como una bruja mala. Como las de los cuentos, mala no más, sin explicación. No como las malas de ahora, esas villanas que se encargan de que se conozca la triste historia que explica su crueldad. No hay mala persona que no haya sufrido según las películas y series de superhéroes. Ella, su novia imaginaria, era mala porque quería, por que sí.

Y ahora no sabía qué hacer con ella en frente, no se parecía a quien se imaginaba en el chat. Menos cuando la escuchaba en el discord. Ahí la conoció, es una forma de decir, le gustaba que fuera entusiasta en el juego, que compitiera en una liga mixta y no de puras mujeres. Sabía muchos trucos y por lo que se veía pasaba muchas horas conectada. Igual que él, más tal vez.

O era mejor de lo que imaginaba porque era real y se comandaba sola. Podía ver cómo se movía, cómo oscilaba su nivel de atención cuando hablaban. Cómo le brillaban los ojos si él hacía referencia a algo en común o el modo en que miraba el café si él hablaba de la beca a la que estaba postulando.

Quería preguntarle si ella lo tenía tan incorporado en su vida como él a ella, pero ¿cómo se pregunta eso si era la primera vez que se veían en persona? Por un instante la miró directo y sintió que estaban a millones de kilómetros, cada uno con su historia. Tal vez nada era real y habían construido un personaje que se adaptaba al momento. A esa pausa histórica que les tocó vivir. ¿Habrá estado pensando lo mismo? Porque podría jurar que en un instante ella estuvo a punto de llorar, fue tan fugaz esa imagen que ahora no podía recrearla en su mente.

Tampoco le preguntó cuál era el apuro de verse, por qué lo había amenazado con bloquearlo. Quizás tenía a alguien más esperando por ella y quería saber si había química entre ellos para saber si seguía en carrera. Sí, suena lógico y táctil. Ella hablaba de eso como el reino de los sentidos, de todos los sentidos. Tenían ambos un montón de fotos del otro, pero verla, caminar a su lado e imaginar cómo podría abrazarla, comparar las alturas, sentir un aroma era otro nivel de estimulación.

No podía decir si el encuentro había salido bien o mal, si la vería de nuevo, si lo que dijo estuvo bien o ella esperaba más.

La dejó en la entrada del metro, se iría corriendo a su clase de la tarde. Cuando estuvo sentado y la profe leía la diapositiva número 58 sacó su teléfono, revisó las fotos de ella, cerró los ojos y la vio bajando al metro, la sonrisa de la boca y la tristeza en la mirada cuando se giró para decirle un atolondrado - ¡chao! -. Esa imagen fue demasiado. Se parecía al acecho del dolor, como antes de la pandemia.

Se sintió acorralado, solo, desorientado. 

 - Ella me noqueó  

Esa frase fue el único apunte de su clase. 


sábado, 23 de abril de 2022

Columbo & Columbo en un café

 



-       Henos aquí de nuevo.

-       Me sorprende que esto se haya transformado en hábito. Una buena costumbre en realidad.

-       Hace un rato leí un breve texto de Stevenson, su título me recordó a nosotros <Veo un pequeño café donde te propongo que nos sentemos >[1]

-       Pero a usted le gusta pasear

-       Pero usted nunca puede, que el trabajo, la familia

-       Bueno sí, tengo una vida normal ¿no?

-       Sí, el que se sale de la norma siempre he sido yo, aunque usted sabe cuánto lo he intentado.

-       Las mismas en las que le he dicho que no todos podemos serlo, de otro modo la curva de Gauss no tendría sentido alguno y, como sea, diga usted lo que vaya a decir, es una verdad estadística imposible de desmentir. Ahora, anormal no significa peor.

-       Tampoco mejor.

-       Cierto, ¿nos sentamos entonces?

-       ¡Claro! ¿qué piensa usted de la resignación?

-       ¿Ese es el tema hoy? umm difícil, empiece usted porque es obvio que ya trae algunas ideas que quiere compartir conmigo si es que se puede llamar así a una seguidilla de palabras que pueden desatar imágenes y vivencias muy opuestas.

-       Hasta que no demos con una forma de telepatía bajo control no podremos sino recurrir a esta vieja forma de comunicación.

-       ¿<Bajo control>?

-       ¡Sí pues! contenidos específicos, no cualquier cosa.

-       ¡Ah claro! De otro modo sería tan caótico como compartir sueños.

-       Algo así. Visitemos la resignación entonces. Ya no me parece tan espantosa como antes, creo que se trata de poner los pies en la tierra.

-       Está hablando como un viejo Sr. Energía infinita.

-       No se burle, no me voy a calmar, al contrario, tengo muchas cosas por hacer y cambian día a día.

-       ¡Ah, sí! La resignación no tiene por qué ser sinónimo de rutina o de aburrimiento.

-       Sí, el concepto tiene mala reputación porque se parece a rendirse y en un mundo que valora solo a los winners, a los resignados no nos dejan mucho espacio.

-       ¿Rendirse? Claro, si dejar de perseguir quimeras o aceptar las limitaciones de uno en cualquier ámbito es rendición en lugar de aceptación de la propia circunstancia, quiere decir que hay una confusión de conceptos.

-       Eso es lo que digo, darse de cabezazos a sabiendas del daño a sí mismo no constituye heroísmo sino masoquismo.

-       ¡Mire!, al fin el mozo se dio cuenta de que estamos aquí.

-       ¿Qué va a pedir usted hoy?

-       Pediré lo que nunca hay: ponderaciones y un café con leche.

-       En eso no se resigna, ya sabe la respuesta.

-       Es un deseo más que una lucha ¿cómo sabe si un día, por no pedirlo me pierdo de la posibilidad?

-       Y entonces, ¿por qué se resigna en cosas más importantes?

-       Por una vez déjeme responderle con una pregunta ¿Por qué lo hizo usted?

-       Touché

 

 

-       Entiendo su silencio: la estabilidad dividida por el riesgo menos la pérdida de raíces cuadradas, redondas y de cualquier tipo implican una alta posibilidad de quedar en cero.

-       Algo así. Lo que me recuerda lo mismo que usted me dijo en alguna ocasión, uno conversa los problemas y temas importantes con personas cuya respuesta conoce de antemano. Usted sabe que yo le diré que…

-       Sé perfecto lo que sigue a continuación, no es necesario insistir, de hecho, no tiene por qué asumir esa pose de profesor conmigo, desde el inicio de este diálogo, asumí que hablaba con un experto, no tiene para qué hacer más esfuerzos.

-       Noto cierta molestia en su tonito.

-       Jajajajaja, ¡para nada! ¿no me cree que me convenció?

-       ¿De qué?

-       Que para todo hay un momento y una circunstancia, más tarde la salida más digna es la conformidad, la aceptación. No tiene sentido ir en contra de la corriente, uno se cansa y sufre demás.

-       Creo que usted parece hablar de la aceptación de un duelo más que de una actitud sostenible en otras áreas de la vida.

-       Me falta su naturalidad.

 

- Sí, Sr. ¡Tenemos ponderaciones esta vez!


viernes, 22 de abril de 2022

Ese Oscarito me da mala espina

 


Me da mala espina ese tal Oscarito, de hecho, me molesta que lo traten así, como si fuera un niño. Ya sé, a veces es un gesto amoroso, pero en ocasiones me suena a menosprecio disfrazado de amabilidad. Como el patrón que se hace el chistoso con el inquilino. Se me sale lo resentido ¿no? Sí, puede que lo sea, a lo mejor soy un acomplejado que salí del barrio en el que crecí por pura suerte y un poco, solo un poco de cerebro.

-       Oscarito, qué buena persona que es usted ¿cómo tiene tanta paciencia? Trabajar con la María Paz debe ser un martirio.

-       Nooo, es que usted no conoce a la Pachita, lo ha pasado tan mal la pobre, supiera usted.

-       Claro, haber dejado al marido, al exmarido, sin ni uno debe ser muy estresante.

Oscarito se encogió de hombros, miró al suelo y suspiró. Tenía razón Don Pablo el Amargao, así le decían, Doña María Paz, tras esa aparente fragilidad y voz suavecita era una tirana, una verdadera encarnación de La Quintrala, típico de las mosquitas muertas. Antes se daba el trabajo de simular amabilidad, luego, cuando el proceso de divorcio terminó, sacó las garras, mostró la hilacha, todo el día hablaba de plata, andaba diciendo que no a todo lo que le pedían y se reía burlona después.

-       Aquí tiene la carpeta que pidió Pachita, me costó encontrarla, pero el que guarda siempre tiene decía mi abuelita.

-       Gracias Don Óscar, váyase para la casa, yo me quedo hasta tarde hoy.

-       No, cómo se le ocurre, voy a estar en mi oficina, en una de esas necesita ayuda en algún momento.

-       Cómo quiera entonces.

-       Digo por si necesita algo, alguna cosa, cualquier cosa.

¿Cuántas veces tengo que decirle que no me diga Pachita? ¿de cuándo se toma esas atribuciones? ¿somos amigos nosotros, parientes, algo? Me tiene chata usted con su pose de arrastrado y esa expresión de perro apaleado que se encoge cuando ve un gesto de amenaza. ¿Sabe qué más? No le compro esa cara de Oscarito el santurrón, el buen chato. No hay abusador que no tenga cara de angelito, no hay psicópata que no parezca inofensivo.

Tengo claro que cada día me pongo más antipática y amargada. ¿Acaso hay otra forma de que a una no le pregunten más cómo está, qué hará el fin de semana o para las vacaciones o si falta mucho o poco para la realización de su proyecto? No he dado con ninguna otra forma que el aislamiento máximo. Y el mal genio. Nací con mal genio. Así somos los que hacemos que las cosas funcionen, que se cumplan los plazos, alguien tiene que hacerse respetar en esta mierda de oficina.

María Paz revisó la carpeta y se acordó que necesitaba los protocolos del comité paritario para la auditoría de la siguiente semana.

-       Óscar, llame a Rodrigo Ceballos, dígale que me envíe copias de las actas y el formulario de conformidad del último catastro.

-       Pachita, Rodrigo se debe haber ido ya…

-       No le pregunté si estaba o no, le dije que lo llamara. Haga lo que le dije.

Me tuve que devolver a la oficina, había apagado todo, como corresponde a la política de prevención de riesgos de esta empresa, son los reyes para hablar mal del trabajo de uno. Pa´l ninguneo no hay mejores que los de esta oficina. Uno se toma en serio su trabajo, por algo soy el representante del empleador, la empresa no puede ser productiva si no es segura. Les hice ver ese documental de la ropa de marca que se fabrica en India. Comentamos del incendio, cómo lo hacen para vender más barato. ¡A costa de la seguridad de los trabajadores!

Se ríen de mí todos estos huevones, dicen que estoy poseído, que me creo jefe porque no me saco el chaleco reflectante ¿qué quieren?, seguro voy a ir a mi locker a buscar el chaleco cuando esté terremoteando o incendiándose alguna de las áreas. Ahí los quiero ver, seguro que se van a olvidar de todas las reuniones, las pegatinas de los muros, de las zonas de seguridad, porque para hinchar las bolas son buenos, para decirme que ya no trabajo, que paso en reuniones inútiles y que me doy más vueltas que un asado y no aporto nada ¡ah! Y que seguro soy un vendido y apatronado. Por la chita que me tienen aburrido, supieran como son las reuniones con la jefa. Viene con el signo peso en la cara y solo sabe mover la cabeza de un lado a otro negándonos cualquier presupuesto. Supieran que ha intentado coimearme diciéndome que me dará un incentivo si le bajo las revoluciones a los reclamones. No quiero ni acordarme de esa tarde.

Cuando hablaba de incentivo, se estiraba y yo me imaginaba una serpiente que salía de su arrugado pescuezo, me miraba por encima de sus gafas de lectura y en un momento creo que se humedeció los labios con su lengua, vi clarito que era bífida. ¿No creerá esta vieja que me la quiero comer?

-       ¡Sra. María Paz! Sáqueme del comité, yo no estoy para sus cochinadas.

Juro que cuando dije - sáqueme – es como si las letras hubieran salido muy lentas, una a una, fuera de mi garganta, vi como le brillaron los ojos a la culebra esa, debe haber creído que le iba a pedir que me sacara la ropa. Creo que notó mi pánico y entonces casi me dio pena, bajó la cabeza, infló su esmirriado pecho, se le veían las costillas en el escote y vi como se le hinchaban las venas, puras culebras más chicas que amenazaban con salir. A lo mejor fui muy violento y herí su orgullo de mujer.

Recuerdo haberle dicho muy ofendido - ¡hasta mañana Sra. María Paz! – y escuché unas carcajadas y palabrotas de ella entremedio. La verdad es que a partir del día siguiente nunca más me saqué el chaleco reflectante y me tomé más a pecho que antes la seguridad. No conté nada porque nadie me iba a creer y porque, a veces, creo que me pasé más rollos de los que eran. La culebra a lo mejor me iba a ofrecer plata no más.

Me devolví ahora porque está Oscarito, el único que la soporta, le entregaré los papeles a él, me largo y así no tengo que verla mañana.

-       Tome Oscarito, aquí está lo que pidió la Sra. María Paz. Se lo hubiera entregado a la secre mañana para que quedara el registro de la entrega, pero como ha estado faltando estos últimos días, mejor se lo dejo a usted.

-       Sí, tranquilo, lo anotaré en el libro de correspondencia y habrá registro.

 

-       Pachita, aquí están los protocolos del comité paritario.

Ella se quitó las gafas, las puso sobre el escritorio, arrastró el escritorio gamer hasta casi tocar el muro de su oficina, cruzó las piernas y sacó un cigarrillo.

-       Pachita, ¿necesita algo, alguna cosa, cualquier cosa?

-       ¿Qué crees tú Oscar?

Cerraron la puerta y ese algo, alguna cosa, cualquier cosa comenzaba a tener lugar como en todas las ocasiones en que ella mandaba a Óscar para su casa diciendo que se quedaría hasta tarde.


martes, 19 de abril de 2022

Anita recién ha llegado

 * Cuento publicado en El Narratorio n°74

https://elnarratorio.blogspot.com/p/antologia-literaria-digital-nro74.html

Está incluido en el libro Caleidoscopio y otros cuentos.



Me vine a esta casa a los once años. Doña Margarita les dijo a mis papás que no se preocuparan, que ella me convertiría en una señorita. Mis papás estaban agradecidos. Cuando me vine me contaron que había sido la hija con más suerte de todos. A los chiquillos les tocaba deslomarse en el campo y mis hermanas ya tenían tres hijos cada una y no llegaban a los dieciocho todavía.

Doña Margarita se casó con su primo, he escuchado que eso no se hace, que los hijos nacen enfermos, habla todo el santo día. Tiene una voz aguda que a veces me cansa. Es como de mi porte, cuando cumpla doce seré más grande que ella. Su es pelo ondulado y es muy pálida. Me gustan sus manos, parecen como de ángel, blanquitas, suaves, tiene los dedos finos y largos. A ella le gusta decir que podría haber sido pianista.

Me gustó la casa, más bonita, iluminada y grande que la de nosotros en Lebu, pero algo me asustó, tanto silencio, tanto orden, todo parecía nuevo o sin usar, nada fuera de lugar, no había olor a personas. Quizás olía a cloro, o lustramuebles.

Lo bueno era que tenía una pieza para mi sola. Quedaba al lado del lavadero, pero estaba bonita, recién pintada de blanco, con una cama de una plaza, un piso como velador, una cruz grande de madera y una lámpara. Me dijo que pronto tendría un ropero, que por mientras dejara mis pilchas en mi bolso no más, pero que lavara toda la ropa de inmediato porque venía con ese olor ahumado del sur que estaba bien para las longanizas, choritos y cholgas, pero no para chalecos o pantalones.

Me registró todo el bolso. No era mucho lo que traía: dos pares de calzones, un sostén que me quedaba grande, una blusa, dos chalecos y unas calcetas y el jeans que llevaba puesto. También una muñeca rotosa que llevaba para todos lados y fotos de mi cantante favorito. Me botó las fotos, dijo que ordinarieces en su casa no.

- ¿Y esa atrocidad? ¡Parece un muñeco de vudú!

Me puse a llorar por mi muñeca, no pensé que me iba a dar tanta pena.

- ¡No puedo dormir sin ella!

- Bueno, pero lávala.

La tiró al suelo con cara de asco y miró al cielo después.

- Anita, los primeros sueldos serán para comprar tus cosas: ropa, cosas de aseo personal, porque me vas a perdonar, pero el olor a ala que traes es más fuerte que los mariscos ahumados de tu mamá. Además, el primer tiempo tengo que enseñarte todo, porque aquí tenemos otras costumbres, ya vas a ver. Así es que olvídate del pago por unos tres meses. Ya, anda a bañarte, te pasas jabón por todo el cuerpo, en especial en las axilas, el poto y los pies. Tampoco te demores mucho, mira que el gas es caro.

Mi pelo era largo, negro, grueso. Yo lo encontraba lindo y me gustaba dejarlo suelto, me llegaba a la cintura. Al otro día me llevó a una peluquería, pidió que me lo cortaran y me chantó un cintillo blanco. Me pasó un bata así llamaba ella a un delantal de colegio, pero de un solo color. Me dio también unas zapatillas y unos calcetines del mismo color de la bata-delantal.

Como fuera, igual estaba contenta. De a poco le encontré sentido a que me hiciera rezar en la noche, en la mañana y antes de cada comida. Me decía que pidiera perdón por mis pecados. ¿Qué pecados? Si no hacía otra cosa que hacer el aseo, ir a comprar, mirar las teleseries con ella, regar las plantas, comer sola en la cocina y así todos los días.

La Señora Margarita hablaba todo el día, lo juro, todo el día. A veces yo me aprendía alguna canción para cantarla por dentro y no escucharla, entonces me retaba porque no ponía atención, me decía que me iba a llevar al consultorio porque parecía que tenía algo mal en la cabeza.

Fui creciendo, la plata que me pagaban la mandaba al sur a mis papás. Iba a verlos en el verano por dos semanas. Cuando murieron, primero mi papá, después mi mamá, ya no tenía dónde llegar. Mis hermanos ya no me consideraban de la familia y la verdad es que yo tampoco me hallaba. Lo único bueno era descansar de la voz de la Señora.

Su marido era divertido, bueno para el trago, era ocurrente y decía buenos chistes, cuando tenía como dieciséis años me empezó a dar agarrones en el poto y cuando estaba con más trago me agarraba al pasar una pechuga. La cortó cuando le dije que la Señora me pedía que le contara todo lo que me pasaba y le diría lo que él estaba haciendo. Don Armando le tenía pánico a su esposa, así es que se dejó de molestarme. Viejo caliente no más. Es que ella era muy escandalosa, en esa ocasión fue una suerte para mí que lo fuera. Por todo gritaba y parecía que le iba a dar un ataque de nervios. A veces él se contagiaba y los dos se ponían a gritar como locos. A la larga aprendí a calmarlos. Ni mascotas podían tener porque ensuciaban, dejaban pelos, rompían las plantas.

Me acuerdo de una vez que empezó a venir una niñita de la esquina para que la Señora la preparara para la Primera Comunión. Le tomaba las lecturas de la Biblia como si fueran lecciones, la niñita sabía todas las respuestas, yo veía la cara de suplicio que tenía al llegar a la casa y cómo miraba el reloj para irse. Era una hora los miércoles, de seis a siete de la tarde. Una vez la niñita dio vuelta un pocillo con mermelada y la Señora gritó tan fuerte que la pobrecita casi se cayó de su silla, vi cómo se le pusieron brillantes los ojitos, pero la Señora no podía calmarse. Le dijo que tenía que pedirle perdón a Dios, que la torpeza era de los impacientes y que no temían a Dios.  En eso llegó Don Armando y calmó la escena, se sentó con la niñita y le dijo que la Biblia era muy sabia, que era un libro mágico: dónde una la abriera, encontraría el mensaje justo que necesitaba. En eso se entretuvo la niña hasta que llegaron las siete de la tarde. Apenas se fue la Señora empezó a hablar pestes de la niñita, que se veía de lejos que había maldad en ella.

Me acostumbré a que la Señora hablara mal de toda la gente, que inventara cosas, que me dijera cosas horribles, como que se me notaba que quería acostarme con alguien porque me habían crecido las tetas y el poto y porque me reía mucho, o porque tenía las pestañas largas.

Ella les decía a todos que era como una hija para ella, pero nunca dejó que me vistiera de otra forma que con un delantal, calcetines y zapatillas. Nunca me permitió que me cambiara de peinado. Cuando dejé de mandar la plata al sur me acompañó al Banco del Estado a abrir una cuenta de ahorro, pero no me dejaba ir a sacar mi plata así es que apenas tenía para salir un rato el fin de semana con algunas chiquillas que conocí en la panadería.

Y sí, sí tenía ganas de acostarme con alguien, saber lo que era. A veces tenía sueños en donde me acostaba con el hijo de la vecina, un joven universitario, serio, con buenas piernas, lo veía cuando sacaba la bici por las tardes y yo estaba regando. Me saludaba siempre. Yo calculaba la hora de salir a regar para verlo. La Señora se dio cuenta y todos los días me encargaba hacer algo adentro a esa hora.

Ya tenía treinta años y seguía en esa casa. Un día me di cuenta de que nunca saldría de ahí, que ya no sabía hacer otra cosa que vivir a la sombra de la Señora, hasta la quería y me puse tan pechoña como ella. Rezaba por todo, también me horrorizaba por una mancha en el piso de la cocina, incluso a veces pensaba que mi voz se estaba poniendo igual de aguda y que solo podía pensar en las malas intenciones de la gente.

Para el terremoto del 2010 hubo que reparar varias cosas, vinieron unos maestros a la casa, la Señora Anita ya bordeaba los sesenta y cinco años, no quería tratar con ellos y Don Armando era un inútil. Me tocó a mi decirles lo que querían, negociar el precio, atenderlos todos los días, aguantarme los lloriqueos de la Señora porque la casa se llenaba de tierra, porque los plazos se alargaban, porque el estuco no estaba perfecto.

- ¿Quiere un cigarrito Anita?

- Sabe qué más, sí, sí quiero un cigarrito.

Ahí empezó todo, el Keno empezó a hablarme por cualquier cosa. Tenía una enorme argolla de casado. Después de un tiempo no me importó. Él dejó de mencionar a su esposa, me traía cositas ricas, puras tonteras, un bombón, un llavero, un frasquito de dulces. Supongo que se me notaba la ingenuidad a kilómetros porque eso bastó para que estuviera dispuesta a lo que él me pidiera.

La Señora se dio cuenta, cómo no, pero es astuta la iñora, esperó hasta que terminaron los trabajos. Me insultó tanto que hasta la encontré creativa en su maldad. Me decía tantas cochinadas que a mí me daba risa. Me la imaginaba con su marido haciendo esas cosas. Y me daban ganas de hacerlas con Keno cuando tuviera la oportunidad. Me enamoré hasta las patas del Keno, le ofrecí mi virginidad de treintañera con vergüenza, con culpa, a él le gustaba mi inexperiencia, a mí que me enseñara. Me importaba un carajo que cada vez que nos viéramos después tuviera que enfrentar los gritos de la Doña. Yo no tenía esposo, pero era como si tuviera.

Una vez soñé que estaba en medio de la calle desnuda y venía ella y con la manguera del jardín me tiraba agua, me insultaba, me decía que merecía ir al infierno y yo miraba hacia arriba como si estuviera disfrutando de un baño tibio o una lluvia tropical. Las plantas y las flores se me acercaban para estar conmigo y acompañarme. Ella seguía vociferando y yo lo único que escuchaba eran las canciones que me dedicaba Keno. Si el sueño hubiese continuado, habría terminado bailando y hasta invitando a Doña Margarita, que de seguro nunca sintió un amor así.

La vida es rara, murió Don Armando, dejó unas tremendas deudas, no supe bien de qué, no sé si era putero, apostador de caballos o todo eso junto y más. Doña Margarita tuvo que vender la casa, nos fuimos a un barrio mucho más pobre.  La Señora se empequeñeció, de porte, de ancho, de voz. Keno me dijo que la dejara sola, que me comprara algo con la plata de casi todos los sueldos de mi vida.

Lo pensé tanto, tanto.

La vi tan débil, vieja, sola, seca como una maleza. Un pasto que no dio flores. Y mal que mal, le tenía cariño. Ya lo dije, la vida es rara, esa Señora era como una madre para mí, a veces pensaba que era una madre que, en vez de darme la vida, me la arrebató y me convirtió en su apéndice, pero como fuera, la quería.

No podía dejarla sola.

Keno no lo entendió.

Volvimos a la rutina, los miércoles la feria, los rezos por las mañanas, las teleseries por la tarde, hablar mal de las vecinas a todas horas, sacar las frazadas los jueves para evitar los ácaros y todos los santos días en la noche ella tenía que oírme decir que me arrepentía, tenía que ver que me golpeaba el corazón.

Y las mismas noches yo miraba hacia ninguna parte diciendo que no era cierto, que no me arrepentía, que ese amor era lo único que había hecho por mí misma.

Tengo casi cincuenta y dos años, la Doña está postrada. Va a morir en cualquier momento, eso dijo el médico. Estoy tan nerviosa. Tengo que planear mi vida de aquí en adelante y no sé por dónde empezar. Algunos a mi edad se están retirando y yo siento que recién he llegado.


La cortaron verde

  Luego del portazo producido por el viento de ese verano, se quedó a cargo del cuidado de la chacra. Era pequeña, pero para quien solo sabí...