Según
él, Carlos González Moreno, ya había pasado por suficientes pruebas de
humildad, ya había agradecido las cosas buenas de la vida, todas: el pan en la
mesa, la luz del día, las flores, el agua tibia, todo. Se repetía a sí mismo
que amaba todas sus experiencias, que de los fracasos se aprende, que las
personas con las que uno se encuentra tienen una lección para la propia vida.
Estaba a un paso de convertirse en un verdadero Kung Fu, capaz de caminar sobre
papel de arroz sin dejar ninguna marca.
Hacía
cada día lo que había que hacer, y, con algo de orgullo, podía decir que muchas
cosas las hacía bien. Claro, porque para ser sabio hay que hacer de todo sin
ofrecer resistencia. Cuando se refería a todo, era todo. Desde encargarse del
cuidado de otros, de las tareas del hogar que le correspondían, del trabajo que,
aunque fuera rutinario e intrascendente, debía hacerse bien. Todas las veces, a
la primera.
No
soportaba ser descubierto en un error. Se autocastigaba por semanas por alguna
omisión, una frase mal dicha, una equivocación en una fecha. Revisaba la
secuencia de sus actos y no descansaba hasta encontrar el momento de su
distracción. Cuando lo encontraba, seguía otro tiempo diciéndose las mismas
palabras que ocupaba su madre, Doña Laura, para increparlo por sus malos
resultados en el colegio: mediocre, indolente, pusilánime. Carlos agregaba más
adjetivos: estúpido, inútil, pueril y una seguidilla de palabras que dejan
huellas imborrables en la atmósfera personal.
Trataba
de recuperarse recurriendo a la meditación, técnicas de relajación, discursos
positivos, todo está en Youtube. Ser buena persona es más fácil ahora con
tantos recursos en la red.
Sí,
también había escuchado eso de no decirse discursos negativos para uno mismo,
que el lenguaje crea realidades y que hay que nutrirse de pensamientos
positivos, que había que decir al universo lo que uno quería para que se
produjera una especie de confabulación y ese deseo se materializaría como acto
de magia.
Esa
idea se contradecía con llegar al estado de sabiduría puro, ese que Carlos
buscaba, no desear nada, un retiro de los estímulos. Contemplar el universo y
sentirse disuelto en él, absorbido. Ser todo y nada al mismo tiempo.
A
lo mejor entendía mal, porque como siempre le dijo su madre, él no daba para
más. Estaba condenado a ser un ser que aporta poco a los demás.
Creo
que aquí es necesario que aclarar que la madre de Carlos decía esas cosas no
para herir a su hijo, si no para desafiarlo, pensaba que si hería su amor
propio era para que se diera cuenta de su real valor y de pura rabia, estudiaría
más, se esforzaría más. Quería llegar de la reunión de apoderados y decir
alguna vez que su hijo había sido el mejor en algo. En lo que fuera, pero eso
no pasó. Quería que Carlitos se destacara, que fuera mucho más que ella, una
empleada de la panadería más grande de la comuna, que trabajó siempre en el
mismo lugar. Que su hijo fuera su orgullo y que demostrara que no se necesita a
un padre al lado para surgir en la vida. Ese desgraciado que se olvidó de ella
y de Carlos cuando se enamoró de otra y se fue. Nunca le pidió nada. No lo
demandó, no le pidió que viera al hijo.
No
desear. Eso trataba de hacer, conformarse con lo que le tocaba vivir.
Contemplar día tras día el paso del calendario y pensar que era un día menos o
uno más, depende de la perspectiva.
Su
esposa, Erika, era una máquina de desear cosas, Margarita y Benito, los hijos,
no pasarían ninguna privación, serían felices, la infancia feliz es el mejor
predictor de éxito en la vida opinaba ella. Lo había leído en una revista para
padres en la consulta del pediatra. Un niño feliz, sabrá querer y hacerse
querer, será seguro de sí mismo, alegre y generoso. El punto era que esa
definición de felicidad implicaba no experimentar frustraciones. Carlos no
estaba seguro de ese método de crianza, pero Érika estaba muy convencida y su
madre también. Su madre se portaba con ellos como una abuela permisiva y
aduladora. Ya que su método riguroso con Carlos no había resultado, debía
probar lo contrario. Si Margarita cantaba, se le decía que sería la Ariana
Grande de su generación, si Benito lloraba, había que decirle que tenía la
sensibilidad de un artista.
A
veces, solo a veces, instantes como flashes en la mente de Carlos, sentía que
estaba rodeado de peligros. Los veía a todos como un grupo de tiranosaurios rex
a los que tenía que alimentar para que no lo atacaran, para sobrevivir y que
ellos sobrevivieran. Expulsaba rápido esos pensamientos, volvía a agradecer por
el nuevo día, por tener trabajo. A veces también se daba cuenta de que
detestaba su trabajo, pero más detestable sería quedarse en la casa. Su madre,
que se las arregló para vivir con ellos, insistía en que debían intentar con un
minimarket o tener la franquicia de algún Oxxo, contaba la historia de un
colega que le había dado el palo al gato con eso. No se cansaba. De solo
imaginar tener que trabajar con Erika y su madre detrás dándole órdenes, le
parecía que ninguna plata del mundo podría compensar la especie de libertad que
experimentaba al salir de la casa y quedarse haciendo horas extras. Se ofrecía
para todos los turnos. Mal que mal, hacer felices a Margarita y Benito era
caro. Y lo hacía por ellos, se sacrificaba por ellos.
Érika,
con k, trabajaba en la misma panadería que la madre de Carlos, entró seis meses
antes que la señora jubilara. Ese tiempo bastó para que doña Laura se diera
cuenta de que Carlos necesitaba a alguien como Érika a su lado, lo motivaría,
lo ayudaría a salir adelante y que dejara de ser tan tímido, tan gris. Era una
chiquilla decidida, cargada de energía, animaba hasta a los muertos. Se enteró
que había salido muy herida de una relación amorosa, su pololo era un winner,
era el cantante de un grupo que tocaba en parrilladas, era pintoso, buen
bailarín. Por ahí apareció una chiquilla embarazada de él. Huyó a perderse.
Decían en el barrio que se había ido a Argentina.
Doña
Laura la llevó seguido a la casa, hizo que Carlos y ella se conocieran. Después
de la desilusión con un winner, qué mejor que refugiarse en los brazos
de un alma sensible y de bajo perfil como Carlos.
A
Érika le daba pena como Doña Laura trataba a su hijo. A ella le parecía un tipo
confiable, inocuo. A Carlos le parecía que Érika no se merecía esa historia de
traición, se reía lindo, era una buena chica.
Como
la vida a veces es una burla, las cosas evolucionaron del amor bueno a una
situación desesperante. Érika terminó tratando a Carlos igual que su madre
exigiéndole que se pareciera a su inolvidable ex y él esperando que su chica
risueña y alegre, se transformara en alguien tranquila y sensible.
Qué
extraños son los equilibrios que buscan las personas, a veces Carlos pensaba en
eso. Érika buscó consuelo en él, él un escape en ella. Ambos se defraudaron,
pero no se imaginaba la vida sin ella, sin los tiranosaurios rex. ¿Eso era la
aceptación de su destino? Comprenderla, dejarla ser, dar a los hijos lo que al
parecer necesitan, obedecer a la madre porque nunca dejó de sufrir por el
abandono. Eso era, él se convirtió en una pieza que calzaba en ese extraño
organismo en que se habían convertido unos a otros con la mejor intención y malos
resultados. No tan malos si uno era generoso, Carlos no era alcohólico, Érika
no era adicta a los tranquilizantes, Doña Laura, bueno, quién podría saber qué
pasaba por la cabeza de doña Laura.
No
desear. No desear, pero leyó también en Facebook que el cerebro no entiende el
concepto de NO. Que había dicho mal esa frase, su mantra, por demasiado tiempo,
el cerebro entiende desear, desear, desear. Lo decía quince mil veces al día.
Desear, desear, desear.
¿Cómo
tenía que pedirlo entonces? - Quiero
paz, tranquilidad, conformarme con ser parte del todo y la nada, quiero, ¡pero
no hay que querer nada para poder disolverse en el universo! - caminaba demasiado lento para alcanzar a darse
cuenta de que el semáforo había cambiado de color. Un Jeep lo lanzó lejos.
Ahora
lo había dicho bien, quiero abandonar todos los deseos.
Eso
también era un deseo, solo que este se cumplió. Quedó en estado de coma. No se
puede desear en estado de coma.
El
universo escucha después de todo.