Al fin llegó a mi curso una de mi tipo: tranquila,
señorita, responsable, buena alumna. Yo soy así. De hecho, me dicen Señor
Manríquez por mi seriedad. Me gusta ese apodo. Me da cierta autoridad por sobre
los demás. A todos les gusta perder el tiempo tonteando. Yo pongo atención, mis
cuadernos están completos y ordenados, estudio a diario, aunque no haya prueba.
Claro, además Bernardita tiene sus encantos. No me va a
gustar solo porque es una niña especial. Sin que se den cuenta los demás, le
miro las piernas hasta arriba con un espejo que tengo en mi maletín. Ella se
sienta más atrás y pone los pies en el travesaño de su escritorio. Ahí se le
ven sus piernas y calzones, siempre blancos, por cierto. Aprendí esos trucos de
mis compañeros, pero son tan estúpidos que las niñas se enteraron y ahora las
más lindas usan pantaleta debajo de la falda del colegio. Bernardita es
inocente, no sabe que la observo y como no es del grupo de las populares, los
demás no la observan como yo. Yo tampoco soy popular, no soy ni alto, ni rubio,
ni deportista. Uso lentes, soy blanco como un fantasma y uso el pelo muy corto
porque a mi papá le gusta así.
Cada día busco una excusa para acercarme, pido su ayuda en
inglés, en ciencias. Hago como que no entiendo, a veces es cierto que no
entiendo. Es buena persona ella, siempre accede a ayudarme. A veces le he dicho
cosas amables, como "te agradezco mucho, eres un encanto", esas veces
me sonríe, pero me mira como si fuese un bicho raro. Debe pensar, como todos,
que soy muy caballero. Mi plan es hacerme su amigo, invitarla a estudiar a la
biblioteca o si tengo suerte, lograr que me pongan en un mismo grupo con ella
para algún trabajo. Los profesores casi siempre hacen lo que les pido porque
soy cooperador y tímido, muy tímido.
¡Traición!, ¡traición! Campusano le dijo a Bernardita que
yo le miraba los calzones. Ahora me mira con odio y me desprecia. Me quiero
morir. No puedo dejar de pensar en ella. Ya no puedo acercarme porque se
engrifa y me ladra si le pregunto algo. Campusano me dijo que Bernardita le
tiene confianza y le dijo que ¡le doy asco! Creo que a Campusano también le
gusta ¿por qué habría hablado si no fuera así?, ¿Qué voy a hacer ahora? Siento
su desprecio cuando por casualidad me sorprende mirándola. Ya no le miro los
calzones. De hecho, ya no sube los pies al travesaño. No sé si usa pantaletas
como las otras. Solo sé que no puedo quitármela de la cabeza, me la imagino en
toda clase de situaciones. Paseando, bailando, besándola, tocándola. No sé cómo
explicarlo, pero desde que me odia, me gusta más. Se puso altiva, hace como que
no me ve y más me gustaría abrazarla. Sujetarle ese pelo largo y negro. La
verdad sea dicha, me veo tirándole el pelo, obligándola a mover su cabeza hacia
atrás. Mejor no sigo porque me desconcentro.
No entiendo cómo pasó, pero todo el curso se enteró, por el
maldito Campusano, que yo le miraba los calzones a Bernardita, a todo esto ¿a
quién le importan los calzones? Lo que uno mira son los muslos, la
entrepiernas, casi nunca se ve nada eso sí. Como decía, todos se enteraron y de
un extraño modo, los hombres del curso ahora me integran más. Pasé a ser más
normal. Quien lo hubiera dicho. Les dije a todos que me gustaba la Bernardita.
Es parte del código de hombres. Si a mí me gustaba, al menos en mi grupo más
cercano, nadie podía intentar nada con ella. Marcando el territorio. Como los
perros, los gatos, los lobos, así mismo. Me dijeron los cabros que me iban a
ayudar. Parece que a Campusano no le gusta porque es el primero que se ofreció
a ayudarme.
De a uno, pero en días diferentes, han ido a hablar con
Bernardita. A decirle que estoy arrepentido, que no soy así, que lo hice por
imitar a otros compañeros, que me disculpe. Yo miro sonriendo desde lejos a ver
si cambia en algo su opinión de mí. No pasa nada. Ya todo el grupo fue y ella
sigue mirándome como si fuera un freak. Está exagerando encuentro yo. ¡Si no vi
nada!
Ha pasado el tiempo, un par de meses y nada cambia.
El sábado va a haber una fiesta. Es el cumpleaños de María
Paz, nos invitó a todos. Como sea me voy a acercar. Ella va a ir. Eso dijo
Campusano. No me gusta bailar, no conozco la música que ponen siquiera. En mi
casa solo se escucha música clásica. Voy a ver algunos videos para hacer como
que estoy en onda.
Ahí está Bernardita, se ve linda, jeans ajustados, pelo
largo suelto. Baila bien ella, se ve muy bien su culito. Lo mueve bien - tiene
gracia - quiero decir.
Campusano me dio un plan a seguir. Me dijo que me acercara,
que partiera pidiéndole disculpas con toda la humildad que pudiera y que en
señal de una verdadera amistad hiciera el favor de bailar conmigo. Él habló con
María Paz para que presionara a Bernardita. Le dijo que yo estaba enamorado,
que merecía una oportunidad, al menos solo para poder hablar con ella. A María
Paz le dio pena, así es que va a ayudar.
Me acerqué, María Paz estaba al lado. Le dije, con
precisión, lo que Campusano sugirió. María Paz le dijo algo al oído a
Bernardita, solo escuché la parte de – es un buen compañero - Bernardita
aceptó. Por su cara me di cuenta de que no lo hizo de muy buena gana.
Bailamos un rato, yo sonreía. No lo podía creer. Al fin
estaba bailando con ella. Ese no era todo el plan. Resulta que el Riquelme
estaba de DJ y sabía que cuando estuviera bailando con ella, tenía que poner un
lento. Los demás que estaban bailando sabían que debían agarrar fuerte a su
pareja y bailar lento como antes. Bernardita no quería al principio, creo que
se me notaba mi cara de apetito y yo no podía quitarme la cara de estúpido.
Como todos siguieron bailando, ella al final accedió. Ahí fue cuando me
traicionó la naturaleza. La abracé mucho, quería sentir su olor, sentir su
espalda, su pelo. Y me entusiasmé, me acerqué tanto que tenía todo mi cuerpo
pegado a ella y tuve una erección. Ella trataba de alejarse, no la dejé, la
apretaba mucho. Ella forcejeaba, pero supongo que le dio vergüenza y no hizo
mayor escándalo. Campusano miraba la escena. Se puso la mano en la cara y salió
del lugar. Cuando terminó la canción Bernardita casi me empujó y me volvió a
mirar con la misma cara de asco y odio de antes. Se alejó lo más rápido que
pudo y se fue directo donde María Paz y las otras chiquillas. Seguro les contó
porque las otras me miraban con mala cara también. ¿Era culpa mía acaso?,
¿Podía evitar excitarme? Son tontas las mujeres.
Llegó el lunes. Uno de los chiquillos tuvo la genial idea
de dibujar, con plumón de los que no se borran, un enorme corazón en la pizarra
que decía Señor Manríquez y Bernardita. Campusano y otros demoraron
a Bernardita antes de entrar a la sala. Estaba todo el curso, cada uno en su
puesto. Todos callados. Yo, me reía. No sabía qué hacer. Debo reconocer que
tenía la ilusión de que ella se sonrojara y me mirara de algún modo especial.
Mal que mal habíamos tenido un momento de casi intimidad ¿no? Ella entró y se
enfureció. Nunca la había visto así. Corrió a la pizarra a borrar el corazón y
como no se borraba, más rabia le dio. Salió corriendo a buscar alcohol a la
sala de profesores. El profe que estaba en la sala trataba de
hacernos callar, la mayoría se reía, otros me miraban con lástima. Bernardita
llegó rápida como un rayo. Mientras borraba, decía ¡Nunca! ¡Nunca! ¡Nunca,
¿entendieron?! Cuando dijo eso, me miró directo a los ojos. Sentí
que me llegaba un puñal o una jabalina completa en el pecho. Estaba roja de
rabia, ni el profesor pudo calmarla. Fue tanto que la sacó de la sala. La mandó
a la biblioteca a calmarse. No volvió hasta la siguiente clase.
Campusano se le acercó y le dijo que como podía ser tan
mala con el pobre Señor Manríquez, que su único pecado era estar
enamorado. Bernardita estaba tan descontrolada que le dijo una sarta de
garabatos y lo mandó a buena parte. Lo único que supe es que le dijo a sus
amigas que era el colmo que la trataran de mala a ella si ella era la víctima de
esta situación. Ni sus amigas la apoyaron.
Me dolió. Me dolió mucho. Los chiquillos me dijeron que no
me arrastrara más, que ya estaba bueno. Estuve de acuerdo. Cuando llegué a mi
casa, me encerré y lloré como un cabro chico. Lloré mucho y me prometí que esa
sería la única vez.
Terminó ese año, no le hablé más. La miraba de lejos.
En la navidad me bajó el sentimentalismo, soy católico
practicante. Pensé que debía reconciliarme con ella por ese motivo. Darle la
oportunidad de ser una buena persona. Le compré una tarjeta, le escribí, con
toda sinceridad, que quería ser su amigo, que siempre hay una posibilidad de
conocer a las personas y frases similares que me demoré en escribir. Hice como
ocho borradores. Se hacía tarde y le llevé la tarjeta. El corazón me latía como
después de una maratón.
Me abrió la puerta sorprendida. Le pregunté si podía pasar.
Entramos, le entregué la tarjeta. Me miraba con cara de sorpresa y desdén.
Respiré hondo y le dije que todavía podíamos ser amigos. Bajó la vista, tomó
aire y me dijo, lo recuerdo, como si la oyera, hasta el día de hoy – No tengo
interés alguno en ser tu amiga. No te soporto, me caes mal y eso no va a
cambiar. Espero que lo entiendas y si no lo entiendes, al menos resígnate
porque así es y así será - lo dijo lento, muy lento, como si lo hubiera pensado
desde antes. Le respondí que yo era un buen católico, que había que perdonar. Y
ahí, estaba como poseída, me dijo – sí, tú vas a ir al cielo, yo iré al
infierno, no me importa, déjame tranquila -
No me quedó más que irme.
Caminé a mi casa y me fui enrabiando paso a paso. Fui a su
casa queriéndola y volví odiándola. ¿Qué se creía?, ¿Quién creía que era? Esto
no se va a quedar así. Era igual que todas, una perra. Había que someterla,
como fuera, podía verla con la cabeza echada hacia atrás pidiendo que la
soltara, rogándome que la dejara ir. No, lo la iba a dejar ir.
Pasé el verano pensando qué hacer, tenía varios planes. Los
chiquillos me ayudarían.
Llegamos a cuarto medio. Último año. No la saludé. Así
estaban las cosas.
Campusano, Riquelme y otros me ayudarían. Eso me dijeron.
Empezamos suave. Le dejábamos la silla más mala en su
puesto, le escondíamos cuadernos, le dejábamos fruta podrida en su escritorio y
un montón de cosas más que no me acuerdo. Campusano siempre llegaba con ideas.
Lo peor era que Bernardita parecía no darse cuenta. O era en extremo distraída
o era su estrategia de indiferencia hacia mí. Estaba siempre con su grupo de
amigos, ajena a toda mi rabia, ajena a mi dolor. Indiferente a mis pesadillas,
a mi insomnio y a mi amor por ella.
Una tarde teníamos un plan infalible. Riquelme y Astudillo,
otro amigo que vivía cerca del colegio y yo, hicimos una trampa. Riquelme la
llamaría hacia su portón y cuando se acercara le caería un balde de agua fría
encima. Se tendría que ir a su casa, mojada como una perra callejera. Nos
retorcíamos de risa pensando en la escena.
Bernardita se acercó, el agua del balde cayó, corrí a ver
como estaba ella, riéndome desde ya.
¡Somos un grupo de idiotas!. Ni una gota cayó encima de
ella. El chorro cayó como a medio metro de Bernardita. Ella, dándose cuenta de
que era una trampa, hizo lo peor. Nos miró, movió la cabeza de un lado a otro y
en actitud inmutable, siguió caminando.
Agarré a combos a Astudillo, ¿cómo podía ser tan estúpido?
¡Nada resultaba! Casi lloro de impotencia. Me había puesto en evidencia. Había
quedado, otra vez, en ridículo frente a ella. Y estos imbéciles que tenía de
amigos se mataban de la risa.
Seguí solo haciendo cosas para perjudicarla. Un par de
veces conseguí que se enojara. Un lápiz reventado, la silla mojada, estupideces
así.
Se acercaba el fin de año. Guerra de bombitas de agua con
los de tercero medio. Era en una zona rural, habría barro y piedras además de
agua.
Bernardita, como todos los demás corría para atacar a los
de tercero con sus bombitas de agua y luego arrancaba para evitar la respuesta.
Andaba con una polera clara, como estaba mojada, se traslucía su sostén, se
veía espectacular. Llené unas bolsas con barro y piedras. La seguí, ella no se
dio cuenta. Cuando menos lo esperaba, le lancé esa bomba en su espalda. La
llené de barro y piedrecillas.
Campusano corrió hacia ella. No entiendo a ese tipo. Ella
se incorporó, me miró y comenzó a correr hacia mí con toda la ira del mundo.
Campusano le gritaba, ¡Bernardita, cuidado! ¡Este gallo está loco! ¡cuidado!
Ella siguió corriendo, creo que si hubiera tenido un cuchillo o algo me lo
lanza. Cuando vio mi cara de felicidad, no pude evitarlo, paró en seco. No
entendí nada. Comenzó a gritar para que todos la oyeran. - ¡Ah! ¡eso es lo que
querías! ¡que alguna vez te persiguiera aunque fuera para tirarte una bolsa con
barro! - Hacía pausas entre una palabra y otra para que más gente la
escuchara y la viera. ¡Mira! ¡ni para eso me importas!- decía eso mientras
vaciaba su bolsa de municiones. Por supuesto, los demás se rieron y la guerra
de bombas de agua continuó. Me fui. Amargado y solo. Dolido,
humillado. Con un odio infinito. Lo último que vi fue a Campusano ayudándola a
enjuagar su polera. Raro ese tipo.
En la fiesta de graduación juré frente a todo mi grupo de
amigos, incluido Campusano, que cuando entrara a la Escuela de Carabineros, si
la veía en cualquier parte, le iba a pegar. Todos me trataron de lo peor, pero
eso era lo que haría.
Tres años después la volví a ver. La reconocí, iba en una
marcha estudiantil. Aplaudiendo y cantando consignas entre un mar de gente. La
seguí. Fui derecho hacia ella. Estaba como enceguecido. La tomé por
el hombro, volteó, me reconoció. Levanté la luma y le di un golpe seco y
certero en la cabeza. Se desplomó mirándome. Quedó inconsciente en el suelo. A
mí me agarraron a patadas, combos, mochilazos, hasta que mis compañeros de las
fuerzas especiales me rescataron.
En cuanto pude llamé a Campusano
- ¡lo hice!, ¡lo hice! ¡Bernardita me las pagó!
- Qué fue lo que hiciste imbécil- me
preguntó.
– A lo mejor la maté – le respondí-.
Se puso como loco, lo único que preguntaba era dónde estaba
Bernardita. Qué sabía yo. - En la morgue, en la posta en el Jota Aguirre, qué
me importa, - le decía yo.
En las noticias lo repetían a cada rato:
En confuso incidente, estudiante gravemente herida. Quienes iban a su lado,
señalan a carabinero como autor del ataque. Actuó sin mediar provocación
alguna. Hay videos.
Vi muchas veces los videos. Me sentía feliz y agradecido de
la oportunidad. Los juramentos se cumplen. Dije que no sabía qué me había
pasado, el estrés laboral, los gritos provocadores de los universitarios, en
fin. Lo de siempre.
Supe que Campusano la encontró y que se quedó con ella, día
y noche, mientras estuvo inconsciente y en coma.
Cuento publicado en la revista digital EL NARRATORIO AÑO 4 N°35
https://issuu.com/elnarratorio/docs/el_narratorio_antologia_literaria_d_b503691f8d08ac