Luego del portazo producido por el
viento de ese verano, se quedó a cargo del cuidado de la chacra. Era pequeña,
pero para quien solo sabía de jardines de ciudad, parecía un gran fundo. Desde
dentro de la casa, por lo general fresca y un tanto lúgubre, ahora podía
observar con detalle lo mucho que debería trabajar en reparar años de descuido.
En la medida que la mañana avanzaba, más tareas por hacer se agregaban al
listado mental. Alguna vez tendría que detenerse a pensar y organizar en serio
cada día para no olvidar tareas esenciales y evitar distraerse en detalles
estéticos que servían para su antiguo oficio de fotógrafa, pero que ahora eran,
además de inútiles, un verdadero obstáculo mental para hacer lo que había que
hacer.
Las flores secas colgadas de
alambres o cáñamo, solo se llenaban de polvo y telas de araña con lo que ponía
en riesgo las escasas horas de sueño que lograba conseguir en ese entorno en
apariencia ideal para fotos y post cursis tan populares entre las amigas de su
madre, las únicas que no distinguían entre una buena fotografía profesional y
otra hecha por artificios de la IA.
No podía seguir perdiendo el tiempo
en crear composiciones y encuadres que le parecían bellos, debía familiarizarse
con lo que debía hacer, dedicarse a la fábrica de cerveza artesanal de su tío,
ahora hospitalizado en Chillán, cosechar lo que se pudiera de la chacra, vender
a los vecinos y salvar semillas para la siguiente temporada. El octogenario
tío, antes tan sano como flaco, había sucumbido a los efectos del cigarro y la
mala alimentación de un hombre solo. Decía que no iba a perder el tiempo en
cocinar más que pan amasado y lo rellenaría con tomates, queso y a veces un
poco de carne que con frecuencia olvidaba descongelar. El viejo no sabía si los
dolores de pecho habían sido infartos o no, pero el último le dio con su
sobrina al lado y ella lo llevó aterrorizada a la urgencia más cercana. Estaba
de paso, solo como visita, casi por curiosidad acerca de cómo era la vida de un
hombre viejo y solitario desde que había enviudado en un lugar que había sido
escenario de juegos infantiles con sus dos primos que ahora vivían en
Australia.
El pronóstico del tío no era bueno,
si sobrevivía debía tener una vida más descansada y es probable que su
compañero, además del perro Cholo, fuera un tubo de oxígeno. Entonces, luego de
hablar con quienes podían compartir la tarea del cuidado del tío y de la
chacra, no apareció nadie más. Total, su trabajo en Santiago no era muy
rentable, apenas le daba para colaborar con el arriendo y algo para las cuentas
de la casa de su madre y el tío, cuando se empezó a recuperar, casi le rogó que
se quedara para que sacara más cerveza y la vendiera a mejor precio porque él
era malo para los negocios. Regalaba casi toda la producción y vivía de la
pensión y las ventas de hortalizas – con eso me doy vueltas.
Se llenó de imágenes fantasiosas
acerca del éxito de la cerveza artesanal del tío, de cómo haría crecer la
producción de buenos tomates, con sabor a tomate, como aquellos a los que se
refería su mamá, los que no duraban mucho, pero que estaban llenos de jugo y
pepas y chorreaban por el pan amasado con queso. Además, se imaginó que esta
situación azarosa debía vivirla y no dejarla pasar por miedo a la
incertidumbre, aunque también pensaba que no tenía nada mejor que hacer. Y que,
por último, era una forma de ir contra el sistema, de oponerse a la esclavitud
de consumo, al modelo neoliberal y probar lo que era una vida lenta y
respetuosa de la naturaleza, aunque todas estas ideas, le parecía por ahí en
una esquina de su mente, eran otra forma de capitalismo y de modas que intentan
que nadie se escape del influjo del dinero, la imagen y la auto explotación.
Esos paisajes la llenaban de
nostalgia, se veía corriendo entre las matas de choclos, de los viejos, esos
que quedaban de alimento para las gallinas y agachándose de los escobazos de
los tíos que blandían sus armas al tiempo que gritaban − ¡salgan de ahí cabros
de mierda!, ¡ni los chanchos hacen tanto daño como ustedes! −. Nunca les llegó
un escobazo, a los más un tirón de pelo en la cola de caballo y a sus primos
unos empujones que parecían más un juego que otra cosa. También estaban las
idas al estero, que en ese entonces le parecía un gran río y ahora apenas algo
más que una acequia. Los paseos al estero eran los días de las más grandes
aventuras: quién se atrevía a cruzarlo, quien ganaba en las carreras de naves
construidas con hojas y ramas, quien lloraba menos por el dolor de los pies al
meterse al agua y pisar las piedras del fondo. A quién le daban el durazno más
rico por comerse el almuerzo sin reclamar.
Ahora estaba todo más solitario y
si bien las distancias y los espacios eran mucho más pequeños de cómo se
sentían cuando era una niña, ahora volvían a hacerse inmensos al desmalezar,
preparar la tierra, reparar cercas. El tiempo, los días, antes eternos ahora se
hacían breves como un suspiro y siempre quedaban cosas pendientes. Cada día se
decía que debía levantarse más temprano y lo hacía, pero las horas se encogían y
la lista de tareas crecía. Ahora entendía el desorden del tío y la falta de
arreglos básicos en la casa. Antes ahora, rápido lento, gigantes y pequeños,
sensaciones y prueba de las medidas construidas en la propia experiencia.
Al principio le preocupaban sus
manos, antes suaves y cuidadas, ahora más oscuras y poblándose poco a poco de
callosidades, con las uñas cortas y disparejas. Cada vez con más frecuencia se
olvidaba de los guantes y ponerse crema era demasiada pérdida de tiempo. Algún
día dominaría la chacra y podría representar la escena bucólica de una mujer
con una cesta cosechando frutos o flores, con el pelo suelto y un vestido
vaporoso y delicado. Por el momento parecía un mamarracho desgreñado y con el
ceño fruncido. Menos mal que el tío tardaría una semana más en volver, ahí se
agregarían otras tareas, como cocinar algo más que ensaladas, queso y tarros de
atún, costumbre santiaguina que no lograba erradicar.
En algún momento su madre le
advirtió que no podría dormir, que los ruidos nocturnos, de seguro serían
ratones y que su fobia la haría volver más que rápido a la casa. Haber
fracasado en su intento de convivencia y las deudas contraídas por el
emprendimiento de fotografías la había hecho volver a la casa de los padres. No
quería recordar ese período, se quedó pensando en los ratones, en el ratón
Mickey, en Ratatouille, en las pesadillas por el cuadro de ratones bailando en
el ballet de Cascanueces, podía verse aun llorando porque había miles de
ratones bailando bajo su cama y no podía salir de ahí. La fobia se fue
desarrollando de a poco, tampoco podía olvidar la hilera de ratones subiendo a
un árbol de la clínica en donde fue atendida por un aborto espontáneo. Y ahora,
por el azar, se encontraba en el campo, con toda seguridad estarían por ahí
esos animales asquerosos, los mismos que liberaron al protagonista de La
Plegaria de las Bestias de Nicasio Tangol, en una imagen difícil de soportar en
la mente ¿sería al protagonista? ¿o era un truco de los personajes rebeldes?
Imposible recordar.
Algún día los vería y tendría que
aguantarse las ganas de salir corriendo o de pedir ayuda a los gritos. Nadie
vendría, no por el individualismo moderno o por el ensimismamiento de las
personas en sus celulares, sino porque no había nadie que la escuchara −
literal− hubiera agregado su ex.
El silencio del campo a veces podía
ser angustiante, lo rellenaba con música, con audiolibros y podcast, ahora
dedicados al cultivo y cuestiones prácticas de la vida diaria. Las salidas de
la casa se reducían a ir a visitar al tío y a saber cuándo volvería, a recibir
sus instrucciones y a la vuelta comprar las cosas de almacén necesarias
para el día a día. Cuando el tío volviera lo convencería de inscribirse en la
tienda de Los Guatones para el despacho a domicilio. Así no tendría que salir,
arriesgarse a quedarse en pana o, lo que es peor, conocer a alguien y
equivocarse de nuevo. Entre tantos dichos de campo el que más le venía a su
vida de cuarenta años era ´a usted la cortaron verde´.
Vinieron algunas vecinas a
preguntar por su tío − tan buena persona él− era el comentario más frecuente
que escuchaba, el siguiente era – tan malo para cuidarse eso sí −. Había una de
las señoras, Carola, que además de preguntar por él traía cosas de su huerta:
plantas de hierbas brotando en bolsitas plásticas negras, frascos de mermelada
sellados y las últimas veces piezas de queso enteras que se veía eran compradas.
No decía mucho, pero su expresión despertaba cierta curiosidad extra en Octavia.
Tal vez solo por el esfuerzo de Carola de no mostrar nada, de reprimir
cualquier gesto. Al ojo inexperto, no entrenado para la fotografía, podía
parecer el rostro de alguien distante y complicada, pero Octavia notaba otra
cosa cuyo nombre ignoraba.
−Oiga tío, fue la señora Carola a
verlo a la casa, siempre que va lleva cosas de regalo. Tiene cara de enojona
eso sí, es rara ella.
El tío levantó apenas las cejas y
luego dio vuelta la cara hacia la ventana sin decir nada. Octavia entendió que
no quería hablar de ella, pero por las dudas insistió – llevó plantitas para
una huerta medicinal, dulce para el pan, de mora y damasco y unos quesos de
esos que a usted le gustan – le quise pagar, pero no aceptó. – Ustedes los capitalinos
a todo le ponen precio – fue el único comentario. Siguió luego un incómodo
silencio interrumpido por una respiración que sonó a suspiro contenido. − ¿está
bien tío?, no se ponga mal, mire que la enfermera me dijo que pasado mañana lo
largan si sigue estable. Lo vengo a buscar tempranito y nos vamos a su casa.
−Estoy bien, estoy bien. Déjame
tranquilo no más.
Al principio no sabía cómo se
enteraban las señoras de sus idas al hospital, luego que ya estaba
familiarizada con las caras de las salas de espera comprendió que la inmediatez
de las comunicaciones era un fenómeno omnipresente. Here there and
everywhere[1],
decían los eternos The Beatles. Don Ignacio era el foco de preocupación de
un grupo de personas que parecían apreciarlo mucho y de distintas formas. No
estaba tan solo el caballero después de todo. La noticia de que estaría en su
casa al día subsiguiente hizo que un grupo de personas se ofreciera para
preparar la casa, cocinarle y ayudarla a atender a su tío.
El tío Ignacio era todo un
misterio, quizás les había contado que ella era la sobrina más especial de la
familia, especial era una forma suave de decir extraña, una persona detenida en
el tiempo, una mujer – niña, o viceversa – alguien a quien cortaron verde. La
muerte se había convertido en tema de conversación desde que la última de la
generación previa, su madre, había cumplido los sesentaicinco años. La mayoría
de la parentela pensaba que con Octavia se perdía la última oportunidad de ver
niños de nuevo en la familia. Cuando se lo reprochaban ya no respondía, solo
alzaba los hombros y si podía, salía del lugar. Argumentar con personas
mayores, al menos los de su familia, era inútil, tenía que enfrentar los
prejuicios acerca del hedonismo, la incapacidad de cuidar, los miedos frente al
futuro, la flojera y tanto más que era estéril tratar de explicar su punto.
Tampoco sabían que lo había intentado y no había podido. Le dolía recordar eso
y no iba a exponerse.
Suponía que el grupo de amigos del
tío Ignacio, debían tenerla por una inútil y venían a asegurarse de que la
sobrina no tuviera un desorden insoportable para el bueno de Ignacio. De algún
modo, ese grupo la trataba de manera similar a su familia, la infantilizaban.
La desconfianza en sus capacidades, incluso las más básicas, la hacían sentir
que debía haber algo que la hacía parecer necesitada de ayuda.
En el grupo de supervisión
comunitaria no estaba Carola. Ahora que lo pensaba, siempre andaba sola y
parecía ajena a los demás. Los supervisores se encontraron con que la
habitación de Ignacio tenía cortinas nuevas, estaba mejor iluminada y sus cosas
al fin parecían caber en ese espacio. La entrada a la casa estaba despejada y
la cubierta metálica de la cocina había aparecido de debajo de una capa negra
de grasa.
−¡Ha trabajado mucho aquí Tavita!−
Así le decían sus familiares, y por lo visto también el grupo de
amigos-supervisores del tío Ignacio. Los más impertinentes hasta habían
revisado la producción de cerveza, las cercas y las matas de tomates.
Deslizaron algunas fallas en las guías de las plantas, en las uniones de las
cercas y abrieron, sin su permiso, unas botellas de cerveza que tenía helando
para dárselas a probar a su tío cuando regresara y se sintiera de buen ánimo.
Se armó de valor, porque si en algo
era menos que inmadura era en su forma de comunicarse o si se pensaba al revés,
tenía una enorme capacidad de no decir lo importante, casi en cualquier
circunstancia, pero esta vez no era por ella y eso lo hacía más fácil. – mire
don Carlos, mi tío les regalaba cervezas a todos y por eso no ganaba un peso
con su trabajo, pero me encargó con mucha insistencia que yo me hiciera cargo
de su negocio así es que esta única vez no le voy a cobrar, pero que quede
claro que la siguiente será con pago – don Carlos, y de paso los otros cuatro
comisionados se rieron.
−¡Llevo años diciéndoselo al viejo!
Ya oyeron a la Tavita, se acabaron las cervezas gratis en este boliche – dijo
la Señora Blanca. Estaba bueno ya que con la excusa de venir a ver al viejo
Ignacio se tomaran todo lo que produce. − ¡Muy bien mijita! Y de paso, ¿no
debiéramos decirle Octavia en vez de Tavita?
−Me da igual Blanquita, díganme
como quieran. Mi nombre es algo pretencioso ¿no le parece?
−No creo, más bien me parece que de
usted se esperan grandes cosas.
A eso mismo se refería Octavia, al
peso de las expectativas, pero solo sonrió. Ya eran casi las seis de la tarde y
los invitó a tomar un té de hojas y abrió uno de los frascos de mermelada de
Carola para untar el pan amasado que habían traído los visitantes.
La conversación fluyó más fácil de
lo pensado, se turnaron para reconocer el esfuerzo de Octavia en el
mejoramiento de la casa y la chacra y hasta del sabor de la cerveza. – y ¿de
dónde sacó esta mermelada tan rica? ¡No me diga que la hizo usted también! − Octavia
iba a responder, pero Carlos la interrumpió con una oportunidad que no era
casual para cambiar el tema. La anfitriona se dio cuenta y confirmó que Carola
era alguien con cierta relevancia en la vida de su tío.
−Acompáñeme que le quiero enseñar
un asunto de los tomates Tavita, antes de que se haga más tarde, no nos
demoramos nada. La tomó de un brazo, sin dejarle opción.
−Mire, no haga tal de comentar
quien le trajo las mermeladas, es un asunto un poco difícil de hablar en este
pueblo chico. Usted sabe, si hay algo que el vacío propio y el exceso de ocio
fomentan es el afán de meterse en la vida ajena.
−Mi tío no quiso comentar nada
tampoco.
−Todo a su debido tiempo, Ignacio
ya le dirá, tiene que confiar en que usted no lo va a juzgar primero.
−Debe ser asunto de amores entonces.
−Por supuesto, ni los secretos de
sinvergüenzuras sacan tantas chispas y generan tanta envidia como los asuntos
de amores. Es vivaracha usted ¡Ignacio no tiene idea de la sobrina que tiene!
Le cayó bien ese Carlos. Se
acercaron a los tomates y luego volvieron con un par como prueba a seguir con
la hora del té.
−Apuesto que le fuiste a decir que
tenía que plantar unas flores entre los tomates para evitar las plagas. Esa
cuestión salió hasta en el Facebook ¿cierto mijita?
−¡Ah! Yo no tenía idea, me pareció
un buen dato
Solo le quedaba una noche solitaria
en esa casa, había evitado pensar en animalejos, arañas y cucarachas de tan
cansada. De seguro esta noche dormiría bien también pensando en los misterios
de ese pueblo chico y las sorpresas del tío Ignacio. Además, no podía evitar
sentir cierta satisfacción por el reconocimiento a su trabajo de parte del
grupo de amigos supervisores. Después de todo, no era tan inútil como la grasa
de caballo, uno de los insultos que había escuchado con mayor frecuencia en los
tiempos de veraneo en ese mismo lugar.
II
La víspera comenzó de nuevo el
insomnio, el buen ánimo y la sensación de haber hecho algo bien duró poco. No
se sentía capaz de cuidar a un viejo delicado de salud. Ni siquiera lo conocía
mucho, lo que había escuchado de él eran las versiones de sus hermanos, uno de
ellos su madre, que solía ver las cosas del modo – eso está bien, eso está mal−
sin más categorías intermedias. El éxito se medía en cuánta plata se tenía, si
alguien había cumplido con el checklist asignado por género, educación,
lugar de nacimiento y expectativas familiares y si era gordo o flaco. El resto
eran puros cuentos según ella. Por supuesto Octavia estaba consciente de sus
propios sesgos con la madre, la injusticia que cometía al definirla, pero ¿no
es acaso propio de los hijos ser implacables con los padres?
Se daba vueltas y vueltas en la
cama y esta noche le parecía oír ratones, murciélagos, cocodrilos y dinosaurios
merodeando por ahí, destruyendo las cercas, comiéndose los tomates y
aglomerándose en la puerta para que cuando ella se animara a salir, ellos se
abalanzaran sobre ella. Esa era otra de las razones por las que le decían que
era caída de la mata, tenía una imaginación absurda, llena de errores lógicos e
históricos con los que lograba asustarse sola. Se llenaba de miedo y no podía
dormir. Faltaban pocas horas para ir a buscar al tío al hospital, debía salir a
las seis y media para llegar a las ocho y hablar, si tenía suerte, con el
médico y recibir las indicaciones. Además de los ruidos, comenzó a pensar en la
camioneta vieja, hasta ahora no había fallado, pero y ¿si justo cuando más la
necesitaba empezaba a cacharrear y no partía? ¿y si la asaltaban en el camino?
O peor ¿si la asaltaban con el tío a la vuelta? Al menos esos temores eran
confesables, los de los dinosaurios y cocodrilos no. Esos eran algo que no se
contaba a nadie. Solo que cuando se dio cuenta de que hay cosas que es mejor
guardar para sí misma ya era demasiado tarde, tendría la mitad de los años que
tenía ahora cuando ya había hablado demás. Los perros ladraban en el campo
también, en especial en las noches de insomnio, quizás quisieran dormir también
y no podían y entonces empezaban a quejarse en grupo, a los gritos. O en efecto
veían cocodrilos y orangutanes bajando de los nogales. Ese tipo de cosas ya no
las decía.
Llegó puntual y sin contratiempos
al hospital como era previsible. Desde que vivía en la chacra todo se sucedía
con una pasmosa normalidad y le estaba gustando.
El tío Ignacio salió con una bolsa
de remedios más grande que el bolso con su ropa y el sombrero de rigor, estaba
flaco como perro abandonado antes del rescate, parecía que los dientes y los
ojos le quedaban grandes. Al menos no salió conectado al tubo de oxígeno y no
lo necesitaría si se cuidaba lo suficiente. La enfermera encargada de dar las
indicaciones, al médico Octavia nunca lo vio, le pegó en los cachos al tío –
oiga don Ignacio, si se va a hacer el chorito, que sea hasta el final, ya sabe,
un pucho más y ni el poco poto que le queda se va a poder, va a tener que pedir
silla de ruedas y no se va a despegar de la mascarilla, no sé usted, pero a mí
no me gustaría que me vieran todo cagado – eso último se lo dijo al oído, pero
se escuchó clarito en la sala. – mire, no pierda la dignidad, si se cuida,
puede aguantar más, subir algo de peso y hasta seguir con su famosa cerveza. Si
se quiere morir, ya sabe cómo se hace −. Cerró el ojo a la sobrina y anotó en
un cuaderno que Octavia había llevado según las instrucciones del alta, la
rutina de cuidado diario.
Ignacio se limitaba a refunfuñar y
a decir que estaba apurado por ir a su casa. Cuando se despidió de la
enfermera, Octavia podía jurar que al viejo se le llenaron de lágrimas los ojos
y ni gracias pudo decir porque se le iba a notar la emoción. Y eso, en su idea
de orgullo, era caer muy bajo. Un tipo joven lo ayudó a subirse a la camioneta
y recién entonces Octavia pensó en que necesitaría ayuda para bajarlo – ¡tan
poco albertía! – le hubiera dicho la abuela. Entonces recordó la canción de
Violeta Parra[i],
para llamarse Alberto hay que ser bien albertío y se puso a cantarla. El
tío se rio y empezó a carraspear tanto que Octavia pensó en devolverse al
hospital. Estacionó la camioneta, el tío se calmó y le dijo – llame al Carlos
mijita, dígale que le ayude, me debe muchas cervezas ese tal por cual − Ya le
avisé por WhatsApp, si no me faltan tantos palos pal puente, junto con cantar
me puse a escribirle y dijo que nos esperará en la puerta de la casa. Ignacio
respiró más tranquilo y le indicó a su ayudante que siguiera su camino-
Mientras miraba el paisaje en el
recorrido del hospital a la casa, Ignacio apreciaba cada detalle, en algunos
momentos pensó que no vería más el negocio de Los Guatones, o la bomba de
bencina de los Paredes, y el basurero de los Cárdenas, siempre rodeado de
perros que desgarraban las bolsas porque nunca reparaban la tapa. Gente floja.
Sonrió cuando se vio diciendo lo mismo de siempre. − La cercanía de la muerte
no cambia a todos, hay algo que sigue ahí, inmodificable.
Octavia hablaba sola intentando
llenar el silencio con las novedades de la casa y de la chacra. Ignacio hacía
como que prestaba atención, pero solo quería llegar y abrazar al Cholo. El
perro lo conocía más que nadie en el planeta, estaba convencido de que el
animal tenía acceso a sus pensamientos y deseos más ocultos, luego advertía la
estupidez de esa idea y se decía que la soledad podía llevar a un hombre a
inventarse mundos y circunstancias sin asidero en la realidad.
El Cholo estaba al lado de la
puerta cual centinela, era la posición que asumía cada vez que se quedaba sin
humanos en la casa, Octavia le caía bien, le hablaba de las mismas cosas que el
tío, de animales que no conocía y personas que se alejaron, tanto la sobrina
como el tío describían rarezas hasta para los pensamientos de un perro. Al
Cholo le resultaba obvio que fuera Octavia la designada para cuidar a Ignacio.
Cuando bajó Ignacio de la
camioneta, con la ayuda de Octavia y del amigo Carlos, ese tal por cual, como siempre
le decía el tío, en lugar de lanzarse sobre él como su naturaleza lo conminaba
a actuar, se detuvo y vio lo débil que estaba así es que se acercó a olerlo y a
dejarse acariciar. Los otros perros, más chicos e inútiles por lo mismo,
ladraban y aullaban hechos unos demonios, esperando su turno para la caricia
del viejo.
A Ignacio se le aguaron los ojos y
Octavia, que se contagiaba rápido de las emociones de los demás, también.
Ninguno dijo nada por supuesto, el orgullo, el orgullo pues. Carlos miró la
escena e iba a ridiculizarlos, pero terminó conmoviéndose y tampoco dijo nada.
Carola también tenía un perro y
como pertenecía también a esa especie rara de quienes no pueden comunicarse con
los humanos, era obvio que el Chamullo, un quiltro café con negro, saltarín y
de pelaje corto, se había convertido en su confidente. Le puso Chamullo por una
canción de Proyecto Gotan[2] que había escuchado en un
colectivo en Chillán, No es chamullo, es amor decía el verso que había llamado
su atención. Cuando volvió a su casa, se encontró con un perro chico en la
puerta, sin collar ni nada, sentado, mirando con esos ojos negros grandes que
le recordaron los de Ignacio, un chamullento de libro, así es que luego de que
el perro no se moviera de la entrada en todo el día, le dejó un plato plástico
con agua y luego un poco de comida y así durante tres días hasta que decidió
dejárselo. Chamullo resultó ser simpático y regalón, un perro tan mimado como
un gato mal reencarnado. En el bazar de Carola se encontraba casi de todo, de
hecho, esa era su frase publicitaria en la radio, pero con exageración ´Si no
está Donde Carola, no existe´, cada vez que lo escuchaba se reía porque no
faltaba la clienta que buscaba algo muy raro y le enrostraba su lema −No crea
en todo lo que escuche pues, en este mundo hay que elegir a quien se cree −,
desde que tenía al perro saltarín, agregaba − a veces es puro Chamullo.
Como fuera se las arreglaba para
que la clientela se fuera con algo parecido a lo que buscaba. Tenía de hilo de
bordar hasta herramientas para casi cualquier desperfecto de la casa, también
abarrotes y artículos de escritorio. Con ese bazar había educado a dos hijas
que ahora vivían en Santiago y no pensaba dejar de estar a cargo del negocio.
Ahora que se acercaba a los setentaicinco años iba mediodía, pero no avisaba a
las vendedoras en qué horario iría a visitarlas. Se permitía faltar algunos
días, esos días de calor insoportable de Chillán. Esos en que las zapatillas
parecían derretirse en el pavimento. En aquellas ocasiones solo podía resistir
la vida debajo del nogal del patio, sentada o dormitando a la sombra con
Chamullo cerca. En el negocio conoció a Ignacio, andaba buscando unas bujías
para su camioneta, habían pasado ya siete años desde ese día y esa carcacha ya
era vieja. Lo notó tan complicado y hacía tanto frío ese día que lo acompañó a
la vuelta, al taller mecánico de don Guillermo. Ignacio pasó de vuelta para
comprar algo dijo esa vez y Carola estaba cerrando el negocio. Era una excusa,
quería palabrearla, conocerla un poco, pero era incapaz de decir eso tan
simple. Ignacio se hizo asiduo al bazar Donde Carola, en ese tiempo ella iba
todos los días y el caballero compraba las más diferentes tonterías, maceteros,
arroz, alicates chinos de mala calidad, paté y la mermelada de damascos que
Carola hacía y que tenían la etiqueta de producto casero. Un día se le ocurrió
preguntarle quién las hacía – depende, si encontró rica la mermelada la hice yo
si no, le puedo echar la culpa a cualquier vieja de por aquí− con eso, después
de 25 platos de comida para el perro 18 tarros de café, 9 cajas de velas de
cumpleaños, 48 hilos de coser de diferentes colores y mil quinientos cincuenta
y dos productos ridículos Ignacio la invitó a tomar un tecito en el Turquesa
Café.
−Le acepto la invitación, espéreme
que cierre y vamos al tiro, pero yo tengo hambre así es que supongo que le
alcanza para una pailita de huevo y algún sanguchito.
−¡Claro que me alcanza! ¿me halló
cara de atorrante acaso?
−Mejor no le digo nada, capaz que
se enoje y se arrepienta de invitarme.
−Apuesto a que lo dice por mi
cacharra, la tengo porque tiene valor sentimental.
−Sí, el único valor que debe tener,
se reía Carola mientras terminaba de poner los candados y la alarma del
negocio.
Comenzaron a verse seguido y rápido
corrió el rumor en el campo: Ignacio iba a ver a una señora del pueblo, que ya
había olvidado a la finada María y que seguro la señora andaba interesada en la
chacra del viejo, porque − ¿qué otro interés iba a tener? A esa edad así son
las cosas−, decían todos. − A la Marita na´que la llevaba al Turquesa Café el
viejo tacaño.
Carola comenzó a imaginarse cosas,
se acordaba de Ignacio más de lo que hubiera creído posible. A su edad pensaba que
los años la protegían de los peligrosos sentimientos intensos de la ya lejana
juventud, pero no: se enredaba y a veces lo trataba de forma displicente, hacía
como que no se acordaba de historias que le había contado Ignacio fingiendo
desinterés. Lo propio le ocurría a Ignacio que siempre había sido poco dado a
las palabras y no sabía cómo explicarse sus deseos diarios de ir al bazar,
hasta él mismo se creía que necesitaba algún artefacto o cualquier excusa que
sirviera para ir a Chillán. Y a veces encontraba a Carola distante, brusca,
contestando solo con monosílabos, cuando, por lo general era locuaz y
divertida, aunque se cuidaba mucho de hablar de sus cosas personales. Ignacio
desconcertado, también oscilaba entre la distancia y la cercanía. No sabía qué
decir o hacer.
Carola, confundida y asustada por
lo que le estaba ocurriendo sentía que tenía dos opciones, hablar y decirle
cómo se sentía o seguir así, haciendo como si nada, pagando el costo de ver a
un caballero sin un nombre para ese vínculo, pasear por algunas calles de
Chillán, ir al café y las menos de las veces, cuando se sentía valiente y hacía
como que no le importaban los chismes de la gente, sentarse junto a él bajo el
nogal y compartir la sombra y la brisa de la tarde.
Pasaron así tres años completos,
haciendo como si nada. Hablando de todo, haciendo como que ignoraban los
pelambres de la gente. Ignacio llenándose de cachureos comprados en el bazar y
de ideas de cómo abordar una conversación difícil sin poder llevarlas a cabo. Estuvo
a punto de hablar bajo el nogal un par de veces, pero entonces se inundaba de
miedos y se quedaba callado, llenando el espacio con historias inventadas o con
consejos para el cuidado del jardín.
Una de las tardes en que Carola
estaba más decidida que nunca a ser ella quien fuera la que dijera lo obvio el
nogal la traicionó: justo cuando tomó aire para hablar una nuez le cayó sore la
cabeza y las risas fueron inevitables. No pudo recuperar la solemnidad que ella
pensaba ese momento merecía por lo riesgoso de la jugada. La risa casi no la
dejaba respirar. Ignacio hasta se asustó y pensó en una crisis asmática o algo
así. Fue corriendo a buscar agua y al volver se tropezó y cayó todo
despaturrado sobre un montón de hojas que Carola no había tenido tiempo de
dejar en la compostera. Otro ataque de risa y ya era imposible hablar de nada.
El azar se comporta al puro lote
¿cierto Cholo?
El perro lo miró casi con ternura y
si hubiera tenido palabras, le hubiera dicho, − elemental Ignacio – pero en la
perritud no existe el lenguaje con esos sonidos. Ignacio continuó con su
supuesto monólogo.
−¿Cómo puede ser que nunca sea
capaz de decir lo que quiero decir?, ¿cómo puede ser que justo pase algo cuando
estoy por agarrar vuelo? Hasta los de la municipalidad parecen estar del lado
de la mala fortuna, mira que justo que tenía todo arreglado para que Carola
viniera a mi casa y me llamaron porque andaban haciendo un catastro de las
familias y no sé qué huarifaifas y no podía salir hasta que vinieran, entre las
nueve y las siete de la tarde me dijeron. Llamé a la Carola y me dijo que
suponía que algo iba a pasar, que ya no esperaba nada. No sé qué quiso decir
con eso. Las mujeres viejas son más raras que las jóvenes. ¿cierto Cholo?
El perro, cansado de esas
peroratas, no se molestó en levantar la cabeza, el que sacó la voz fue Carlos.
−Si el Cholo te contestara, diría
que eres un brujo y habría salido corriendo despavorido. El rostro del viejo
Ignacio cambió de pálido a colorado en menos de un segundo. Se lamentó de haber
dejado la puerta abierta para que se colara Carlos sin aviso. Andaba distraído,
se olvidaba de cosas y cada vez que tenía esos desencuentros con Carola se
volvía más propenso a los accidentes, ya lo había observado. El Cholo también,
pero no servía de testigo para sus tonterías de viejo que sin querer se había
vuelto supersticioso.
Carlos se las dio de consejero
sentimental sin entender tanto enredo, para él las cosas eran fáciles – al pan,
pan y al vino, vino no más pues Ignacio ¿para qué le da tanta vuelta al asunto?
¡No me diga que tanto revuelo por su historia con la señora del bazar es por
puras conversaciones y paseos! − Se rio con las manos sobre las rodillas
exagerando el gesto.
El Cholo se sentía culpable, había
fallado como perro, por estar dándoselas de confidente y estar atento a la voz
de Ignacio descuidó la puerta y se coló Carlos, viejo bolsero y desubicado.
Todo eso, pero normal. No como su humano, escondido tras una máscara de
indiferencia y eternas dudas para asumir la vida como venía. Había que tener
paciencia con Ignacio, de seguro su forma de ser tiene un nombre, no se puede
ser tan raro y ser descrito solo como buen chato. Algo debía tener que
explicara ese temor disfrazado de frialdad. El Cholo sabía cosas, muchas cosas
y se alegraba de no poder hablar porque a veces necesitaba compartir con
alguien la inquietud que le provocaba su humano y los perros chicos solo
acotaban tonterías, como que todo pasa por algo, que para qué se hacía
problemas por cosas que ya no era propias de su edad y así. Obviedades de perro
chico.
Carlos comenzó a visitar con mayor
frecuencia a Ignacio en ese tiempo. No hubo más remedio que volverse amigos,
aunque Ignacio nunca le confesó la naturaleza de sus sentimientos hacia Carola,
Carlos advirtió que la mente del viejo, quince años mayor que él, era un
laberinto insalvable, lleno de senderos que llevaban a ninguna parte. Tal vez
Carola era de las mismas, solo que, a la vista de la gente, parecía más mundana
y normal.
Los tomates y la cerveza del viejo
eran los mejores de por ahí y los alrededores, así es que no podía negar que
eso y escaparse un rato de su trabajo con los camiones, era un buen recreo. La
Blanquita, su señora, lo acompañaba de vez en cuando para cerciorarse de que
Ignacio no estaba loco, de que había superado el duelo por Marita y si la
fresca del bazar no se había apersonado en la casa.
Blanquita había ido durante ese
largo período a comprar tonterías al bazar y ver si podía enterarse de la vida
de Carola y solo salía con más suposiciones y preguntas que certezas. Carola
era hábil para esquivar preguntas curiosas y más para poner fin a las
conversaciones que no le interesaban. Había tomado por costumbre andar con el
celular en un bolsillo del delantal que usaba como uniforme en el bazar y
fingía la llamada importantísima del contador cuando Blanquita u otra señora
comenzaban a hablar más de lo necesario. Así, por no abrir un poco la puerta,
la gente empezó a inventar historias. Nada le hubiera costado ser amable y
contar un poco: que las hijas estaban bien, que la mayor traía de vez en cuando
a la nieta y que la menor al menos había comenzado a pololear y tonterías así
que la hubieran dejado como una abuela normal y tranquila y no como una mujer
misteriosa que tenía algo que ocultar. Nada como el silencio para alimentar la
imaginación. En especial de una viuda que no mencionaba ni por accidente a su
marido, − si es que de verdad había estado casada −, hubiera agregado el gato
de Blanca y Carlos. Los gatos son así, malpensados, por eso les va bien.
Lo del ofrecimiento de conocer la
casa de Ignacio y que no se concretara por el catastro de la municipalidad, que
encima no visitaron la casa de Ignacio ese día, fue un punto de inflexión para
Carola. Se enojó por dentro, eso quería decir que no era un enojo dirigido a
alguien, ni siquiera a Ignacio, tal vez era con la vida o con ella misma por no
achuntarle a nada, por andar a destiempo, medio desincronizada con los eventos
importantes para ella. Nunca reclamó, siguió atendiendo con amabilidad a
Ignacio las veces que iba al bazar, pero se negó sistemáticamente a ir al
Turquesa café o a cualquier otro y menos a sentarse bajo el nogal, ese pasó a
ser su espacio hasta que años más tarde se sumó Chamullo a esos momentos
de tranquilidad o de juegos cuando la visitaban sus nietas, ahora eran dos, e
inventaban historias de elfos y hadas que rodeaban al gran árbol y al damasco
que seguía dando frutos como enfermo.
Carlos le fue a avisar al bazar que
Ignacio estaba enfermo en el hospital y que de seguro le haría bien verla por
ahí. Se lo dijo de sopetón mientras fingía mirar la vitrina de cecinas y
quesos. Carola hizo como que no escuchó, pero su corazón sintió el golpe y
comenzó a latir como cuando lo escuchaba saludarla al llegar al negocio y todas
las veces que supuso que el viejo le iba a decir qué era lo que quería con
ella, aunque si hubiera sido sincera consigo misma lo tenía muy claro, tanto
que el Chamullo podía hasta recitar esos contenidos. – esta humana necesita el
certificado de las palabras− había concluido el perro saltarín y ese viejo fue
incapaz de hablar. El Chamullo ya lo daba por finado al caballero. La vio sacar
los frascos de mermelada y las plantas medicinales que el mismo viejo la había
ayudado a propagar en el jardín. Las cuidaba como hueso santo y el Chamullo
empezaba a salivar con esa palabra hueso. Cosas de perro.
Como se había quedado con la
dirección de la casa de Ignacio, prefirió llevarle esas cosas y le pareció una
muy buena idea que su sobrina, una mujer adulta como Octavia, lo acompañara en
su convalecencia. No iba a ir al hospital, después de todo ¿acaso le importaría
a Ignacio? Ese señor que había llegado al bazar seguro era uno de los del grupo
de los pelambres. Y los buenos para los chismes se ponen melodramáticos en
momentos críticos. – Se volvió cínica mi humana – exclamó Chamullo en un
aullido apenas perceptible. Esas conversaciones acerca del pasado, los
malentendidos, las explicaciones extemporáneas ya no tenían espacio ni sentido.
Los resultados pueden distar mucho
del objetivo planteado, puede fallar la estrategia, la metodología o las
variables del contexto que no fueron consideradas o minimizadas en su influencia.
Octavia sabía mucho de planes fallidos y a pesar de que ese grupo de viejos, el
tío, sus secuaces y Carola, la consideraran a primera vista una joven inexperta,
de seguro porque habían perdido el sentido del tiempo, a sus cuarenta ya tenía
varios proyectos fracasados. Esa expresión un tanto infantil de su cara no
ayudaba tampoco a los demás a verla como alguien independiente, desde ahí la
sorpresa que se llevaron al ver los arreglos de la casa y la chacra. La única
que la vio como una mujer hecha y derecha desde el principio fue Carola, aunque
hecha y derecha, tampoco correspondía a la visión de sí misma.
Irse a vivir al campo no había sido
un plan más bien una reacción a la falta de proyectos; se suponía que iba por
un mes y justo se enfermó el tío Ignacio. La estadía se fue alargando. Los
primeros días desde el alta del hospital fueron difíciles, la humildad propia
de los enfermos se le pasó rapidito al tío y comenzó a mostrar el carácter de
siempre: mandón y silencioso. Era una tarea de nunca acabar, desde las cinco de
la mañana hasta el anochecer era una seguidilla de órdenes y correcciones. Ahora
la humildad estaba del lado de Octavia, que, siendo mayor, debía asumir la
postura de una alumna en práctica de las de antes, de las que no podían opinar
de nada y mostrarse dispuesta a seguir cualquier indicación.
Octavia tomaba todo como una
especie de karma que le tocaba experimentar por haber sido tan errática en la
etapa anterior de su vida, los impulsos no tienen alternativa en la chacra, las
plantas crecen a su ritmo y la disciplina para aprender a cuidarlas pasó a ser
un desafío personal. La alegría que experimentó al ver que su trabajo se
entrelazaba con lo que iba a suceder de todas maneras la hizo sentir menos
responsable y partícipe de algo mayor y más importante que sus deseos de experimentar
porque sí. Comenzó una colección fotográfica de la evolución de las plantas,
frutas y del tío Ignacio. Primero como una ayuda para sí misma para documentar
qué estrategia era más eficiente y luego por el placer de capturar la belleza
de las escenas cotidianas que ahora le tocaba vivir y no solo ser testigo. La
resistencia del tío Ignacio a ser fotografiado fue vencida porque no se veía a
sí mismo en las imágenes, parecía otro, sus brazos de venas gruesas y piel
curtida podían ser de cualquiera y la silueta completa, también le parecía
ajena, no era él ese viejo encogido, flaco y con rulos escasos en esa cabeza
que alguna vez fue objeto de burlas por lo frondosa de su chasca negra. Él era
otro por dentro, no tenía edad ni colores en particular. Ese que aparecía en el
espejo el botiquín del baño se parecía a su padre, a esa foto en blanco y
negro, de un hombre serio al que casi no conoció y cuya expresión era de la
misma severidad de cualquiera que ha tenido que trabajar duro para sobrevivir y
cumplir, como fuera, el mandato de ser un hombre fuerte en cualquier circunstancia.
Octavia podía seguir tomando fotos
porque su trabajo había sido satisfactorio, el tío Ignacio, jamás lo decía, pero
era algo evidente. El Cholo lo sabía de sobra, el perro escuchaba los
pensamientos de aprobación de Ignacio − ¡misch! La inútil de la familia era
buena pa´ trabajar y pa vender, quién lo iba a decir – el perro apoyaba la
cabeza en las piernas de Ignacio cuando el viejo pensaba algo positivo de
Octavia y recibía una caricia en su cabeza – sí, si sé que estás de acuerdo.
El Cholo también se convirtió en
modelo, al principio corría hacia Octavia cuando estaba con la cámara, seguro
pensaba que era algo para comer, luego se acostumbró y posaba sin problemas.
Una tarde de lluvia en el otoño Octavia
tuvo tiempo de seleccionar algunas fotos y las fue a imprimir a Chillán un par
de días después, cuando estuvieron listas pasó, por el bazar de Carola con la
esperanza de poder verlas con tranquilidad. Carola estaba sin clientes en ese
momento, por supuesto la reconoció de inmediato y la invitó a un té a la parte
de atrás del local y en una mesita pequeña Octavia comenzó a disponer una tras
otra las imágenes de su tío en la chacra. Hablaba en voz alta acerca de cuáles
le parecían más fieles a lo que quería lograr; ensimismada y sin darse cuenta
de la expresión de Carola a medida que se sucedían imágenes de Ignacio, comenzó
a hacer dos grupos, las que le gustaban y las que no alcanzaban sus criterios
de satisfacción. Cuando terminó su tarea vio a Carola conmovida y no sabía qué
hacer o decir porque comunicarse con palabras no era su talento, los genes de
la familia eran dominantes, claro está.
Agradeció el té y la posibilidad de
revisar sus fotografías y se incorporó para irse.
−Elija una, se la regalo.
−Carola sin poder hablar tampoco,
eligió una en donde Ignacio esbozaba una sonrisa y debajo de su sombrero se
podían adivinar sus ojos, que hasta ahora solo veía en el Chamullo.
Cuando recuperó la compostura pudo
hablar y alabó el trabajo de Carola – usted debería hacer una exposición por aquí,
son muy buenas sus fotos. No sé cómo explicarlo, no soy muy versada en nada,
pero me muestran una imagen del campo más original, alejada del sacrificio y la
pobreza.
−¿En serio? Mire que es justo lo
que quería lograr.
Se despidieron no sin que antes
Octavia le pidiera tomar una foto de ella en su bazar.
−¡Claro mijita, dele no más!
Tomó unas treinta fotografías sin
que Carola se diera cuenta, al irse pasó a dejar el archivo para una nueva impresión.
La observación de Clara fue un
impulso para Octavia, se esmeró en una serie de fotografías de la vida
cotidiana del campo y las estaciones del año. Para todos lados iba con su
cámara. También fotografió a los supervisores, a Carlos y a Blanquita. Los
viejos se acostumbraron también al lente fotográfico y ya no posaban, solo
vivían, y Octavia les plantaba el clic.
En una de sus visitas a la tienda
en donde imprimía sus fotos se enteró de un concurso de fondos municipales para
una exposición en el salón cultural. Participó y envió una carpeta digital con algunas
fotos.
Contra todos los malos augurios y
pesimismo que pueden surgir de la mente de alguien considerada la inútil de la
familia, el trabajo de Octavia fue seleccionado y sus fotografías formarían parte
de la exposición.
El tío Ignacio había salido del
hospital hacía más de un año, Octavia seguía a su lado y no se imaginaba la
vida sin ella.
La patota de viejos se presentó en
pleno en la exposición y también lo hizo Carola. Tamaña fue su sorpresa al
verse retratada en una fotografía de más de un metro de largo y ancho. Aparecía
sonriente, un poco despeinada y con sus manos sobre el mesón del bazar. Había
ido sola y miraba nerviosa para todos lados temiendo que su retrato provocara
algún tipo de burla. Octavia la tomó del brazo y la llevó cerca de Ignacio y su
grupo de amigos. El viejo se sobresaltó y abrió los ojos como el Cholo cuando
no entendía qué estaba pasando. Sin que nadie dijera palabra alguna, el grupo se
alejó de Carola e Ignacio. Ella extendió su mano para saludarlo y el viejo la
tomó entre las suyas sin soltarla.
−Te he extrañado mucho Carola.
−Yo también
Ambos hubieran podido decir que
extrañar era una palabra poco apropiada porque ningún día el otro estuvo ausente
en la mente del otro.
Siguieron caminando por los salones
de la exposición deteniéndose en cada fotografía, al poco rato estaban riéndose
y casi diciendo las mismas palabras frente a cada imagen, como si el curso de
los pensamientos fueran idénticos.
Carlos y Blanca habían preparado
una celebración para Octavia en su casa e invitaron a Carola una vez que las
ceremonias y discursos acabaron en aplausos, Ignacio miraba con expresión de
incredulidad la escena y como acto supremo de valentía le pidió que por favor
fuera para que la conocieran y ellos dos pudieran ponerse al día. Ella lo miró
con sorpresa y casi lanza un comentario sarcástico, pero se tragó sus palabras
y contra su naturaleza, sonrió y aceptó.
La mejor fotografía no apareció en
la exposición. Octavia pidió al grupo de viejos que posaran en las mismas
posiciones cada vez que se juntaran, era un total de ocho viejos que se
sentaban en una banca, con Ignacio y Carola al centro, todos sonriendo y
diciendo como chiste que a la siguiente oportunidad de seguro iba a haber uno o
dos menos. Carola se hacía acompañar ahora por el Chamullo a todos lados, esas
eran las ventajas de ser un perro chico y saltarín. El Cholo se subía a la
camioneta solo cuando la reunión se hacía bajo el nogal de Carola ¿cómo sabía
que ese sería el lugar del encuentro cada vez? no hay respuesta para aquello-
Nunca se habló de romance ni nada
parecido, todos, incluidos Ignacio y Carola, parecían entender que entre ellos
había un vínculo más profundo y extraño que el de una pareja. Tanto así que al
menos cuando se hacían las reuniones bajo el nogal de Carola, el Chamullo y el
Cholo actuaban como compinches que conocían la historia con todos sus detalles.
Octavia retomó su vocación primaria
y si bien ser fotógrafa no le quitaba la etiqueta de inútil en su familia, esta
vez confiaba en que había más mundos que develar. Se quedó con el tío Ignacio y
ambos se cuidaban de sus fantasmas, dinosaurios y orangutanes imaginarios. Resabios
imperecederos de quienes fueron cortados verdes.
[1] The Beatles, Here there and everywhere
https://youtu.be/6VcfBh3hWO4?si=PJmMOHB3QaGSsZpS
[2]
Proyecto Gotan, Mi confesión https://youtu.be/J-NyOvOlovA?si=rh57J_Xz_MqCiC3_
No hay comentarios:
Publicar un comentario