No
maté al grillo, lo devolví al jardín. Primero lo lancé lejos con el impulso de
los dedos. Luego me lo encontré cerca del pasillo, lo puse en una pala y lo
tiré al pasto de donde no debió salir. Estaba paseando por mis sábanas. Qué
perdido, pobre, tan desorientado. Era un grillo pequeño, incapaz de emitir su sonido
de apareamiento que hacen que las noches calurosas de por aquí sean ruidosas.
Habrá
salido a explorar, o una brisa lo levantó de alguna hoja y fue a dar donde no
tenía intención de llegar. Si me hubiera encontrado de otro humor, o no hubiera
soñado con pupas a punto de abrirse, no para la salida de una mariposa si no
para una especie de araña, a lo mejor lo hubiera aplastado sin piedad. Tuvo
suerte, me dio pena y lo devolví a su lugar de pertenencia. Tal vez tenía un
plan, ser diferente de otros grillos, aventurarse. Quizás quería encontrarme
dormida y entrar en mi garganta, explorar qué hay por dentro. Se hubiera
ahogado rápido, junto con ahogarme a mí. Mal plan.
O
se imaginó que mi cama era una montaña y quiso ver desde lo alto. Mirar hacia
atrás y sentirse orgulloso de su recorrido, decidir si continuaba explorando o
se devolvía a contarle a los suyos las peripecias que pasó y animarlos a
explorar, tal como había hecho él. No es el primer grillo que veo adentro, he
visto unos de tamaño superlativo, negros, gritones, saltarines, pero nunca en
mi cama. He visto alacranes aquí adentro también, esos me caen bien, parecen
peligrosos, pero son tan lentos y a la primera amenaza intentan auto agredirse.
Son unos masoquistas después de todo. También los devuelvo al jardín.
Son
un poco extraños los bichos y animales pequeños. Una vez una tortuga anduvo más
de once días perdida adentro de la casa. Sí, se me arrancan las tortugas, qué
duda cabe. Era chica, se salió de su caja y luego fue imposible encontrarla.
Cuando ya la dábamos por muerta, apareció, quien sabe cómo, en un escalón de la
escalera que va al segundo piso. Solitaria ella, no tuvo a quien decirle de qué
se alimentó todo ese tiempo, qué hizo, dónde estuvo. Ahora tiene una vida
feliz, supongo, cómo voy a saber ¡es una tortuga! Creció mucho, el acuario, sí,
lo más raro es que era una tortuga acuática, le quedó chico. Una vez en un
restaurant chino de Enrique Olivares, pregunté si recibirían una tortuga para
su ya sobrepoblada pileta decorativa, el dueño se encogió de hombros y me dijo
que sí, que la pileta ya parecía casa de acogida de tortugas que llevaban los
clientes. Es verdad, la última vez que fui conté unas treinta y ocho. Sí,
porque así es una, obsesiva, detallista con información que no sirve para nada.
Recordé
otra vez en que mi hermano llevó un pirigüín a la casa en una bolsa. Por más
que todos insistimos en que lo botara, lo llevara a la acequia de donde lo
había sacado, años después supimos que, una vez más, hizo lo que quiso. En los
afanes de ordenar el jardín, mi abuela sacó unas maderas que estaban apiladas
en un rincón. De improviso gritó, corrimos a ver y dijo que había visto una
rana enorme.
-
¡El pirigüin!
Se
acusó solo mi hermano. Pasó horas buscando la rana. Mi abuela decía que daban
mala suerte, ni me molesté en preguntar por qué. La respuesta siempre es la
misma -Así dicen - . La encontró, no sé cómo lo hizo para meterla en una bolsa.
Era grande. Acostumbrados a las exageraciones de la abuela, esperábamos
encontrar una cosa chica, de tres centímetros a lo más, pero no, a lo mejor
ahora exagero yo, pero lo que recuerdo era una rana horrible de unos diez o
más. Esa vez pensé en los monstruos que pueden vivir cerca sin que uno lo sepa.
Rastreables como una rana o invisibles como tantos otros.
Y
como un pensamiento lleva al siguiente, apareció entonces la imagen de una
perrita cachorra, que, de nuevo, mi hermano, sin autorización, llevó a la casa.
Todos pusimos el grito en el cielo, nadie quería más perros después de que el
último salió corriendo y lo atropellaron. La tristeza fue horrible y tal como
en las penas de amor, uno cree que puede proponerse no enamorarse más, nunca
más, jamás de los jamases, en esta puta vida. Como era de suponer, vimos esa
cachorra blanco y negro que parecía una madeja de lana y no hizo falta nada
más. Se quedó con nosotros. La llamamos Pochita, creo que fui yo quien sugirió
ese nombre.
Para
el terremoto del 85, la Pochita se perdió. No podíamos encontrarla. La buscábamos
con esa sensación doble de no querer verla si estaba aplastada por ahí, debajo
de las cosas que se cayeron y el deseo de encontrarla viva y literalmente
coleando. Primero fui a buscar a mi hermano que estaba en casa de un amigo.
Corrí por entre la polvareda que había en la calle, varios muros de adobe
estaban en el suelo, así como también nuestra pandereta de cemento que nos dejó
cara a cara con el vecino de atrás. Fue tanta su amabilidad, que estando frente
a frente, nos dice – se les cayó el muro -. Estuve a punto de decirle – no me
diga -, pero me retuve. Fui a buscar a mi hermano, gritaba su nombre y no
salía. Di varias vueltas por el frontis de donde había ido, grité más fuerte,
todo lo que me daba la garganta, ya apretada con tanto polvo suspendido en el
aire. No me di el espacio para pensar en nada. Mi hermano al fin salió, nos
fuimos a la casa. Él comenzó a buscar a la Pochita. Pasaron horas, comenzaron
las réplicas y, como quien sabe por qué, no tengo miedo a los temblores, yo era
la encargada de poner las cosas a resguardo de posibles caídas. – Acuérdate de
las velas, trae la linterna, afirma el espejo grande, aprovecha de traer un
chal para la abuela y ¡apúrate!
Ya
no sé si fue el mismo día o al siguiente que la Pochita apareció tiritando debajo
de unas cosas arrumbadas en la pieza del lavado. Qué alivio más inmenso. Si
quedaban dudas de nuestro apego con ella, después de ese día, se disiparon por
completo.
Entonces
el grillo estará entre las hojas, el bambú de los vecinos, o debajo del espino,
creciendo, volviéndose más oscuro. Seguro no sabe de dónde salió la nave roja,
la pala de la basura, que lo trasportó de una superficie blanca de vuelta a la
oscuridad del suelo del jardín. A lo mejor se sintió grande y poderoso por unos
instantes y ahora de nuevo, pequeño e insignificante en la humedad de la tierra
y las hojas. Volverá a sentirse importante cuando sus patas logren hacer el
ruido del apareamiento.
Todo
el día estuve acordándome del grillo y su destino.
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