sábado, 28 de mayo de 2022

Sino

 


No maté al grillo, lo devolví al jardín. Primero lo lancé lejos con el impulso de los dedos. Luego me lo encontré cerca del pasillo, lo puse en una pala y lo tiré al pasto de donde no debió salir. Estaba paseando por mis sábanas. Qué perdido, pobre, tan desorientado. Era un grillo pequeño, incapaz de emitir su sonido de apareamiento que hacen que las noches calurosas de por aquí sean ruidosas.

Habrá salido a explorar, o una brisa lo levantó de alguna hoja y fue a dar donde no tenía intención de llegar. Si me hubiera encontrado de otro humor, o no hubiera soñado con pupas a punto de abrirse, no para la salida de una mariposa si no para una especie de araña, a lo mejor lo hubiera aplastado sin piedad. Tuvo suerte, me dio pena y lo devolví a su lugar de pertenencia. Tal vez tenía un plan, ser diferente de otros grillos, aventurarse. Quizás quería encontrarme dormida y entrar en mi garganta, explorar qué hay por dentro. Se hubiera ahogado rápido, junto con ahogarme a mí. Mal plan.

O se imaginó que mi cama era una montaña y quiso ver desde lo alto. Mirar hacia atrás y sentirse orgulloso de su recorrido, decidir si continuaba explorando o se devolvía a contarle a los suyos las peripecias que pasó y animarlos a explorar, tal como había hecho él. No es el primer grillo que veo adentro, he visto unos de tamaño superlativo, negros, gritones, saltarines, pero nunca en mi cama. He visto alacranes aquí adentro también, esos me caen bien, parecen peligrosos, pero son tan lentos y a la primera amenaza intentan auto agredirse. Son unos masoquistas después de todo. También los devuelvo al jardín.

Son un poco extraños los bichos y animales pequeños. Una vez una tortuga anduvo más de once días perdida adentro de la casa. Sí, se me arrancan las tortugas, qué duda cabe. Era chica, se salió de su caja y luego fue imposible encontrarla. Cuando ya la dábamos por muerta, apareció, quien sabe cómo, en un escalón de la escalera que va al segundo piso. Solitaria ella, no tuvo a quien decirle de qué se alimentó todo ese tiempo, qué hizo, dónde estuvo. Ahora tiene una vida feliz, supongo, cómo voy a saber ¡es una tortuga! Creció mucho, el acuario, sí, lo más raro es que era una tortuga acuática, le quedó chico. Una vez en un restaurant chino de Enrique Olivares, pregunté si recibirían una tortuga para su ya sobrepoblada pileta decorativa, el dueño se encogió de hombros y me dijo que sí, que la pileta ya parecía casa de acogida de tortugas que llevaban los clientes. Es verdad, la última vez que fui conté unas treinta y ocho. Sí, porque así es una, obsesiva, detallista con información que no sirve para nada.

Recordé otra vez en que mi hermano llevó un pirigüín a la casa en una bolsa. Por más que todos insistimos en que lo botara, lo llevara a la acequia de donde lo había sacado, años después supimos que, una vez más, hizo lo que quiso. En los afanes de ordenar el jardín, mi abuela sacó unas maderas que estaban apiladas en un rincón. De improviso gritó, corrimos a ver y dijo que había visto una rana enorme.

- ¡El pirigüin!

Se acusó solo mi hermano. Pasó horas buscando la rana. Mi abuela decía que daban mala suerte, ni me molesté en preguntar por qué. La respuesta siempre es la misma -Así dicen - . La encontró, no sé cómo lo hizo para meterla en una bolsa. Era grande. Acostumbrados a las exageraciones de la abuela, esperábamos encontrar una cosa chica, de tres centímetros a lo más, pero no, a lo mejor ahora exagero yo, pero lo que recuerdo era una rana horrible de unos diez o más. Esa vez pensé en los monstruos que pueden vivir cerca sin que uno lo sepa. Rastreables como una rana o invisibles como tantos otros.

Y como un pensamiento lleva al siguiente, apareció entonces la imagen de una perrita cachorra, que, de nuevo, mi hermano, sin autorización, llevó a la casa. Todos pusimos el grito en el cielo, nadie quería más perros después de que el último salió corriendo y lo atropellaron. La tristeza fue horrible y tal como en las penas de amor, uno cree que puede proponerse no enamorarse más, nunca más, jamás de los jamases, en esta puta vida. Como era de suponer, vimos esa cachorra blanco y negro que parecía una madeja de lana y no hizo falta nada más. Se quedó con nosotros. La llamamos Pochita, creo que fui yo quien sugirió ese nombre.

Para el terremoto del 85, la Pochita se perdió. No podíamos encontrarla. La buscábamos con esa sensación doble de no querer verla si estaba aplastada por ahí, debajo de las cosas que se cayeron y el deseo de encontrarla viva y literalmente coleando. Primero fui a buscar a mi hermano que estaba en casa de un amigo. Corrí por entre la polvareda que había en la calle, varios muros de adobe estaban en el suelo, así como también nuestra pandereta de cemento que nos dejó cara a cara con el vecino de atrás. Fue tanta su amabilidad, que estando frente a frente, nos dice – se les cayó el muro -. Estuve a punto de decirle – no me diga -, pero me retuve. Fui a buscar a mi hermano, gritaba su nombre y no salía. Di varias vueltas por el frontis de donde había ido, grité más fuerte, todo lo que me daba la garganta, ya apretada con tanto polvo suspendido en el aire. No me di el espacio para pensar en nada. Mi hermano al fin salió, nos fuimos a la casa. Él comenzó a buscar a la Pochita. Pasaron horas, comenzaron las réplicas y, como quien sabe por qué, no tengo miedo a los temblores, yo era la encargada de poner las cosas a resguardo de posibles caídas. – Acuérdate de las velas, trae la linterna, afirma el espejo grande, aprovecha de traer un chal para la abuela y ¡apúrate!

Ya no sé si fue el mismo día o al siguiente que la Pochita apareció tiritando debajo de unas cosas arrumbadas en la pieza del lavado. Qué alivio más inmenso. Si quedaban dudas de nuestro apego con ella, después de ese día, se disiparon por completo.

Entonces el grillo estará entre las hojas, el bambú de los vecinos, o debajo del espino, creciendo, volviéndose más oscuro. Seguro no sabe de dónde salió la nave roja, la pala de la basura, que lo trasportó de una superficie blanca de vuelta a la oscuridad del suelo del jardín. A lo mejor se sintió grande y poderoso por unos instantes y ahora de nuevo, pequeño e insignificante en la humedad de la tierra y las hojas. Volverá a sentirse importante cuando sus patas logren hacer el ruido del apareamiento.

Todo el día estuve acordándome del grillo y su destino.


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