domingo, 26 de enero de 2025

La cortaron verde

 


Luego del portazo producido por el viento de ese verano, se quedó a cargo del cuidado de la chacra. Era pequeña, pero para quien solo sabía de jardines de ciudad, parecía un gran fundo. Desde dentro de la casa, por lo general fresca y un tanto lúgubre, ahora podía observar con detalle lo mucho que debería trabajar en reparar años de descuido. En la medida que la mañana avanzaba, más tareas por hacer se agregaban al listado mental. Alguna vez tendría que detenerse a pensar y organizar en serio cada día para no olvidar tareas esenciales y evitar distraerse en detalles estéticos que servían para su antiguo oficio de fotógrafa, pero que ahora eran, además de inútiles, un verdadero obstáculo mental para hacer lo que había que hacer.

Las flores secas colgadas de alambres o cáñamo, solo se llenaban de polvo y telas de araña con lo que ponía en riesgo las escasas horas de sueño que lograba conseguir en ese entorno en apariencia ideal para fotos y post cursis tan populares entre las amigas de su madre, las únicas que no distinguían entre una buena fotografía profesional y otra hecha por artificios de la IA.

No podía seguir perdiendo el tiempo en crear composiciones y encuadres que le parecían bellos, debía familiarizarse con lo que debía hacer, dedicarse a la fábrica de cerveza artesanal de su tío, ahora hospitalizado en Chillán, cosechar lo que se pudiera de la chacra, vender a los vecinos y salvar semillas para la siguiente temporada. El octogenario tío, antes tan sano como flaco, había sucumbido a los efectos del cigarro y la mala alimentación de un hombre solo. Decía que no iba a perder el tiempo en cocinar más que pan amasado y lo rellenaría con tomates, queso y a veces un poco de carne que con frecuencia olvidaba descongelar. El viejo no sabía si los dolores de pecho habían sido infartos o no, pero el último le dio con su sobrina al lado y ella lo llevó aterrorizada a la urgencia más cercana. Estaba de paso, solo como visita, casi por curiosidad acerca de cómo era la vida de un hombre viejo y solitario desde que había enviudado en un lugar que había sido escenario de juegos infantiles con sus dos primos que ahora vivían en Australia.

El pronóstico del tío no era bueno, si sobrevivía debía tener una vida más descansada y es probable que su compañero, además del perro Cholo, fuera un tubo de oxígeno. Entonces, luego de hablar con quienes podían compartir la tarea del cuidado del tío y de la chacra, no apareció nadie más. Total, su trabajo en Santiago no era muy rentable, apenas le daba para colaborar con el arriendo y algo para las cuentas de la casa de su madre y el tío, cuando se empezó a recuperar, casi le rogó que se quedara para que sacara más cerveza y la vendiera a mejor precio porque él era malo para los negocios. Regalaba casi toda la producción y vivía de la pensión y las ventas de hortalizas – con eso me doy vueltas.

Se llenó de imágenes fantasiosas acerca del éxito de la cerveza artesanal del tío, de cómo haría crecer la producción de buenos tomates, con sabor a tomate, como aquellos a los que se refería su mamá, los que no duraban mucho, pero que estaban llenos de jugo y pepas y chorreaban por el pan amasado con queso. Además, se imaginó que esta situación azarosa debía vivirla y no dejarla pasar por miedo a la incertidumbre, aunque también pensaba que no tenía nada mejor que hacer. Y que, por último, era una forma de ir contra el sistema, de oponerse a la esclavitud de consumo, al modelo neoliberal y probar lo que era una vida lenta y respetuosa de la naturaleza, aunque todas estas ideas, le parecía por ahí en una esquina de su mente, eran otra forma de capitalismo y de modas que intentan que nadie se escape del influjo del dinero, la imagen y la auto explotación.

Esos paisajes la llenaban de nostalgia, se veía corriendo entre las matas de choclos, de los viejos, esos que quedaban de alimento para las gallinas y agachándose de los escobazos de los tíos que blandían sus armas al tiempo que gritaban − ¡salgan de ahí cabros de mierda!, ¡ni los chanchos hacen tanto daño como ustedes! −. Nunca les llegó un escobazo, a los más un tirón de pelo en la cola de caballo y a sus primos unos empujones que parecían más un juego que otra cosa. También estaban las idas al estero, que en ese entonces le parecía un gran río y ahora apenas algo más que una acequia. Los paseos al estero eran los días de las más grandes aventuras: quién se atrevía a cruzarlo, quien ganaba en las carreras de naves construidas con hojas y ramas, quien lloraba menos por el dolor de los pies al meterse al agua y pisar las piedras del fondo. A quién le daban el durazno más rico por comerse el almuerzo sin reclamar.

Ahora estaba todo más solitario y si bien las distancias y los espacios eran mucho más pequeños de cómo se sentían cuando era una niña, ahora volvían a hacerse inmensos al desmalezar, preparar la tierra, reparar cercas. El tiempo, los días, antes eternos ahora se hacían breves como un suspiro y siempre quedaban cosas pendientes. Cada día se decía que debía levantarse más temprano y lo hacía, pero las horas se encogían y la lista de tareas crecía. Ahora entendía el desorden del tío y la falta de arreglos básicos en la casa. Antes ahora, rápido lento, gigantes y pequeños, sensaciones y prueba de las medidas construidas en la propia experiencia.

Al principio le preocupaban sus manos, antes suaves y cuidadas, ahora más oscuras y poblándose poco a poco de callosidades, con las uñas cortas y disparejas. Cada vez con más frecuencia se olvidaba de los guantes y ponerse crema era demasiada pérdida de tiempo. Algún día dominaría la chacra y podría representar la escena bucólica de una mujer con una cesta cosechando frutos o flores, con el pelo suelto y un vestido vaporoso y delicado. Por el momento parecía un mamarracho desgreñado y con el ceño fruncido. Menos mal que el tío tardaría una semana más en volver, ahí se agregarían otras tareas, como cocinar algo más que ensaladas, queso y tarros de atún, costumbre santiaguina que no lograba erradicar.

En algún momento su madre le advirtió que no podría dormir, que los ruidos nocturnos, de seguro serían ratones y que su fobia la haría volver más que rápido a la casa. Haber fracasado en su intento de convivencia y las deudas contraídas por el emprendimiento de fotografías la había hecho volver a la casa de los padres. No quería recordar ese período, se quedó pensando en los ratones, en el ratón Mickey, en Ratatouille, en las pesadillas por el cuadro de ratones bailando en el ballet de Cascanueces, podía verse aun llorando porque había miles de ratones bailando bajo su cama y no podía salir de ahí. La fobia se fue desarrollando de a poco, tampoco podía olvidar la hilera de ratones subiendo a un árbol de la clínica en donde fue atendida por un aborto espontáneo. Y ahora, por el azar, se encontraba en el campo, con toda seguridad estarían por ahí esos animales asquerosos, los mismos que liberaron al protagonista de La Plegaria de las Bestias de Nicasio Tangol, en una imagen difícil de soportar en la mente ¿sería al protagonista? ¿o era un truco de los personajes rebeldes? Imposible recordar.

Algún día los vería y tendría que aguantarse las ganas de salir corriendo o de pedir ayuda a los gritos. Nadie vendría, no por el individualismo moderno o por el ensimismamiento de las personas en sus celulares, sino porque no había nadie que la escuchara − literal− hubiera agregado su ex.

El silencio del campo a veces podía ser angustiante, lo rellenaba con música, con audiolibros y podcast, ahora dedicados al cultivo y cuestiones prácticas de la vida diaria. Las salidas de la casa se reducían a ir a visitar al tío y a saber cuándo volvería, a recibir sus instrucciones y a la vuelta comprar las cosas de almacén necesarias para el día a día. Cuando el tío volviera lo convencería de inscribirse en la tienda de Los Guatones para el despacho a domicilio. Así no tendría que salir, arriesgarse a quedarse en pana o, lo que es peor, conocer a alguien y equivocarse de nuevo. Entre tantos dichos de campo el que más le venía a su vida de cuarenta años era ´a usted la cortaron verde´.

Vinieron algunas vecinas a preguntar por su tío − tan buena persona él− era el comentario más frecuente que escuchaba, el siguiente era – tan malo para cuidarse eso sí −. Había una de las señoras, Carola, que además de preguntar por él traía cosas de su huerta: plantas de hierbas brotando en bolsitas plásticas negras, frascos de mermelada sellados y las últimas veces piezas de queso enteras que se veía eran compradas. No decía mucho, pero su expresión despertaba cierta curiosidad extra en Octavia. Tal vez solo por el esfuerzo de Carola de no mostrar nada, de reprimir cualquier gesto. Al ojo inexperto, no entrenado para la fotografía, podía parecer el rostro de alguien distante y complicada, pero Octavia notaba otra cosa cuyo nombre ignoraba.

−Oiga tío, fue la señora Carola a verlo a la casa, siempre que va lleva cosas de regalo. Tiene cara de enojona eso sí, es rara ella.

El tío levantó apenas las cejas y luego dio vuelta la cara hacia la ventana sin decir nada. Octavia entendió que no quería hablar de ella, pero por las dudas insistió – llevó plantitas para una huerta medicinal, dulce para el pan, de mora y damasco y unos quesos de esos que a usted le gustan – le quise pagar, pero no aceptó. – Ustedes los capitalinos a todo le ponen precio – fue el único comentario. Siguió luego un incómodo silencio interrumpido por una respiración que sonó a suspiro contenido. − ¿está bien tío?, no se ponga mal, mire que la enfermera me dijo que pasado mañana lo largan si sigue estable. Lo vengo a buscar tempranito y nos vamos a su casa.

−Estoy bien, estoy bien. Déjame tranquilo no más.

Al principio no sabía cómo se enteraban las señoras de sus idas al hospital, luego que ya estaba familiarizada con las caras de las salas de espera comprendió que la inmediatez de las comunicaciones era un fenómeno omnipresente. Here there and everywhere[1], decían los eternos The Beatles. Don Ignacio era el foco de preocupación de un grupo de personas que parecían apreciarlo mucho y de distintas formas. No estaba tan solo el caballero después de todo. La noticia de que estaría en su casa al día subsiguiente hizo que un grupo de personas se ofreciera para preparar la casa, cocinarle y ayudarla a atender a su tío.

El tío Ignacio era todo un misterio, quizás les había contado que ella era la sobrina más especial de la familia, especial era una forma suave de decir extraña, una persona detenida en el tiempo, una mujer – niña, o viceversa – alguien a quien cortaron verde. La muerte se había convertido en tema de conversación desde que la última de la generación previa, su madre, había cumplido los sesentaicinco años. La mayoría de la parentela pensaba que con Octavia se perdía la última oportunidad de ver niños de nuevo en la familia. Cuando se lo reprochaban ya no respondía, solo alzaba los hombros y si podía, salía del lugar. Argumentar con personas mayores, al menos los de su familia, era inútil, tenía que enfrentar los prejuicios acerca del hedonismo, la incapacidad de cuidar, los miedos frente al futuro, la flojera y tanto más que era estéril tratar de explicar su punto. Tampoco sabían que lo había intentado y no había podido. Le dolía recordar eso y no iba a exponerse.

Suponía que el grupo de amigos del tío Ignacio, debían tenerla por una inútil y venían a asegurarse de que la sobrina no tuviera un desorden insoportable para el bueno de Ignacio. De algún modo, ese grupo la trataba de manera similar a su familia, la infantilizaban. La desconfianza en sus capacidades, incluso las más básicas, la hacían sentir que debía haber algo que la hacía parecer necesitada de ayuda.

En el grupo de supervisión comunitaria no estaba Carola. Ahora que lo pensaba, siempre andaba sola y parecía ajena a los demás. Los supervisores se encontraron con que la habitación de Ignacio tenía cortinas nuevas, estaba mejor iluminada y sus cosas al fin parecían caber en ese espacio. La entrada a la casa estaba despejada y la cubierta metálica de la cocina había aparecido de debajo de una capa negra de grasa.

−¡Ha trabajado mucho aquí Tavita!− Así le decían sus familiares, y por lo visto también el grupo de amigos-supervisores del tío Ignacio. Los más impertinentes hasta habían revisado la producción de cerveza, las cercas y las matas de tomates. Deslizaron algunas fallas en las guías de las plantas, en las uniones de las cercas y abrieron, sin su permiso, unas botellas de cerveza que tenía helando para dárselas a probar a su tío cuando regresara y se sintiera de buen ánimo.

Se armó de valor, porque si en algo era menos que inmadura era en su forma de comunicarse o si se pensaba al revés, tenía una enorme capacidad de no decir lo importante, casi en cualquier circunstancia, pero esta vez no era por ella y eso lo hacía más fácil. – mire don Carlos, mi tío les regalaba cervezas a todos y por eso no ganaba un peso con su trabajo, pero me encargó con mucha insistencia que yo me hiciera cargo de su negocio así es que esta única vez no le voy a cobrar, pero que quede claro que la siguiente será con pago – don Carlos, y de paso los otros cuatro comisionados se rieron.

−¡Llevo años diciéndoselo al viejo! Ya oyeron a la Tavita, se acabaron las cervezas gratis en este boliche – dijo la Señora Blanca. Estaba bueno ya que con la excusa de venir a ver al viejo Ignacio se tomaran todo lo que produce. − ¡Muy bien mijita! Y de paso, ¿no debiéramos decirle Octavia en vez de Tavita?

−Me da igual Blanquita, díganme como quieran. Mi nombre es algo pretencioso ¿no le parece?

−No creo, más bien me parece que de usted se esperan grandes cosas.

A eso mismo se refería Octavia, al peso de las expectativas, pero solo sonrió. Ya eran casi las seis de la tarde y los invitó a tomar un té de hojas y abrió uno de los frascos de mermelada de Carola para untar el pan amasado que habían traído los visitantes.

La conversación fluyó más fácil de lo pensado, se turnaron para reconocer el esfuerzo de Octavia en el mejoramiento de la casa y la chacra y hasta del sabor de la cerveza. – y ¿de dónde sacó esta mermelada tan rica? ¡No me diga que la hizo usted también! − Octavia iba a responder, pero Carlos la interrumpió con una oportunidad que no era casual para cambiar el tema. La anfitriona se dio cuenta y confirmó que Carola era alguien con cierta relevancia en la vida de su tío.

−Acompáñeme que le quiero enseñar un asunto de los tomates Tavita, antes de que se haga más tarde, no nos demoramos nada. La tomó de un brazo, sin dejarle opción.

−Mire, no haga tal de comentar quien le trajo las mermeladas, es un asunto un poco difícil de hablar en este pueblo chico. Usted sabe, si hay algo que el vacío propio y el exceso de ocio fomentan es el afán de meterse en la vida ajena.

−Mi tío no quiso comentar nada tampoco.

−Todo a su debido tiempo, Ignacio ya le dirá, tiene que confiar en que usted no lo va a juzgar primero.

−Debe ser asunto de amores entonces.

−Por supuesto, ni los secretos de sinvergüenzuras sacan tantas chispas y generan tanta envidia como los asuntos de amores. Es vivaracha usted ¡Ignacio no tiene idea de la sobrina que tiene!

Le cayó bien ese Carlos. Se acercaron a los tomates y luego volvieron con un par como prueba a seguir con la hora del té.

−Apuesto que le fuiste a decir que tenía que plantar unas flores entre los tomates para evitar las plagas. Esa cuestión salió hasta en el Facebook ¿cierto mijita?

−¡Ah! Yo no tenía idea, me pareció un buen dato

Solo le quedaba una noche solitaria en esa casa, había evitado pensar en animalejos, arañas y cucarachas de tan cansada. De seguro esta noche dormiría bien también pensando en los misterios de ese pueblo chico y las sorpresas del tío Ignacio. Además, no podía evitar sentir cierta satisfacción por el reconocimiento a su trabajo de parte del grupo de amigos supervisores. Después de todo, no era tan inútil como la grasa de caballo, uno de los insultos que había escuchado con mayor frecuencia en los tiempos de veraneo en ese mismo lugar.

II

La víspera comenzó de nuevo el insomnio, el buen ánimo y la sensación de haber hecho algo bien duró poco. No se sentía capaz de cuidar a un viejo delicado de salud. Ni siquiera lo conocía mucho, lo que había escuchado de él eran las versiones de sus hermanos, uno de ellos su madre, que solía ver las cosas del modo – eso está bien, eso está mal− sin más categorías intermedias. El éxito se medía en cuánta plata se tenía, si alguien había cumplido con el checklist asignado por género, educación, lugar de nacimiento y expectativas familiares y si era gordo o flaco. El resto eran puros cuentos según ella. Por supuesto Octavia estaba consciente de sus propios sesgos con la madre, la injusticia que cometía al definirla, pero ¿no es acaso propio de los hijos ser implacables con los padres?

Se daba vueltas y vueltas en la cama y esta noche le parecía oír ratones, murciélagos, cocodrilos y dinosaurios merodeando por ahí, destruyendo las cercas, comiéndose los tomates y aglomerándose en la puerta para que cuando ella se animara a salir, ellos se abalanzaran sobre ella. Esa era otra de las razones por las que le decían que era caída de la mata, tenía una imaginación absurda, llena de errores lógicos e históricos con los que lograba asustarse sola. Se llenaba de miedo y no podía dormir. Faltaban pocas horas para ir a buscar al tío al hospital, debía salir a las seis y media para llegar a las ocho y hablar, si tenía suerte, con el médico y recibir las indicaciones. Además de los ruidos, comenzó a pensar en la camioneta vieja, hasta ahora no había fallado, pero y ¿si justo cuando más la necesitaba empezaba a cacharrear y no partía? ¿y si la asaltaban en el camino? O peor ¿si la asaltaban con el tío a la vuelta? Al menos esos temores eran confesables, los de los dinosaurios y cocodrilos no. Esos eran algo que no se contaba a nadie. Solo que cuando se dio cuenta de que hay cosas que es mejor guardar para sí misma ya era demasiado tarde, tendría la mitad de los años que tenía ahora cuando ya había hablado demás. Los perros ladraban en el campo también, en especial en las noches de insomnio, quizás quisieran dormir también y no podían y entonces empezaban a quejarse en grupo, a los gritos. O en efecto veían cocodrilos y orangutanes bajando de los nogales. Ese tipo de cosas ya no las decía.

Llegó puntual y sin contratiempos al hospital como era previsible. Desde que vivía en la chacra todo se sucedía con una pasmosa normalidad y le estaba gustando.

El tío Ignacio salió con una bolsa de remedios más grande que el bolso con su ropa y el sombrero de rigor, estaba flaco como perro abandonado antes del rescate, parecía que los dientes y los ojos le quedaban grandes. Al menos no salió conectado al tubo de oxígeno y no lo necesitaría si se cuidaba lo suficiente. La enfermera encargada de dar las indicaciones, al médico Octavia nunca lo vio, le pegó en los cachos al tío – oiga don Ignacio, si se va a hacer el chorito, que sea hasta el final, ya sabe, un pucho más y ni el poco poto que le queda se va a poder, va a tener que pedir silla de ruedas y no se va a despegar de la mascarilla, no sé usted, pero a mí no me gustaría que me vieran todo cagado – eso último se lo dijo al oído, pero se escuchó clarito en la sala. – mire, no pierda la dignidad, si se cuida, puede aguantar más, subir algo de peso y hasta seguir con su famosa cerveza. Si se quiere morir, ya sabe cómo se hace −. Cerró el ojo a la sobrina y anotó en un cuaderno que Octavia había llevado según las instrucciones del alta, la rutina de cuidado diario.

Ignacio se limitaba a refunfuñar y a decir que estaba apurado por ir a su casa. Cuando se despidió de la enfermera, Octavia podía jurar que al viejo se le llenaron de lágrimas los ojos y ni gracias pudo decir porque se le iba a notar la emoción. Y eso, en su idea de orgullo, era caer muy bajo. Un tipo joven lo ayudó a subirse a la camioneta y recién entonces Octavia pensó en que necesitaría ayuda para bajarlo – ¡tan poco albertía! – le hubiera dicho la abuela. Entonces recordó la canción de Violeta Parra[i], para llamarse Alberto hay que ser bien albertío y se puso a cantarla. El tío se rio y empezó a carraspear tanto que Octavia pensó en devolverse al hospital. Estacionó la camioneta, el tío se calmó y le dijo – llame al Carlos mijita, dígale que le ayude, me debe muchas cervezas ese tal por cual − Ya le avisé por WhatsApp, si no me faltan tantos palos pal puente, junto con cantar me puse a escribirle y dijo que nos esperará en la puerta de la casa. Ignacio respiró más tranquilo y le indicó a su ayudante que siguiera su camino-

Mientras miraba el paisaje en el recorrido del hospital a la casa, Ignacio apreciaba cada detalle, en algunos momentos pensó que no vería más el negocio de Los Guatones, o la bomba de bencina de los Paredes, y el basurero de los Cárdenas, siempre rodeado de perros que desgarraban las bolsas porque nunca reparaban la tapa. Gente floja. Sonrió cuando se vio diciendo lo mismo de siempre. − La cercanía de la muerte no cambia a todos, hay algo que sigue ahí, inmodificable.

Octavia hablaba sola intentando llenar el silencio con las novedades de la casa y de la chacra. Ignacio hacía como que prestaba atención, pero solo quería llegar y abrazar al Cholo. El perro lo conocía más que nadie en el planeta, estaba convencido de que el animal tenía acceso a sus pensamientos y deseos más ocultos, luego advertía la estupidez de esa idea y se decía que la soledad podía llevar a un hombre a inventarse mundos y circunstancias sin asidero en la realidad.

El Cholo estaba al lado de la puerta cual centinela, era la posición que asumía cada vez que se quedaba sin humanos en la casa, Octavia le caía bien, le hablaba de las mismas cosas que el tío, de animales que no conocía y personas que se alejaron, tanto la sobrina como el tío describían rarezas hasta para los pensamientos de un perro. Al Cholo le resultaba obvio que fuera Octavia la designada para cuidar a Ignacio.

Cuando bajó Ignacio de la camioneta, con la ayuda de Octavia y del amigo Carlos, ese tal por cual, como siempre le decía el tío, en lugar de lanzarse sobre él como su naturaleza lo conminaba a actuar, se detuvo y vio lo débil que estaba así es que se acercó a olerlo y a dejarse acariciar. Los otros perros, más chicos e inútiles por lo mismo, ladraban y aullaban hechos unos demonios, esperando su turno para la caricia del viejo.

A Ignacio se le aguaron los ojos y Octavia, que se contagiaba rápido de las emociones de los demás, también. Ninguno dijo nada por supuesto, el orgullo, el orgullo pues. Carlos miró la escena e iba a ridiculizarlos, pero terminó conmoviéndose y tampoco dijo nada.

Carola también tenía un perro y como pertenecía también a esa especie rara de quienes no pueden comunicarse con los humanos, era obvio que el Chamullo, un quiltro café con negro, saltarín y de pelaje corto, se había convertido en su confidente. Le puso Chamullo por una canción de Proyecto Gotan[2] que había escuchado en un colectivo en Chillán, No es chamullo, es amor decía el verso que había llamado su atención. Cuando volvió a su casa, se encontró con un perro chico en la puerta, sin collar ni nada, sentado, mirando con esos ojos negros grandes que le recordaron los de Ignacio, un chamullento de libro, así es que luego de que el perro no se moviera de la entrada en todo el día, le dejó un plato plástico con agua y luego un poco de comida y así durante tres días hasta que decidió dejárselo. Chamullo resultó ser simpático y regalón, un perro tan mimado como un gato mal reencarnado. En el bazar de Carola se encontraba casi de todo, de hecho, esa era su frase publicitaria en la radio, pero con exageración ´Si no está Donde Carola, no existe´, cada vez que lo escuchaba se reía porque no faltaba la clienta que buscaba algo muy raro y le enrostraba su lema −No crea en todo lo que escuche pues, en este mundo hay que elegir a quien se cree −, desde que tenía al perro saltarín, agregaba − a veces es puro Chamullo.

Como fuera se las arreglaba para que la clientela se fuera con algo parecido a lo que buscaba. Tenía de hilo de bordar hasta herramientas para casi cualquier desperfecto de la casa, también abarrotes y artículos de escritorio. Con ese bazar había educado a dos hijas que ahora vivían en Santiago y no pensaba dejar de estar a cargo del negocio. Ahora que se acercaba a los setentaicinco años iba mediodía, pero no avisaba a las vendedoras en qué horario iría a visitarlas. Se permitía faltar algunos días, esos días de calor insoportable de Chillán. Esos en que las zapatillas parecían derretirse en el pavimento. En aquellas ocasiones solo podía resistir la vida debajo del nogal del patio, sentada o dormitando a la sombra con Chamullo cerca. En el negocio conoció a Ignacio, andaba buscando unas bujías para su camioneta, habían pasado ya siete años desde ese día y esa carcacha ya era vieja. Lo notó tan complicado y hacía tanto frío ese día que lo acompañó a la vuelta, al taller mecánico de don Guillermo. Ignacio pasó de vuelta para comprar algo dijo esa vez y Carola estaba cerrando el negocio. Era una excusa, quería palabrearla, conocerla un poco, pero era incapaz de decir eso tan simple. Ignacio se hizo asiduo al bazar Donde Carola, en ese tiempo ella iba todos los días y el caballero compraba las más diferentes tonterías, maceteros, arroz, alicates chinos de mala calidad, paté y la mermelada de damascos que Carola hacía y que tenían la etiqueta de producto casero. Un día se le ocurrió preguntarle quién las hacía – depende, si encontró rica la mermelada la hice yo si no, le puedo echar la culpa a cualquier vieja de por aquí− con eso, después de 25 platos de comida para el perro 18 tarros de café, 9 cajas de velas de cumpleaños, 48 hilos de coser de diferentes colores y mil quinientos cincuenta y dos productos ridículos Ignacio la invitó a tomar un tecito en el Turquesa Café.

−Le acepto la invitación, espéreme que cierre y vamos al tiro, pero yo tengo hambre así es que supongo que le alcanza para una pailita de huevo y algún sanguchito.

−¡Claro que me alcanza! ¿me halló cara de atorrante acaso?

−Mejor no le digo nada, capaz que se enoje y se arrepienta de invitarme.

−Apuesto a que lo dice por mi cacharra, la tengo porque tiene valor sentimental.

−Sí, el único valor que debe tener, se reía Carola mientras terminaba de poner los candados y la alarma del negocio.

Comenzaron a verse seguido y rápido corrió el rumor en el campo: Ignacio iba a ver a una señora del pueblo, que ya había olvidado a la finada María y que seguro la señora andaba interesada en la chacra del viejo, porque − ¿qué otro interés iba a tener? A esa edad así son las cosas−, decían todos. − A la Marita na´que la llevaba al Turquesa Café el viejo tacaño.

Carola comenzó a imaginarse cosas, se acordaba de Ignacio más de lo que hubiera creído posible. A su edad pensaba que los años la protegían de los peligrosos sentimientos intensos de la ya lejana juventud, pero no: se enredaba y a veces lo trataba de forma displicente, hacía como que no se acordaba de historias que le había contado Ignacio fingiendo desinterés. Lo propio le ocurría a Ignacio que siempre había sido poco dado a las palabras y no sabía cómo explicarse sus deseos diarios de ir al bazar, hasta él mismo se creía que necesitaba algún artefacto o cualquier excusa que sirviera para ir a Chillán. Y a veces encontraba a Carola distante, brusca, contestando solo con monosílabos, cuando, por lo general era locuaz y divertida, aunque se cuidaba mucho de hablar de sus cosas personales. Ignacio desconcertado, también oscilaba entre la distancia y la cercanía. No sabía qué decir o hacer.

Carola, confundida y asustada por lo que le estaba ocurriendo sentía que tenía dos opciones, hablar y decirle cómo se sentía o seguir así, haciendo como si nada, pagando el costo de ver a un caballero sin un nombre para ese vínculo, pasear por algunas calles de Chillán, ir al café y las menos de las veces, cuando se sentía valiente y hacía como que no le importaban los chismes de la gente, sentarse junto a él bajo el nogal y compartir la sombra y la brisa de la tarde.

Pasaron así tres años completos, haciendo como si nada. Hablando de todo, haciendo como que ignoraban los pelambres de la gente. Ignacio llenándose de cachureos comprados en el bazar y de ideas de cómo abordar una conversación difícil sin poder llevarlas a cabo. Estuvo a punto de hablar bajo el nogal un par de veces, pero entonces se inundaba de miedos y se quedaba callado, llenando el espacio con historias inventadas o con consejos para el cuidado del jardín.

Una de las tardes en que Carola estaba más decidida que nunca a ser ella quien fuera la que dijera lo obvio el nogal la traicionó: justo cuando tomó aire para hablar una nuez le cayó sore la cabeza y las risas fueron inevitables. No pudo recuperar la solemnidad que ella pensaba ese momento merecía por lo riesgoso de la jugada. La risa casi no la dejaba respirar. Ignacio hasta se asustó y pensó en una crisis asmática o algo así. Fue corriendo a buscar agua y al volver se tropezó y cayó todo despaturrado sobre un montón de hojas que Carola no había tenido tiempo de dejar en la compostera. Otro ataque de risa y ya era imposible hablar de nada.

El azar se comporta al puro lote ¿cierto Cholo?

El perro lo miró casi con ternura y si hubiera tenido palabras, le hubiera dicho, − elemental Ignacio – pero en la perritud no existe el lenguaje con esos sonidos. Ignacio continuó con su supuesto monólogo.

−¿Cómo puede ser que nunca sea capaz de decir lo que quiero decir?, ¿cómo puede ser que justo pase algo cuando estoy por agarrar vuelo? Hasta los de la municipalidad parecen estar del lado de la mala fortuna, mira que justo que tenía todo arreglado para que Carola viniera a mi casa y me llamaron porque andaban haciendo un catastro de las familias y no sé qué huarifaifas y no podía salir hasta que vinieran, entre las nueve y las siete de la tarde me dijeron. Llamé a la Carola y me dijo que suponía que algo iba a pasar, que ya no esperaba nada. No sé qué quiso decir con eso. Las mujeres viejas son más raras que las jóvenes. ¿cierto Cholo?

El perro, cansado de esas peroratas, no se molestó en levantar la cabeza, el que sacó la voz fue Carlos.

−Si el Cholo te contestara, diría que eres un brujo y habría salido corriendo despavorido. El rostro del viejo Ignacio cambió de pálido a colorado en menos de un segundo. Se lamentó de haber dejado la puerta abierta para que se colara Carlos sin aviso. Andaba distraído, se olvidaba de cosas y cada vez que tenía esos desencuentros con Carola se volvía más propenso a los accidentes, ya lo había observado. El Cholo también, pero no servía de testigo para sus tonterías de viejo que sin querer se había vuelto supersticioso.

Carlos se las dio de consejero sentimental sin entender tanto enredo, para él las cosas eran fáciles – al pan, pan y al vino, vino no más pues Ignacio ¿para qué le da tanta vuelta al asunto? ¡No me diga que tanto revuelo por su historia con la señora del bazar es por puras conversaciones y paseos! − Se rio con las manos sobre las rodillas exagerando el gesto.

El Cholo se sentía culpable, había fallado como perro, por estar dándoselas de confidente y estar atento a la voz de Ignacio descuidó la puerta y se coló Carlos, viejo bolsero y desubicado. Todo eso, pero normal. No como su humano, escondido tras una máscara de indiferencia y eternas dudas para asumir la vida como venía. Había que tener paciencia con Ignacio, de seguro su forma de ser tiene un nombre, no se puede ser tan raro y ser descrito solo como buen chato. Algo debía tener que explicara ese temor disfrazado de frialdad. El Cholo sabía cosas, muchas cosas y se alegraba de no poder hablar porque a veces necesitaba compartir con alguien la inquietud que le provocaba su humano y los perros chicos solo acotaban tonterías, como que todo pasa por algo, que para qué se hacía problemas por cosas que ya no era propias de su edad y así. Obviedades de perro chico.

Carlos comenzó a visitar con mayor frecuencia a Ignacio en ese tiempo. No hubo más remedio que volverse amigos, aunque Ignacio nunca le confesó la naturaleza de sus sentimientos hacia Carola, Carlos advirtió que la mente del viejo, quince años mayor que él, era un laberinto insalvable, lleno de senderos que llevaban a ninguna parte. Tal vez Carola era de las mismas, solo que, a la vista de la gente, parecía más mundana y normal.

Los tomates y la cerveza del viejo eran los mejores de por ahí y los alrededores, así es que no podía negar que eso y escaparse un rato de su trabajo con los camiones, era un buen recreo. La Blanquita, su señora, lo acompañaba de vez en cuando para cerciorarse de que Ignacio no estaba loco, de que había superado el duelo por Marita y si la fresca del bazar no se había apersonado en la casa.

Blanquita había ido durante ese largo período a comprar tonterías al bazar y ver si podía enterarse de la vida de Carola y solo salía con más suposiciones y preguntas que certezas. Carola era hábil para esquivar preguntas curiosas y más para poner fin a las conversaciones que no le interesaban. Había tomado por costumbre andar con el celular en un bolsillo del delantal que usaba como uniforme en el bazar y fingía la llamada importantísima del contador cuando Blanquita u otra señora comenzaban a hablar más de lo necesario. Así, por no abrir un poco la puerta, la gente empezó a inventar historias. Nada le hubiera costado ser amable y contar un poco: que las hijas estaban bien, que la mayor traía de vez en cuando a la nieta y que la menor al menos había comenzado a pololear y tonterías así que la hubieran dejado como una abuela normal y tranquila y no como una mujer misteriosa que tenía algo que ocultar. Nada como el silencio para alimentar la imaginación. En especial de una viuda que no mencionaba ni por accidente a su marido, − si es que de verdad había estado casada −, hubiera agregado el gato de Blanca y Carlos. Los gatos son así, malpensados, por eso les va bien.

Lo del ofrecimiento de conocer la casa de Ignacio y que no se concretara por el catastro de la municipalidad, que encima no visitaron la casa de Ignacio ese día, fue un punto de inflexión para Carola. Se enojó por dentro, eso quería decir que no era un enojo dirigido a alguien, ni siquiera a Ignacio, tal vez era con la vida o con ella misma por no achuntarle a nada, por andar a destiempo, medio desincronizada con los eventos importantes para ella. Nunca reclamó, siguió atendiendo con amabilidad a Ignacio las veces que iba al bazar, pero se negó sistemáticamente a ir al Turquesa café o a cualquier otro y menos a sentarse bajo el nogal, ese pasó a ser su espacio hasta que años más tarde se sumó Chamullo a esos momentos de tranquilidad o de juegos cuando la visitaban sus nietas, ahora eran dos, e inventaban historias de elfos y hadas que rodeaban al gran árbol y al damasco que seguía dando frutos como enfermo.

Carlos le fue a avisar al bazar que Ignacio estaba enfermo en el hospital y que de seguro le haría bien verla por ahí. Se lo dijo de sopetón mientras fingía mirar la vitrina de cecinas y quesos. Carola hizo como que no escuchó, pero su corazón sintió el golpe y comenzó a latir como cuando lo escuchaba saludarla al llegar al negocio y todas las veces que supuso que el viejo le iba a decir qué era lo que quería con ella, aunque si hubiera sido sincera consigo misma lo tenía muy claro, tanto que el Chamullo podía hasta recitar esos contenidos. – esta humana necesita el certificado de las palabras− había concluido el perro saltarín y ese viejo fue incapaz de hablar. El Chamullo ya lo daba por finado al caballero. La vio sacar los frascos de mermelada y las plantas medicinales que el mismo viejo la había ayudado a propagar en el jardín. Las cuidaba como hueso santo y el Chamullo empezaba a salivar con esa palabra hueso. Cosas de perro.

Como se había quedado con la dirección de la casa de Ignacio, prefirió llevarle esas cosas y le pareció una muy buena idea que su sobrina, una mujer adulta como Octavia, lo acompañara en su convalecencia. No iba a ir al hospital, después de todo ¿acaso le importaría a Ignacio? Ese señor que había llegado al bazar seguro era uno de los del grupo de los pelambres. Y los buenos para los chismes se ponen melodramáticos en momentos críticos. – Se volvió cínica mi humana – exclamó Chamullo en un aullido apenas perceptible. Esas conversaciones acerca del pasado, los malentendidos, las explicaciones extemporáneas ya no tenían espacio ni sentido.

Los resultados pueden distar mucho del objetivo planteado, puede fallar la estrategia, la metodología o las variables del contexto que no fueron consideradas o minimizadas en su influencia. Octavia sabía mucho de planes fallidos y a pesar de que ese grupo de viejos, el tío, sus secuaces y Carola, la consideraran a primera vista una joven inexperta, de seguro porque habían perdido el sentido del tiempo, a sus cuarenta ya tenía varios proyectos fracasados. Esa expresión un tanto infantil de su cara no ayudaba tampoco a los demás a verla como alguien independiente, desde ahí la sorpresa que se llevaron al ver los arreglos de la casa y la chacra. La única que la vio como una mujer hecha y derecha desde el principio fue Carola, aunque hecha y derecha, tampoco correspondía a la visión de sí misma.

Irse a vivir al campo no había sido un plan más bien una reacción a la falta de proyectos; se suponía que iba por un mes y justo se enfermó el tío Ignacio. La estadía se fue alargando. Los primeros días desde el alta del hospital fueron difíciles, la humildad propia de los enfermos se le pasó rapidito al tío y comenzó a mostrar el carácter de siempre: mandón y silencioso. Era una tarea de nunca acabar, desde las cinco de la mañana hasta el anochecer era una seguidilla de órdenes y correcciones. Ahora la humildad estaba del lado de Octavia, que, siendo mayor, debía asumir la postura de una alumna en práctica de las de antes, de las que no podían opinar de nada y mostrarse dispuesta a seguir cualquier indicación.

Octavia tomaba todo como una especie de karma que le tocaba experimentar por haber sido tan errática en la etapa anterior de su vida, los impulsos no tienen alternativa en la chacra, las plantas crecen a su ritmo y la disciplina para aprender a cuidarlas pasó a ser un desafío personal. La alegría que experimentó al ver que su trabajo se entrelazaba con lo que iba a suceder de todas maneras la hizo sentir menos responsable y partícipe de algo mayor y más importante que sus deseos de experimentar porque sí. Comenzó una colección fotográfica de la evolución de las plantas, frutas y del tío Ignacio. Primero como una ayuda para sí misma para documentar qué estrategia era más eficiente y luego por el placer de capturar la belleza de las escenas cotidianas que ahora le tocaba vivir y no solo ser testigo. La resistencia del tío Ignacio a ser fotografiado fue vencida porque no se veía a sí mismo en las imágenes, parecía otro, sus brazos de venas gruesas y piel curtida podían ser de cualquiera y la silueta completa, también le parecía ajena, no era él ese viejo encogido, flaco y con rulos escasos en esa cabeza que alguna vez fue objeto de burlas por lo frondosa de su chasca negra. Él era otro por dentro, no tenía edad ni colores en particular. Ese que aparecía en el espejo el botiquín del baño se parecía a su padre, a esa foto en blanco y negro, de un hombre serio al que casi no conoció y cuya expresión era de la misma severidad de cualquiera que ha tenido que trabajar duro para sobrevivir y cumplir, como fuera, el mandato de ser un hombre fuerte en cualquier circunstancia.

Octavia podía seguir tomando fotos porque su trabajo había sido satisfactorio, el tío Ignacio, jamás lo decía, pero era algo evidente. El Cholo lo sabía de sobra, el perro escuchaba los pensamientos de aprobación de Ignacio − ¡misch! La inútil de la familia era buena pa´ trabajar y pa vender, quién lo iba a decir – el perro apoyaba la cabeza en las piernas de Ignacio cuando el viejo pensaba algo positivo de Octavia y recibía una caricia en su cabeza – sí, si sé que estás de acuerdo.

El Cholo también se convirtió en modelo, al principio corría hacia Octavia cuando estaba con la cámara, seguro pensaba que era algo para comer, luego se acostumbró y posaba sin problemas.

Una tarde de lluvia en el otoño Octavia tuvo tiempo de seleccionar algunas fotos y las fue a imprimir a Chillán un par de días después, cuando estuvieron listas pasó, por el bazar de Carola con la esperanza de poder verlas con tranquilidad. Carola estaba sin clientes en ese momento, por supuesto la reconoció de inmediato y la invitó a un té a la parte de atrás del local y en una mesita pequeña Octavia comenzó a disponer una tras otra las imágenes de su tío en la chacra. Hablaba en voz alta acerca de cuáles le parecían más fieles a lo que quería lograr; ensimismada y sin darse cuenta de la expresión de Carola a medida que se sucedían imágenes de Ignacio, comenzó a hacer dos grupos, las que le gustaban y las que no alcanzaban sus criterios de satisfacción. Cuando terminó su tarea vio a Carola conmovida y no sabía qué hacer o decir porque comunicarse con palabras no era su talento, los genes de la familia eran dominantes, claro está.

Agradeció el té y la posibilidad de revisar sus fotografías y se incorporó para irse.

−Elija una, se la regalo.

−Carola sin poder hablar tampoco, eligió una en donde Ignacio esbozaba una sonrisa y debajo de su sombrero se podían adivinar sus ojos, que hasta ahora solo veía en el Chamullo.

Cuando recuperó la compostura pudo hablar y alabó el trabajo de Carola – usted debería hacer una exposición por aquí, son muy buenas sus fotos. No sé cómo explicarlo, no soy muy versada en nada, pero me muestran una imagen del campo más original, alejada del sacrificio y la pobreza.

−¿En serio? Mire que es justo lo que quería lograr.

Se despidieron no sin que antes Octavia le pidiera tomar una foto de ella en su bazar.

−¡Claro mijita, dele no más!

Tomó unas treinta fotografías sin que Carola se diera cuenta, al irse pasó a dejar el archivo para una nueva impresión.

La observación de Clara fue un impulso para Octavia, se esmeró en una serie de fotografías de la vida cotidiana del campo y las estaciones del año. Para todos lados iba con su cámara. También fotografió a los supervisores, a Carlos y a Blanquita. Los viejos se acostumbraron también al lente fotográfico y ya no posaban, solo vivían, y Octavia les plantaba el clic.

En una de sus visitas a la tienda en donde imprimía sus fotos se enteró de un concurso de fondos municipales para una exposición en el salón cultural. Participó y envió una carpeta digital con algunas fotos.

Contra todos los malos augurios y pesimismo que pueden surgir de la mente de alguien considerada la inútil de la familia, el trabajo de Octavia fue seleccionado y sus fotografías formarían parte de la exposición.

El tío Ignacio había salido del hospital hacía más de un año, Octavia seguía a su lado y no se imaginaba la vida sin ella.

La patota de viejos se presentó en pleno en la exposición y también lo hizo Carola. Tamaña fue su sorpresa al verse retratada en una fotografía de más de un metro de largo y ancho. Aparecía sonriente, un poco despeinada y con sus manos sobre el mesón del bazar. Había ido sola y miraba nerviosa para todos lados temiendo que su retrato provocara algún tipo de burla. Octavia la tomó del brazo y la llevó cerca de Ignacio y su grupo de amigos. El viejo se sobresaltó y abrió los ojos como el Cholo cuando no entendía qué estaba pasando. Sin que nadie dijera palabra alguna, el grupo se alejó de Carola e Ignacio. Ella extendió su mano para saludarlo y el viejo la tomó entre las suyas sin soltarla.

−Te he extrañado mucho Carola.

−Yo también

Ambos hubieran podido decir que extrañar era una palabra poco apropiada porque ningún día el otro estuvo ausente en la mente del otro.

Siguieron caminando por los salones de la exposición deteniéndose en cada fotografía, al poco rato estaban riéndose y casi diciendo las mismas palabras frente a cada imagen, como si el curso de los pensamientos fueran idénticos.

Carlos y Blanca habían preparado una celebración para Octavia en su casa e invitaron a Carola una vez que las ceremonias y discursos acabaron en aplausos, Ignacio miraba con expresión de incredulidad la escena y como acto supremo de valentía le pidió que por favor fuera para que la conocieran y ellos dos pudieran ponerse al día. Ella lo miró con sorpresa y casi lanza un comentario sarcástico, pero se tragó sus palabras y contra su naturaleza, sonrió y aceptó.

La mejor fotografía no apareció en la exposición. Octavia pidió al grupo de viejos que posaran en las mismas posiciones cada vez que se juntaran, era un total de ocho viejos que se sentaban en una banca, con Ignacio y Carola al centro, todos sonriendo y diciendo como chiste que a la siguiente oportunidad de seguro iba a haber uno o dos menos. Carola se hacía acompañar ahora por el Chamullo a todos lados, esas eran las ventajas de ser un perro chico y saltarín. El Cholo se subía a la camioneta solo cuando la reunión se hacía bajo el nogal de Carola ¿cómo sabía que ese sería el lugar del encuentro cada vez? no hay respuesta para aquello-

Nunca se habló de romance ni nada parecido, todos, incluidos Ignacio y Carola, parecían entender que entre ellos había un vínculo más profundo y extraño que el de una pareja. Tanto así que al menos cuando se hacían las reuniones bajo el nogal de Carola, el Chamullo y el Cholo actuaban como compinches que conocían la historia con todos sus detalles.

Octavia retomó su vocación primaria y si bien ser fotógrafa no le quitaba la etiqueta de inútil en su familia, esta vez confiaba en que había más mundos que develar. Se quedó con el tío Ignacio y ambos se cuidaban de sus fantasmas, dinosaurios y orangutanes imaginarios. Resabios imperecederos de quienes fueron cortados verdes.

 



[1] The Beatles, Here there and everywhere https://youtu.be/6VcfBh3hWO4?si=PJmMOHB3QaGSsZpS

 

[2] Proyecto Gotan, Mi confesión https://youtu.be/J-NyOvOlovA?si=rh57J_Xz_MqCiC3_

 



[i] Violeta Parra, El Albertío https://youtu.be/WUnDj2fXsLY?si=_zThx5oj_7jVgWuz

 


miércoles, 18 de diciembre de 2024

El regalo

 

                                             Foto de Pixabay pexels.com

Se encontraba suspendido entre los anaqueles de los regalos a punto de ser invocados. Su mayor anhelo, como el de todos los de su clase, era ser entregado. Era su sentido. De otro modo, era solo un objeto, una cosa intrascendente o algo útil. Nada más despreciable que ser algo útil. Existir para algo, para servir a un propósito. ¡Horror! no, él no era tan insignificante como para eso. Existía para ser entregado como muestra de aprecio, con las denominaciones que los humanos decidieran darle a ese afecto. Su categoría era muy superior a la utilidad.

 

Un día fue invocado como deseo en una conversación. Rogaba porque no fuera solo una frase cualquiera, de tantas que se dicen. ¿Cómo supo que la invocación no había sido una frase intrascendente? Un principio básico de llegar a ser un regalo es el sonido que se escucha en su mundo. Los humanos no lo escuchaban. Solo los regalos tienen esa capacidad. Cada uno tiene un sonido y solo tiene una oportunidad de reconocerlo, el suyo había sido un sonido al que los humanos llaman piano. Sintió esa sensación que describían los invocados: un estremecimiento interno muy agradable e intenso. Se incorporó y si hubiera tenido pecho todos sus congéneres hubieran notado lo inflado que estaba.

 

La verdad es que sus compañeros de espera sí lo notaron, pero aburridos de falsas alarmas y de la actitud de ese regalo en particular, hicieron como si no hubieran sentido nada. Demás está decir que los regalos no hablan entre sí. Menos los regalos en potencia. Los que aún no son.

 

El regalo en cuestión sintió el estremecimiento porque quien iba a adquirirlo lo pensó, lo eligió entre muchos otros. El pensamiento y la acción concomitante activaba el sonido en el mundo de los regalos. La vio tan decidida, que estaba seguro de ser entregado.

 

Pasó el tiempo y llegó el período de florecimiento de cintas, envoltorios, ofertas y abundancia de azúcar. Muchos, pero muchos, eran adquiridos por los más diversos motivos aun cuando se trataba de la misma festividad. Por obligación la mayoría.

 

Cuando ya se había convencido de que quien lo pensó ya lo habría olvidado, él era un regalo pesimista y melancólico, la vio entrar decidida y sin ninguna vacilación. Preguntó por él, lo envolvieron sin los adornos que merecía, suspiró por eso. Hubiera querido una cinta blanca, grande, un papel de Japón casi sin adhesivos. En vez de eso, lo pusieron en un bolso, igual a todos, con esas cintas feas e iguales a todas. Lo peor es que era igual a todas. Un buen regalo, como se consideraba a sí mismo, merece distinción y eso de no ser tratado con cuidado lo hacía temer por su futuro.

 

Llegó el día en que sería entregado. Ya notó algo raro cuando lo sacaron del bolso y lo dejaron desnudo en una cartera. ¿Por qué alguien haría eso? Un regalo lleva envoltorio. Se sintió degradado, pero poco a poco en el largo camino, se conformaba con la idea de que él era uno de esos regalos de nobles intenciones. Ya que no iba a ser engalanado debía haber alguna explicación, tal vez no era de esos objetos en serie que necesitaban disfrazarse y parecer especiales y caros. Su valor debía ser otro.

 

Ya comenzaba a asfixiarse en la bolsa. Pasaba el tiempo, hizo esfuerzos por hacerse notar. Sintió como en ocasiones era aprisionado en el breve espacio que lo contenía ¿qué pasaba?, ¿Lo iban a entregar o no? Estaba cerca de su peor pesadilla.

 

Había una leyenda en el mundo de los regalos. Aquellos que no eran entregados, eran olvidados para siempre y ni siquiera alcanzaban la categoría de útiles. Algunos encima son reciclados y entregados a otro destinatario en donde se perdía la noble intención y pasaban a ser regalos por compromiso. Lo peor en categorías de regalos.

 

Se a c a b a b a el tiempo. S e   a c a b a b a  e l  t i e m p o,  s e  a c a b a b a  e l  t i e m p o.

 

Los humanos podían gritar, llorar o poner cara de nada. Él no podía hacer nada.

 

No fue entregado.

 

Al regresar se quedó junto a un montón más de regalos con destinatario, algunos de nobles intenciones y otros de los por compromiso. El día de la festividad, tuvo destinatario y tuvo una noble intención. Era para alguien central en la vida de la humana que lo compró.

 

Fue bien recibido, pero por cosas que luego supo -el mundo de los regalos está lleno de mensajeros- no lo fue tanto como lo hubiera sido por su real destinatario.

 

Sin querer también se enteró de que la humana no pudo en el primer intento porque se confundió respecto a su categoría de regalo. Estupideces de humanos. No entienden que los regalos valen por sí mismos, más si no llevan adornos y no son esperados.

 

Antonio Bertali, Ciaccona, https://www.youtube.com/watch?v=lLmskBnexGQ

 

viernes, 6 de diciembre de 2024

La reina y la colmena

 

Foto de Engin Akyurt: https://www.pexels.com

Hasta la abeja reina está encadenada a la colmena, su poder reside precisamente en quedarse en la colmena. No podía recordar dónde había leído o escuchado o visto esa idea tan ilustrativa y vieja como el lenguaje. Después de leer, de nuevo, libros del siglo XIX es posible ver en una misma la influencia de esas ideas tan antiguas y casi inscritas en el ADN en la lógica de análisis y las conductas concomitantes. A los ojos de una niña, lo escrito en libros es la verdad revelada. Así debían ser las cosas, el orden social, el concepto de belleza, la ética y la definición de felicidad, muchas veces tan elusiva para los personajes femeninos románticos y exigidos en una rigurosa ética religiosa y social. Recordaba esos veranos de vacaciones eternas metida en lecturas extrañas: La Historia Sagrada con la descripción del paganismo, sacrificios humanos y la idea de dioses egoístas e insaciables. Leía y releía con terror esos cuentos de sacrificios de niños metidos dentro de un gigante de madera que una vez relleno, cual peluche, eran quemados para evitar o aplacar la ira de dios. A ese dios había que adorar y por ningún motivo cuestionar. Estaba por ahí también la Historia de América Precolombina: más sacrificios de niños y jóvenes para obtener una buena cosecha o para que lloviera o dejara de llover o para agradecer. Sacrificios multipropósito para dioses malvados o al menos incomprensibles. Para colmo había también algunos libros escolares viejos con historia de algunos emperadores romanos. Cómo olvidar a Tiberio que lanzaba niños hacia un acantilado luego de abusar de ellos. Igual que Charles Chaplin con las niñas de trece y catorce años que le llevaban sus madres para que, en privado, probara su talento y así, si pasaban la prueba, convertirlas en estrellas de cine. Eso era un sacrificio menor por supuesto. Y claro también estaban los libros románticos de las hermanas Brontë: Jane Eyre y Cumbres Borrascosas. Jane Eyre correctísima, autoexigente, trabajadora, inteligente, poco agraciada, independiente, racional y Catalina Earnshaw, bella, rebelde, contradictoria, impulsiva, utilitaria y adaptada; enamorada de un tipo misterioso, desconsiderado hasta la crueldad, galán malvado y depresivo. Y las enciclopedias con fotos de paisajes que parecían de otro planeta: los campos de arroz en China, el desierto del Sahara, la sabana africana y los animales salvajes. Y las pirámides egipcias por supuesto, infaltable destino de la imaginación de niños de todas partes.

Palabras, paisajes y moldes sociales, a veces parecidos y otras demasiado contrastantes con la vida cotidiana propia y de los más cercanos. Es un buen ejercicio leer de nuevo textos que tuvieron una impronta tan marcada en la identidad personal. Se miran con distancia y benevolencia, igual que como se miran fotos antiguas y el momento que rodeó aquel clic. De cierta forma, así como la música opera como una banda sonora para distintos momentos de la vida, es posible que los textos también moldeen de una forma particular las experiencias y su interpretación. La música y las palabras como espejos de las sensaciones que una cree tan personales y que sin duda son comunes a muchas personas.

Se recuerda la postura al leer un libro, el lugar escogido, las asociaciones generadas, el momento de la vida, en algunos casos, más que la historia misma, los trozos de páginas en que el texto comenzó a formar parte del propio discurso.

Aun así, si bien los textos amplían las visiones de un mundo o de diferentes mundos, una pertenece a una colmena, a un número determinado de posibilidades. ¿Será que se prefieren las palabras que refuerzan la colmena? ¿será que los límites de la colmena obedecen a un discurso interno que hace preferir textos que lo reafirman?

domingo, 24 de noviembre de 2024

Medio vivo

 


Foto de Cottombro studio, pexels.com

Dijo que solo quería una aclaración porque la confusión y las preguntas no lo dejaban dormir. Peor aún, si dormía, los sueños se poblaban de las mismas sensaciones que en vigilia; distintos escenarios para la misma actuación. Más aún si comenzaba a unir detalles y coincidencias, del día y la noche, de la imaginación y los datos. A veces se sentía un títere en un laberinto en donde el titiritero lo llevaba a tomar una dirección u otra sin la información suficiente. Un segundo después caía en cuenta que así ocurre con cada ser viviente. Lo pensaba desde que era niño y mataba hormigas, la que tuvo mala suerte se encontraba con su dedo o el insecticida. Él era entonces ese factor del destino que pendía sobre una hilera de hormigas y que, por el motivo que fuera, decidía cuáles iban a morir. Algunas se resistían, se arrastraban y por un acto de piedad procedía a matarlas rápido para que dejaran de sufrir.

A veces se dejaba llevar todavía más y llegaba a la inagotable fantasía del mundo de los muertos y puesto en la situación, si debía culpar a alguien, seguro nombraría a don Isidro que se encargaba de hacerle bromas y lo hacía experimentar sensaciones que creía olvidadas. Ese caballero era especialista en desenterrar cajitas con sabores y aromas contradictorios, bellos y dolorosos. Un perfume suave y al mismo tiempo sobrecogedor como el olor metálico de la angustia. El sabor amargo de la propia saliva por las palabras tragadas crudas por no dichas y la dulzura de risas y cruces de miradas recocidas que no necesitan verbo alguno. Una cercanía casi imperceptible de alguien en cualquier momento que lo hacían distraerse de las tareas diarias. Podía tratarse de una respiración cercana, de un susurro que daba escalofríos y un instante después una certeza de que todo era real o de que había sido real. En este plano, el de los muertos, los medios muertos y los medio vivos todo podría ser y no ser.

Además, estaba la maldición de doña Ester, no entendía ni sabía de poesía, pero de letras de canciones sí.  Y que le repitiera un verso de Silver Spring - my voice will haunt you - no podía ser sino una reconvención inmerecida.   Y sí, escuchaba su voz sin que estuviera cerca. Igual que cuando escuchaba conferencias de expertos y luego, al leer sus publicaciones, escuchaba sus voces como si tuvieran un micrófono en algún sitio de su mente. Ester le reclamaba su lejanía, ella no supo que huyó de sí mismo, del mundo de fantasmas y colores que se desencadenaba en su mente por ese hábito de ir más allá y de asociar elementos que quizás eran inconexos e irrelevantes. 

La vida sigue durante el silencio. 

Más allá de sus pensamientos, estaba lo tangible, el día a día. La vida que lo llamaba a seguir aún sin ella. 

Había días en que se sentía feliz y aliviado. Convencido de algo sin palabras. Una especie de complicidad con las flores y la montaña y la certeza de ir por el sendero que lo conduciría, quisiera o no, al lugar al que debía llegar. Otros, la bruma lo invadía y a duras penas recordaba donde estaba. Al menos había dejado esa obsesión de preguntarse quien era. La identidad podía ser una suma de quehaceres o atributos, casi siempre definidos por otros y aun así, era algo inasible. 

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Ahora que se acercaba a los cincuenta años y se recuperaba de un infarto, los pensamientos se volvían extraños y al mismo tiempo muy iguales a los de cualquiera que hubiera estado cerca del final de su propia existencia. Esa era su explicación por la cercanía, ilusoria por supuesto, con los muertos y la forma extraña de ver a los vivos que había sentido en ese limbo aséptico y odioso lleno de tubos y mangueras conectadas a su cuerpo. Escuchó las indicaciones médicas y los detalles de cómo y cuándo debería pagar la cuenta hospitalaria lo que le devolvió la seguridad en que seguía más o menos vivo y que así debía ser para terminar de saldar toda clase de deudas. 

Podía echar por tierra toda la confusión o encontrar en ella la confirmación de lo que se resistía a creer o, como siempre, seguir creyendo en la fantasía y elegir siempre lo tangible. 

Fleetwood Mac, Silver Spring, https://youtu.be/eDwi-8n054s?si=d22BlBAZVq-ZVqzd



domingo, 17 de noviembre de 2024

Inquietante

 


Foto de Caio : https://www.pexels.com


Hay libros que inquietan dependiendo del momento en que llegan a las manos, a los ojos más bien. La invención de la soledad de Paul Auster es uno de ellos, sus temáticas: la muerte, el azar, las casualidades y la forma en cómo se desenvuelven los vínculos traen de nuevo los fantasmas a la mente. Convicciones internas que alegran y dan sentido a lo vivido. Imágenes que se contraponen y que explican situaciones o al menos generan nuevas hipótesis sobre lo mismo.

La distancia y el tiempo, herramienta infalible para ampliar el foco, casi siempre para bien.

Una canción infantil, el inicio y el avistamiento del fin al mismo tiempo.

Cuando está la luna sobre el horizonte, muchos enanitos juegan en el bosque.

Otra canción Es caprichoso el azar. Algoritmos cerebrales traspasados a las omnipresentes pantallas y su poder hipnótico.

Qué será de las cosas personales después de la muerte. Qué valdrá la pena, cómo se interpretarán, cómo se valorarán. A quién le importarán. Los nórdicos, decía un artículo por ahí, dejan todo preparado para no causar molestias a los que quedan. Ordenan, botan, heredan, dejan la vida en cajas. Cajas de colores sobrios, sin estridencias. ¿Cómo decidirán cuándo es el momento? Aquel de tirar a la basura objetos, fotografías, archivos, ropas, regalos, libros. Quién accederá a las claves de cuentas de correo y otras redes. A quién le importará en verdad. Y la música, tanta música.

Y por qué tendría que importar.

Por el amor a los que quedan.

El ritual de guardar, clasificar, regalar, donar ¿no es acaso sea un paso necesario para que los que quedan puedan vivir el duelo, pedazo a pedazo, recuerdo a recuerdo? Dejar todo preparado tal vez sea otra muestra más de la insignificancia que alguien pudo atribuir a su propia existencia y ese afán de no molestar tan propio de tantos.

No se puede saber cuándo es la última vez de algo. Y que bien que así sea.

¿Con cuántos muertos carga cada uno? ¿cuánto sabe uno de los muertos con que carga? ¿se tiene que saber?

Y porque la casualidad es así, Pedro Páramo, un mundo de fantasmas, infiernos e incertidumbre, es una película que intenta hacer justicia a una novela que vivifica la muerte, con todo el contrasentido de aquello.

“…ella ya venía sufrida” dice una mujer refiriéndose a Susana, el amor de Pedro Páramo. Es raro incorporar sonido a un texto, es raro escuchar la voz de quien escribe cuando se lee, pero sucede.

Es raro tener que utilizar palabras para explicar una sonrisa que se asoma entre tantas voces, fantasmas, miradas, inicios y finales. Debe ser algo así lo que Paul Auster logra provocar con sus textos, algo inquietante que se asoma a través lo inefable.

jueves, 7 de noviembre de 2024

Carnaval

 

Foto de Ylanite Koppens pixels.com


Le gustaba pensar que era un simulacro de carnaval o de las fiestas de la primavera que contaba su madre y de la que alguna vez participó vestida de gitana. Esas en donde los disfraces y el ánimo festivo imperaba en especial en niños y adolescentes. Decía que se trataba de llegar a la plaza del pueblo, llevar bolsas con serpentinas y papel picado para lanzar a los demás y jugar, sobre todo jugar. A veces había alguna banda, otras la municipalidad ponía música grabada y, según ella, daba lo mismo porque la música va por dentro de cada persona y cada una tiene un registro particular. El recuerdo que tenía de esa fiesta era el de la preparación: el pañuelo en la cabeza, un montón de collares y tres faldas puestas una sobre otra para que pareciera un disfraz y luego correr, de un lado a otro, escapando de niños de su misma edad que trataban de inundar de challa la boca de alguna incauta que gritaba o sonreía a boca de jarro. Su prima cayó en la trampa y estuvo varios minutos escupiendo esos círculos de papel. Aun así, ese recuerdo resultaba agradable, por el esfuerzo de la madre en la preparación del disfraz, por la expectativa ante una nueva experiencia. En aquel período en que todo ocurre por primera vez los sentidos parecen más alertas y las imágenes se vuelven percepciones complejas: llenas de aromas, sonidos, efectos en la piel y una doble conciencia de lo que se está viviendo, como una cámara de cine imaginaria que se posa por dentro y por fuera del cuerpo, mostrando distintos planos de lo que está pasando desde un ángulo, el único posible, el propio.

En ese entonces no sabía que esa cámara se activa no siempre a voluntad, a veces se enciende sola para registrar momentos que quedarán almacenados por ahí más allá de su importancia. Recuerdos con imágenes en caleidoscopio, perfume, temperatura y propiocepción. Se maravillaría más tarde al comprobar que, aunque sobre cada ser viviente penda una condena de tener solo una perspectiva para cada instante de su vida, exista ese registro que perdura más allá de la vida útil de los órganos o para qué se los esté usando. Si la sordera aumentaba, estaba esa música interna, si la gracia del movimiento de piernas y brazos se perdiera aún estaría el recuerdo en todo el cuerpo de cómo era eso bailar, en una cinta impalpable e indestructible.

Tal vez la mayor sorpresa, y regalo si se quiere, de la existencia, sea que el registro, la cámara omnisciente de sí mismo, revive eventos con la misma calidad HD de la primera vez, el nervio y el estremecimiento, el miedo y la ansiedad, la alegría y la expansión del propio espacio. Y todo sin palabras que complican o descomponen los eventos en categorías y subcategorías que pueden ser aplicables a modelos lógicos y hasta productivos.

Esa naturalidad de la experiencia se perdía en algunos momentos, los modelos creados, al tomar conciencia de sí mismos, no pueden evitar compararse y replicar los moldes de análisis del sistema mayor, aun cuando todos sean superdotados en las capacidades de percibir y sentir. Un error de fábrica o error de usuario que, por repetido, pasa a ser una característica estructural. El entrenamiento requerido entonces es el desaprender a hacerlo.

El cuerpo es poderoso, demasiado a veces, un continente enorme de sensaciones y certezas, de límites diversos y memoria sin nombre, un receptáculo infinito de estímulos que al mismo tiempo perturba a los otros quien sabe con qué tonalidad. La música interna coincide, los corazones se sincronizan y entones si la cámara sube y se aleja y sube y se aleja aún más, muchos pueden parecer un solo organismo, acompasado y armonizado consigo mismo. Conectados para ningún fin que no sea mostrar la melodía interna con la excusa de una banda sonora particular y ubicua.

El carnaval puede ser hoy.



La cortaron verde

  Luego del portazo producido por el viento de ese verano, se quedó a cargo del cuidado de la chacra. Era pequeña, pero para quien solo sabí...