Podría
recurrir a lo de siempre, callarse, espabilar y seguir adelante haciendo lo que
hay que hacer. Total, las pesadillas se aguantan, el hígado soporta el trago de
la noche y la palabra se honra. Y mal que mal la confianza depositada en él
hace años era por algo, porque hacía lo que se debe a tiempo y sin chistar. Qué
débiles eran los que renunciaban. Cristalitos les decían ahora, terroncitos de
azúcar los llamaba su padre.
Él
era de la vieja escuela, de los que no se perdonan. Si hubiera nacido en Japón
tal vez su constante y admirada capacidad de sacrificio lo hubiera hecho candidato
a kamikaze o, sin ninguna duda, si iba a renunciar a las decisiones tomadas durante
su vida, debía también renunciar a la existencia misma con un harakiri y así no
deshonrar su nombre o el de los suyos.
Ahí
estaba de nuevo, de pie cumpliendo el deber de dictar sentencias en un juzgado
de familia. Podría haber escogido otra área: delitos económicos, laborales; a
estas alturas, si pudiera escoger, hasta las faltas del tráfico de los juzgados
de policía local le parecían más soportables que su tarea habitual.
Soñaba
con el retiro, con irse cerca del lago y disfrutar de la lluvia, el sol escaso
y de la vista. Igual que los gringos que sueñan con morir tirados al sol en
Florida, colorados, obesos y sin moverse le decía su hija mayor. – Así mismito –
respondía él riendo frente a ese chiste repetido como ritual cada domingo en la
mesa familiar. Al menos tenía la seguridad de que obeso no sería porque algo en
su estómago marcaba el límite de lo que podía comer, un ardor, un dolor, un
desagrado. Además, un juez convencido de su rol y las instituciones que
representaba, nada menos que las bases de la sociedad, el estado y la familia,
no podía ser un guatón sin bordes, la imagen encarnada, para él, de la desidia
y la irresponsabilidad consigo mismo y con los demás.
Responsabilidad,
esa era la password a estas alturas de la vida. Igual que el efecto de Don
Francisco diciendo ¡Sábado Gigante! Que hacía poner de pie a una pareja concursante
al pronunciarlas. Lo mismo modo le pasaba a él. Alguien, por lo general él
mismo, decía o pensaba en el concepto y se le aparecían los hijos, la esposa,
los cuñados, los suegros, sus hermanas, los colegas, las culpas, la historia, las
miles de fotos, el listado de promesas hechas, las cumplidas y las pendientes. Responsabilidad.
Tampoco
es que fuera tanto el sacrificio, no podía negar que le gustaba el reconocimiento,
que su tribunal fuera el modelo para otros, por el orden, la empatía de los
funcionarios y la suya propia. Por la cantidad de casos resueltos por mediación
en lugar de sentencias directas y porque el trabajo cada vez era más difícil.
Más variables culturales que asimilar, más términos en que las personas
definían sus problemas, más sensibilidad frente a los numerosos grupos identitarios
que habían surgido. Como fuera era un desafío y persistía la pasión por lo que
hacía, aunque el balance ya estuviera siendo difícil de encontrar.
A
estas alturas ya tenía asumido que había estructuras macrosociales que
atentaban contra el individuo y que su aporte era mínimo. Cuando un caso
llegaba a su escritorio en forma de expediente digital ya era tarde para la
mayoría de los involucrados. Su acción se reducía, en el mejor de los casos, a
control de daños, a aplicación de castigos, pero sabía que era un juego. Todo
era un macabro juego. Conocía historias dignas de película de terror, de las peores,
de las más inverosímiles porque la vida para algunos es así, una visita sin
guía al mundo de la oscuridad de las almas.
Y
sin embargo sus pesadillas no eran con el trabajo, tampoco con esas vidas.
Sueños recurrentes con oportunidades perdidas, un duelo repetido de sí mismo.
Entregaba informes, evaluaciones, como si muchas vidas dependieran de ello y
luego se los devolvían porque en realidad no le importaban a nadie. Y él
devanándose los sesos escribiendo, ponderando variables de riesgo, resumiendo
porque sabía que mientras más largo y detallado hacía sus escritos tenía menos
probabilidad de que la decisión de la corte suprema fuera la que él esperaba.
Despertaba
cuando se los devolvían con cara de – disculpe las molestias, pero la decisión
ya está tomada–. Siempre lo mismo, el plazo se había vencido, la apelación se
había desestimado, la hora de cierre se adelantó por incidentes, o había un
error en la carátula. En las pesadillas más actualizadas, no podía subir el
archivo, fallaba la conexión, se equivocaba de documento, la causa no aparecía.
Cliqueaba donde no correspondía, se caía el sistema. O ya era tarde, por una u
otra razón para él era tarde.
El
alivio al despertar se parecía a lo que esperaba sentir cuando entraba al
Juzgado y olía ese aroma a pobre tan característico en invierno, a humo, a
falta de ducha diaria y humedad, a ropa secada a la fuerza de estufas a leña o
braseros, entonces sobrevenía aquella sensación extraña bajo las costillas, parecida
a un espasmo. Una leve, casi imperceptible dificultad para respirar y sin
embargo una imperiosa necesidad de hacerlo. Ese juego entre la opresión y la
expansión del pecho terminaba en algo parecido a un suspiro, uno que, en lugar
de producir alivio, conducía a una sensación de fragilidad interna tan ancha
como sus hombros.
Si
hubiera nacido unos veinte años atrás, estaría cerca del final del rango de
esperanza de vida, pero se sentía sano como un roble, lo suyo era mental. Ahora
le quedaban más de veinte, con suerte y salud, incluso unos veinticinco veranos
¿los viviría tal como hasta ahora?
La
esperanza de vida.
Las
pesadillas empeoraban cuando aparecía ella entre archivos en pdf, planillas de
casos y el lago. Parecía reírse de sus tristes decisiones, de su corrección de
juez que se creía el cuento. Ella se reía de su prematura ancianidad mental, se
alejaba mirándolo porque había esperado por nada demasiado tiempo. Parecía
señalar más puertas y caminos de los que él veía.
¡Responsabilidad!
Escuchaba
la password y se acababan las contradicciones, se hace lo que hay que
hacer. La conciencia tranquila, los segundos veloces o lentos sin novedad
aparente. Siempre había algo pendiente, alguien más a quien cuidar o un nuevo
plazo que respetar, una oportunidad más para demostrar la corrección y la
comodidad de ser el juez que tenía escrito hasta el discurso de su funeral por
si a nadie se le ocurría qué decir.
−Espero
estar entre tus recuerdos felices.
Se
despertó sobresaltado, reconoció la voz de ella susurrando a su lado. Podría
haberla seguido un día o la vida entera, pero su camino era de salida y ella no
había terminado de entrar. Esa noche despertó tantas veces que no sabía en qué
instante la había recordado.
La
sensación de amenaza muchas veces no es objetivable, es decir, no siempre se
puede definir qué es lo que se teme o incomoda en el pecho. Algo difícil de
aceptar para un juez acostumbrado a describir comportamientos con exactitud. A
veces es una sensación vaga y la calma sobreviene haciendo algo. Por lo general
el trabajo lo refugiaba, lo que fuera que bloquease la convicción corporal de
que algo iba a pasar, aunque no existiera señal alguna que se pudiera definir
como señal de peligro o de algún riesgo.
Siempre
estaba el recurso del deber, nadar en aguas conocidas, sin sorpresas, dejarse
llevar ¿no era ese el mayor anhelo? Eso es lo que hace que un juez sea
respetable y confiable.
Sting, When we dance