lunes, 24 de octubre de 2022

Esperanza de vida


 

Podría recurrir a lo de siempre, callarse, espabilar y seguir adelante haciendo lo que hay que hacer. Total, las pesadillas se aguantan, el hígado soporta el trago de la noche y la palabra se honra. Y mal que mal la confianza depositada en él hace años era por algo, porque hacía lo que se debe a tiempo y sin chistar. Qué débiles eran los que renunciaban. Cristalitos les decían ahora, terroncitos de azúcar los llamaba su padre.

Él era de la vieja escuela, de los que no se perdonan. Si hubiera nacido en Japón tal vez su constante y admirada capacidad de sacrificio lo hubiera hecho candidato a kamikaze o, sin ninguna duda, si iba a renunciar a las decisiones tomadas durante su vida, debía también renunciar a la existencia misma con un harakiri y así no deshonrar su nombre o el de los suyos.

Ahí estaba de nuevo, de pie cumpliendo el deber de dictar sentencias en un juzgado de familia. Podría haber escogido otra área: delitos económicos, laborales; a estas alturas, si pudiera escoger, hasta las faltas del tráfico de los juzgados de policía local le parecían más soportables que su tarea habitual.

Soñaba con el retiro, con irse cerca del lago y disfrutar de la lluvia, el sol escaso y de la vista. Igual que los gringos que sueñan con morir tirados al sol en Florida, colorados, obesos y sin moverse le decía su hija mayor. – Así mismito – respondía él riendo frente a ese chiste repetido como ritual cada domingo en la mesa familiar. Al menos tenía la seguridad de que obeso no sería porque algo en su estómago marcaba el límite de lo que podía comer, un ardor, un dolor, un desagrado. Además, un juez convencido de su rol y las instituciones que representaba, nada menos que las bases de la sociedad, el estado y la familia, no podía ser un guatón sin bordes, la imagen encarnada, para él, de la desidia y la irresponsabilidad consigo mismo y con los demás.

Responsabilidad, esa era la password a estas alturas de la vida. Igual que el efecto de Don Francisco diciendo ¡Sábado Gigante! Que hacía poner de pie a una pareja concursante al pronunciarlas. Lo mismo modo le pasaba a él. Alguien, por lo general él mismo, decía o pensaba en el concepto y se le aparecían los hijos, la esposa, los cuñados, los suegros, sus hermanas, los colegas, las culpas, la historia, las miles de fotos, el listado de promesas hechas, las cumplidas y las pendientes. Responsabilidad.

Tampoco es que fuera tanto el sacrificio, no podía negar que le gustaba el reconocimiento, que su tribunal fuera el modelo para otros, por el orden, la empatía de los funcionarios y la suya propia. Por la cantidad de casos resueltos por mediación en lugar de sentencias directas y porque el trabajo cada vez era más difícil. Más variables culturales que asimilar, más términos en que las personas definían sus problemas, más sensibilidad frente a los numerosos grupos identitarios que habían surgido. Como fuera era un desafío y persistía la pasión por lo que hacía, aunque el balance ya estuviera siendo difícil de encontrar.

A estas alturas ya tenía asumido que había estructuras macrosociales que atentaban contra el individuo y que su aporte era mínimo. Cuando un caso llegaba a su escritorio en forma de expediente digital ya era tarde para la mayoría de los involucrados. Su acción se reducía, en el mejor de los casos, a control de daños, a aplicación de castigos, pero sabía que era un juego. Todo era un macabro juego. Conocía historias dignas de película de terror, de las peores, de las más inverosímiles porque la vida para algunos es así, una visita sin guía al mundo de la oscuridad de las almas.

Y sin embargo sus pesadillas no eran con el trabajo, tampoco con esas vidas. Sueños recurrentes con oportunidades perdidas, un duelo repetido de sí mismo. Entregaba informes, evaluaciones, como si muchas vidas dependieran de ello y luego se los devolvían porque en realidad no le importaban a nadie. Y él devanándose los sesos escribiendo, ponderando variables de riesgo, resumiendo porque sabía que mientras más largo y detallado hacía sus escritos tenía menos probabilidad de que la decisión de la corte suprema fuera la que él esperaba.

Despertaba cuando se los devolvían con cara de – disculpe las molestias, pero la decisión ya está tomada–. Siempre lo mismo, el plazo se había vencido, la apelación se había desestimado, la hora de cierre se adelantó por incidentes, o había un error en la carátula. En las pesadillas más actualizadas, no podía subir el archivo, fallaba la conexión, se equivocaba de documento, la causa no aparecía. Cliqueaba donde no correspondía, se caía el sistema. O ya era tarde, por una u otra razón para él era tarde.

El alivio al despertar se parecía a lo que esperaba sentir cuando entraba al Juzgado y olía ese aroma a pobre tan característico en invierno, a humo, a falta de ducha diaria y humedad, a ropa secada a la fuerza de estufas a leña o braseros, entonces sobrevenía aquella sensación extraña bajo las costillas, parecida a un espasmo. Una leve, casi imperceptible dificultad para respirar y sin embargo una imperiosa necesidad de hacerlo. Ese juego entre la opresión y la expansión del pecho terminaba en algo parecido a un suspiro, uno que, en lugar de producir alivio, conducía a una sensación de fragilidad interna tan ancha como sus hombros.

Si hubiera nacido unos veinte años atrás, estaría cerca del final del rango de esperanza de vida, pero se sentía sano como un roble, lo suyo era mental. Ahora le quedaban más de veinte, con suerte y salud, incluso unos veinticinco veranos ¿los viviría tal como hasta ahora?

La esperanza de vida.

Las pesadillas empeoraban cuando aparecía ella entre archivos en pdf, planillas de casos y el lago. Parecía reírse de sus tristes decisiones, de su corrección de juez que se creía el cuento. Ella se reía de su prematura ancianidad mental, se alejaba mirándolo porque había esperado por nada demasiado tiempo. Parecía señalar más puertas y caminos de los que él veía.

¡Responsabilidad!

Escuchaba la password y se acababan las contradicciones, se hace lo que hay que hacer. La conciencia tranquila, los segundos veloces o lentos sin novedad aparente. Siempre había algo pendiente, alguien más a quien cuidar o un nuevo plazo que respetar, una oportunidad más para demostrar la corrección y la comodidad de ser el juez que tenía escrito hasta el discurso de su funeral por si a nadie se le ocurría qué decir.

−Espero estar entre tus recuerdos felices.

Se despertó sobresaltado, reconoció la voz de ella susurrando a su lado. Podría haberla seguido un día o la vida entera, pero su camino era de salida y ella no había terminado de entrar. Esa noche despertó tantas veces que no sabía en qué instante la había recordado.

La sensación de amenaza muchas veces no es objetivable, es decir, no siempre se puede definir qué es lo que se teme o incomoda en el pecho. Algo difícil de aceptar para un juez acostumbrado a describir comportamientos con exactitud. A veces es una sensación vaga y la calma sobreviene haciendo algo. Por lo general el trabajo lo refugiaba, lo que fuera que bloquease la convicción corporal de que algo iba a pasar, aunque no existiera señal alguna que se pudiera definir como señal de peligro o de algún riesgo.

Siempre estaba el recurso del deber, nadar en aguas conocidas, sin sorpresas, dejarse llevar ¿no era ese el mayor anhelo? Eso es lo que hace que un juez sea respetable y confiable.

 

Sting, When we dance

https://youtu.be/zXj0Q0e5T8A

 

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