domingo, 10 de abril de 2022

En el Café

 


I

Se quedó con las ganas de seguir un diálogo lleno de preguntas que no formularía.  En su lugar comenzó a hablar de este otoño, una decepción.

-          ¿No te parece más un verano deslavado que el comienzo del invierno?

-          Que el calor dure pocas horas es a lo máximo que se puede aspirar.

Fingiendo una conversación, analizaron juntos la analogía de la luz como sabiduría y esperanza, así como la sombra de la confusión y el miedo. Sumaron el calor y el frío, las sombras de la caverna de Platón, el arcoíris de la concertación después de la dictadura y hasta la primavera árabe.

Uno de los dos llevaba otra línea de pensamiento interna o triple en vista de que advertía que estaba pensando otra cosa mientras las palabras fluían con corrección y naturalidad. El yo desdoblándose una vez más.

Podía hacerlo bien, como sea, es una característica civilizatoria. Recordaba como bajaba la cabeza cuando recibía las reprimendas de la madre y las consideraba injustas en la niñez. A veces hasta estaba llorando y en su mente era valiente, o insolente, de acuerdo con los parámetros de la época, y respondía con lo que quería decir. Entonces podía ser otro niño y no aquel complaciente y bien portado.

El otro, hacía lo propio y reverberaba en su mente esa expresión de Cortázar –tan café con leche – todo el día se había quedado con esa imagen en la cabeza.

¿Cómo nos daremos cuenta de que hemos recaído si por la mañana estamos tan bien, tan café con leche, y no podemos medir cuánto hemos recaído en los sueños o en la ducha?

El contraste de luz y la sombra daba para muchas conversaciones, tanto como ponerse al día y la actualidad en donde los eventos ocurren tan rápido y se está tan inmerso que no es posible dimensionar qué está pasando incluso en la propia vida, pero seguía hablando del sol, el frío, la fruta, los pies helados.

El Uno y el Otro son intercambiables, el yo jugando a cada rato a entender. Entenderse.

II

Cierto, había sido una mala idea juntarse en un café, era mejor invitar a otro lugar, algo más evocativo para estudiarse. ¿Un bar, un paseo? Había varios en lo mismo, al frente una mujer de unos treinta y tantos, haciendo como que no le interesaba ganarse la atención de su cita, un treintón, vestido y peinado a la moda, estudiándola entera mientras mantiene una mirada de profundo interés en lo que ella decía. La mujer desplegaba una serie de gestos mientras destrozaba un pastel con mucha crema, por el color parecía uno de moka, él, previsor, pidió solo una porción de galletas. La mujer exagera sus gestos y su lucha con el pastel, él está apoyado en el respaldo de la silla, a centímetros de parecer desinteresado, una pierna estirada hacia adelante, que la mujer no ve, lo hace dueño del espacio. Ella afirma sus piernas en la silla, como retrocediendo mientras su torso está casi encima de la mesa, en ocasiones se retira, pero su esfuerzo con el pastel no la ayuda.

Ambos se estudian, ella sonríe poco, él menos. Ambos se cuidan de no parecer demasiado interesados, pero sí educados. El objetivo parece ser una competencia por quien muestra menos interés y luego decir – fue agradable – sabiendo que no se escribirán otra vez.

III

Más allá, un par de mujeres habla sin parar, son habituales de por aquí, siempre peleo con una de ellas porque insiste que el brunch, nombre siútico para una once o desayuno más contundente, se llama Côte d'Azur, ella dice – cotdasiur - y yo me hago la que no entiendo porque se llama Coté de Azur – cotédeazur -. A mí me va a venir a enseñar ¿Qué se cree esta vieja? Soy yo la que trabaja aquí y no voy a saber cómo se llama el famoso brunch. ¡Qué pida el otro entonces! El Paris tiene más cosas todavía y así no pelea conmigo sobre cómo se pronuncia. Siempre gano yo, obvio; la amiga termina pidiendo porque ya no tiene paciencia para la misma pelea.

Otra gente deja de hablar cuando una va a servirles, pero parece que el tiempo se les hace poco para hablar. Tanto hablar y hablar, hablar qué - ¡cosas de viejas serán pues! – los hijos, los nietos, lo caro del aceite, lo mal que se porta la nana, cuál detergente es mejor y esas cosas que hablan las viejas. ¿De qué más van a hablar?

 

Algunos clientes me caen bien aquí, la mayoría no. Se gastan mucha plata en leseras, a mí me costaría un día de trabajo lo que a ellos una once, pero aquí me tengo que esforzar por tratar bien a la gente, ya de dos cafeterías me han echado por reclamos, pero es que son enervantes. Ya los tengo clasificados, a una le hacen recitar toda la carta porque los aturdidos no saben usar el código QR del teléfono, como si fuera tanta ciencia. Casi siempre piden los primero que una nombra porque no les da la memoria para más, el truco es nombrarles lo más caro y lo que una sabe que hay. Antes trabajé en un café donde no había ni la mitad de lo que estaba en la carta y ahí tenía que estar una poniendo cara de gato con botas y dar explicaciones ridículas: los proveedores, el cambio de dueños, en fin, pero hacer eso todo el día, todos los días aburre y yo me aburrí. Un día, el papá de mi hijo, ese huevón, no lo vino a buscar, era sábado y yo tenía que ir a trabajar, ningún hombre va a entender esa desesperación, estar lista para salir, el cabro chico llorando porque no llega el ahueonao y una, histérica, gritando por el teléfono, pateando todo, los juguetes y la mochila preparada para el día que sale con el papá. Lo único que escuché en mi cabeza, era – Loca, lo siento, no puedo ir a buscar al Gonzalito - no sé qué dijo después, no le creo nada, lo empecé a insultar, a decirle que si yo no trabajo el cabro chico no come, que seguro se había ido de farra y no podía levantar el culo de la cama. Le dije todo lo que se me ocurrió y cuando me di cuenta, el infeliz me había puesto en altavoz para que su nueva pareja escuchara lo loca que puedo ser.

Tuve que dejarlo con mi vecina porque mi mamá no me hablaba hacía una semana y yo me había jurado nunca más pedirle ayuda. Vieja de mierda, toda la vida sacándome en cara que por mi culpa sacrificó su juventud y que encima yo me había puesto a tener un hijo con un huevón penca - ¿Y mi papá?, tan buen partido que es poh, si ni lo conocí – ahí me echó y tuve que rogarle que me perdonara porque no tenía dónde irme. Me comí la rabia entera y ahí estoy tratando de sobrevivir con mi sueldo de mesera. Ese sábado llegué una hora y media tarde al trabajo, todos con cara de perro y yo lloraba de pena y rabia, le rogué a mi jefe que me dejara adentro lavando los platos porque era incapaz de hablar sin llorar. No le quedó otra.

Todos los favores se cobran, todos los sacrificios se cobran, eso me decía una amiga. Dicho y hecho, que no me echara fue considerado un favor y de ahí en adelante el miserable de mi jefe empezó a manosearme y a hacerse el lindo, trataba de que me quedara después del cierre. Busqué otro trabajo en mi media hora de descanso caminé por los cientos de cafeterías y restaurantes de la zona y cuando estuve segura de irme, yo misma lo provoqué una tarde y cayó redondito. Me metió la mano por el escote, en el delantal yo llevaba un tenedor, fingí que me gustaban sus dedos chicos y regordetes metidos ahí, retrocedí para apoyarlo en la muralla y cuando estaba todo calentón le enterré el tenedor en el muslo. No pudo gritar porque lo tenían demandado por acoso hacía tiempo y lo vi gritar hacia adentro de sí mismo, estaba rojo de rabia, parecía que iba a explotar, casi oigo sus garabatos y por supuesto la amenaza de echarme. 

¿Qué puedo decir de eso? Odio los dedos chicos, regordetes y que parece que se doblan hacia atrás como si fueran de goma y también detesto a las viejas que no saben pronunciar su pedido de la carta y me corrigen.


martes, 5 de abril de 2022

Membrana

 



Debe ser la influencia del cine, la TV, los videoclips. Tantas imágenes que rodean el recorrido habitual en estos días. En algún momento, no puede decir cuándo ni por qué, sintió que había traspasado una membrana de aire y agua. ¿Será por haber estado leyendo de los octoniones, la materia oscura, los agujeros negros?, era una hipótesis. Tanta atracción por esos temas. Proporcional a la incapacidad para entenderlos. Comenzaba bien, pero aparecían las fórmulas matemáticas y se acababa la luz de la comprensión.

 

Habiendo atravesado esa membrana, no entendía qué era lo que estaba pasando y culpaba a su imaginación. No recordaba haber consumido ningún alterador de conciencia ese día, o tarde, o noche. Solo le habían hecho un scanner cerebral y se había sentido bien al salir. En ese otro mundo, había alguien que la acompañaba o la invitaba o la guiaba o quien sabe. Ella iba gustosa detrás, siguiendo instrucciones que no eran audibles.

 

¿Sería esto algo parecido ­­­a un universo paralelo? Un mundo casi ingrávido y onírico más bien parecía un sueño, más vívido y poco común, pero un sueño. Se parecía a las atmósferas creadas por el Cirque du soleil, en donde unos personajes parecen flotar, ocurren escenas paralelas y las perspectivas parecen contradecirse. Un grabado de Escher, pero colorido y pacífico.

 

Fuera lo que fuera, tenía que aprovechar ese estado. Quien la acompañaba, no era alguien, parecía una idea. Al menos era intangible, tampoco era un pensamiento instalado en su mente, venía de afuera y no era visible. Quedaba fuera del rango de la imagen. Mientras avanzaba, pensaba en cómo iba a explicar esto, era todo tan anómalo. Eso que la guiaba, seguro tenía acceso a los contenidos de su conciencia porque de solo sentirlo cerca, la confianza surgió de inmediato. También parecía ordenarle “deja de pensar, deja de pensar”, no logró seguir del todo esa instrucción. Dejar de pensar era un abandono de sí misma. Pensar era lo que la hacía sentir una unidad integrada.

 

Eso, parecía querer entrenarla en entrar y salir de la membrana a voluntad, para que volviera todas las veces que quisiera. Al principio se estrellaba, la membrana podía ser traspasable como gas, pero si la entrada era incorrecta se solidificaba y comenzaba una sensación de ahogo angustiante. Eso, algo hacía para que esa sensación no fuera paralizante. Seguro era una ventaja para los principiantes como ella. Las instrucciones que recibía se parecían a “tienes que atravesar la membrana como cuando sales del fondo de la piscina y alcanzas el aire” Entonces, Oriana estiraba los brazos, se impulsaba desde el pecho y avanzaba hacia la membrana que dividía su mundo de este otro. Cuando volvía a su mundo, el tiempo no había transcurrido. Se reintegraba a la escena que había dejado y retomaba la acción. Había además una antesala, por llamarla de algún modo, que dejaba la pausa necesaria para que el cerebro se adaptara. Parecía un tablero de ajedrez, con celdillas semi sólidas, donde existía gravedad y perspectivas más parecidas a las del mundo de Oriana. Podía ver a otros mirando hacia arriba como quien se ducha y deja caer agua en su rostro. Debe ser una limpieza de contenidos, para no contaminar los mundos.

 

Recordó los cuadros de Magritte. No sabía si estaba imaginando, recreando o asimilando al par de amigos conversando en el aire, con sombrero y todo. Debo estar ordenando lo que veo según las estructuras perceptivas con que cuento, esa es la limitación de esta experiencia, , pero Eso, le aseguró que poco a poco iría ampliando su rango de experiencias posibles. No podía dialogar, pero pensó que eso implicaba cambiar su estructura y como fuera, limitada, temerosa, incapaz para las matemáticas y un sinfín de otras características, era su identidad. Eso, parecía sonreír, ya no había arrepentimiento posible.

 

Ya sabía entrar y salir a voluntad. La sensación era de liviandad y difusión. Eso, dio por finalizada esa parte del entrenamiento cuando Oriana comenzó a oscilar y girar sobre sí misma al traspasar la membrana.

 

En algunas de las visitas a ese otro lado, Eso la llevó a recorrer más espacios, o lugares, o recuerdos, o constructos. Aún no encontraba los conceptos que pudieran calzar con las experiencias que estaba teniendo.

 

Se llevó una grata sorpresa cuando reconoció algunos paisajes. Ese campo de capullos de almas, tan grande que se perdía en el horizonte, tan colorido y luminoso y sin embargo tranquilizador. En los capullos esperaban las almas, o identidades, pensaba ahora, que atravesarían la membrana a su mundo. Hubiera querido advertirles acerca de lo que se encontrarían, pero Eso le ordenó, que no lo hiciera, que cada identidad debía resolver, tal como lo había hecho ella. 

 

Vio también ese portal dorado, uno que estaba en la cima de una montaña gélida. Lo reconoció porque en realidad no tenía alternativa. Nunca pudo olvidarlo. Había llegado a esa imagen después de un ejercicio de relajación, según dijeron, inocuo y superficial. Siguió las instrucciones del monitor y de repente se encontró en esa montaña frente a un muro dorado. Se hubiera quedado allí, pero comenzó a oír gritos y a sentir que varias manos la remecían. Solo sentía frío y paz. Alguien dijo un nombre y entonces despertó del ejercicio. El monitor tenía cara de horror y algunos otros participantes parecían exhaustos.

 

Ahora estaba de nuevo, ese muro, portal o lo que fuera. Esta vez podía quedarse todo lo que quisiera. Lo recorrió, era fascinante y al mismo tiempo terrorífico.

 

Cada vez se quedaba más rato en el otro lado. Cuando volvía a su vida ordinaria se sentía más y más desconectada, pero pocos parecían notarlo. Su efectividad en el desempeño de los roles asumidos era impecable. Eso, le había avisado que era parte de la fascinación inicial por el otro lado, pero que debía permanecer en su mundo y aprovechar los sentidos que poseía. Hubiera querido preguntar para qué la guiaba, que por qué debía quedarse en este lado y no irse de una vez al otro, pero era inútil. No había respuesta.

 

Por un tiempo pensó que el otro lado era la muerte. Que se estaba muriendo y parte de la preparación para irse eran estas visitas. Eso, se rio de esa idea. La muerte era la nada, la conservación del Carbono, Hidrógeno, Oxígeno y Nitrógeno no contenía una conciencia, la identidad se desvanecía, no había viaje ni paisaje.

 

El otro lado estaba lejos de ser la nada.

 

Otro scanner cerebral, el tumor había crecido. La cirugía era inevitable a estas alturas. Antes de la anestesia general, atravesó la membrana, se sumergió en una visita larga y sin guía. Entraron en su cerebro, sacaron el tumor y Oriana seguía visitando el otro lado. Se encontró con recuerdos y sensaciones de todo tipo: sabores, sonidos, temblores, orgasmos, terrores, exaltaciones. No quería volver de ese viaje.

 

Visitó todos los rincones que pudo, abrazó a su madre, la invitó a atravesar la membrana, pero ella no podía, se quedó en su compañía todo lo que pudo.

 

Una mañana, o una tarde o una noche de invierno, verano, o primavera u otoño, pasó su lengua por los labios, la mucosa despertó y la humedad se sentía placentera, movió también su dedo meñique y la corporalidad asumía poco a poco el control. Emprendió el salto para atravesar la membrana, se impulsó, dio muchas vueltas sobre sí misma, disfrutando esa sensación de gas y agua al máximo. Eso, la observaba satisfecho. Atravesó la membrana, llegó a la antesala y podía jurar que llevaba el sombrero que pintaba Magritte.

 

Nunca más pudo atravesar la membrana y visitar el otro lado.



Jorge Drexler, Universos Paralelos

https://youtu.be/PCeRWYvvPtg



lunes, 4 de abril de 2022

Caleidoscopio

 


Y entonces El Aleph sí se inspiró en un caleidoscopio. Ya me parecía, todos los ángulos de un mismo punto, en un punto todos los ángulos posibles. Toda la historia y los futuros posibles concentrados en las células de todos y cada uno.

Debo tener por ahí un par de caleidoscopios.

Fueron horas de horas en la infancia mirando las infinitas posibilidades de combinación de formas, colores, espejos y perspectivas que se estructuraban con cualquier movimiento, por minúsculo que fuera.

Casi te envío un mensaje para contarte lo del Aleph y el caleidoscopio. No, no estuve ni cerca de hacerlo, ni con la conciencia alterada he estado cerca. Jamás me atrevería a perturbar tu calma y olvido. Solo que una botella de vino vacía me recordó conversaciones e imágenes y junté todo, un merlot y Bach. El Aleph y Beethoven. Bach es terapéutico, Beethoven lee el alma. Eso pensaba ayer.

No había podido escuchar en mucho tiempo el concierto para dos violines de Bach, en especial el segundo movimiento. Ayer apareció por ahí y logré llegar al final. Fui interrumpida por una sorpresiva invitación,

- ¡Vamos a Varadero!

Creo que al ver mi cara de desconcierto comenzó a proponer otros destinos: Cancún, República Dominicana, Montañita.

El sistema nervioso es cerrado, sí, somos universos individuales, pero ¿no se suponía acaso que por muchos años estuvimos coordinados? ¿no me escuchó decir que detesto los resort y ese concepto de all inclusive? ¿Que no hay nada más lejos de lo que quisiera hacer que estar tirada a la orilla de una playa con agua tibia?

Debí haber respondido algo, seguro mi sempiterna amabilidad me salvó una vez más y me libró de generar un conflicto. Horror de horrores ¡un conflicto! ¿moi? Imposible. Siempre hay una forma de respetar las diferencias, de aplacar la ira, de bajar la voz, de entender.

Mi psicóloga me dijo hasta el cansancio que ese era mi problema, que transformaba la rabia en pena, que me las daba de comprensiva con todos, que en cierto modo me sentía omnipotente y superior por tratar de buscar explicaciones al comportamiento de los otros y entonces respondía desde la racionalidad y jamás desde la emoción.

Estaría orgullosa mi psicóloga del resumen de sus intervenciones conmigo. Siempre la llamé mi psicóloga, creo que a ella le gustaba eso. Lo malo fue como terminó todo. La última sesión me echó, estaba tan enrabiada conmigo, me dijo que no había visto a nadie más porfiada, de pronto se exasperó, me gritó, me exigió que me enojara, que cómo era posible que no reaccionara frente a sus provocaciones.

Me quedé mirándola, callada. Es que era tan evidente lo que estaba haciendo, buscaba hacerme sentir mal, hasta herirme, por algunos instantes lo logró. Me dijo que me creía buena persona, pero que solo era una cobarde disfrazada de santurrona. Aun así, no le respondí, empecé a pensar en la escuela teórica que fundamentaba esa estrategia. En cómo ella relataría esa sesión a su supervisor.

Creo que suspiré y solo dije – no estoy peleando con usted.

Se tomó la cabeza con las dos manos sacudiendo su pelo rubio lleno de rulos.

- ¡Ándate de aquí! ¡ya no te soporto!

Se puso de pie y se paró al lado de la puerta.

Tomé mi bolso del suelo, le dije que gracias por la ayuda que me había dado en el trabajo previo, me interrumpió

- No vuelvas, te derivaré con Fabio Solari.

- Muchas gracias.

Debió pasarle algo, sus gritos se habían escuchado hasta en la sala de espera, cuando salí me miraron esperando un comportamiento de loca supongo. Me paré frente a la recepcionista y me despedí de ella, agradeciendo por todas las veces que me llamó para confirmar la hora y otros detalles de su buen trabajo.

Pasé a tomar un café con leche y unas galletas al café que quedaba entre Málaga y Burgos. No entiendo bien por qué, pero en unos segundos tenía los ojos llenos de lágrimas y ellas decidieron lanzarse sobre mi taza hasta desbordarla, Las galletas se mojaron, no pude comerlas. La cucharita comenzó a flotar en el plato y hacía un ruidito molesto. De pronto empecé a escuchar todos los sonidos de la cocina de la cafetería, el agua corriendo, los servicios tirados en los cajones por el personal que se reía y conversaban a los gritos. El chorro de agua y vapor de la máquina de café parecía el sonido de un tren, los pasos de la mesera sonaban como si anduviera con zapatos de bailaora de flamenco, su voz chillona parecía decir una y otra vez lo mismo - ¿Qué desea servirse? - Era insoportable. Resistí un par de minutos más, dejé un billete de cinco mil pesos en la mesa y me fui sin que nadie lo notara. La mesera corrió a mi mesa por si había hecho perro muerto, se calmó al ver el billete rojizo.

No volví a ver a Olga, mi ex psicóloga. Tampoco fui al que me recomendó, si la psicóloga en la que confié podía perder así el control con una de sus pacientes, no esperaba nada más de ese gremio.

 Así las cosas, la vida siguió su curso, llegué a la conclusión de que cada persona tiene derecho a un área fracasada o menos desarrollada, yo tengo varias, pero las disimulo bien. Mi madre dice que el arte de la simulación es parte de la buena educación. Ella es extrema, una vez se fracturó un brazo y mi papá tenía invitados a comer. Se aguantó toda la cena, solo yo noté que no movía el brazo izquierdo. Cuando se fue el último invitado, le dijo a mi padre que la llevara a la urgencia, que se había caído de la escalera desde el segundo piso. Mi padre le dijo que si había aguantado tantas horas, bien podía aguantar otras más y esperar que él durmiera. Su día había sido agotador. Pensé que iba a llorar o algo. Mi madre se limitó a recoger la mesa y a dejar las cosas ordenadas, ni siquiera me pidió ayuda. Lo hice por solidaridad. Cuando me acerqué a abrazarla me hizo a un lado y me mandó a la cama. En una casa silenciosa una aprende a observar todos los detalles y a hacer como que todo está bien. A veces recuerdo las tardes de caleidoscopios y burbujas de jabón, las cosas estaban del todo bien. Las burbujas y lo que se reflejaba en ellas era muy interesante. Los colores del arcoíris deslizándose sobre una superficie delicada y traslúcida, una ventana dibujada encima, las hojas del parrón o la cara del perro que trataba de alcanzarlas.

Tanto en un instante.

También podría aplicar esa frase a lo que me pasó contigo, pero lo encontrarías melodramático e inoportuno ¿patológico? No sé si usas esa categoría.

No hay conflicto alguno, todo está de maravillas. Hice las maletas sin chistar. Decir que no iba a significar un enorme problema. Y bueno, tal vez el calor no sea demasiado.

Alguna vez pensé que tú y yo podríamos escaparnos a la playa un día de invierno o a la nieve, algún lugar solitario, solo un rato y hablar de cualquier cosa o no hablar, ¡ah! y compartir audífonos, venden unos que sirven para que dos personas se conecten al mismo aparato, los vi en esas tiendas de cachureos coreanos o chinos. Tan ingeniosos que son. No se pudo no más.

 

II

La arena es suave, hace calor. Hay enormes mesas con cantidades increíbles de comida. Es tanta que no me dan ganas de comer. Hay tantos colores que casi me aturdo, Todos los días hay programas para pasar el día, paseos en barco, ski acuático, salto en bungee, caminata por la selva, una selva aséptica por supuesto.

El color del agua es increíble.

Ahora estamos tirados en unas sillas de bambú cubiertas de toallas, nos acaban de traer unos tragos y unas brochetas con frutas tropicales. Waldo viene de zambullirse en el mar, bronceado, feliz.

Yo miro el horizonte y no se ve ninguna nube.

Mientras mi conciencia se diluye en el mojito, sonrío sin parar.



Stephan Moccio, Dukes

https://youtu.be/gaV3nN85blI


La Japonesa

 


Miguel llamaba a Emilia japonesa, no tenía nada de oriental, al menos no en su físico, tampoco en su verdadero nombre, pero por alguna razón a él le parecía que ella estaba en el lugar equivocado y cuando se dejaba llevar por su lado mágico o irracional, por influencia de la japonesa, también consideraba que la chica estaba en el tiempo equivocado.

 

A veces le venían unas ganas irrefrenables de contactarse con ella, tomaba su celular, la buscaba, la veía en línea, casi siempre estaba conectada. Era inquieta, no podía estar mucho rato sin saber qué estaba pasando, decía que tenía esa sensación de estar perdiéndose de algo. Podía verla mirando la pantalla de su celular, pasando de una red a otra, buscando temas de muchas clases. A veces era enervante.

 

Miguel comenzaba a escribir y luego se arrepentía. No se le ocurría nada para iniciar una conversación que fuera inocua y al mismo tiempo le permitiera saber de ella, de cómo lo veía, a qué distancia lo ponía. Se daba cuenta que era por su ego. Por supuesto que quería que ella estuviera bien, sin dolor, pero qué difícil era tolerar pasar a ser historia.

 

Le puso Japonesa porque escuchaba las bandas sonoras de las películas de Ghibli y otras, se pasaba las tardes leyendo con música de Sakamoto o Hisaishi. Miguel encontraba que era siempre la misma melodía, no podía distinguir una de otra, la Japonesa podía hacerlo, ese nombre le venía porque a veces se quedaba mirando al vacío como si no estuviera ahí, como si su mente estuviera vagando por otros lados. Le recordaba esas pinturas de mujeres menudas mirando el horizonte, ataviadas de kimonos.

 

Alguna vez le confesó que podía volar suavemente por encima de la tierra húmeda del sur o que podía elevarse con el viento recio si se asomaba a acantilados o paisajes más salvajes, que incluso se sumergía en el mar helado y no sentía la necesidad de respirar. Miguel no podía dilucidar si hablaba en serio o lo hacía para confundirlo, para asustarlo. Ahora que estaba lejos de su influencia, concluía que era la imaginación la que la hacía decir esas cosas raras. Una vez, mientras escuchaba The Last Emperor comenzó a describirle lo que veía. Era un secreto. Le decía que sabía qué sentía, que sabía cuándo la extrañaba.  Hubo un tiempo en que eso lo contuvo de imaginarla, de recordarla al lado suyo, acoplada a él, respirando en su cuello, con los ojos cerrados como si solo quisiera concentrarse en las sensaciones que él le provocaba. ¿Cómo sabía la Japonesa que la observaba para guardar recuerdos a los que pudiera recurrir después?

 

Conservaba la misma foto de perfil de cuando estaban juntos, ella parada sobre una roca con un cielo amenazante y una nube negra sobre la cabeza. Decía que esa nube la acompañaba a todas partes, aunque hubiera sol.

 

Miguel buscaba por sus diferentes perfiles, quería más fotos, descubrir qué podría estar sintiendo por la mirada que tenía o si volvería a hablar en claves que él entendía o creía que lo hacía. Encontraba lo de siempre, la japonesa debía estar bien. Transmitiendo en quizás qué frecuencia, quizás qué buscaba ahora. Lo peor, quizás con quién estaba.

 

No se podía confiar en ella. Ella tampoco confiaba en nadie. Decía que las historias que vivía ya las había imaginado, los finales no eran sorpresivos porque se repetían casi calcados. Miguel estaba seguro de que ella se encargaba de que los finales fueran los mismos.

 

Antes era tan fácil hablar, no se detenía y de haber tenido tiempo y no tener tantas exigencias en la universidad podría haber pasado horas hablando con ella.

 

Ahí estaba de nuevo, en línea. Y ahí también estaba esa sensación de que no había que remover nada porque una frase podría cambiar la historia, para atrás y para adelante. O no, lo dejaría en visto y nada más, como lo había hecho él después de sus intensas declaraciones de amor. Un vacío que sonaba parecido a los ecos de un gong pesado y enorme. Así sonaba la japonesa en su mente. Una vibración sorda, profunda que lo estremecía por dentro.

 

Eran las tres de la tarde, había almorzado temprano, a pesar del mes que corría todavía hacía calor y el departamento se volvía un poco insoportable, salió a caminar un rato. La calle estaba vacía, los restaurantes llenos. Manuel Montt era así los sábados. Ya quería cambiarse de barrio, al principio le gustó la idea de estar cerca de todo. Ya no.

 

El teléfono vibró en el bolsillo de su pantalón. Se acordó de la japonesa, aún pensaba que ella podía, un día cualquiera, hablarle con cualquier excusa. No había nada, habrá sido una notificación de actualización de alguna aplicación. Vio a un tipo parecido a Ben Stiller, otro recuerdo de ella, veía una y otra vez la escena en donde el tipo aprende a bailar salsa para impresionar a Polly. Para ella era la escena más romántica que había visto en una película. Recordó ese rato que pasaron tirados en la cama comentando esa secuencia y cómo brillaban los ojos de ella mientras valoraba el esfuerzo del protagonista por estar a la altura de su novia. Miguel discutía que en realidad estaba tratando de ser otro para ella, que el tipo era un aburrido, un obsesivo enfermo de predecible.

 

Siguió caminando por la sombra hasta llegar a la Plaza Ambrosio del Río. Ahí la vio, La Japonesa jugaba con un niño, una guagua. Lo levantaba y giraba con él riéndose en el aire. No se veía algún tipo con cara de ser el padre por ahí cerca. Ella puso al niño en el coche, levantó la mirada directo hacia él. Miguel se quedó dónde estaba, no sabía si acercarse o darse la vuelta y partir. Ella se acercó.

 

- Anoche te vi. Estaba leyendo y estabas cerca de mi cama, a dos pasos. Tenías cara de preocupado. No tienes por qué. ¿Es por mí? Estoy como tengo que estar.

- ¿Qué significa eso?

- Ya sabes, lo sabes perfectamente.

- ¿Cumples un designio?

- Algo así. Igual que tú.

- ¿Cómo se llama tu guagua?

- Miguel

- ¿Por qué? ¿su papá se llama así?

- No, porque debió ser tu hijo.

 

A Miguel la escena le parecía surrealista. La noche anterior hubiera matado por estar cerca de ella, por saber cómo estaba, qué hacía, con quién. Ella lo había visto y vino a su encuentro o él a ella, no es posible saber.

 

Cuando volvió a su departamento, no logró acordarse de cómo se despidió. La japonesa habló de un intersticio por donde se comunicaban, que dependía de él abrirlo más. No entendió nada, como siempre.

 

Un par de días después, mirando de nuevo el celular, se atrevió a teclear, el chat duró una hora, como antes, mejor que antes. Una tarde le escribió que estaba dispuesto a aprender a bailar cualquier cosa con ella.

 

 

Ryuichi Sakamoto, The Last Emperor

 https://www.youtube.com/watch?v=A7zxb5wRMoM


domingo, 3 de abril de 2022

Art Nouveau

 


Se enfrascaron en una discusión absurda, Cecilia decía que la mejor canción para la lluvia era Have you ever seen the rain de los Clearance y Ricardo no podía decidirse entre Purple Rain de Prince o The Rain song de Led Zeppelin.

Que la letra, que la música, la emoción, la atmósfera.

En algún momento Ricardo recordó El Lamento de Dido, lo había visto al pasar en YouTube y se sintió impactado, no era para nada aficionado ni proclive a la ópera, pero esa interpretación lo llevó a pensar en la belleza.

- Por eso te digo, ese verso “¿has visto llover en un día soleado?” ¿no te parece una expresión bella?

- Sí, sin duda, pero también lo son el riff de la guitarra de Prince y el paseo de Led Zeppelin por diversas emociones. La letra no importa ahí.

Se hizo tarde y la mesera les trajo la cuenta del café y el sándwich pedidos como excusa para poder estar sentados en algún lugar. Eran conversadores de poco presupuesto.

Esta vez Cecilia debía pagar. Disfrutaba mucho de las conversaciones con Ricardo, todas sobre cosas inútiles, casi a propósito evitaban temas problemáticos, como la desorientación permanente de ella respecto de casi todo en la vida y la tendencia de Ricardo a construir certezas sobre bases discutibles. Coincidían que las cosas inútiles contenían un valor en sí mismas, no en su funcionalidad. A Cecilia le gustaba el Art Nouveau por el uso de curvas innecesarias, por los vitrales coloridos y su combinación con fierro fundido. A Ricardo le gustaban los jardines zen por la limpieza de líneas y la suavidad que transmitían. Ni ella tenía vitrales ni él espacio para ninguna clase de jardín.

Cecilia se fue a su departamento escuchando una versión extendida de Purple rain, debía reconocer que era hipnótica, pero no lo admitiría frente a Ricardo. Era parte del juego ubicarse en esquinas contrarias, aunque las más de las veces se trataba más bien de matices diferentes en un continuo de lo mismo. Además, si le decía a Ricardo que también pensaba que la canción era tremenda, él podía pensar que la influenciaba y no, nada que ver.

Ricardo se fue a caminar un rato por Monjitas hasta llegar al Parque Forestal, como era martes, no estaba plagado de puestos con vendedores o de ruidosos personajes que habían deteriorado lo que él buscaba ahí los fines de semana, una ilusión de paisaje natural. Un pedazo de sur limitado y tosco. Hubiera invitado a Cecilia a su paseo, pero no se atrevió. Ella se pasaría rollos que no eran. La conocía de sobra, además estaba nublado y era agradable caminar con una brisa helada como acompañante y los audífonos por supuesto. Se los había regalado Cecilia, eran buenos, no como los que se compraba él que con suerte duraban un par de meses.

Cuando llegó a su departamento, Cecilia puso música y se hizo una taza de té. Ricardo le había regalado un tazón de colores que le encantaban, solo lo usaba cuando se sentía bien. Lo mismo que un prendedor antiguo precioso. Tenía tanto miedo de quebrarlo o perderlo que casi no se atrevía a usarlo, era solo para ocasiones especiales. Sentada en el sofá con su tazón en la mano, se acordó de cuando él se lo entregó.

- Mira, encontré esto en unos cachureos del persa. No es gran cosa, no te hagas ilusiones, miré los colores y esas formas y entonces me acordé de que a ti te gustan esas cosas y …

- ¡Es espectacular!, ¡me encanta! ¿sabes qué simbolizan las libélulas?

Cecilia iba a abrazarlo y Ricardo retrocedió, levantó el mentón y miró hacia el lado, entonces ella agradeció y dijo que lo compensaría.

- No es necesario, lo vi y listo. Y no, no sé qué significado tienen las libélulas.

Sí, era necesario, no se iba a quedar con una sensación de deuda con él, por eso le había regalado unos audífonos muy buenos, hasta con garantía.  Había mirado muchas otras cosas para regalarle, se decía a sí misma que era cariñosa con la gente, que solía pensar en esto le gustaría a tal, esto otro a X y así. No tenía nada de raro que también pensara qué cosas podría regalar a Ricardo ¿cierto?

Cuando la vio llegar con una caja, sabía que era la retribución por el regalo, pero no pensó recibir esos audífonos, siempre los miraba, pero se arrepentía de comprarlos por el precio. Aunque si lo pensaba un rato, el regalo impulsivo para Cecilia le había costado más y no lo había pensado un segundo. No podía quedarse dormido la noche anterior a entregárselo, a las tres a.m. iba a mandarle un mensaje por WhatsApp y luego se arrepintió, le iba a generar expectativas que no estaban dentro de la definición de la relación, así es que se aguantó.

- Gracias, te pasaste

Fue todo lo que dijo a Cecilia por los audífonos. Ella lo conocía y sabía que esa sería su reacción. No era dado a las palabras demás. Por otra parte, no es que el regalo fuera otra cosa que un pago.  

En un momento se dio cuenta de que siguió caminando por Monjitas y llegó a la pastelería Quequería Su Señoría. Ahí vendían un kuchen de manzana que le encantaba a Cecilia. Se quedó parado frente a la entrada y su expresión era como si recién hubiera descubierto algo, hacía tiempo que solo pensaba en Cecilia, cuando paseaba y quería comentarle algo, cuando hojeaba libros y quería compartir con ella alguna frase, cuando miraba temas misceláneos en la web y trataba de recordarlos para hablarlos con ella cuando la viera.

Hizo acopio del escaso valor que tenía y le escribió.

- ¿Qué haces?

- Tomo un té, mira.

Venía una foto del tazón.

- Espérame que te llevo kuchen de manzana.

Cecilia no entendía por qué estaba tan contenta, pero se arriesgó y usó el prendedor en su sweater negro.

Ricardo iba a escribir que sí, que sabía qué simbolizaban las libélulas, le recordaban a ella y por eso las buscaba. Se lo diría más tarde.


Creedance Water revival, Have you ever seen the rain

https://youtu.be/PQnP_66siwI


Prince, Purple Rain

https://youtu.be/TvnYmWpD_T8



jueves, 31 de marzo de 2022

Raros


Podía decir que durante la noche anterior el insomnio fue interrumpido por breves sueños incomprensibles o al menos muy difíciles de traducir en palabras. Que bien que el trabajo comenzaba en la tarde este día.

No lograba creer cómo era posible que algunos escritores dieran con tal puntería justo en el clavo de las que habían sido, o eran aún, sus cavilaciones más repetitivas, tanto, que se cansaba de pensar en ellas.

Lo mejor de su trabajo era la posibilidad de leer. Tenía metas de ventas que lograr en la librería y, aun así, en incontables situaciones, odiaba aquel momento en que un cliente se paraba frente a ella y esperaba que apartara la vista del libro para poder recibir atención. Había aprendido a tomar aire, levantar la vista con suavidad, sonreír y parecer bien dispuesta a orientar la compra. Así, la breve espera no trababa las emociones que se requieren para la búsqueda de un libro.

Era la que vendía más. Jamás decía – No, ese libro está agotado -, si alguien preguntaba por un título que sabía no estaba en stock, comenzaba a hablar del autor, de su historia, de los temas que lo caracterizaban e iba mostrando un título tras otro. En un gesto estudiado, enfatizaba alguno de ellos alabando la historia, el título y lo mucho que aportaba a lo que fuera que estuviera en mente del comprador. A esas alturas el cliente ya se había interesado por otro libro y había olvidado el que venía a buscar. Notaba de inmediato cuando se trataba de alguien inexperto, se sentían inseguros en una librería y tendían a quedarse en el mostrador de los best seller o los libros que habían sido citados por algún diario el día domingo. Por lo general, buscaban un título por encargo o para un regalo. En esos casos pedía que le describieran un poco la personalidad de quien lo recibiría, a qué se dedicaba, qué tipo de música escuchaba. No pocas veces algunos compradores volvían para agradecer sus recomendaciones. Salían con más libros comprados, obvio. En ocasiones los otros vendedores no tenían a nadie para atender y Begoña tenía a por lo menos tres esperando. Cuando sus compañeros la miraban con la cara larga, se encogía de hombros. Ya no les decía que leyeran más. La respuesta era siempre la misma – Tenemos vida.

Estaba consciente de que era y parecía una mujer solitaria, solo acompañada por pilas de libros. No se refería a otra cosa que a lecturas y películas. Parecía un compendio de información que de práctica no tenía nada.

Era cierto que Begoña vivía en las nubes. Imaginando, soñando. Inventándose historias. Era la hija única de un matrimonio de profesores. Desde niña la llenaron de libros. Construyeron para ella un universo dentro de su casa. Sus padres querían protegerla del mundo. Su padre estaba convencido de que era limitada, a lo más y con generosidad en la apreciación, normal. Su madre pensaba que había esperanza si lograba alguna vez ser práctica y dejaba de preguntarse cosas raras.

 

II

Hacía un par de años, había conocido a Danilo. Lo había confundido con alguien que frecuentaba la librería para solo para mirar y comenzó a hablarle en el metro. Danilo le siguió la corriente, Begoña le hablaba con tanta familiaridad que le pareció que el confundido era él y tal vez sí la conocía. Ella llevaba un libro en la mano, él lo había leído hacía poco. No tardaron en comenzar a comentarlo y a decir por qué resultaba tan impactante. Danilo sintió la conexión. Begoña la atribuyó a la magia del libro. Cuando la casualidad los puso en el mismo vagón por tercera vez y habiéndose dado cuenta de que no se conocían de antes, intercambiaron teléfonos. No pasó mucho tiempo para que sintieran que tenían mucho que decirse. Begoña era enamoradiza, buscaba sentir algo parecido a lo que sentía Catalina Earnshaw por Heathcliff en Cumbres Borrascosas. Asumía que la suya era una fantasía muy pop. Tal como las adolescentes habían querido ser Bella para Edward en Crepúsculo cuando estuvieron de moda las películas de vampiros. Quería decir en algún momento que tuvo un amor, ese por el que se pierde la temporalidad, ese por el que se sintió niña y vieja. Aquel que se ubica en la calma del centro del huracán mientras todo da vueltas alrededor. Danilo no fantaseaba, se dejaba llevar. La vida traía siempre cosas buenas, se decía.

Begoña se imaginaba rodeada de un viento frío y potente junto a Danilo en la cumbre de alguna montaña. El pelo crespo de él se desordenaría aún más y el de ella, liso y largo flotaría en todas direcciones. Estarían abrazados sintiendo que allá arriba eran intocables.

  

III

Danilo.

Danilo se consideraba un tipo normal como todos los raros. Se sintió sorprendido y abrumado por la intensa Begoña, ella le hablaba de cosas que no lograba entender. Al principio sí, porque ¿hay que explicarlo? Entre tanta feromona, gustos en común y ese efecto cuasi alucinógeno del deseo, pasó por alto una serie de señales de peligro, iguales a esas luces amarillas que advierten del final del camino y la cercanía del abismo.

Bonita la Begoñita, decía su madre. – Mareadora como frutilla de borgoña – afirmaba su padre. Begoña, borgoña, Begoñita la bonita. Danilo se repetía esas palabras como si fuesen una ronda infantil y cuando caminaban por las calles canturreaba tratando de buscar una melodía que calzara.

Danilo, el eterno estudiante, ahora cursaba un post doctorado en filosofía en la universidad católica y si bien tenía los recursos para vivir solo, le alcanzaba para una caja a la que llaman estudio y sin los cuidados de sus padres. La opción obvia era seguir siendo un adolescente eterno, convencido, tal como decía O. Wilde, de que algún día haría grandes cosas.

Sus padres viejos eran raros también, pero de los raros solapados. Eran casi sus esclavos, el niño tenía que estudiar, - es filósofo - decían con orgullo a quienes preguntaran - esa profesión era la más importante de todas - se largaban en esas ocasiones en una perorata eterna en cualquier situación, en la fila de la verdura, regando las plantas del antejardín, donde fuera, porque a Danilito no lo iba a ningunear nadie. Menos lo iban a comparar con su hermana odontóloga que había nacido parada, por pura suerte se sacaba buenas notas, se ganó una beca y encima se había enamorado de un cabro buena gente. Pura chiripa porque era una insolente, en cambio Danilito era tan buen hijo, casi no molestaba, pasaba encerrado leyendo y tan solitario el pobrecito.

Begoña la regalona y Danilo el eterno niñito.

Ella fue mejorando su posición en la cadena de librerías, a su pesar inclusive. No tenía en qué gastar lo que ganaba así es que fue ahorrando para un día recorrer los paisajes descritos en sus novelas favoritas: la costa de Escocia o de Irlanda. Por último, Dover con sus rocas blancas y ese viento húmedo que le calaría los huesos y mojaría su vestido de flores hippie chic que la haría parecer una Jane Eyre moderna, igual de limitada en su capacidad de relacionarse y casi ciega frente a los riesgos y secretos de los demás. Incapaz de espantar sus sombras internas porque en lugar de sufrirlas las usaba de abrigo.

Su padre era el más sorprendido, pidió a un amigo que la contratara como pago de una deuda antigua, solo por 6 meses. Begoña aceptó a regañadientes, Begoña la regañona, de otro modo la llevarían una vez más al psiquiatra y tendría que fingir que era muy normal y adecuada. Podría decir que tenía ansiedad, es de lo más común en estos días, pero prefirió no hacerlo y probar lo que era parecer adulta. Su madre la convenció – 6 meses, ¡son solo 6 meses! luego de ese plazo te dejamos hacer lo que quieras, así sabremos si nos podemos morir tranquilos – Begoña suspiró y aceptó. Esa cantinela - ¿Qué va a ser de ti? No tienes idea de cómo es la vida, cómo se gana la plata, no sabes hacer nada ¡ni un mísero huevo frito! – la había escuchado tanto, en todos los tonos, formas y colores que la vocalizaba al unísono con sus padres. La madre se ponía a llorar y el padre salía al patio a fumar. - ¿En qué nos equivocamos con esta niñita? De chica ha sido un problema tras otro. Los enfermaba con los comentarios de los libros que leía, la forma en que hablaba cuando imitaba a los protagonistas y peor cuando le daba por vestirse y decorar su dormitorio según lo que estaba en su mente. Begoña la ñoña.

Ahora era jefa de zona. Los 6 meses eran ya tres años.  

Danilo decía que se alegraba por ella, inclusive se autoconvencía de que se sentía orgulloso de los avances y de lo cerca que estaba de su viaje anhelado, pero no contaba con que se iba a poner sentimental cada vez que ella hablaba de irse.

En la ceremonia de fin de año de la cadena de librería se premiaba a los nuevos talentos y Begoña recibiría un reconocimiento especial. Danilo acompañó a Begoñita, pero durante la ceremonia leyó sin parar un libro que llevaba para entretenerse cuando su mínima tolerancia a lo que no fuera de su interés apareciera y lo hicieran huir de ahí. Las cuestiones filosóficas eran mucho más importantes y requerían de su absoluta concentración.

Begoña tuvo lo que muchos ahora llaman una epifanía. Estaba en el escenario y no podía articular un discurso, sentía que se estaba volviendo invisible. Lo peor fue un flash forward, se vio al lado de Danilo, sus felices padres, los de ella porque ya tendría a alguien que se ocupara de Begoña y su inutilidad y los de él porque al fin había encontrado una buena niña que entendía el amor de su hijo por los libros.

La escena pasó rápida por su mente.

¿Dónde se proyectan las fantasías? Adentro por supuesto, pero dónde.

Begoña se imaginó toda la vida con Danilo, trabajaría en la librería hasta siempre y no tendrían la obligación de hablarse porque cada uno tenía un mundo interno demasiado amplio.

Los invitados a la fiesta de ese matrimonio de dos inútiles y raros no podían entender cómo se las arreglarían para armar una vida, pero habiendo buena comida y música les desearon felicidad y éxito eternos.

Begoña, la soñadora y Danilo el lector no tenían expectativas y parecían cómplices de un delito bien consumado cuando se fueron juntos a vivir cada uno en su mundo.

 

 

Samyula and the Spring Ensamble

https://youtu.be/-_vMlXG9gPQ


 

lunes, 28 de marzo de 2022

Manada

 



Algo llovió y el pecho volvió a inflarse con un alivio vivificador. Era hora de partir a la montaña. Eso de merodear por donde habitan los humanos no podía traer nada bueno. Sabía jugar a la mascota, dejarse acariciar el áspero pelaje, hecho para el invierno y las alturas. Aprendió a ir a buscar un palo y traerlo de vuelta para recibir un remezón cariñoso cerca de su hocico o también en las orejas.

Aprendió a quedarse echado en el piso mientras su humano también estaba quieto, sentado sobre una banqueta en el patio o a caminar a su lado mientras cortaba ramas. En esas ocasiones era más difícil dominar su naturaleza, miraba atento a los pájaros que bajaban con algo de inocencia a buscar restos de nueces molidas, gusanos o lo que fuera que comieran. Si había comido recién podía refrenarse, mirar a otro lado, hacerse el manso, el humano lo ayudaba en su empeño, a veces le hablaba y los pájaros, zorzales, tórtolas o chincoles, huían rápido en bandada.

Hacía mucho que no olía la tierra húmeda por la lluvia. Claro, regaban seguido en esa casa, pero por causas que desconocía, el olor húmedo de la lluvia era otro. Indefinible. Las hojas del nogal son perfumadas, cuando los humanos las juntaban en otoño se revolcaba sobre ellas y era un aroma aturdidor, algo ácido, algo dulce. Las del manzano olían diferente, las del palto y el durazno eran más suaves. El eucalipto y era de una fragancia un tanto insoportable. Las del fresno sonaban agradables al pisarlas. A veces se paseaba en círculos sobre ellas.

Por varios años había domado su naturaleza, se había portado bien, cuidaba fiero la casa y a sus habitantes, una sombra, un ruido extraño, hacían que se sobresaltara. Su lomo se erizaba y partía a repartir el eco de sus ladridos, la mayoría de las veces eran cosas sin importancia, niños que corrían por fuera, algún vendedor, el que venía a revisar el medidor del agua.

Lamentó tanto cuando no pudo hacer nada y uno de los humanos estaba siendo atacado. Ladró, aulló, saltó todo lo alto que pudo, corrió por todo el perímetro del patio, botó todo lo que estaba a su alcance para hacer ruido, pero lo tenían apartado en el patio, no pudo traspasar el portón y solo podía escuchar enfurecido los gritos de los invasores. Salivaba profusamente mientras imaginaba enterrando sus colmillos en la carne de esos tipos, los hubiera desgarrado sin compasión. Uno por uno. Hubiera sido la lucha más épica de su vida y ahí estaba, encerrado, inútil, un testigo más del ataque y encima mudo.

Entendía a sus primos, que se quedaran ahí, al lado de los humanos, jugando, esperando recibir cariño y comida procesada. No importaba si la vida no era tan interesante y variada como solía serlo en las montañas, donde hasta la búsqueda de un refugio se convertía en un desafío, no debían verlo los humanos, ni los otros animales a los que podría cazar cuando el hambre lo impulsara.

Desde cachorro supo que había nacido para estar solo. Era raro. Eso lo asumió demasiado tarde. Podía disfrazarse de un primo que sabía dar y recibir caricias, podía fingir una calma imperturbable y dar a cada uno lo que necesitaba. Más de una vez pensó que había encontrado su lugar, intentó acomodarse, olvidarse del impulso salvaje que lo hacía recordar paisajes que no había conocido. Se acostumbró poco a poco a esos recuerdos inexistentes. Sería la impronta de su especie, alguna programación genética. Algo lo hacía añorar un regreso hacia alguna parte que no sabía dónde estaba. Se veía corriendo libre por el frío, atravesando riachuelos, saltando de una roca a otra, enterrado en la nieve buscando algún conejo, sintiendo el olor a sangre, a carne cruda, a vísceras, a orines que soltaban los animales a punto de morir. El olor del miedo, incluso el del propio, es una experiencia imposible de vivir en la seguridad de un hogar con humanos.

¿Qué era el miedo? Un freno, una sensación de parálisis y muerte, la propia o la de otro. Así decían sus primos, para él el miedo era un motor, una fuerza de ataque, de lucha en la que podía matar o morir. Y ya varias había sentido que había muerto, se encerraba en su casucha, no salía para nada más que no fuera para tomar agua y a veces comer. Y hubiera querido morir con las heridas recibidas, descansar de todos, de sí mismo, de las imágenes del bosque y la montaña. Desaparecer, pero no estaba en su naturaleza. Sabía que volvería a tener fuerza en las patas, se levantaría y sacudiría el lomo como secándose después de un aguacero. Lo había hecho después de varias luchas, algunas insignificantes y otras que lo dejaron llenos de cicatrices, como cuando se encontró con un rottweiler que no lo soltaba. Las heridas recibidas nunca se borraron, lo habían vuelto más desesperanzado, más convencido de que no tenía sentido buscar nada más en el terreno de los humanos y sus primos mascotas.

Sus primos trataban de convencerlo de que entregar sumisión a cambio de seguridad y compañía era una buena transacción. De hecho, los mismos humanos hacían esos negocios. Cosas de primates, gregarismo, simbiosis. Eso era, pero no pertenecía a esa especie. Es más, aquellos con los que se relacionó se lo demostraron, no tenía el encanto de los primos, carecía de eso que a los demás los hacía queribles y por los que los humanos hacían toda clase de cosas por quedarse con ellos. El costo de ser como era, de tener otro patrón de conductas, de no saber qué era lo que había que hacer.

Ese aroma a árboles lavados por el agua, a flores perdiendo sus pétalos por el peso de los goterones, lo llenaron de nostalgia por la montaña. Si no partía ahora, luego sería demasiado tarde, no tendría fuerzas para correr y cazar. Su vigor y agilidad irían desapareciendo y lo convertirían en uno de sus primos, haciendo todos los días lo mismo, incorporándose para comer, agachando el lomo para ser acariciado y luego espantar algunos pájaros dormir y ya, otro día vendría y otro más.

Llegó la hora, había que esperar uno de los muchos descuidos de esa casa. Recorrió todos los rincones olfateándolos como si fuese posible guardarlo como un archivo, fue a comer y también intentó retener en su lomo la caricia del humano. Esa mano suave e indefensa frente a sus colmillos afilados,

Se recostó frente al portón, en cuanto lo abrieran saldría corriendo sin mirar atrás, se iría a la montaña, se demoraría horas. Más, quizás más.

Escuchó cuando gritaban su nombre, pero no era su verdadero nombre. No tenía. Un reflejo aprendido casi lo hizo detenerse, pero solo fue un enlentecimiento de la carrera, pasada esa barrera, siguió veloz. Ya no podrían alcanzarlo. Se sintió más grande, más alto y ancho. Sentía la lluvia en el hocico y la nariz. El olor de su pelaje se volvió intenso y penetrante. Ningún animal osaría acercarse, menos un humano. Nunca más un humano.

Cuando estuvo asentado en su guarida, sintió que había encontrado su lugar, lejos de todos. Se lamía las patas cuando estaba cansado. Se recostaba, después de dar unos círculos, sobre una pila de ramas secas. Había observado a otros parecidos a él que en la noche iban a oler sus huellas. Ya llegaría el día de conocerlos y dar la pelea por el respeto de la manada. Algunas noches extrañaba a los humanos y su comportamiento gregario. Viajaba a su lado y podía adivinar lo que estarían haciendo.

Una mañana los vio venir, eran cuatro lobos, muy parecidos a él no querían pelear. Lo esperaban. No se decidía a unírseles, cuando lo hizo, no recordó a ningún humano más.


La cortaron verde

  Luego del portazo producido por el viento de ese verano, se quedó a cargo del cuidado de la chacra. Era pequeña, pero para quien solo sabí...