I
Se
quedó con las ganas de seguir un diálogo lleno de preguntas que no formularía. En su lugar comenzó a hablar de este otoño,
una decepción.
-
¿No te parece más un verano deslavado que
el comienzo del invierno?
-
Que el calor dure pocas horas es a lo
máximo que se puede aspirar.
Fingiendo
una conversación, analizaron juntos la analogía de la luz como sabiduría y
esperanza, así como la sombra de la confusión y el miedo. Sumaron el calor y el
frío, las sombras de la caverna de Platón, el arcoíris de la concertación
después de la dictadura y hasta la primavera árabe.
Uno
de los dos llevaba otra línea de pensamiento interna o triple en vista de que
advertía que estaba pensando otra cosa mientras las palabras fluían con
corrección y naturalidad. El yo desdoblándose una vez más.
Podía
hacerlo bien, como sea, es una característica civilizatoria. Recordaba como
bajaba la cabeza cuando recibía las reprimendas de la madre y las consideraba
injustas en la niñez. A veces hasta estaba llorando y en su mente era valiente,
o insolente, de acuerdo con los parámetros de la época, y respondía con lo que
quería decir. Entonces podía ser otro niño y no aquel complaciente y bien
portado.
El
otro, hacía lo propio y reverberaba en su mente esa expresión de Cortázar –tan
café con leche – todo el día se había quedado con esa imagen en la cabeza.
¿Cómo
nos daremos cuenta de que hemos recaído si por la mañana estamos tan bien, tan
café con leche, y no podemos medir cuánto hemos recaído en los sueños o en la
ducha?
El
contraste de luz y la sombra daba para muchas conversaciones, tanto como
ponerse al día y la actualidad en donde los eventos ocurren tan rápido y se
está tan inmerso que no es posible dimensionar qué está pasando incluso en la propia
vida, pero seguía hablando del sol, el frío, la fruta, los pies helados.
El
Uno y el Otro son intercambiables, el yo jugando a cada rato a entender. Entenderse.
II
Cierto,
había sido una mala idea juntarse en un café, era mejor invitar a otro lugar,
algo más evocativo para estudiarse. ¿Un bar, un paseo? Había varios en lo
mismo, al frente una mujer de unos treinta y tantos, haciendo como que no le
interesaba ganarse la atención de su cita, un treintón, vestido y peinado a la
moda, estudiándola entera mientras mantiene una mirada de profundo interés en
lo que ella decía. La mujer desplegaba una serie de gestos mientras destrozaba
un pastel con mucha crema, por el color parecía uno de moka, él, previsor,
pidió solo una porción de galletas. La mujer exagera sus gestos y su lucha con
el pastel, él está apoyado en el respaldo de la silla, a centímetros de parecer
desinteresado, una pierna estirada hacia adelante, que la mujer no ve, lo hace
dueño del espacio. Ella afirma sus piernas en la silla, como retrocediendo mientras
su torso está casi encima de la mesa, en ocasiones se retira, pero su esfuerzo
con el pastel no la ayuda.
Ambos
se estudian, ella sonríe poco, él menos. Ambos se cuidan de no parecer demasiado
interesados, pero sí educados. El objetivo parece ser una competencia por quien
muestra menos interés y luego decir – fue agradable – sabiendo que no se escribirán
otra vez.
III
Más
allá, un par de mujeres habla sin parar, son habituales de por aquí, siempre
peleo con una de ellas porque insiste que el brunch, nombre siútico para
una once o desayuno más contundente, se llama Côte d'Azur, ella dice – cotdasiur
- y yo me hago la que no entiendo porque se llama Coté de Azur – cotédeazur
-. A mí me va a venir a enseñar ¿Qué se cree esta vieja? Soy yo la que
trabaja aquí y no voy a saber cómo se llama el famoso brunch. ¡Qué pida
el otro entonces! El Paris tiene más cosas todavía y así no pelea conmigo sobre
cómo se pronuncia. Siempre gano yo, obvio; la amiga termina pidiendo porque ya
no tiene paciencia para la misma pelea.
Otra
gente deja de hablar cuando una va a servirles, pero parece que el tiempo se
les hace poco para hablar. Tanto hablar y hablar, hablar qué - ¡cosas de viejas
serán pues! – los hijos, los nietos, lo caro del aceite, lo mal que se porta la
nana, cuál detergente es mejor y esas cosas que hablan las viejas. ¿De qué más
van a hablar?
Algunos
clientes me caen bien aquí, la mayoría no. Se gastan mucha plata en leseras, a
mí me costaría un día de trabajo lo que a ellos una once, pero aquí me tengo
que esforzar por tratar bien a la gente, ya de dos cafeterías me han echado por
reclamos, pero es que son enervantes. Ya los tengo clasificados, a una le hacen recitar toda la carta porque los aturdidos no saben usar el código QR del teléfono,
como si fuera tanta ciencia. Casi siempre piden los primero que una nombra
porque no les da la memoria para más, el truco es nombrarles lo más caro y lo
que una sabe que hay. Antes trabajé en un café donde no había ni la mitad de lo
que estaba en la carta y ahí tenía que estar una poniendo cara de gato con
botas y dar explicaciones ridículas: los proveedores, el cambio de dueños, en
fin, pero hacer eso todo el día, todos los días aburre y yo me aburrí. Un día,
el papá de mi hijo, ese huevón, no lo vino a buscar, era sábado y yo tenía que
ir a trabajar, ningún hombre va a entender esa desesperación, estar lista para salir,
el cabro chico llorando porque no llega el ahueonao y una, histérica, gritando
por el teléfono, pateando todo, los juguetes y la mochila preparada para el día
que sale con el papá. Lo único que escuché en mi cabeza, era – Loca, lo siento,
no puedo ir a buscar al Gonzalito - no sé qué dijo después, no le creo nada, lo
empecé a insultar, a decirle que si yo no trabajo el cabro chico no come, que
seguro se había ido de farra y no podía levantar el culo de la cama. Le dije
todo lo que se me ocurrió y cuando me di cuenta, el infeliz me había puesto en
altavoz para que su nueva pareja escuchara lo loca que puedo ser.
Tuve
que dejarlo con mi vecina porque mi mamá no me hablaba hacía una semana y yo me
había jurado nunca más pedirle ayuda. Vieja de mierda, toda la vida sacándome
en cara que por mi culpa sacrificó su juventud y que encima yo me había puesto
a tener un hijo con un huevón penca - ¿Y mi papá?, tan buen partido que es poh,
si ni lo conocí – ahí me echó y tuve que rogarle que me perdonara porque no
tenía dónde irme. Me comí la rabia entera y ahí estoy tratando de sobrevivir
con mi sueldo de mesera. Ese sábado llegué una hora y media tarde al trabajo,
todos con cara de perro y yo lloraba de pena y rabia, le rogué a mi jefe que me
dejara adentro lavando los platos porque era incapaz de hablar sin llorar. No
le quedó otra.
Todos los favores se cobran, todos los sacrificios se cobran, eso me decía una amiga. Dicho y hecho, que no me echara fue considerado un favor y de ahí en adelante el miserable de mi jefe empezó a manosearme y a hacerse el lindo, trataba de que me quedara después del cierre. Busqué otro trabajo en mi media hora de descanso caminé por los cientos de cafeterías y restaurantes de la zona y cuando estuve segura de irme, yo misma lo provoqué una tarde y cayó redondito. Me metió la mano por el escote, en el delantal yo llevaba un tenedor, fingí que me gustaban sus dedos chicos y regordetes metidos ahí, retrocedí para apoyarlo en la muralla y cuando estaba todo calentón le enterré el tenedor en el muslo. No pudo gritar porque lo tenían demandado por acoso hacía tiempo y lo vi gritar hacia adentro de sí mismo, estaba rojo de rabia, parecía que iba a explotar, casi oigo sus garabatos y por supuesto la amenaza de echarme.
¿Qué puedo decir de eso? Odio los dedos chicos, regordetes y que parece que se doblan hacia atrás como si fueran de goma y también detesto a las viejas que no saben pronunciar su pedido de la carta y me corrigen.