Foto de David Yu (Pexels)
La vi sentada en una jardinera del
edificio vecino a mi trabajo. Casi en el suelo, Jacinta sujetaba su cartera
contra el pecho y el bolso con el computador estaba semi escondido detrás de
sus piernas dobladas en una posición casi imposible. Parecía que la habían
asaltado recién y que hubiera luchado por no perder lo que con tanto celo
afirmaba contra su cuerpo. Reconozco que no me atreví a acercarme en un primer
instante. Suelo acobardarme cuando intuyo que una situación puede volverse
difícil y requiere algo más de mí que solo la habitual cordialidad y civilidad,
pero levantó la mirada y me vio ¿por qué será que esos instantes que podrían
ser nada pueden convertirse en un paso hacia el caos en menos de un segundo?
Ahora pienso lo mismo, pero al revés, la cantidad de veces que pasé por lugares
buscando encontrar algo inesperado y solo sucedía lo mismo de siempre, nada.
Así funciona, las sorpresas, buenas o malas no se esperan, suceden.
Levantó
la mirada y me reconoció, era la desesperación hecha ojos. Me acerqué y estaba
petrificada. La ayudé a incorporarse, tiritaba y estaba helada como si fuera
junio en pleno diciembre. Cuando logró hablar su voz no era la que siempre me
había impresionado por su firmeza. Muchas veces me impresionó la autoconfianza
que trasuntaba en su postura, gestos y en especial su forma de hablar. Parecía
que ya había ensayado las respuestas, opiniones o chistes y le salían las
palabras ordenadas con buena pronunciación y pertinencia si se puede llamar así
a encontrar la palabra justa como diría Silvio Rodríguez en su eterno y agudo
Ojalá. Su
voz era la confirmación de una mente equilibrada y en paz consigo misma.
Características que no encontraba en mí por supuesto.
En
cuanto logró pararse por completo me abrazó casi aferrándose a mí. Cuando se
separó o la separé más bien, logró balbucear lo evidente, que estaba mal, que
no sabía ni dónde estaba o qué podía hacer para irse a su casa. Hacía mucho que
no la veía, no sabía dónde vivía o con quién. Me la imaginaba en un barrio
bueno, digno de alguien con su capacidad y ganas de tener éxito en la vida. El
éxito medido en plata e imagen claro está, lo demás no se ve, solo se imagina.
Conocí su historia a pedazos y la
verdad es que no me interesaba tanto como para averiguar más, pero la vida es
rara, casi tanto como las personas y además de un par de frases de sus colegas
o compañeras de trabajo no sabía mucho más de su vida de adulta − ¿no te dijo
que era exitosa? o ¿no te preguntó dónde trabajas y cuánto ganas? Claro, se
notaba que le había ido bien, hasta le habían hecho un par de notas en la
revista Ya del Mercurio, aunque al parecer su meta era haber aparecido en los
líderes de la selección anual del mismo diario. Eso decían los mismos que
comentaban con cierta sorna su buen puesto y nivel de contactos. A mí me
parecía que tenía algo que la hacía tomar la mejor opción, una especie de
instinto, ese del que hablan los empresarios y gurús de los negocios. Una vez
me la encontré y la felicité, me respondió con un gesto desagradable y siguió
conversando sentada e impecable como siempre. No me molesté en pensar en ella
ni treinta segundos más porque creo que la amabilidad no le hace mal a nadie y
si ella era incapaz de devolverla era su problema.
La sujeté del brazo para ayudarla a caminar.
Decía cosas incoherentes para mí que me muevo en un rango más o menos suave de
emociones - la calle es sinuosa, se mueve como una serpiente y me marea; no
puedo respirar- se tomaba la blusa y decía que le apretaba el pecho. Respiraba
con dificultad y sentía que su cuerpo le quedaba estrecho. Otra con ansiedad
concluí, pero en situaciones de emergencia como esta no me sale nada. La
torpeza se apodera de mí y espero que las cosas sucedan, se acaben solas, sin
que haga falta hacer o decir algo. Se me hacía eterno ese momento en que sin
querer prestar ayuda me encontré de sopetón con el rol de quien tenía que hacer
ese temido algo. Lo único que deseaba era que Jacinta no se desmayara. Ella no
colaboraba en nada. Solo repetía sus sensaciones y se quejaba de no poder
respirar. Se acercó alguien, una de esas personas que tienen opinión de todo y
dijo que se trataba de un infarto - eso me faltaba- debo ser una muy mala
persona porque vi quinientas imágenes de cómo podría zafarme a esas alturas y
ninguna servía. Muy tarde para no hacer nada. Como pude casi la arrastré hasta
un taxi y le dije que nos fuéramos a la urgencia más cercana.
En la Clínica Santa María nos vieron entrar y
le pusieron a Jacinta una silla de ruedas. ¡Que alivio! ella, una mujer delgada
pesaba como una tonelada en mi hombro y mi brazo. Tiritaba de frío y seguía sin
poder hablar. Me pasó como pudo su cartera para que sacara sus tarjetas y
documentos de identidad. No alcancé a mirarlos. La pasaron enseguida al triage
y desde ahí a la consulta de urgencia. Después de un rato, eterno para mí,
me preguntaron quién era yo y si tenía cómo ubicar a su familia. Habían
aplicado el protocolo de rigor para infarto y la conclusión era que se trataba
de una crisis de pánico. Ahora estaba durmiendo y no se despertaría hasta al
menos unas tres horas más. A esas alturas, las diez de la noche pasadas mis
planes de un descanso de esa tarde noche fueron reemplazados por una labor
detectivesca: averiguar sobre ella y dar con algún familiar.
Se negaba a decir nada de sí
misma, no tenía el teléfono a mano y decía que no se sabía el número de nadie.
Hubiera querido desaparecer, irme a mi departamento y ver series, leer lo que
hubiera a mano o tomarme una pastilla o hipnotizarme con Tik Tok, cualquier
cosa era preferible a estar en ese lugar haciéndome cargo de una situación que
nada tenía que ver conmigo.
La tarea no fue nada fácil, la
busqué en las redes. Hasta donde yo sabía, unos ocho años atrás, era muy activa
en ese espacio virtual, era habitual encontrarla en fotos de premiaciones, cocktails
y seminarios de gente de grandes empresas. La sonrisa perfecta - otro verso de
Silvio – y escribiendo hermosos comentarios acerca de casi cualquier cosa: la
belleza de la vida, la motivación de los equipos de trabajo, vacaciones,
familia y la abundancia de felicidad en los pequeños instantes. Dicen que no
discrimino con quienes me relaciono en las redes y así debe ser porque la tenía
de contacto y casi no me explicaba desde cuándo o cómo. Me encontré con cuentas
inexistentes en todas las plataformas. Empecé entonces a tratar de ubicar a
algún familiar, a algún compañero de generación en la universidad y la
respuesta de aquellos que se dignaban contestar era la misma −no sé y no me
interesa –. La mayoría me dejó en visto. Ya era tarde, tal vez por eso no
respondían. Fui a hablar al mesón de atención al cliente, con el turno de
administrativas diferente, para informar que no tenía cómo ubicar a quien
conociera a Jacinta, me dijeron que no había nadie con ese nombre − ¡Listo! Me
puedo ir y decir que me había equivocado de clínica, pero ahí estaba el sentido
del deber, ese que se transforma en una voz interna que impide negociar y
obliga a seguir intentando ayudar incluso a quien no desea ayudarse a sí mismo.
Estaba en plena confusión interna cuando salió alguien del sector de atención
de urgencia y llamó a quien acompañaba a la señora Elsa Vicuña, nadie se acercó
y entonces vi una oportunidad. No tuve que decir nada, me dejaron pasar y
entonces vi a una Jacinta diferente, más parecida a la que conocía y de la que
recordaba ese gesto desagradable. Me miró con ese mismo desdén cuando me vio
entrar y algún pensamiento utilitario debió pasársele por la mente porque luego
me sonrió como en las fotos que publicaba antes, en pose de felicidad y
amabilidad.
−¿No te aburriste de esperar?
−Por supuesto que sí señora Elsa
Vicuña, pero no se puede dejar a una amiga sola en dificultades, si algo de
humanidad queda ¿no te parece?
Miró hacia la cortina como si
hubiese algo interesante ahí y luego agregó.
−Siempre dije que Santiago es
una ciudad muy chica, que no sacaba nada con cambiar mi nombre y hacer como que
tenía otra vida.
−¿Quieres llamar a alguien? ¿te
sabes algún número?
−No, si puedes, acompáñame hasta
la salida, ahí tomaré un taxi hasta mi casa.
Iba a corregirla −no, gracias−
querrás decir, pero me arrepentí. Otra pauta clásica, se hace un favor sin
querer y luego viene el desquite en forma de agresión contra el beneficiario de
la buena obra. A veces se puede llenar silencios incómodos con conversaciones
acerca de nada: el tiempo – que rara esta lluvia de octubre o ¿cómo está tu
familia? − y muchas derivadas posibles, pero todas las preguntas u
observaciones me parecían impertinentes o riesgosas. Quería y no quería saber,
logré permanecer en silencio y la dejé en un taxi. No se despidió y no miró
hacia atrás. Vi como movió su cabeza como arreglándose el pelo que llevaba del
mismo modo desde el colegio y se alejó.
Llegué a mi departamento pasada
la medianoche. Al otro día había una reunión temprano así es que, zopiclona
mediante, me dormí de inmediato.
Al despertar con la alarma del
teléfono, me encontré con una invitación a almorzar de alguien a quien había
recurrido para ubicar algún contacto de Jacinta. La curiosidad y las ganas de
hacer algo diferente en mi rutina y, por supuesto, mis buenos modales, me
hicieron aceptar. La mañana transcurrió lento en la oficina, era de esos
escasos día en el mes en que la actividad se enlentece y las horas pasan lento,
esos días que se añoran cuando las horas y los años pasan tan rápido que es
difícil decir qué pasó antes o después y entonces la memoria hace esfuerzos
entre eventos destacados como la celebración de un cumpleaños, las noticias,
las fiestas del 18 o cualquier hito al que asirse para distinguir épocas y
personas.
Las ventas de seguros de salud
se habían disparado por el temor a la desaparición de las ISAPRES así es que mi
tarea estaba siendo más fácil, no tenía que devanarme los sesos ideando
estrategias de ventas y negociar las metas con cada departamento. Los vendedores
estaban lanzados y solo me correspondía advertir lo de siempre, no ofrezcan lo
que no podemos cumplir como empresa.
Llegué a tiempo al almuerzo, Le
Bistrot de Gaëtan, fue el lugar escogido por cercano. Nos sentamos en el primer
salón, un lugar que permite conversar sin alzar tanto la voz. Nicole llegó
antes y sonrió como si de verdad se alegrara de verme, me abrazó con cierta
intensidad y eso me pareció un poco sospechoso, suelo mantener la distancia por
si acaso, por estar alerta. No me ha servido de nada, pero qué se le va a
hacer.
Nicole, como muchas personas,
incluida yo, inició la conversación con un pretendido interés en mí, pero ya he
aprendido algunas respuestas más o menos encuadradas en lo esperado para no dar
la lata y mantener cerradas ciertas puertas que en este caso era un esfuerzo exagerado,
mi interlocutora quería que le preguntara acerca de ella y llegar pronto a
Jacinta.
Había cambiado poco Nicole o tal
vez no la miré antes con suficiente atención, mantenía su mirada huidiza,
aunque hablaba con más fuerza de lo que recordaba de nuestros años
universitarios. Debo aclarar que no terminé la carrera con esa generación y
como en muchas circunstancias no me sentía de su grupo y tampoco de ningún
otro. Un allegamiento permanente podía llamarse a ese vago sentido de
pertenencia ubicuo y débil de mi parte. Por alguna razón que no llegué a
entender más personas me recuerdan de lo que yo a ellas.
No era difícil de adivinar,
Jacinta fue empeorándose con el tiempo o los que la conocimos éramos más
ingenuos antes y no nos dábamos cuenta de cómo nos trataba o sería que caíamos
en sus juegos de grandeza y genialidad. Era conocida en la escuela de Derecho.
La ubicaban los de cursos más grandes y ni hablar de los más chicos. Sonreía
caminando y parecía aprenderse los nombres de todos a la menor mención. Parecía
tener su camino profesional trazado y trabajaba desde ya para lograr sus
objetivos mientras los demás estábamos concentrados, los más nerds en
aprender más y sacar buenas notas, otros en la cuestión política, por supuesto
una carrera lucrativa para futuros abogados, o por último en vivir como la
mayoría de los jóvenes de esa época, salvando el día.
Se especializó en derecho
económico. Era de esperar, luego consiguió una beca en la London Business
School y eso la puso por sobre varias generaciones. No es fácil ser admitida en
esa escuela y eso reflejaba su buena capacidad y talento para conseguir sus
objetivos.
−Nadie pone en duda su
inteligencia, pero…
Mientras Nicole relataba el curriculum
de Jacinta, surgía en mí esa tendencia a llevar la contraria porque sí,
entonces me empezó a caer bien esa mujer. La inteligencia no es sinónimo de
bondad, desarrollo personal o cualquier otra virtud. Jacinta era una bala y
sabía los pasos que tenía que dar. Si era simpática, egoísta, suertuda, centrada
en sí misma y despertaba esa envidia miserable que avergüenza reconocer no era
asunto de ella.
Cuando me la encontré y felicité
había vuelto a Chile, escribía columnas de análisis en economía y trabajaba en una
empresa consultora grande. Se había casado por segunda vez y tenía un hijo de
cada marido.
−¿Tuvo tiempo de ser madre?
−De embarazarse al menos sí,
ahora quién sabe si tenía tiempo de ver a esos niños.
−¡Ah claro!
Respondí de ese modo a un
comentario muy común para no incomodar a Nicole, ella también tenía hijos, tres
y casi como un acto reflejo pasó a mostrarme las fotos familiares y los éxitos
escolares de ellos. – yo sí soy buena madre ¿ves? – casi escuché su pensamiento
− ¡felicitaciones, muy lindos y buenos niños! −. Recuperada la calma, siguió la
historia de Jacinta.
La descripción me pareció más
una caricatura que otra cosa: la ambición era el motor en sus años de
estudiante, la plata su única motivación y sus instrumentos eran las personas
conocidas en el mundo de los negocios, vestirse con marcas exclusivas y estar
al día en las tendencias actuales en tecnología y nuevos negocios. Para eso estudiaba,
leía revistas especializadas y tenía los mejores contactos en Linkedln y por
supuesto una apariencia muy prolija y profesional. Parecía, según esos
parámetros, la Barbie Bussines.
−A estas alturas aún no entiendo
tanta mala onda con ella, con lo que me cuentas parece una mujer que ha
cumplido sus objetivos.
Nicole se acomodó en la silla,
llamó al mesero y pidió otro aperitivo. Me sorprendió porque habíamos terminado
el plato de fondo. Como parecía que la conversación iba para largo, avisé que
llegaría más tarde y a nadie pareció importarle mucho. Mi trabajo no es muy relevante
la verdad, creo que hubo un tiempo en que lo lamenté porque pensaba que tenía
más potencial, pero en la medianía de los cuarenta ya no me quita el sueño. Salirme
de derecho y haber entrado a estudiar administración fue una buena alternativa
para las circunstancias de mi familia en ese momento y ese plan de que cuando
se pudiera vería si complementaba con otros estudios se fue aplazando supongo
que porque me falta ese motor del que se enorgullece Jacinta. Como fuera, por mi
responsabilidad y aplicación, llegué a un puesto de jefatura y un ingreso que
me permite algunos gustitos al mes. El mesero trajo el aperitivo de Nicole y yo
pedí otro café.
Durante la caminata hacia el
restaurant y mientras escuchaba a Nicole pensaba en cuál era su interés en contarme
la historia de Jacinta, Nicole es una excelente abogada, con una carrera
impecable y sobre todo muy confiable, una rareza en el área.
Me contó luego de la infancia de
Jacinta, muchas piezas comenzaron a calzar, esa necesidad de reconocimiento, de
sobresalir a cualquier costo, como si tuviera hambre de inaugurar un nuevo
linaje, se entendía como una respuesta a privaciones, malos tratos y una
inteligencia que no tenía explicación en su entorno. Los malos tienes historias
tristes.
−¿En serio crees que una
historia triste explica su comportamiento?
−En ningún caso, es para darle
contexto, si estuviésemos en un tribunal podría ser considerado un atenuante.
−¿Acaso cometió un delito?
−¿Estafar a sus socios, varios
ex compañeros de universidad entre ellos y empresas mandantes te parece poco?
Me sorprendió. La pregunta obvia
era ¿y la justicia? Nos reímos casi al unísono: intachable conducta anterior,
buenos contactos y plata suficiente para pagar a algunos, los que podían
hacerle más daño, si se sabía de sus andanzas por el lado oscuro.
−¿A ti también te estafó?
Tal vez por el efecto de los
aperitivos se rio casi con una carcajada −¡claro que sí!
−¿La denunciaste?
−No, solo me dediqué a salvar lo
poco que quedó de mi prestigio profesional y a tratar de buscar otros proyectos.
Además, tuve tanta vergüenza, me sentí tan tonta, que no quise aparecer como
otra más que cayó en su forma de envolver a las personas. Debe ser parecido a
cuando alguien es víctima del cuento del tío y no puede creer que le
haya pasado eso. Me escondí como si fuera su cómplice o algo parecido. Jacinta
sabía eso, que algo quedaba de mi orgullo y jamás iba a considerar aparecer
como una víctima estafada. Por otra parte, me dejó muy en claro que yo debí
haber sabido y que ella solo estaba tratando de ayudarme a ganar plata y subir
mi nivel de vida.
Comenzó a atropellarse al
hablar, nerviosa, como si tuviera que justificar su cercanía con Jacinta, habló
varios minutos seguidos, sin puntos ni comas y tampoco pausa para respirar y
recuperar el aliento. Entendí de su cascada de palabras que necesitaba
contárselo a alguien para ordenar y definir esa historia para sí misma. Había
contradicciones y vacíos que no me atreví a confrontar. No se me ocurría nada
para que se calmara y temía que comenzara a llorar en cualquier momento. La
ansiedad comenzó a invadirme e hice lo que mejor sé hacer, tirar un chiste
inapropiado que marque distancia emocional y cambie el curso de la conversación.
Sentí la mirada rabiosa de Nicole y el éxito de mi estrategia. Se sentó
derecha, tomó el último sorbo de su aperitivo y dijo que ya se hacía tarde y
debía volver a su oficina.
Nos despedimos con el típico final
– ¡nos vemos! − sabiendo que no sería así a no ser que una casualidad nos
encontrara de nuevo. Me quedé en mi puesto porque necesitaba un café antes de ir
a mi trabajo. Por algún motivo me quedé con la sensación de que yo también hubiera
caído en las trampas de Jacinta. Tengo menos remilgos éticos que Nicole y
ciertamente, soy menos inteligente, sé menos de leyes que ella y conozco de
cerca lo de vivir con deudas casi como si fuera un telón de fondo de un
escenario del que me costó mucho salir.
A lo mejor hubiera estado disponible
para aceptar un contrato que no merecía a cambio de cierto riesgo. Las noticias
se suceden unas a otras y mi nombre, en caso de haber sido publicado en medio
de una estafa, pasaría al olvido en un santiamén entre tanto ripio cotidiano. Para
qué trabajar cuando buenos contactos hacen milagros. Cierto, la relativización
ética me había alcanzado. Tal vez yo también tenga un precio y muy poco que
perder.
Como la vida y la gente es rara,
mi celular mostraba la llamada de un número desconocido. Contesté con un aló
apenas audible, era Jacinta o Elsa Vicuña si se quiere. Quedamos de almorzar,
por supuesto quería mostrarse agradecida por haberla llevado a la atención de
urgencia. Ahora se sentía mucho mejor y había regresado al trabajo, otra
empresa, de un rubro muy prometedor. Me la imaginé mirando sus uñas cuidadas y
con el teléfono sujeto por su hombro y en frente de una lista de nombres para contactar.
−¿Me vas a ofrecer algo? ¿un
negocio? ¿legal?
Se rio con una espontaneidad que
no pudo controlar con la última pregunta. Ella seguía fiel a su estilo. No sé
si puedo decir lo mismo de mí. Tal vez pueda torcer el destino o quizás permitir
que suceda.