jueves, 7 de noviembre de 2024

Carnaval

 

Foto de Ylanite Koppens pixels.com


Le gustaba pensar que era un simulacro de carnaval o de las fiestas de la primavera que contaba su madre y de la que alguna vez participó vestida de gitana. Esas en donde los disfraces y el ánimo festivo imperaba en especial en niños y adolescentes. Decía que se trataba de llegar a la plaza del pueblo, llevar bolsas con serpentinas y papel picado para lanzar a los demás y jugar, sobre todo jugar. A veces había alguna banda, otras la municipalidad ponía música grabada y, según ella, daba lo mismo porque la música va por dentro de cada persona y cada una tiene un registro particular. El recuerdo que tenía de esa fiesta era el de la preparación: el pañuelo en la cabeza, un montón de collares y tres faldas puestas una sobre otra para que pareciera un disfraz y luego correr, de un lado a otro, escapando de niños de su misma edad que trataban de inundar de challa la boca de alguna incauta que gritaba o sonreía a boca de jarro. Su prima cayó en la trampa y estuvo varios minutos escupiendo esos círculos de papel. Aun así, ese recuerdo resultaba agradable, por el esfuerzo de la madre en la preparación del disfraz, por la expectativa ante una nueva experiencia. En aquel período en que todo ocurre por primera vez los sentidos parecen más alertas y las imágenes se vuelven percepciones complejas: llenas de aromas, sonidos, efectos en la piel y una doble conciencia de lo que se está viviendo, como una cámara de cine imaginaria que se posa por dentro y por fuera del cuerpo, mostrando distintos planos de lo que está pasando desde un ángulo, el único posible, el propio.

En ese entonces no sabía que esa cámara se activa no siempre a voluntad, a veces se enciende sola para registrar momentos que quedarán almacenados por ahí más allá de su importancia. Recuerdos con imágenes en caleidoscopio, perfume, temperatura y propiocepción. Se maravillaría más tarde al comprobar que, aunque sobre cada ser viviente penda una condena de tener solo una perspectiva para cada instante de su vida, exista ese registro que perdura más allá de la vida útil de los órganos o para qué se los esté usando. Si la sordera aumentaba, estaba esa música interna, si la gracia del movimiento de piernas y brazos se perdiera aún estaría el recuerdo en todo el cuerpo de cómo era eso bailar, en una cinta impalpable e indestructible.

Tal vez la mayor sorpresa, y regalo si se quiere, de la existencia, sea que el registro, la cámara omnisciente de sí mismo, revive eventos con la misma calidad HD de la primera vez, el nervio y el estremecimiento, el miedo y la ansiedad, la alegría y la expansión del propio espacio. Y todo sin palabras que complican o descomponen los eventos en categorías y subcategorías que pueden ser aplicables a modelos lógicos y hasta productivos.

Esa naturalidad de la experiencia se perdía en algunos momentos, los modelos creados, al tomar conciencia de sí mismos, no pueden evitar compararse y replicar los moldes de análisis del sistema mayor, aun cuando todos sean superdotados en las capacidades de percibir y sentir. Un error de fábrica o error de usuario que, por repetido, pasa a ser una característica estructural. El entrenamiento requerido entonces es el desaprender a hacerlo.

El cuerpo es poderoso, demasiado a veces, un continente enorme de sensaciones y certezas, de límites diversos y memoria sin nombre, un receptáculo infinito de estímulos que al mismo tiempo perturba a los otros quien sabe con qué tonalidad. La música interna coincide, los corazones se sincronizan y entones si la cámara sube y se aleja y sube y se aleja aún más, muchos pueden parecer un solo organismo, acompasado y armonizado consigo mismo. Conectados para ningún fin que no sea mostrar la melodía interna con la excusa de una banda sonora particular y ubicua.

El carnaval puede ser hoy.



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