Le gustaba
pensar que era un simulacro de carnaval o de las fiestas de la primavera que
contaba su madre y de la que alguna vez participó vestida de gitana. Esas en
donde los disfraces y el ánimo festivo imperaba en especial en niños y
adolescentes. Decía que se trataba de llegar a la plaza del pueblo, llevar
bolsas con serpentinas y papel picado para lanzar a los demás y jugar, sobre
todo jugar. A veces había alguna banda, otras la municipalidad ponía música
grabada y, según ella, daba lo mismo porque la música va por dentro de cada
persona y cada una tiene un registro particular. El recuerdo que tenía de esa
fiesta era el de la preparación: el pañuelo en la cabeza, un montón de collares
y tres faldas puestas una sobre otra para que pareciera un disfraz y luego
correr, de un lado a otro, escapando de niños de su misma edad que trataban de
inundar de challa la boca de alguna incauta que gritaba o sonreía a boca de jarro.
Su prima cayó en la trampa y estuvo varios minutos escupiendo esos círculos de
papel. Aun así, ese recuerdo resultaba agradable, por el esfuerzo de la madre
en la preparación del disfraz, por la expectativa ante una nueva experiencia.
En aquel período en que todo ocurre por primera vez los sentidos parecen más
alertas y las imágenes se vuelven percepciones complejas: llenas de aromas,
sonidos, efectos en la piel y una doble conciencia de lo que se está viviendo,
como una cámara de cine imaginaria que se posa por dentro y por fuera del
cuerpo, mostrando distintos planos de lo que está pasando desde un ángulo, el
único posible, el propio.
En ese entonces
no sabía que esa cámara se activa no siempre a voluntad, a veces se enciende
sola para registrar momentos que quedarán almacenados por ahí más allá de su
importancia. Recuerdos con imágenes en caleidoscopio, perfume, temperatura y propiocepción.
Se maravillaría más tarde al comprobar que, aunque sobre cada ser viviente
penda una condena de tener solo una perspectiva para cada instante de su vida,
exista ese registro que perdura más allá de la vida útil de los órganos o para
qué se los esté usando. Si la sordera aumentaba, estaba esa música interna, si
la gracia del movimiento de piernas y brazos se perdiera aún estaría el
recuerdo en todo el cuerpo de cómo era eso bailar, en una cinta impalpable e
indestructible.
Tal vez la mayor
sorpresa, y regalo si se quiere, de la existencia, sea que el registro, la
cámara omnisciente de sí mismo, revive eventos con la misma calidad HD de la
primera vez, el nervio y el estremecimiento, el miedo y la ansiedad, la alegría
y la expansión del propio espacio. Y todo sin palabras que complican o
descomponen los eventos en categorías y subcategorías que pueden ser aplicables
a modelos lógicos y hasta productivos.
Esa naturalidad
de la experiencia se perdía en algunos momentos, los modelos creados, al tomar
conciencia de sí mismos, no pueden evitar compararse y replicar los moldes de
análisis del sistema mayor, aun cuando todos sean superdotados en las
capacidades de percibir y sentir. Un error de fábrica o error de usuario que,
por repetido, pasa a ser una característica estructural. El entrenamiento
requerido entonces es el desaprender a hacerlo.
El cuerpo es
poderoso, demasiado a veces, un continente enorme de sensaciones y certezas, de
límites diversos y memoria sin nombre, un receptáculo infinito de estímulos que
al mismo tiempo perturba a los otros quien sabe con qué tonalidad. La música
interna coincide, los corazones se sincronizan y entones si la cámara sube y se
aleja y sube y se aleja aún más, muchos pueden parecer un solo organismo,
acompasado y armonizado consigo mismo. Conectados para ningún fin que no sea
mostrar la melodía interna con la excusa de una banda sonora particular y
ubicua.
El carnaval
puede ser hoy.
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