martes, 22 de octubre de 2024

Voces

                                           


Foto de Andrea Piacquadio: https://www.pexels.com


Cuando empezó con el truco de – ya, pero ¿qué es lo de fondo en esto? – sentí que todo mi discurso, tan bien preparado y cuidado para evitar confusiones, había sido inútil. Ella iba a empezar con sus clásicas dicotomías sobre lo que es correcto o no, bajo qué parámetros y en qué contexto. Por supuesto que usando un lenguaje docto y profesional que me dejaba en calidad de troglodita intentando explicar una pauta musical. Me salvó la campana, comenzaba el desfile de los licenciados y los sonidos de la banda sonora eran tan potentes que no era posible hablar. La pude observar comportándose a la altura de la situación, bien parada, impecable y al mismo tiempo sencilla. Un esfuerzo inútil para que los demás no notásemos la gran distancia que había entre ella y nosotros.

Nos correspondía saludar juntas, cosas del protocolo oficial en las ceremonias de titulación. Yo estaba feliz de no tener que hablar, solo inclinar la cabeza y extender la mano con la fuerza suficiente para que no me tomaran por una docente sin carácter, sonreír sin demasiado aspaviento y fingir algo parecido al orgullo por los nuevos egresados de la institución. Una especie de princesa consorte, pero sin glamour. Ella solía hacer ese chiste delante de mí. Ya no me obligo a sonreír, hago como que no escucho. Ahora que lo pienso, lleva al menos cuatro reuniones de departamento donde no me lo ha dicho. Debe ser que se está cuidando por lo del buen trato laboral instaurado por decreto. Ya perderá la paciencia.

Creo que pensó en insultarme cuando me trató de normópata, pero para mí fue un halago, desde siempre he tratado de ser normal y parece que al fin lo he logrado, ante los ojos de ella al menos. En la Facultad de Letras ser normal es igual a ser promedio, mediocre o algo así. No saben lo valioso de poder alejarse de la locura, de la real, no de la que aparece como excentricidad de artista asegurado por alguna fuente de privilegios, con lo insultante que resulta reconocerlo para algunos. Que muchos se hayan suicidado parece no importarle a nadie, casi como si se tratara de un dato demográfico más en alguien que demostró ser un genio.

A mí me gustaba, me gusta, ser así, normal, pasar casi como una sombra y como decía una amiga en los tiempos de mi propia locura, hasta las sombras tienen su lado luminoso porque cobijan a los acalorados, en especial a los que viven tormentas de arena en su interior.

No dejó de sorprenderme cómo la relación con mi jefa recreaba la que yo tuve con el abuelo que me crio y, como con aquél, pasaba de la admiración y agradecimiento al odio y resentimiento más profundo. Sin grises intermedios.

Nadie se enteró de que estuve un buen tiempo viviendo en dos mundos, uno en que escuchaba la voz de mi abuelo, sin que hubiera nadie cerca y que yo percibía como real y el otro, uno cotidiano y predecible. A veces esa voz me consolaba, otras me empujaba y, más de las que quisiera, se burlaba de mi cobardía. Esa era la peor parte, porque encontrándole razón, no podía hacer otra cosa. El miedo siempre fue mayor. Creo que al ser la tercera nieta perdió la esperanza de que tendría un nieto parecido a él, un hombre con carácter explosivo y poca empatía. Son suposiciones por supuesto, qué sabe una de por qué la gente hace lo que hace, cuál es la lógica si es que hay alguna.

Mi locura tampoco era muy original, era una ansiedad desatada frente a las situaciones en que me sentía a prueba y que disimulaba con un mutismo a ultranza. No quería que se me quebrara la voz y menos que saltara alguna lágrima. Todo el tiempo tenía la voz de mi abuelo dispuesto a burlarse y a reírse a carcajadas de mi cobardía. Cada vez que vivía algún percance me imaginaba cómo iba a explicárselo y armaba una historia verosímil y que pareciera menos ridícula frente a sus ojos. Una vez, a los trece años, se me cayeron las llaves a una alcantarilla y para justificar mi torpeza inventé un asalto casi a mano armada, fue tanta la exageración y lo creíble que resulté que mi abuelo me llevó a la comisaría para hacer la denuncia. El gran detalle fue que no me salió ni un sonido cuando tuve que declarar frente a la policía – mijita, si va a mentir practique antes – eso dijo el carabinero. Mi abuelo se rio todo el camino de vuelta. Desconozco la razón de ese miedo permanente, pero incluso después de que murió, seguí inventando excusas y mi torpeza no disminuía. Pensé que cuando llegara ese momento iba por fin a crecer y sentiría un gran alivio, pero tenía veinticinco y me sentí desvalida y tonta y torpe y cobarde. Me había titulado recién.

Resistí la universidad casi encerrada en mí misma, hablando lo mínimo o diciendo lo que hay que decir lo que es muy parecido al silencio. Estudiaba hasta las referencias de los documentos que había que leer. Aplicada, muy aplicada. Mi abuelo decía que cuando faltaba el talento no quedaba otra que ser disciplinada. Lo repetía cada vez que me veía estudiando. Cuando empecé a buscar trabajo, empecé a oírlo y al mismo tiempo, seguro por despistado, un profesor me pidió que fuera su ayudante. Se guio solo por mi promedio porque no me conocía. El profesor era mayor, pero no tanto, creo que carecía por completo de sentido común y sin preguntarme nada, después de haber ayudado a corregir pruebas y escritos de alumnos de tercero, me pidió hacer una clase. Pensé que me iba a morir. Maldito miedo a todo. La voz de mi abuelo no me dejaba ni en sueños. La locura total y absoluta me obligó a fingir que era una oradora experimentada, practiqué como me aconsejó el carabinero. Casi como si fuera una obra de teatro y con la voz de fondo de mi abuelo susurrándome − cobarde, cobarde – logré hacer la clase que me encargó el profesor. Casi no hubo preguntas, hasta una, seguro tan despistada como era yo, respecto de las formalidades y de lo que se hace o no se hace, comenzó a aplaudir. Quizás como chiste siguieron otros más, retrocedí hacia la pizarra acrílica, petrificada por el miedo. ¿Se estaban burlando? ¿por qué me hacían eso? Solo por lo tiesa que estaba no salí corriendo a encerrarme al baño a llorar como lo hacía en el colegio. Un chico que estaba sentado en la primera fila se puso de pie y se acercó a ayudarme a recoger los documentos que dejé sobre el escritorio – tranquila, respira hondo, estuvo bien, te ayudo a llevar las cosas a la oficina del profe – me fue imposible responder. Tenía claro que mi expresión solo oscilaba entre el pánico y el terror, sin otros matices.

Debe haber sido una especie de ritual iniciático para mi mente, no sé. Los traumas se deben haber anulado unos con otros o se tropezaron entre sí inmovilizándose por un rato de modo que logré moverme. El chico puso su mano sobre mi hombro y me dijo – escucha, ya no se oye −, era cierto, mi abuelo se había quedado callado por un rato.

−Los tristes nos reconocemos.

Esa fue su explicación −los tristes y locos− agregué yo. Me acuerdo bien porque fue la primera vez que sentí que decía algo espontáneo. Seguimos caminando en silencio, agradecí su ayuda, aunque no creo que se haya enterado de que le debía mi sobrevivencia mental. Mi abuelo tuvo la grandeza de ir callándose de a poco. A veces creo que solo está descansando y que volverá en cualquier momento.

−Nosotras también lo escuchábamos.

Eso me dijeron mis dos hermanas y por un momento las odié. Lo bien que me hubiera hecho saberlo, sentir que la experiencia con el abuelo no era una muestra más de mi debilidad. Cada una había lidiado con su propia forma de locura. De un modo u otro, sobrevivimos. Anormales, inseguras, pero con buenos disfraces.

La voz de mi abuelo continúa acechándome (sospecho que a mis hermanas también) en especial cuando debo ser valiente o disfrazarme de tal. Ya nadie nota la diferencia. Ni yo. Mi jefa, la decana, defiende la locura, el atrevimiento, el riesgo, el vértigo. Usa expresiones como: el imperio del deseo, la vida sin pasión no merece ser vivida y muchas otras parecidas dignas de una camiseta rockera o de cincuentona sin temor al ridículo. Cuando la escucho, vuelvo a sentir a mi abuelo cerca y un murmullo que dice −cobarde, cobarde.


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