martes, 22 de octubre de 2024

Voces

                                           


Foto de Andrea Piacquadio: https://www.pexels.com


Cuando empezó con el truco de – ya, pero ¿qué es lo de fondo en esto? – sentí que todo mi discurso, tan bien preparado y cuidado para evitar confusiones, había sido inútil. Ella iba a empezar con sus clásicas dicotomías sobre lo que es correcto o no, bajo qué parámetros y en qué contexto. Por supuesto que usando un lenguaje docto y profesional que me dejaba en calidad de troglodita intentando explicar una pauta musical. Me salvó la campana, comenzaba el desfile de los licenciados y los sonidos de la banda sonora eran tan potentes que no era posible hablar. La pude observar comportándose a la altura de la situación, bien parada, impecable y al mismo tiempo sencilla. Un esfuerzo inútil para que los demás no notásemos la gran distancia que había entre ella y nosotros.

Nos correspondía saludar juntas, cosas del protocolo oficial en las ceremonias de titulación. Yo estaba feliz de no tener que hablar, solo inclinar la cabeza y extender la mano con la fuerza suficiente para que no me tomaran por una docente sin carácter, sonreír sin demasiado aspaviento y fingir algo parecido al orgullo por los nuevos egresados de la institución. Una especie de princesa consorte, pero sin glamour. Ella solía hacer ese chiste delante de mí. Ya no me obligo a sonreír, hago como que no escucho. Ahora que lo pienso, lleva al menos cuatro reuniones de departamento donde no me lo ha dicho. Debe ser que se está cuidando por lo del buen trato laboral instaurado por decreto. Ya perderá la paciencia.

Creo que pensó en insultarme cuando me trató de normópata, pero para mí fue un halago, desde siempre he tratado de ser normal y parece que al fin lo he logrado, ante los ojos de ella al menos. En la Facultad de Letras ser normal es igual a ser promedio, mediocre o algo así. No saben lo valioso de poder alejarse de la locura, de la real, no de la que aparece como excentricidad de artista asegurado por alguna fuente de privilegios, con lo insultante que resulta reconocerlo para algunos. Que muchos se hayan suicidado parece no importarle a nadie, casi como si se tratara de un dato demográfico más en alguien que demostró ser un genio.

A mí me gustaba, me gusta, ser así, normal, pasar casi como una sombra y como decía una amiga en los tiempos de mi propia locura, hasta las sombras tienen su lado luminoso porque cobijan a los acalorados, en especial a los que viven tormentas de arena en su interior.

No dejó de sorprenderme cómo la relación con mi jefa recreaba la que yo tuve con el abuelo que me crio y, como con aquél, pasaba de la admiración y agradecimiento al odio y resentimiento más profundo. Sin grises intermedios.

Nadie se enteró de que estuve un buen tiempo viviendo en dos mundos, uno en que escuchaba la voz de mi abuelo, sin que hubiera nadie cerca y que yo percibía como real y el otro, uno cotidiano y predecible. A veces esa voz me consolaba, otras me empujaba y, más de las que quisiera, se burlaba de mi cobardía. Esa era la peor parte, porque encontrándole razón, no podía hacer otra cosa. El miedo siempre fue mayor. Creo que al ser la tercera nieta perdió la esperanza de que tendría un nieto parecido a él, un hombre con carácter explosivo y poca empatía. Son suposiciones por supuesto, qué sabe una de por qué la gente hace lo que hace, cuál es la lógica si es que hay alguna.

Mi locura tampoco era muy original, era una ansiedad desatada frente a las situaciones en que me sentía a prueba y que disimulaba con un mutismo a ultranza. No quería que se me quebrara la voz y menos que saltara alguna lágrima. Todo el tiempo tenía la voz de mi abuelo dispuesto a burlarse y a reírse a carcajadas de mi cobardía. Cada vez que vivía algún percance me imaginaba cómo iba a explicárselo y armaba una historia verosímil y que pareciera menos ridícula frente a sus ojos. Una vez, a los trece años, se me cayeron las llaves a una alcantarilla y para justificar mi torpeza inventé un asalto casi a mano armada, fue tanta la exageración y lo creíble que resulté que mi abuelo me llevó a la comisaría para hacer la denuncia. El gran detalle fue que no me salió ni un sonido cuando tuve que declarar frente a la policía – mijita, si va a mentir practique antes – eso dijo el carabinero. Mi abuelo se rio todo el camino de vuelta. Desconozco la razón de ese miedo permanente, pero incluso después de que murió, seguí inventando excusas y mi torpeza no disminuía. Pensé que cuando llegara ese momento iba por fin a crecer y sentiría un gran alivio, pero tenía veinticinco y me sentí desvalida y tonta y torpe y cobarde. Me había titulado recién.

Resistí la universidad casi encerrada en mí misma, hablando lo mínimo o diciendo lo que hay que decir lo que es muy parecido al silencio. Estudiaba hasta las referencias de los documentos que había que leer. Aplicada, muy aplicada. Mi abuelo decía que cuando faltaba el talento no quedaba otra que ser disciplinada. Lo repetía cada vez que me veía estudiando. Cuando empecé a buscar trabajo, empecé a oírlo y al mismo tiempo, seguro por despistado, un profesor me pidió que fuera su ayudante. Se guio solo por mi promedio porque no me conocía. El profesor era mayor, pero no tanto, creo que carecía por completo de sentido común y sin preguntarme nada, después de haber ayudado a corregir pruebas y escritos de alumnos de tercero, me pidió hacer una clase. Pensé que me iba a morir. Maldito miedo a todo. La voz de mi abuelo no me dejaba ni en sueños. La locura total y absoluta me obligó a fingir que era una oradora experimentada, practiqué como me aconsejó el carabinero. Casi como si fuera una obra de teatro y con la voz de fondo de mi abuelo susurrándome − cobarde, cobarde – logré hacer la clase que me encargó el profesor. Casi no hubo preguntas, hasta una, seguro tan despistada como era yo, respecto de las formalidades y de lo que se hace o no se hace, comenzó a aplaudir. Quizás como chiste siguieron otros más, retrocedí hacia la pizarra acrílica, petrificada por el miedo. ¿Se estaban burlando? ¿por qué me hacían eso? Solo por lo tiesa que estaba no salí corriendo a encerrarme al baño a llorar como lo hacía en el colegio. Un chico que estaba sentado en la primera fila se puso de pie y se acercó a ayudarme a recoger los documentos que dejé sobre el escritorio – tranquila, respira hondo, estuvo bien, te ayudo a llevar las cosas a la oficina del profe – me fue imposible responder. Tenía claro que mi expresión solo oscilaba entre el pánico y el terror, sin otros matices.

Debe haber sido una especie de ritual iniciático para mi mente, no sé. Los traumas se deben haber anulado unos con otros o se tropezaron entre sí inmovilizándose por un rato de modo que logré moverme. El chico puso su mano sobre mi hombro y me dijo – escucha, ya no se oye −, era cierto, mi abuelo se había quedado callado por un rato.

−Los tristes nos reconocemos.

Esa fue su explicación −los tristes y locos− agregué yo. Me acuerdo bien porque fue la primera vez que sentí que decía algo espontáneo. Seguimos caminando en silencio, agradecí su ayuda, aunque no creo que se haya enterado de que le debía mi sobrevivencia mental. Mi abuelo tuvo la grandeza de ir callándose de a poco. A veces creo que solo está descansando y que volverá en cualquier momento.

−Nosotras también lo escuchábamos.

Eso me dijeron mis dos hermanas y por un momento las odié. Lo bien que me hubiera hecho saberlo, sentir que la experiencia con el abuelo no era una muestra más de mi debilidad. Cada una había lidiado con su propia forma de locura. De un modo u otro, sobrevivimos. Anormales, inseguras, pero con buenos disfraces.

La voz de mi abuelo continúa acechándome (sospecho que a mis hermanas también) en especial cuando debo ser valiente o disfrazarme de tal. Ya nadie nota la diferencia. Ni yo. Mi jefa, la decana, defiende la locura, el atrevimiento, el riesgo, el vértigo. Usa expresiones como: el imperio del deseo, la vida sin pasión no merece ser vivida y muchas otras parecidas dignas de una camiseta rockera o de cincuentona sin temor al ridículo. Cuando la escucho, vuelvo a sentir a mi abuelo cerca y un murmullo que dice −cobarde, cobarde.


viernes, 18 de octubre de 2024

La palabra precisa, la sonrisa perfecta

 

                                                             Foto de David Yu (Pexels)


La vi sentada en una jardinera del edificio vecino a mi trabajo. Casi en el suelo, Jacinta sujetaba su cartera contra el pecho y el bolso con el computador estaba semi escondido detrás de sus piernas dobladas en una posición casi imposible. Parecía que la habían asaltado recién y que hubiera luchado por no perder lo que con tanto celo afirmaba contra su cuerpo. Reconozco que no me atreví a acercarme en un primer instante. Suelo acobardarme cuando intuyo que una situación puede volverse difícil y requiere algo más de mí que solo la habitual cordialidad y civilidad, pero levantó la mirada y me vio ¿por qué será que esos instantes que podrían ser nada pueden convertirse en un paso hacia el caos en menos de un segundo? Ahora pienso lo mismo, pero al revés, la cantidad de veces que pasé por lugares buscando encontrar algo inesperado y solo sucedía lo mismo de siempre, nada. Así funciona, las sorpresas, buenas o malas no se esperan, suceden.

Levantó la mirada y me reconoció, era la desesperación hecha ojos. Me acerqué y estaba petrificada. La ayudé a incorporarse, tiritaba y estaba helada como si fuera junio en pleno diciembre. Cuando logró hablar su voz no era la que siempre me había impresionado por su firmeza. Muchas veces me impresionó la autoconfianza que trasuntaba en su postura, gestos y en especial su forma de hablar. Parecía que ya había ensayado las respuestas, opiniones o chistes y le salían las palabras ordenadas con buena pronunciación y pertinencia si se puede llamar así a encontrar la palabra justa como diría Silvio Rodríguez en su eterno y agudo Ojalá. Su voz era la confirmación de una mente equilibrada y en paz consigo misma. Características que no encontraba en mí por supuesto.

En cuanto logró pararse por completo me abrazó casi aferrándose a mí. Cuando se separó o la separé más bien, logró balbucear lo evidente, que estaba mal, que no sabía ni dónde estaba o qué podía hacer para irse a su casa. Hacía mucho que no la veía, no sabía dónde vivía o con quién. Me la imaginaba en un barrio bueno, digno de alguien con su capacidad y ganas de tener éxito en la vida. El éxito medido en plata e imagen claro está, lo demás no se ve, solo se imagina.

Conocí su historia a pedazos y la verdad es que no me interesaba tanto como para averiguar más, pero la vida es rara, casi tanto como las personas y además de un par de frases de sus colegas o compañeras de trabajo no sabía mucho más de su vida de adulta − ¿no te dijo que era exitosa? o ¿no te preguntó dónde trabajas y cuánto ganas? Claro, se notaba que le había ido bien, hasta le habían hecho un par de notas en la revista Ya del Mercurio, aunque al parecer su meta era haber aparecido en los líderes de la selección anual del mismo diario. Eso decían los mismos que comentaban con cierta sorna su buen puesto y nivel de contactos. A mí me parecía que tenía algo que la hacía tomar la mejor opción, una especie de instinto, ese del que hablan los empresarios y gurús de los negocios. Una vez me la encontré y la felicité, me respondió con un gesto desagradable y siguió conversando sentada e impecable como siempre. No me molesté en pensar en ella ni treinta segundos más porque creo que la amabilidad no le hace mal a nadie y si ella era incapaz de devolverla era su problema.

La sujeté del brazo para ayudarla a caminar. Decía cosas incoherentes para mí que me muevo en un rango más o menos suave de emociones - la calle es sinuosa, se mueve como una serpiente y me marea; no puedo respirar- se tomaba la blusa y decía que le apretaba el pecho. Respiraba con dificultad y sentía que su cuerpo le quedaba estrecho. Otra con ansiedad concluí, pero en situaciones de emergencia como esta no me sale nada. La torpeza se apodera de mí y espero que las cosas sucedan, se acaben solas, sin que haga falta hacer o decir algo. Se me hacía eterno ese momento en que sin querer prestar ayuda me encontré de sopetón con el rol de quien tenía que hacer ese temido algo. Lo único que deseaba era que Jacinta no se desmayara. Ella no colaboraba en nada. Solo repetía sus sensaciones y se quejaba de no poder respirar. Se acercó alguien, una de esas personas que tienen opinión de todo y dijo que se trataba de un infarto - eso me faltaba- debo ser una muy mala persona porque vi quinientas imágenes de cómo podría zafarme a esas alturas y ninguna servía. Muy tarde para no hacer nada. Como pude casi la arrastré hasta un taxi y le dije que nos fuéramos a la urgencia más cercana.

En la Clínica Santa María nos vieron entrar y le pusieron a Jacinta una silla de ruedas. ¡Que alivio! ella, una mujer delgada pesaba como una tonelada en mi hombro y mi brazo. Tiritaba de frío y seguía sin poder hablar. Me pasó como pudo su cartera para que sacara sus tarjetas y documentos de identidad. No alcancé a mirarlos. La pasaron enseguida al triage y desde ahí a la consulta de urgencia. Después de un rato, eterno para mí, me preguntaron quién era yo y si tenía cómo ubicar a su familia. Habían aplicado el protocolo de rigor para infarto y la conclusión era que se trataba de una crisis de pánico. Ahora estaba durmiendo y no se despertaría hasta al menos unas tres horas más. A esas alturas, las diez de la noche pasadas mis planes de un descanso de esa tarde noche fueron reemplazados por una labor detectivesca: averiguar sobre ella y dar con algún familiar.

Se negaba a decir nada de sí misma, no tenía el teléfono a mano y decía que no se sabía el número de nadie. Hubiera querido desaparecer, irme a mi departamento y ver series, leer lo que hubiera a mano o tomarme una pastilla o hipnotizarme con Tik Tok, cualquier cosa era preferible a estar en ese lugar haciéndome cargo de una situación que nada tenía que ver conmigo.

La tarea no fue nada fácil, la busqué en las redes. Hasta donde yo sabía, unos ocho años atrás, era muy activa en ese espacio virtual, era habitual encontrarla en fotos de premiaciones, cocktails y seminarios de gente de grandes empresas. La sonrisa perfecta - otro verso de Silvio – y escribiendo hermosos comentarios acerca de casi cualquier cosa: la belleza de la vida, la motivación de los equipos de trabajo, vacaciones, familia y la abundancia de felicidad en los pequeños instantes. Dicen que no discrimino con quienes me relaciono en las redes y así debe ser porque la tenía de contacto y casi no me explicaba desde cuándo o cómo. Me encontré con cuentas inexistentes en todas las plataformas. Empecé entonces a tratar de ubicar a algún familiar, a algún compañero de generación en la universidad y la respuesta de aquellos que se dignaban contestar era la misma −no sé y no me interesa –. La mayoría me dejó en visto. Ya era tarde, tal vez por eso no respondían. Fui a hablar al mesón de atención al cliente, con el turno de administrativas diferente, para informar que no tenía cómo ubicar a quien conociera a Jacinta, me dijeron que no había nadie con ese nombre − ¡Listo! Me puedo ir y decir que me había equivocado de clínica, pero ahí estaba el sentido del deber, ese que se transforma en una voz interna que impide negociar y obliga a seguir intentando ayudar incluso a quien no desea ayudarse a sí mismo. Estaba en plena confusión interna cuando salió alguien del sector de atención de urgencia y llamó a quien acompañaba a la señora Elsa Vicuña, nadie se acercó y entonces vi una oportunidad. No tuve que decir nada, me dejaron pasar y entonces vi a una Jacinta diferente, más parecida a la que conocía y de la que recordaba ese gesto desagradable. Me miró con ese mismo desdén cuando me vio entrar y algún pensamiento utilitario debió pasársele por la mente porque luego me sonrió como en las fotos que publicaba antes, en pose de felicidad y amabilidad.

−¿No te aburriste de esperar?

−Por supuesto que sí señora Elsa Vicuña, pero no se puede dejar a una amiga sola en dificultades, si algo de humanidad queda ¿no te parece?

Miró hacia la cortina como si hubiese algo interesante ahí y luego agregó.

−Siempre dije que Santiago es una ciudad muy chica, que no sacaba nada con cambiar mi nombre y hacer como que tenía otra vida.

−¿Quieres llamar a alguien? ¿te sabes algún número?

−No, si puedes, acompáñame hasta la salida, ahí tomaré un taxi hasta mi casa.

Iba a corregirla −no, gracias− querrás decir, pero me arrepentí. Otra pauta clásica, se hace un favor sin querer y luego viene el desquite en forma de agresión contra el beneficiario de la buena obra. A veces se puede llenar silencios incómodos con conversaciones acerca de nada: el tiempo – que rara esta lluvia de octubre o ¿cómo está tu familia? − y muchas derivadas posibles, pero todas las preguntas u observaciones me parecían impertinentes o riesgosas. Quería y no quería saber, logré permanecer en silencio y la dejé en un taxi. No se despidió y no miró hacia atrás. Vi como movió su cabeza como arreglándose el pelo que llevaba del mismo modo desde el colegio y se alejó.

Llegué a mi departamento pasada la medianoche. Al otro día había una reunión temprano así es que, zopiclona mediante, me dormí de inmediato.

Al despertar con la alarma del teléfono, me encontré con una invitación a almorzar de alguien a quien había recurrido para ubicar algún contacto de Jacinta. La curiosidad y las ganas de hacer algo diferente en mi rutina y, por supuesto, mis buenos modales, me hicieron aceptar. La mañana transcurrió lento en la oficina, era de esos escasos día en el mes en que la actividad se enlentece y las horas pasan lento, esos días que se añoran cuando las horas y los años pasan tan rápido que es difícil decir qué pasó antes o después y entonces la memoria hace esfuerzos entre eventos destacados como la celebración de un cumpleaños, las noticias, las fiestas del 18 o cualquier hito al que asirse para distinguir épocas y personas.

Las ventas de seguros de salud se habían disparado por el temor a la desaparición de las ISAPRES así es que mi tarea estaba siendo más fácil, no tenía que devanarme los sesos ideando estrategias de ventas y negociar las metas con cada departamento. Los vendedores estaban lanzados y solo me correspondía advertir lo de siempre, no ofrezcan lo que no podemos cumplir como empresa.

Llegué a tiempo al almuerzo, Le Bistrot de Gaëtan, fue el lugar escogido por cercano. Nos sentamos en el primer salón, un lugar que permite conversar sin alzar tanto la voz. Nicole llegó antes y sonrió como si de verdad se alegrara de verme, me abrazó con cierta intensidad y eso me pareció un poco sospechoso, suelo mantener la distancia por si acaso, por estar alerta. No me ha servido de nada, pero qué se le va a hacer.

Nicole, como muchas personas, incluida yo, inició la conversación con un pretendido interés en mí, pero ya he aprendido algunas respuestas más o menos encuadradas en lo esperado para no dar la lata y mantener cerradas ciertas puertas que en este caso era un esfuerzo exagerado, mi interlocutora quería que le preguntara acerca de ella y llegar pronto a Jacinta.

Había cambiado poco Nicole o tal vez no la miré antes con suficiente atención, mantenía su mirada huidiza, aunque hablaba con más fuerza de lo que recordaba de nuestros años universitarios. Debo aclarar que no terminé la carrera con esa generación y como en muchas circunstancias no me sentía de su grupo y tampoco de ningún otro. Un allegamiento permanente podía llamarse a ese vago sentido de pertenencia ubicuo y débil de mi parte. Por alguna razón que no llegué a entender más personas me recuerdan de lo que yo a ellas.

No era difícil de adivinar, Jacinta fue empeorándose con el tiempo o los que la conocimos éramos más ingenuos antes y no nos dábamos cuenta de cómo nos trataba o sería que caíamos en sus juegos de grandeza y genialidad. Era conocida en la escuela de Derecho. La ubicaban los de cursos más grandes y ni hablar de los más chicos. Sonreía caminando y parecía aprenderse los nombres de todos a la menor mención. Parecía tener su camino profesional trazado y trabajaba desde ya para lograr sus objetivos mientras los demás estábamos concentrados, los más nerds en aprender más y sacar buenas notas, otros en la cuestión política, por supuesto una carrera lucrativa para futuros abogados, o por último en vivir como la mayoría de los jóvenes de esa época, salvando el día.

Se especializó en derecho económico. Era de esperar, luego consiguió una beca en la London Business School y eso la puso por sobre varias generaciones. No es fácil ser admitida en esa escuela y eso reflejaba su buena capacidad y talento para conseguir sus objetivos.

−Nadie pone en duda su inteligencia, pero…

Mientras Nicole relataba el curriculum de Jacinta, surgía en mí esa tendencia a llevar la contraria porque sí, entonces me empezó a caer bien esa mujer. La inteligencia no es sinónimo de bondad, desarrollo personal o cualquier otra virtud. Jacinta era una bala y sabía los pasos que tenía que dar. Si era simpática, egoísta, suertuda, centrada en sí misma y despertaba esa envidia miserable que avergüenza reconocer no era asunto de ella.

Cuando me la encontré y felicité había vuelto a Chile, escribía columnas de análisis en economía y trabajaba en una empresa consultora grande. Se había casado por segunda vez y tenía un hijo de cada marido.

−¿Tuvo tiempo de ser madre?

−De embarazarse al menos sí, ahora quién sabe si tenía tiempo de ver a esos niños.

−¡Ah claro!

Respondí de ese modo a un comentario muy común para no incomodar a Nicole, ella también tenía hijos, tres y casi como un acto reflejo pasó a mostrarme las fotos familiares y los éxitos escolares de ellos. – yo sí soy buena madre ¿ves? – casi escuché su pensamiento − ¡felicitaciones, muy lindos y buenos niños! −. Recuperada la calma, siguió la historia de Jacinta.

La descripción me pareció más una caricatura que otra cosa: la ambición era el motor en sus años de estudiante, la plata su única motivación y sus instrumentos eran las personas conocidas en el mundo de los negocios, vestirse con marcas exclusivas y estar al día en las tendencias actuales en tecnología y nuevos negocios. Para eso estudiaba, leía revistas especializadas y tenía los mejores contactos en Linkedln y por supuesto una apariencia muy prolija y profesional. Parecía, según esos parámetros, la Barbie Bussines.

−A estas alturas aún no entiendo tanta mala onda con ella, con lo que me cuentas parece una mujer que ha cumplido sus objetivos.

Nicole se acomodó en la silla, llamó al mesero y pidió otro aperitivo. Me sorprendió porque habíamos terminado el plato de fondo. Como parecía que la conversación iba para largo, avisé que llegaría más tarde y a nadie pareció importarle mucho. Mi trabajo no es muy relevante la verdad, creo que hubo un tiempo en que lo lamenté porque pensaba que tenía más potencial, pero en la medianía de los cuarenta ya no me quita el sueño. Salirme de derecho y haber entrado a estudiar administración fue una buena alternativa para las circunstancias de mi familia en ese momento y ese plan de que cuando se pudiera vería si complementaba con otros estudios se fue aplazando supongo que porque me falta ese motor del que se enorgullece Jacinta. Como fuera, por mi responsabilidad y aplicación, llegué a un puesto de jefatura y un ingreso que me permite algunos gustitos al mes. El mesero trajo el aperitivo de Nicole y yo pedí otro café.

Durante la caminata hacia el restaurant y mientras escuchaba a Nicole pensaba en cuál era su interés en contarme la historia de Jacinta, Nicole es una excelente abogada, con una carrera impecable y sobre todo muy confiable, una rareza en el área.

Me contó luego de la infancia de Jacinta, muchas piezas comenzaron a calzar, esa necesidad de reconocimiento, de sobresalir a cualquier costo, como si tuviera hambre de inaugurar un nuevo linaje, se entendía como una respuesta a privaciones, malos tratos y una inteligencia que no tenía explicación en su entorno. Los malos tienes historias tristes.

−¿En serio crees que una historia triste explica su comportamiento?

−En ningún caso, es para darle contexto, si estuviésemos en un tribunal podría ser considerado un atenuante.

−¿Acaso cometió un delito?

−¿Estafar a sus socios, varios ex compañeros de universidad entre ellos y empresas mandantes te parece poco?

Me sorprendió. La pregunta obvia era ¿y la justicia? Nos reímos casi al unísono: intachable conducta anterior, buenos contactos y plata suficiente para pagar a algunos, los que podían hacerle más daño, si se sabía de sus andanzas por el lado oscuro.

−¿A ti también te estafó?

Tal vez por el efecto de los aperitivos se rio casi con una carcajada −¡claro que sí!

−¿La denunciaste?

−No, solo me dediqué a salvar lo poco que quedó de mi prestigio profesional y a tratar de buscar otros proyectos. Además, tuve tanta vergüenza, me sentí tan tonta, que no quise aparecer como otra más que cayó en su forma de envolver a las personas. Debe ser parecido a cuando alguien es víctima del cuento del tío y no puede creer que le haya pasado eso. Me escondí como si fuera su cómplice o algo parecido. Jacinta sabía eso, que algo quedaba de mi orgullo y jamás iba a considerar aparecer como una víctima estafada. Por otra parte, me dejó muy en claro que yo debí haber sabido y que ella solo estaba tratando de ayudarme a ganar plata y subir mi nivel de vida.

Comenzó a atropellarse al hablar, nerviosa, como si tuviera que justificar su cercanía con Jacinta, habló varios minutos seguidos, sin puntos ni comas y tampoco pausa para respirar y recuperar el aliento. Entendí de su cascada de palabras que necesitaba contárselo a alguien para ordenar y definir esa historia para sí misma. Había contradicciones y vacíos que no me atreví a confrontar. No se me ocurría nada para que se calmara y temía que comenzara a llorar en cualquier momento. La ansiedad comenzó a invadirme e hice lo que mejor sé hacer, tirar un chiste inapropiado que marque distancia emocional y cambie el curso de la conversación. Sentí la mirada rabiosa de Nicole y el éxito de mi estrategia. Se sentó derecha, tomó el último sorbo de su aperitivo y dijo que ya se hacía tarde y debía volver a su oficina.

Nos despedimos con el típico final – ¡nos vemos! − sabiendo que no sería así a no ser que una casualidad nos encontrara de nuevo. Me quedé en mi puesto porque necesitaba un café antes de ir a mi trabajo. Por algún motivo me quedé con la sensación de que yo también hubiera caído en las trampas de Jacinta. Tengo menos remilgos éticos que Nicole y ciertamente, soy menos inteligente, sé menos de leyes que ella y conozco de cerca lo de vivir con deudas casi como si fuera un telón de fondo de un escenario del que me costó mucho salir.

A lo mejor hubiera estado disponible para aceptar un contrato que no merecía a cambio de cierto riesgo. Las noticias se suceden unas a otras y mi nombre, en caso de haber sido publicado en medio de una estafa, pasaría al olvido en un santiamén entre tanto ripio cotidiano. Para qué trabajar cuando buenos contactos hacen milagros. Cierto, la relativización ética me había alcanzado. Tal vez yo también tenga un precio y muy poco que perder.

Como la vida y la gente es rara, mi celular mostraba la llamada de un número desconocido. Contesté con un aló apenas audible, era Jacinta o Elsa Vicuña si se quiere. Quedamos de almorzar, por supuesto quería mostrarse agradecida por haberla llevado a la atención de urgencia. Ahora se sentía mucho mejor y había regresado al trabajo, otra empresa, de un rubro muy prometedor. Me la imaginé mirando sus uñas cuidadas y con el teléfono sujeto por su hombro y en frente de una lista de nombres para contactar.

−¿Me vas a ofrecer algo? ¿un negocio? ¿legal?

Se rio con una espontaneidad que no pudo controlar con la última pregunta. Ella seguía fiel a su estilo. No sé si puedo decir lo mismo de mí. Tal vez pueda torcer el destino o quizás permitir que suceda.

martes, 24 de septiembre de 2024

Últimas lecturas y complejos

 


Fotos de Dom J (pexels.com)


Era un poco evidente lo que iba a pasar, mientras más leo, más me cuesta escribir. Tenía la idea de un comienzo de historia, un abrazo desesperado o desesperanzado y algunas noticias que lo explicaban, pero entonces empecé a releer a María Luisa Bombal y ahí quedé. Hace algunos días leí el conmovedor libro de Rafael Gumucio Memorias Prematuras y muchos párrafos parecen de una honestidad casi poética, una especie de confesión, tan ajena al personaje del escritor que creo tengo que leerlo de nuevo. También leí la Campana de cristal de Sylvia Plath y se lee muy diferente al conocer su historia. La descripción a través de la protagonista de sus quiebres mentales y los tratamientos recibidos hacen que casi duela la piel al leer ciertos pasajes. 

Entremedio escuché varias entrevistas a Jorge Edwards y sus anécdotas de escritor, diplomático y amigo de muchos autores consagrados. Como hace tiempo establecieron los estudios de psicología social el prejuicio se vence con la cercanía y es tan necesario leer a quienes una cree tan distintos. Que injusta la descalificación de escritoras/es por diferentes motivos: afiliación política, figuración pública, género, mal comportamiento según algún código imperante en un momento histórico tal o cual. Por lo que sea es injusto.

Me siento una completa ignorante de tanta cosa que estudiaron los/as grandes que el resultado obvio es que me acomplejo más. Seguiré borrando algunas historias, Camelia es un texto olvidable así como Destino Circular, Otro Día, en fin. 

Hay mucho por leer y releer y ahora iré a comer algo antes de ir a trabajar.


domingo, 15 de septiembre de 2024

Más recomendaciones

 


Estuve escuchando las biografías de grandes escritoras, pintoras y otras mujeres que forman parte de la historia en el arte y en otras áreas. Algunas europeas y otras latinoamericanas como Victoria y Silvina Ocampo; Alejandra Pizarnik, Teresa Wilms Montt y varias más. Como suelo caer en adicciones temporales, escuché varias versiones de las mismas biografías para confirmar, una vez más, que la información se organiza según un encuadre particular o un objetivo subterráneo, consciente o no, de quien organiza determinado discurso. La historia de Clara Schumann y de María Antonieta son casos muy claros al respecto. Caricaturizadas como la de alma noble por su sacrificio la primera y por su frivolidad, la segunda, pierden toda la complejidad de personas sometidas a juicios morales según la cultura del momento; de un momento eterno por lo que se ve.

Las grandes, las tremendas, se enfrentaron a toda clase de obstáculos, incluso si pertenecían a un sector privilegiado casi todas ellas. Atreverse a ir más allá de las barreras sociales implicó una libertad interior casi inimaginable por lo que hacen pensar sobre las cárceles mentales que una se impone, más allá de los modelos y los condicionamientos en los que estamos sumergidas las mujeres. Y los hombres respecto de sí mismos y de ellas.

Con Laura Freixas se aprende a mirar con una perspectiva de género alejada de slogans facilistas, muestra un análisis muy lógico y con datos duros porque ha investigado sobre los temas que expone. No puedo sino recomendar sus exposiciones en diferentes conferencias, todavía no leo sus libros y cuando lo haga, contaré por aquí mis impresiones. Mientras tanto, hay mucho material de ella disponible en YouTube, aquí les dejo algunos links.

 

 

Laura Freixas: Virginia Woolf: huerto, jardín y campo de batalla

https://youtu.be/ewnKYN4rmdg?si=aasOUt5rGpg4fq4B

Laura Freixas : Emily Dickinson una genia con actividad propia

https://youtu.be/6D-4rD-fu4A?si=sXZeqI1eanvpNb68

Laura Freixas: Sylva Plath ¿Se puede ser mujer y genio?

https://www.youtube.com/live/qVtGIYuHJfM?si=cIos-JxcAQHtwW3z

6° Ciclo de Conferencias Pioneras S.XX Colette, por Laura Freixas

https://youtu.be/QcS2jjaYtlo?si=fZQu_V6rCSR0AE9Q

Marzo 2022. Ciclo Pioneras del siglo XX. Conferencia de Laura Freixas sobre sobre Alexandra Kolontai

https://youtu.be/oI17WQxIkYw?si=1VTI_xj2GxptWkQ7


jueves, 12 de septiembre de 2024

Monólogos sucesivos

 

Foto de Edgar Mosqueda Camacho (pexels.com)

Teníamos conversaciones, más bien eso parecía si alguien tomaba una foto a la distancia; ahora que lo analizo, eran más bien monólogos sucesivos. Ella decía algo y luego yo respondía con otra cosa que en algún punto se relacionaba con sus frases. Cuando estábamos en público ella era más hábil para proponer un tema o reírse de algo o de alguien y yo le seguía la corriente. Coincidíamos en algunos comentarios ácidos sobre una que otra persona, aunque debo reconocer que yo no era tan cruel como ella, pero parecía serlo más. Ironías de la apariencia. Un par de antipáticas, eso éramos, sin embargo, parecíamos buenas personas a la luz de una mirada ingenua y bien intencionada y a lo mejor nuestra actitud era bastante normal dentro de todo, además, en la búsqueda de la buena convivencia, a nadie le gusta mucho disentir y buscar contradicciones evidentes. Tampoco es que la crueldad de los comentarios nos llevara a tener una conducta poco civilizada o reñida con la compleja moral social. Palabras, solo palabras dichas al viento, tal como los versos de una antigua canción.

Ni hablar de las posiciones políticas, yo había ido cambiando hacia una posición escéptica. La plata, el poder, el acceso a lo mejor que ofrece el mercado cambia mucho a las personas. Esa convicción se convirtió en un mantra para mí y mientras más leía y aprendía, más me convencía de lo certero de esa afirmación. Ella seguía ilusionándose con el cambio y los slogans políticamente correctos y a mí, la descreída de todo no me daba ninguna gana de argumentar acerca de la maquinaria económica y marketera bajo esos intentos de bondad política que nos haría bien a todos ¡Bazinga! Diría Sheldon.

Ella me decía que mi postura de desconfiada era muy fácil porque me creía superior y, sin abanderarme por nada, siempre iba a tener razón en algún punto porque todos los movimientos fallan en algo. Esa vez me sorprendió y la empecé a respetar más. Después me venía otra idea en la que no calzábamos y volvía al hábito de no continuar ningún argumento por más de tres o cuatro frases seguidas.

De a poco fui cayendo en cuenta que la mala para conversar era yo. Que la más preocupada por conservar buenas relaciones con personas que no me interesaban era yo, de puro miedosa tal vez, y entonces me guardaba mis opiniones, algunas muy arraigadas en principios intransables y con tantos fundamentos como puede tener alguien a los veintitrés años.

Con esas diferencias y todo, seguimos siendo amigas o algo así. Lo malo es que no apreciamos las mismas cosas, que difícil que es eso. Ella tiene pretensiones artísticas o algo así y yo ando apenas con el tiempo y el rol que me ha tocado y que en algún punto elegí. No tengo tiempo de leer ni de pensar o de fijarme si las flores de manzanilla remojadas en la tizana de después de almuerzo se ven bonitas o no. Creo que además de descreída, me puse práctica y buena para resolver cosas, no me voy a hacer problemas por leseras de contradicciones y otras finezas de la cultura o filosofía. A veces salíamos a pasear y ella se volaba con los paisajes o cualquier cosa sin importancia y yo solo asentía. Me decía que era una insensible, incapaz de detenerme ante la belleza ¡uf! ¿Qué es eso? Imposible llegar a algún consenso.

Demasiadas diferencias. A ella, dentro de tanta pose intelectual, le daba por caer en supersticiones y prácticas medievales puestas de nuevo de moda porque es más fácil creer en la magia que en la vida lógica y el necesario aporreo diario. El choque con lo que se quiere y lo que se puede, incluso la aceptación de que las más de las veces las decisiones se toman por tantos factores juntos que no es posible explicárselas ni a una misma. Una cosa son las películas, novelas y la música apropiada para fantasear y otra es el presupuesto, entre tanta otra variable, para dar vida a lo que se puede.

Nos hicimos el propósito de vernos toda la vida, al menos una vez al mes, casi para ser más o menos testigos de la historia de la otra sin interferir ni juzgar. Eso lo mantuvimos. Mientras mayores nos hacíamos, más comprensivas nos fuimos volviendo, además, los mensajes de texto en cualquier plataforma y las redes sociales nos hacían estar al tanto de la vida de la otra y de quienes se volvieron protagonistas de nuestras biografías. La acidez de los comentarios fue desapareciendo. Nunca, para nuestro pesar, fuimos tan malas como hubiésemos querido.

De un tiempo hasta acá se ha vuelto más difícil monologar por turnos, empezamos por el recorrido de los hijos, la familia extensa, el listado de funerales del mes, los conocidos y encima la autocomplacencia nos ha ido acercando. Ahora extraño sus voladuras, la credulidad y la fe que le tenía al destino y sus sorpresas. Nos ganó la paz, la actitud comprensiva y esa sensación de que la historia se repite sin los aprendizajes concomitantes. Ella dice que se puso más parecida a mí y yo digo que ahora entiendo y a veces me quedo en el mundo de la fantasía del que ella solía hablar. Será quizás que al fin aprendimos a conversar, a escuchar. A eso se llamará ser buenas personas supongo, perdonar y perdonarse todo porque quién es una para juzgar y quién sabe las razones que alguien tuvo para esto y lo otro.

Podemos hablar tranquilas, sin tanta contradicción, sin urgencias ni pasión por casi nada. Claro porque a la distancia solo se puede ser racional o algo así. No sé si alcanza para decir que eso es una conversación, pero sí una sensación de apacibilidad que antes desconocíamos. Hasta nos reímos de los dramas que pensamos nunca se iban a acabar y los que no se terminaron, no los mencionamos. Un pacto de silencio que se estableció como debe ser, sin palabras.

A Heart Made of Yarn, Franz Gordon https://youtu.be/o0DBpau5N3c?si=zQi-db-ymDuvubTO

jueves, 5 de septiembre de 2024

129

 


129, pero con trampa. Todavía no saco los cuentos aburridos o textos sin sentido y fundí las entradas de Japón. Saqué solo los más vergonzosos, aunque contradiga lo que escribí en [1]Oración ¿Para qué? o ¿por qué? [i]domanda inutile, dice una vieja canción italiana.

Perdí el toque, escuché decir a alguien a propósito de otra cosa. Ya volverá, ya lo encontraré y si no, no es para tanto. Lo raro es que el blog está teniendo más lecturas, me da curiosidad y un poco de vergüenza por los malos escritos. Tengo historias dando vueltas por ahí, pero sin mucha alma si se puede usar esa expresión exagerada y hasta cursi.

129 que debieran ser 30. A lo más.

 



 


martes, 13 de agosto de 2024

178




Después de oír horas y horas de cuentos, biografías y distintos temas acerca del arte, la muerte y un potpurrí de conceptos de distinto origen y alcance, creo que podría volver a escribir sin otra razón que para darme el gusto, porque sí, por las mismas razones por las que comencé: para pelar el cable, dar forma a pensamientos azarosos y otros intencionados que fueron a parar en el mismo lugar.

Total, qué más da.

Tengo un montón de cuentos inconclusos y no todos me parecen fatales. Puedo recurrir a ellos y retomarlos o cambiarlos por completo. Manipularlos como arcilla húmeda y volver a guardarlos si así me parece que deben quedar o meterlos en esta interminable lista de textos que figuran en este blog, 178 incluyendo este. Demasiado, demasiado. Puede que lo conveniente sea eso, empezar por eliminar una montonera de textos ¿con qué criterio? Los que han sido menos leídos, los que me dan vergüenza, los que no dicen nada ¿quedará alguno después de todo eso?

O no elimino nada y sigo ocupando espacio virtual. Todo puede ser y al revés también.


martes, 30 de julio de 2024

Más recomendaciones

 


Las biografías de muchos escritores, pintores, músicos o artistas en general están tan llenas de eventos extraordinarios que parecen una novela en sí mismos. Dando vueltas por YouTube a veces buscando y otras por obra y gracia de los algoritmos he llegado a escuchar historias inesperadas como la de Suzanne Valadon y entonces aparece adosada la de Erik Satie, el músico raro.

Entremedio logré terminar la novela de Stefan Zweig La impaciencia del corazón, tan angustiante como Crimen y Castigo de Dostoyevski, con la compasión y la culpa como motores de las decisiones del protagonista. El mismo efecto de algunas novelas de Patricia Highsmith. La maravilla de la tormenta de emociones contagiadas por las palabras en cierto orden.

Algunas recomendaciones van en los siguientes links:

1.     Mala Sombra: https://www.youtube.com/@alejandromalasombra

En palabras de su autor se trata de “Canal y pódcast sobre cultura ultra contemporánea especializado en arte, literatura y filosofía. Si crees que el pensamiento es una herramienta para transformar y no para interpretar y enumerar, este es tu sitio. Podrás encontrar análisis alternativos de la historia, comentarios sobre actualidad y entornos cibernéticos, reseñas literarias, entrevistas y diálogos con personas de ámbitos muy distintos”. También está en Instagram y Spotify.

2.     En Spotify se encuentra un Podcast que se llama Grandes Infelices y se puede escuchar la biografía, muy bien escrita, de escritores como Sylvia Plath, Yukio Mishima, Stefan Zweig, Roberto Bolaño y varios más. Su autor es el escritor Javier Peña.

3.     La biografía de Mario Vargas Llosa contada por Jaime Bayly es todo un acierto, aquí va, https://www.youtube.com/watch?v=xLp9wVt8kyo&ab_channel=WillaxTelevisi%C3%B3n

4.     También la entrevista a María Kodama por el mismo Jaime Bayly muestra a una señora suave y vital que vale mucho la pena conocer.

https://www.youtube.com/watch?v=ryxbVIVGIvM&ab_channel=robertocarlos0

 

Eso por ahora.

 

Claude Debussy, arabesque N°1 y 2° https://www.youtube.com/watch?v=9Fle2CP8gR0&ab_channel=TopClassicalMusic


jueves, 25 de julio de 2024

Blusa

 


− ¿Quieres hablar?

− ¿De algo específico?

Iba a decir que sí, que había un tema pendiente, una aclaración que él necesitaba para sentirse tranquilo, pero todavía se ponía nervioso y no lograba decir algo tan simple como – tú sabes de qué – pero ella diría que no sabía a qué se refería.

− No, sin tabla. No se trata de una reunión de trabajo.

− ¡Ah! para hablar de la vida entonces. Por supuesto

A ella no se le ocurrió nada que decir, nada que no estuviera pauteado de antemano. A última hora podría recurrir a algún artilugio de los habituales para no ir y no hablar: una reunión fuera de pauta en su nuevo trabajo, un súbito malestar o una migraña. No un simple dolor de cabeza que pudiera ceder a un comprimido, debía tratarse de una migraña con fotofobia, con aversión al ruido y a la que el estrés agravaría sin lugar a duda. O podría ir y ver su expresión de incomodidad cuando lo mirara de frente y fijo, de modo que lo obligaría a preguntar − ¿qué? – y a lo que ella respondería sin variaciones – nada ¿por qué? – por nada− balbucearía él y ella entonces esbozaría una especie de sonrisa socarrona y se echaría para atrás en la silla, tal vez luego pasearía la mirada por las mesas de alrededor. En el intertanto tendría clavada la mirada de él tratando de escrutar en su cerebro como si tuviera rayos de algún tipo que develaran sinapsis y lógicas simultáneas, pero el poder mental no da para tanto todavía. Estaría a salvo.

A él le pareció que, si no definía un día, hora y lugar, ella no haría nada, pero tampoco se trataba de mostrarse ansioso o dar la sensación de que el asunto era de mucha importancia, aunque sí, tal vez, pero no tanto porque las cosas seguían más o menos igual y después de todo, era imposible prever algo entre tanta confusión. Tenía la convicción de que cuando fuera viejo lograría distinguir lo que había sido importante y no estaba seguro de si ella aparecería en la lista. Recordó la primera reunión, había estado a punto de no ir y ahora pensaba que nunca se escucha lo suficiente al lado sano de la conciencia.

Ella recordó también la primera vez, usó una blusa comprada en un ataque de algo, de una sensación extraña, agradable y desagradable en todo el cuerpo, en especial en el estómago y el cierre de la garganta. Estaba tan confundida con tanto mensaje de texto que no sabía qué pensar y pensó lo peor. Esa tarde de compras, nada parecía llenar su gusto. Caminaba tan rápido en el centro comercial que no alcanzaba a ver nada, las ideas se revolvían en su mente como remolino y de tanto encerrarse en el laberinto de malos augurios solo divisaba siluetas y vidrios y prisa y murmullos y escenas que se sucedían en la mente como una seguidilla de sinopsis de películas malas por predecibles y por burdas. No iba a volver sin una blusa nueva, cualquiera, de cualquier color. Su compañera de departamento preguntaría y más valía que la salida abrupta y sin explicaciones hubiera tenido un objetivo. Siempre hay que parecer ocupada en algo; tener un proyecto, una idea, algo. En este caso la compra de una blusa, otra más, para lo que viniera, para una entrevista de trabajo, para sentirse liviana y pulcra. Una fácil de poner – y por ende de sacar – por si más tarde tenía ganas de tirarse en su cama a llorar o de bailar frente al espejo dependiendo de si todo salía bien, pero no, no iba a pensar en esa posibilidad. Mejor no ilusionarse para que el llanto esté dentro de lo esperable por una mala entrevista.

Eso fue antes, ya le parecía otra vida, ahora era muy diferente, la habilidad en juego era hacer aparecer la situación como que no era una reunión casi formal, igual que el juego de las visitas de niños y adultos y, por lo tanto, no podía ser buena ni mala.

Por supuesto todo podía salir mal y aumentar la confusión, pensaba él, pero no se trataba de nada en particular. En un mundo anestesiado es difícil que algo sobrepase, por arriba o por debajo, el umbral del bienestar personal o al menos que lo parezca. Ese era el punto central. Ya estaba lamentando haber generado la instancia de volver a verla, pero algo lo impacientaba, esa necesidad de ser o parecer correcto. Hay que ser y parecer dice el cliché completo, pero en la mayoría de los casos basta parecerlo. Tampoco admitía que, en su estilo de hombre racional y moderno, en el que no cabían otros razonamientos que no fueran evitarse problemas posteriores, sentía una especie de nostalgia adolescente y eso que ya rozaba los treinta. Contactarse había obedecido a un momento de ocio en su trabajo. Fue durante una pausa entre las reuniones telemáticas de la jornada habitual y las del magíster que ahora todos tenían que hacer para estar entre los requisitos mínimos de selección de cualquier trabajo decente, incluso si el sueldo no alcanzara a cubrir tamaña inversión. O fue en un momento de angustia al ver que sus años de universidad ahora eran amenazados por la IA y que debía aprender ya a utilizar esa tecnología para no quedar obsoleto antes de los cuarenta. Puede que fuera eso, un deseo de volver a una época de menor vértigo en la vida o de uno diferente.

Ahora estaba en lo mismo, buscando una blusa apropiada para la ocasión, algo así como la visita a un laboratorio, algo aséptico, sin forma, que solo cubriera y diera la sensación de nada. Todas sus blusas eran así, no fue difícil encontrar una.

−A mí no se me da eso de ser buena− esa frase le daba vueltas desde esa mañana. Mientras más se la repetía era como si agarrara un valor excepcional, como si fuera a atreverse a decir verdades descarnadas o pragmáticas que es lo mismo. Esas frases que de tan taxativas no dan espacio a la conversación. Había probado esa estrategia antes y había comprobado que la verdad cierra las posibilidades, debe ser por eso que la mayoría la esconde, para hacer eterna la incertidumbre y, como los pases de un mago, hacer aparecer elucubraciones y posibilidades; para ella eso era conversar, explicitar hipótesis incomprobables para que quedaran temas no resueltos hasta la siguiente. - Alguien así no puede ser buena. 

A medida que se acercaba la hora para llegar a tiempo, la tensión iba tomándose el torrente sanguíneo. Eso de comportarse del modo apropiado sin conocer los criterios de la corrección social en estos casos lo ponía peor. Se sentía a salvo y eso era aún más desagradable, porque a alguien que no arriesga nada le resulta fácil ser bueno, simpático, ocurrente. Y le había dado por acordarse de todo lo que no dijo o dijo demás, como si se fuera a morir y tuviera que aclarar cosas antes de llegar al final del túnel.  - Debe ser la crisis de los treinta - se dijo sonriendo para sí mismo, como un modo de cambiar el mood  del encuentro. Con ella nunca se sabía cómo iba a aparecer, a veces se veía tranquila y afable, hasta contenta y de pronto todo se iba a la cresta. Y él, lo tenía claro, adoptaba una actitud segura y serena, de viejo de mierda y la trataba como si tuviera todas las respuestas. 

Hacía ya dos adolescencias al menos, medidas en ese tiempo sin edad, que se habían visto por última vez. En cada oportunidad se propuso al menos no ser desagradable. Era superior a sí misma eso de parecer neutral, desbordante de autocontrol. Objetivo no logrado era la calificación que merecía, igual que varios niños de segundo básico a los que hacía clases. 

Él estaba sentado esperándola, casi deseando que no llegara y dar por terminado ese intento de no sabía qué. Que raro que ella hubiera aceptado verlo, que raro que él todavía la extrañara, ese pensamiento pasó fugaz y por peligroso fue expulsado y se estrelló en la avenida más cercana para, por fin, ser atropellado por las prisas de la vida en la ciudad. 

Ella siempre se apuraba para llegar irremediablemente tarde a casi todo, esta vez, la demora fue mayor porque en la avenida fue embestida por un tropel de pensamientos peligrosos. Se demoró más y más y en cada vitrina la blusa le parecía de diferentes colores y formas.

Él esperó otra adolescencia más y a su mesa se sentó una colega de su trabajo. Cuando ella se decidió a comprobar su hipótesis, los vio y pensó que su blusa era inapropiada para esta clase de situación. 



Alessandro Martire, Truh

https://www.youtube.com/watch?v=-CfvNt3gjBY&ab_channel=MartireComposerVEVO


 

 


domingo, 21 de julio de 2024

Recomendaciones





Resulta que los libros de cuentos deben ser una unidad de contenidos, deben tener un hilo conductor, una especie de mínimo común denominador. Es más, los buenos cuentos se revisan línea por línea, no solo por la economía de palabras sino porque cada palabra debe cumplir un objetivo según el estado emocional que el cuento se proponga provocar. Tanto que hay que saber. Si hubiera sabido no hubiera tenido la osadía y desvergüenza de empeñarme en escribir.

Solo paso por aquí hoy a recomendar un cuento de Verne  La Jornada de un periodista americano de 2889, impresionante: 

Y también paso a agradecer a quien ha estado leyendo una serie de textos random de por aquí que me recuerdan que la ignorancia es atrevida.



miércoles, 5 de junio de 2024

Otro día

 


Y la vieja me gritó que debí informarle antes. Siempre es lo mismo con mi jefa, que por qué no le dije, que ella tenía que saber todo le que pasaba en su departamento. Es verdad, ahora que se me pasó la furia y el estado de petrificación que se impone sobre mi cuerpo y mi voz cuando alguien me grita, reconozco que no le dije. Me repetí la historia desde el principio, que don Ernesto me había contado del problema eléctrico de la bodega y justo pasó Juan Pablo, el ito eléctrico. Por un buen tiempo le dije Juan Pablito, cuando ignoraba que ito era la sigla para el inspector técnico en obras. De ahí nos fuimos directo al lugar del corto circuito e hicimos las coordinaciones para las órdenes de compra de los repuestos, los horarios en que se harían los cambios, sin interrumpir la labor diaria de los equipos de venta. Pensé que era eso lo que más importaba y sigo pensando lo mismo. Justo cuando iba subiendo al piso doce donde está la oficina de mi jefa, para informar de la solución al problema de la bodega, me agarra la señora Sara por un accidente laboral de la Juanita, una externa del servicio de aseo, pero que todavía no tenía contrato y entonces la responsabilidad iba a caer en la empresa − ¡pucha la lesera! – fue lo único que pude decir en voz alta porque don Tomás, el dueño de la empresa del aseo, es hermano del dueño de la empresa que me contrató a mí; así es que con voz y actitud de resignada, le dije que me haría cargo. Fui a mi oficina, que no sé para qué la tengo si nunca estoy ahí y llamé a Rosario, la jefa de personal de los del aseo. Trifulca y media, que era el sexto contrato que tenía que hacer apurada porque se había corrido la voz de que si tenían un accidente los contrataban al tiro. Que así era esta gente, que se aprovechaban de inmediato.

La Juanita esperaba abajo con el tobillo hinchado y se aguantaba el dolor.

−y ustedes ¿qué les pasa con las escaleras? ¿todavía no ponen las gomas de seguridad?

−Rosario, limítate a enviar el contrato de la Juanita. Mientras, yo me encargo de convencer al comité paritario de que algún integrante autorizado llene el formulario de derivación al IST por accidente del trabajo.

Era un día de esos en que una debió quedarse acostada con fiebre real o inventada. Todo el día con estupideces que requerían solución inmediata y encima teniendo que ser paciente y no armar más escándalo para no tener problemas con los jefes o los sindicatos. Mi oficina me servía para eso, para poner las morisquetas que quisiera al teléfono sin que nadie me viera o estirarme y hacer como que mandaba sendas patadas en el culo a quien se lo mereciera.

Después de respirar hondo fui a hablar con don Luis, el presidente del comité paritario, un tipo de unos cuarenta y tantos que desde que había asumido esa función, se paseaba casi con lupa por todos lados buscando todos los detalles que había que subsanar para garantizar la seguridad de los trabajadores. Era cierto, pero quería todo para ayer y era imposible hacer todo de inmediato, habíamos tenido como cuatro reuniones este último mes, logramos avanzar en algunas cosas, pero faltaba y siempre iba a faltar y él se largaba en un discurso obsesivo lleno de detalles y reiteraciones de los detalles. − Mire señorita Josefa, ya sé que usted va a decir: ya va a empezar con la cantinela, pero ¡mírese usted pues! Anda con esa falda hippie llena de vuelos, se va a enganchar en cualquier parte y después va a alegar que el reglamento está anticuado que es su derecho vestirse como quiera y que si no va a demandar por discriminación. Y ¿qué quiere que haga yo? ¿qué le digo al comité? ¿Qué la subjefa es especial? No pues, usted sabe, la seguridad es para todos. Hay derechos y obligaciones y también corren para usted.

Roberto es de esos que hablan a punta de obviedades, puras frases hechas, pero afirmadas en algún manual, puse cara de compungida y traté de sonreír como una niña pillada en falta, el viejo truco de la cara de gato con botas ¿quién no lo ha usado para librarse de alguna norma absurda?

−Prometo que mañana me pongo ropa según el reglamento, pero por favor veamos lo de Juanita, ya supo, supongo.

− ¡Por supuesto! ¿cuántas veces le he dicho señorita Josefa que esa empresa es muy chanta? Que no cumplen con los requisitos mínimos de seguridad para sus trabajadores.

La cortaron verde

  Luego del portazo producido por el viento de ese verano, se quedó a cargo del cuidado de la chacra. Era pequeña, pero para quien solo sabí...