Cuando
fue al terminal de buses a dejar al tío Humberto iba acompañada de su marido.
Era una escena que se repetía casi todos los años al final del verano. Había
ido muchas veces, pero sabía que en la siguiente oportunidad ya nada sería
igual. Parece que una parte de la conciencia presiente o sabe o hace lo que hay
que hacer para que el destino ocurra. Su marido no iría nunca más con ella al
terminal. Podría haberlo jurado en ese momento y faltaba todavía un año para
que se separan y nunca más hablaran. En lugar de abrazarlo, se aferró al tío
Humberto y en la tradicional foto de fin de temporada quedó plasmada la sonrisa
forzada y la mirada a ninguna parte. La ciudad es chica, pero hay mucha gente y
la casualidad nunca los reunió. Una vez creyó verlo o se lo imaginó. Se quedó
paralizada y agradeció que él no la hubiera visto.
Es
tentador creer en el destino.
Será
la tendencia a encontrar patrones, la necesidad de buscar algo que ordene lo
que ocurre afuera. ¿Es acaso tan angustiante ese afuera? La incertidumbre se
asocia al peligro y el riesgo a cualquier cosa, incluso la estabilidad.
No
habría vuelta atrás. Desde allí comenzaba un camino hacia lo desconocido,
cuando terminara su cometido o pasara algo que no estaba en su control, se iría
a alguna otra parte y quedaría por allá, lejos, lejísimos. Vería las
alternativas cuando fuera el momento, en el intertanto avanzó sin mirar el
final del camino. Era lo único cierto, esa circunstancia tenía una duración
definida, esta vez no solo por las circunstancias externas sino por su
incapacidad de tolerar contradicciones flagrantes entre sus convicciones
¿Era
el destino? Las condiciones internas también pueden detonar el fin de algo, era
ella la que no tenía lugar en esa trayectoria, el espacio que ocupó por un
lapso puede haber sido un error permitido por un juego extraño de variables,
esos momentos en que las piezas aún no alcanzan un orden luego de un movimiento
inesperado. Una vez retomada la homeostasis, las piezas que desestabilizan la
estructura deben ser expulsadas.
II
Se
largó a llorar luego de ver una escena de una película que había visto al menos
unas cinco veces, una película gringa, de argumento repetido. Se fue a la ducha
para cambiar la emoción y pensar en otra cosa. Mientras el agua caía sobre ella
y realizaba los movimientos automáticos se acordó de la despedida del tío
Humberto en el terminal. Esa vez también había llorado sin razón aparente.
¿Habría alguna similitud entre esa escena y la actual? Algo iba a cambiar, eso
era lo único cierto y predecible. Para asentar la circunstancia o para
debilitarla más, si es que se podía más. La evidencia personal era que se
volvía cada vez más cabrona.
¿Era una cita?
− Juntémonos a conversar un vinito −. Se imaginó los besos y hasta las
caricias.
Por si acaso se
depiló, por si le tocaba las piernas, por si la veía más allá de lo que dejaba
ver la falda, por si se entusiasmaban y terminaban en un motel. ¿Qué hay que
usar en una cita pragmática?
La amiga se rio
unos instantes, pero entendió el concepto, no se trataba de una cita romántica
o ridícula, adjetivos intercambiables en la mayoría de los casos.
− Una mini, medias negras, una blusa con botones, pelo suelto. Nada
complicado, es cuestión de actitud.
Es cuestión de
actitud, eso era lo que no se podía disimular o actuar.
Era la primera
vez que alguien la iba a buscar en auto al trabajo, la primera que iba a un bar
bonito con una gran vista sobre Santiago, la primera que probó el Cosmopolitan,
el trago de moda de una serie muy vieja: Sex & The City, optó por
ese trago en vez de un vino. Él y ella bebieron rápido. A ella hasta le pareció
amargo el Cosmo. Debió pedir un pisco sour, pero pensó que delataría su falta
de experiencia en casi todo.
Estaba
intrigada acerca de las conversaciones de las parejas camino a un motel. ¿Eran
conversaciones calentonas, románticas, prácticas? − ¿tomas anticonceptivos?,
¿andas con condones? − Coordinaciones básicas, mínimas.
Eso le dijo,
por hablar de algo, acerca de la curiosidad por ese estado previo a llegar a un
motel. En las películas de ese tiempo, después de un beso la pareja aparecía en
la cama, en las de ahora, después de un beso, los genitales se toman el
protagonismo. Sin palabras. Él se rio y, como si fuera un tipo experimentado,
respondió que eran conversaciones normales, como la que estaban teniendo en ese
momento. Puso la mano en su muslo, ella se felicitó por su buena decisión de
depilarse y que su piel se sintiera suave. No pudo decir nada más hasta mucho
rato después.
Su mente se
debatía entre la calma del Cosmo y la ansiedad de estar entrando a un
motel con él. Entraron a uno que ya no
existe. La decoración de la pieza se parecía demasiado a una matrimonial. Como
si fuera parte de una casa: paredes de color neutro, una mesita para escribir,
una silla, veladores con lámparas de pantallas blancas y un televisor. Era
elegante y sobrio. Esperaba encontrarse con elementos más exóticos.
No debía estar
ahí.
En realidad,
sentía que debía estar allí más que cualquier otra cosa en la vida en ese
momento. Qué importaba si estaba bien o no. Así es como se justifican los
impulsos a posteriori, subrayó ese pensamiento porque sabía que le sería útil
para cuando empezara una y otra vez a sobre pensar acerca de ese momento en
particular.
Mientras los
cuerpos conversaban alegres y a tropezones, por su cabeza pasaban muchas ideas.
Estaba con él a ratos, en otros, pensaba en cómo iba a enfrentar el día siguiente,
cuando cada uno continuara con lo que tenían que hacer y ella siguiera aquí con
el guion tan claro sobre lo que sería su vida.
Esa habitación
sin sorpresas le impedía estar allí entera, sin dividirse entre el disfrute
multicolor y brillante de una fantasía cumplida y el miedo opaco y gris a lo
que vendría. Si hubiese habido sedas, matices en las paredes, lámparas con
vidrios que dibujaran siluetas o cuadros con parejas desnudas, algo que dijera
que ese era un lugar para cumplir deseos, para jugar y salirse del lado
convencional de las cosas, tal vez hubiera podido conectarse con él y olvidarse
del después. A él debió pasarle igual, pidió unos tragos, más Cosmos para
ella. Llegaron por una especie de ventana oculta en un sistema de paneles
corredizos para no ver a nadie y no ser vistos.
Un poco más de
alcohol sirvió al objetivo. Un poco de anormalidad y de conciencia alterada
decoraría su mente del modo en que le faltaba a esa habitación. Pudo jugar a
que era el primero de muchos encuentros, pudo creer lo que estaba diciendo y
responder a todo –yo también– y reírse de los intentos de él por
acercarse de los que no se dio cuenta. No confesó los de ella. Pudo evitar
cualquier forma verbal que aludiera al futuro y hundirse en sus ojos sin ver la
melancolía que ya se instalaba en ellos y, de seguro, también en los propios.
Pudo hacerlo
callar cuando comenzó a hablar de lo huevón que había sido, pudo evitar que
imaginara lo que hubiera podido ser.
Sintió que eran
un bordado colorido, prehispánico, en un escenario de película gringa de los
años cincuenta. Algo que no encajaba en ese orden tan definido.
III
Es
tentador creer en el destino.
¿Cuánto
tiempo es demasiado tiempo? ¿cómo supo Penélope, la de Serrat, que debía dejar
de ir a la estación a sentarse esperando a alguien imaginario?
Una
tarde leyó a Homero y el mito que originó su nombre, “¡Ay, ay, ¡cómo culpan los mortales a los dioses!,
pues de nosotros, dicen, proceden los males. Pero también ellos por su
estupidez soportan dolores más allá de lo que les corresponde”.
-Homero-
Seguro
se rio de sí misma y tomó un tren hacia otra parte como debió hacerlo antes,
mucho antes porque ¿cuánto tiempo es demasiado tiempo? es probable que esa sensación la tuviera Penélope cuando advirtió que no podía vivir como si la vida fuera eterna.
Es
tentador creer en el destino, con todo, es tentador,
Dire Straits, On every Street, https://youtu.be/_atRLSxfg_0