- No me la voy a jugar por alguien que
no lo hará por mí.
La miré desconcertado, no supe qué
decir. Si decía algo, seguro sería una conversación confusa como las que
solíamos tener en que, al menos yo, me quedaba pegado dando vueltas a la elección
de palabras, su entonación y el orden que escogía para ellas. No podía tener
claridad de lo que quería de mí, ¿qué significaba para ella que me la jugase?
Me arrepiento tanto de haberle dicho esa
frase que parecía un ultimátum. Un pedido, otro más, de definiciones de lo que
él sentía, de lo que quería. Su cara de sorpresa, esos segundos en que
miró hacia todos lados sin saber qué decir, me bastaron para sentirme en una
escena absurda. Volví a mi auto y llegué quién sabe cómo a mi departamento.
- No sé qué decir, debe ser el vino de
la cena.
Por último, le hubiera dicho, ¡ándate a
la mierda huevón! No pude. Esa no respuesta, otra más de sus favoritas,
evasiva y al mismo tiempo cargada de la ambigüedad necesaria para no cerrar la puerta, me pareció una cachetada verbal que,
mirando nuestras habituales conversaciones neuróticas, era la confirmación de
lo que ya sabía.
- ¿Los viste? ¿te diste cuenta de lo
que pasa entre ellos?
- ¡Es tan evidente! al que no entiendo
es a ti. ¿Por qué los invitaste juntos?
- Para ponerlos en aprietos, para
confirmar mi hipótesis.
- ¿Y nos hiciste jugar a las visitas
por eso? ¿la presionabas para qué dijera que cuándo se casaría y cuánto
esperaría para tener hijos?
- ¡Jajajajajajaja! estaba que me
largaba en una carcajada en ese momento. Ella miraba al frente, tenía una
respuesta correcta para todo, él se concentró en un cuadro de la pared y cambió
el tema. La vi con su noviecito de siempre, la fue a buscar un día al trabajo.
No había nada allí. Nada de cariño. Nada. Un día le pregunté si había ocurrido algo entre nuestro
amigo y ella. Lo negó con tanta fuerza que confirmé que estaba enamorada de él.
Algo en la forma melancólica de su respuesta, un gesto extraño, una mirada
hacia el lado, ya sabes, esas cosas indefinidas del tono y la gestualidad. O el
énfasis en negarlo, en negárselo.
- ¿Y no le preguntaste lo mismo a
nuestro amigo?
- Claro que sí, ya sabes, la
curiosidad.
- ¡La copucha será! ¿y qué dijo?
- ¿Qué crees?
- Nada, dio vuelta la pregunta.
- Eso. Lo conoces bien.
No puedo negar que me entretuve con ese
juego malsano de mi marido, poner en aprietos a un par que niega lo que siente
y creen que los demás no nos damos cuenta. Eso de sentarlos juntos a la mesa,
frente a nosotros los anfitriones, pedirle a nuestro amigo que le sirviera vino
a la invitada y a veces, a propósito, tratarlos como si fueran pareja, rozaba
en la crueldad. Ella no es tan buena simulando, se podía ver su incomodidad,
las ganas de que pasara la hora para correr a perderse.
II
¿Cuántos años pasaron desde esa cena y
mi posterior peor aclaratoria? Muchos, no los suficientes. Esa parecía una
respuesta que él daría, nada comprometedor, resbaladiza.
Aún puedo verme, haciendo señas para
que se detuviera, bajarme del auto con mi vestidito nuevo, correr a la ventana
del suyo, apoyarme en ella y lanzar mi gran frase. ¿Qué esperaba que me dijera?
Había tenido suficientes oportunidades para jugársela y no lo había hecho, ¿por
qué quería más señales?, ¿por qué necesité que fuera evidente la falta de reciprocidad
para seguir con mi camino sin mirar atrás?
Tampoco me acuerdo cuánto tiempo pasó
para verlo junto a su esposa y un hijo en sus brazos. Yo caminaba en dirección
contraria, con una hija en el coche y otro corriendo alrededor al que tenía que
llamar al orden cada dos minutos. Debieron ser mis gritos los que lo hicieron
mirarme.
Me presentó a su esposa, un nombre
italiano y un apellido que no recuerdo. Recuerdo haberla mirado y tratado de comprender
por qué, como si viendo a alguien una pudiese entender, formas primitivas de
resabios de celos, envidia o lo que sea que sentí al ponerle nombre e imagen a
quien eligió como compañera de vida. Así me la presentó, no iba a decir algo
tan común como mi señora, mujer o esposa. Compañera de vida era un mejor
concepto.
Por varios años me quedé pensando en
cuando corrió hacia mí y me sorprendió con su reclamo. Se lo conté a mi amigo,
el anfitrión de la cena, se rio tanto que me confundí más. No recuerdo qué
agregó, pero me molesté y no le hablé más. A mí ella me gustaba y ese día se
veía bien con ese vestido, algo tenía, no sé definir qué. Creo que me gustaba más de
lo que suponía en esa época, creo que la quería incluso, pero no soy dado a las
emociones sin cálculo. Supe que se casó, algún conocido me lo
contó. Lo que me sorprendió fue saber quién era su marido.
Un día la vi, su hijo mayor ya tenía
unos seis o siete años, el mío recién cumplía los ocho meses. Son extrañas las
mujeres, casi pude oler y escuchar la antipatía que se tuvieron cuando las
presenté. Se evaluaron, se sonrieron, dirigieron comentarios tiernos a
propósito de los niños, pero mi esposa, o compañera como le gusta que le diga,
la vio como amenaza de inmediato. Habló maravillas de mí como padre y
compañero, apoyó su cara en mi hombro, construyendo un muro a mi alrededor,
marcando el territorio de su familia.
Tenía razón después de todo. Ella era
una amenaza.
III
Estuvo bien el ardid,
los juntó para reírse de ellos, de nosotros. Sabía que eran unos timoratos y que yo carecía
de la creatividad suficiente como para imaginarme que nos dejaría fuera de
juego a ambos, a su amigo y a mí. No sé qué le dijo a ella o a él. Sí sé que cuando
me dijo que quería el divorcio, jamás pensé que ella ya esperaba un hijo de mi
marido. Exmarido.
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