martes, 17 de mayo de 2022

Comentario de Francisco Molina

 


27 tacitas de café

 

La verdad cabe en una tacita de expreso. La verdad tiene por duración el único sorbo con el que se debe consumir una tacita de expreso. Te deja la idea fresca y la boca amarga, como si fuera una invitación a poner la lengua en stand by. Café literario y otros cuentos, de Ximena Candia, es una mesa recién puesta, con 27 tacitas. Cada una contiene las palabras suficientes, la medida de un cuento, para hacer de ese sorbo una experiencia de lucidez.

 

Quizás uno de los goces más privados en la lectura de un libro de cuentos, es ceder a la tentación de no leerlos en orden. Buscar el índice, poner el dedo y caer en “Soy leyenda” (página 75). El Guatón Naveas, su tenida de domingo, un bautizo, una pichanga, una gresca. Me río en el metro. El remate, uff. Espabilas con el primer café de la mañana.

 

Relatos tibios, la idea fresca. Trapecistas, página 108. Un cuento escrito en contrapunto, Olivia y Bernardo, un trapecio. LECTURA PÁGINA 111. Los cuentos se vuelven dinámicos. Aumento de la frecuencia cardiaca y la presión arterial. Lo que te demoras en tomar otro sorbo de café.

 

Página 88, “Incluso en el sur”: “Tanta historia de la humanidad transcurrida para caer en trampas del milenio pasado”.

 

Y otro más, “Pauta de notas paralelas”, página 49, “Tenía la música indicada para ese anhelo de tormenta”.

 

La narrativa de Ximena es casi siempre urbana, no necesariamente por los paisajes, sino por el alto grado de consciencia de personajes y narradores. En cada cuento hay momentos clave, “Cada uno vio lo que quería ver”, donde los protagonistas entienden que su mundo no podrá seguir siendo el mismo.

 

Si “Incluso en el sur” se puede resumir como un cuento de ruptura matrimonial visto desde la generación anterior, y “Pauta de notas paralelas” es solo una mujer arriba del auto en su rutina. El valor de Café literarios y otros cuentos está en cómo la narrativa, sin perder agilidad, logra llenar de sentido a personajes comunes.

 

La mesa con las 27 tacitas te seca la boca para que sigas leyendo, es una intensidad tras otra, precisa, “humanos, demasiado humanos”. Es la medida del cuento, la que hace de Café literario y otros cuentos, de Ximena Candia un libro entrañable.


sábado, 14 de mayo de 2022

Perfil

 




Todas mis amigas lo hacen, casi. Una me insiste - ¿qué pierdes? Lo peor que puede pasar es que sigas igual -. Era sábado y cerca de las once de la noche intentaba ver una película, empecé unas cinco, una comedia para ver si me hacía reír, un documental porque siempre viene bien aprender de algo, una policial para obligarme a prestar atención, una adolescente para desconectar el cerebro, hasta una de terror para intentar sentir algo. Quería ver si alguna escena activaba mis emociones, de cualquier tipo. Hace tiempo que no siento nada. Con ninguna película me enganché.

Entonces, con el valor que da una copa grande de vino, tomé el teléfono y busqué esas aplicaciones de citas. Al menos esta vez la baja de defensas no me provocó llamarlo o escribirle como hice alguna vez. Cambié de lugar su nombre en la lista de contactos y entonces para encontrarlo tenía que recorrer todo el listado. Y mi lista es enorme, todos mis clientes del trabajo están en mi teléfono por si alguno requiere información, a cualquier hora, esa es la instrucción de mi jefe. Tampoco es que lo hubiera hecho muchas veces, eso de contactarlo. De hecho, cuando lo hice no estaba con trago, fue de torpe. La mayoría de las veces me quedaba mirando el teléfono y pensaba decirle algo, pero me arrepentía a tiempo. Esa noche también.

Busqué las aplicaciones, como Google escucha las conversaciones, mi correo está lleno de anuncios, todas se esfuerzan por parecer dirigidas a un público muy especial: gente culta, educada, con buenos trabajos, seria, con gustos exclusivos y por supuesto, una exquisita elaboración de algoritmos que garantizan hacer contacto con quienes una podría ser afín y entablar una relación.

Vi varias. De tanto en tanto apagaba el teléfono, cerraba los ojos y me ponía a pensar en otras cosas, a escuchar música o incluso dormirme si tenía suerte, pero la suerte es esquiva para quien la busca dicen. Entonces pensé que la evaluación de mi situación no era muy auspiciosa. Mi vida consistía en ir al trabajo, poner toda mi energía en ese empeño, cosa que me ha resultado, pasé de cobranzas a ejecutiva de cuentas en poco tiempo y soy la mejor vendiendo. Mi hijo, que ya está a punto de irse de la casa para independizarse, se ríe de mí porque llamo a los clientes con una sonrisa como si me vieran. Le he dicho que es un truco de ventas básico y que me ha ido bien con eso. La mueca de la sonrisa hace que la voz suene diferente. La gente debiera saberlo, les iría mejor en sus empeños. Gracias a mi trabajo he ayudado a toda mi familia y me siento orgullosa. Quedarme sola con un hijo no me dejó alternativa, no iba a ser una carga más para mis papás, así es que me salí de la universidad y me puse a trabajar en lo que viniera. Además, fue la forma más efectiva que encontré de salir del pozo en el que me encontraba desde que el papá de mi hijo tuvo el accidente y quedó en coma. No se alcanzaron a conocer el padre y el hijo. En pocos días pasé de rezar para que se sanara a hacerlo para que se muriera pronto. Si sobrevivía no sería nunca más él de nuevo. Se murió en menos de dos semanas. Yo tenía ocho meses de embarazo. No me gusta recordar esa época, la viví como en otra dimensión, como si flotara por donde me movía, las cosas transcurrían en cámara lenta, las voces sonaban lejanas y hasta los rostros de las personas me parecían deformes. El llanto de mi hijo fue lo que me aterrizó de nuevo, era casi lo único que escuchaba con nitidez. Cuando cumplió tres meses salí a buscar trabajo. Estaba tan determinada que a la semana ya estaba en una oficina.

No he parado desde ahí.

Me gusta el departamento donde vivimos. Cuando se vaya mi hijo, tal vez lo sienta muy grande para mí, quien sabe.

Hombres de nivel.

Eso dice la aplicación, como para convencerla a una de que ahí no van a aparecer los cafiches en busca de mujeres maduras solas o jovencitos que quieren tener en su currículum sexual haberse acostado con una. Ya he visto como son, a veces de verdad una les gusta y no deja de ser algo parecido a un halago, pero no pasa de ahí.

Tengo un par de amigas a quienes les resultó atreverse, conocieron ahí a sus actuales parejas. Son las que más me insisten en que lo haga, dicen que el riesgo no es más alto de conocer un psicópata del que una corre en la vida diaria. Y claro, ahí sale a relucir esa historia del tipo que se obsesionó conmigo y de todo lo que tuve que hacer para ponerme fuera de su alcance. Entre muchas otras cosas, tuve que cambiar el teléfono lo que fue un desastre en mi trabajo. Al final eso fue lo que más me importó, que me afectara en mis ventas.

El teléfono, de accesorio a protagonista de la vida.

Después del psicópata, pasó a llamarse así, apareció él, ese al que una se atreve a llamar amor y fui yo la que se obsesionó. El de la debilidad que surge con el alcohol, ese al que cambié de lugar en mis contactos para no llamarlo.

Panorama nada auspicioso. Trabajo, rutinas establecidas, soledad de los viernes, de los sábados y de las tardes de domingo. Eso hablo con mis amigas ¿para qué quiere pareja una a estas alturas? Lo que más he escuchado es que lo que buscan es un compañero, una especie de marido puertas afuera, alguien con quien ir al cine, al teatro, al municipal, pasar un fin de semana fuera, ir a algún restaurant o caminar por ahí. Todo eso se puede hacer sola. Y sexo, aunque sea ocasional. En realidad, mejor si lo es para que no se vuelva rutinario y exento de encanto.

¿Eso quiero yo?

Ya que estoy vitrineando aplicaciones, parece que sí. Hasta mi hijo quiere que encuentre a alguien que me acompañe, dice eso con un tonito particular, no puedo evitar reírme cuando lo escucho, también habla de las aplicaciones – oye, en tu ecosistema ya no apareció nadie, asúmelo, busca más allá.

Ninguna, casi ninguna, habla de amor, por algo será. Yo tampoco. Una que otra habla del amor adulto, que según entiendo, se trata de un amor deslavado, tibio, nada muy intenso ni comprometedor. Una relación con límites claros, cada uno con su vida, con espacios para estar solos y, sobre todo, sin recriminaciones, celos o ansias desmedidas. Para mí eso es una relación de amigos con ventajas como dicen los jóvenes o un matrimonio de muchos años, aburrido y estable.  No estoy tan segura de poder pedir o dar tanta urbanidad en una relación. Tanta educación en el cuidado de la individualidad. Debo ser de la vieja escuela, formateada en la sinceridad de la emoción. Tendré que modernizarme, bajar la intensidad y acostumbrarme a las relaciones civilizadas, suavecitas y muy pro como en las películas que no pude ver.

Busco mi tarjeta de crédito, son unos cuantos dólares al año, he gastado mucho más en un par de aros o en una noche de tragos con las amigas. Debo seleccionar una foto, me demoro más de una hora en eso. Tengo que escribir unas frases que hablen de mí y no se me ocurre nada. Como vendedora debiera serme muy fácil si me veo como un producto que hay que promocionar: mujer independiente, es lo único que logro poner ahí. Las instrucciones dicen que uno debe poner sus intereses, lo que busca en un hombre, la música que escucha, lugares que prefiere visitar. Si digo la verdad pareceré una neurótica llena de mañas o el aburrimiento hecho persona. Si miento habré empezado mal.

Mujer independiente, me gusta viajar, caminar.

Y por supuesto la infaltable frase: disfruto de las cosas simples de la vida.

Y ahí me dieron ganas de poner que quería reírme mucho en conversaciones sin ningún sentido, que me pongo divertida cuando tomo, que me gusta probar comidas raras, pero no tanto tampoco, que adoro que me digan que me extrañan y que a veces me quedo acostada como muerta encima de la cama inventando cosas. Y que me carga decir lo que tienen que hacer o que, con tipos poco ocurrentes, ni a la esquina, y sobre todo, que detesto tener que engrupir a nadie y no pienso andar fingiendo nada para gustarle a alguien. También quería poner que se abstuvieran los winners, los veganos, los desorientados en la vida, los fanáticos de cualquier cosa, los que buscan una mamá o una réplica de su ex o todo lo contrario que es lo mismo.

Debió ser el efecto de la segunda copa de vino porque cerré la descripción, busqué dentro de mi eterna lista de contactos y cuando llegué a su nombre estuve a punto de decirle que lo extrañaba mucho. Si pensaba qué era lo que extrañaba, era difícil de definir, una idea, un montón de fantasías.

¡Ah! Debería agregar en mi perfil que nada de lo que puse ahí es real, que a la larga las descripciones de una misma dependen en gran medida de los cuentos que una se cuenta, tanto que después se los cree, hasta me cuestiono lo de mujer independiente. ¿No es otro cliché más que nos venden acerca de como debemos vernos, marketearnos, vestirnos y sentirnos? ¿y si pusiera que soy miedosa, pero que lo disimulo bastante bien? O que los hechos demuestran que soy inconstante, me falta disciplina y he hecho lo que estaba a mi alcance simplemente. Claro es un perfil para atraer, no para espantar y tampoco un muro de confesiones y lamentos.

Qué suerte que el cerebro aún me funciona, me puse el pijama, lavé mis dientes, saqué el maquillaje de mi cara y para cuando llegué a la cama ya había recuperado el habitual control de mí misma.

Otro día, o nunca, terminaré mi descripción, comenzaré a revisar los perfiles de hombres de nivel, también puedo no abrir más esa aplicación y eliminarla sin hacer nada.

Me dormí con la música que guardo en mi teléfono.

Al despertar encontré un mensaje.

-       También te extraño.

 

 

Sheryl Crow, Run baby run.

https://youtu.be/3CUr0bnDCfM


domingo, 8 de mayo de 2022

Lanzamiento Caleidoscopio y otros cuentos

 





El lanzamiento se realizará el jueves 2 de junio. Si quiere asistir, no dude en pedir el detalle a mi mail.
xcandiac@gmail.com




Clara

 


¡Ay Juanito! Usted se las sabe por libro. Siempre ha sabido qué hacer para alejarse lo suficiente de los peligros imaginarios que lo acechan. Lo he observado por largo tiempo y esa es mi conclusión acerca de usted. Siempre cuida sus pasos, mirando alrededor cual avezado líder de la manada que pone cara de nada cuando la batalla no vale la pena y despliega toda su ferocidad combativa cuando lo que está en juego es su estabilidad. Lo admiro por eso. Yo soy terroncito de azúcar – ¡tan sentida que es esta niña! – le decía mi tía a mi mamá porque lloraba si no me sentía considerada. Usted también me lo ha dicho ¿se acuerda?

Obvio que no se acuerda. Otra característica importante para el bienestar personal, la mala memoria selectiva.

Cuando discutimos creo que sé lo que está pensando. Que soy tan típica, tan normal, que quiero cosas, muchas cosas, según su idea de lo que somos las mujeres. ¿Regalos? claro que quiero regalos, los más cursis que encuentre usted, no le voy a dar ideas porque, en el hipotético caso de que un rayo iluminador le diera justo en la cabeza y de puro aturdido le diera por darme una sorpresa, ya no lo sería para mí si le sugerí qué debería regalarme. Pura lógica. No se trata de cosas, pero qué saco con explicárselo.

Y usted que lee tanto y se vanagloria de haber soportado y sobre todo disfrutado el Ulises de James Joyce, considere lo que el caballero ese le escribía a su Norita. La llenaba de sus fantasías y jugueteos ¿qué me dice usted a mí? ¡Poco y nada pues!, no espere que mi imaginación vuele y lo invente a usted mi Juanito querido.

Tengo una cabeza loquita, pienso cosas, bailo sola, me imagino tonterías, pero usted dijo que me quería así, ahora creo que le molesta. Es lo que pasa siempre, eso dicen ¿Qué hacemos? ¿me va a dar mis regalos? ¿le daré yo los míos?

Me quiere atrapar con un anillo, con un papel Juanito. Así no. Hasta Luis Miguel lo sabe, apuesto a que no ha escuchado la canción que dice quién le pone puertas al campo. A mí me hubiera gustado que dijera quien puede atrapar al viento, me parece mucho más clara la idea. El viento tiene su propia dirección, no está anclado a nada. El amor es viento Juanito. Hágase la idea. A mi mamá le gustaba un dicho – siembra viento y cosecharás tempestades – creí que eso sería así, porque una les cree a las mujeres de la familia, a las tías, a las abuelas. Sobre todo cuando comentan las teleseries. Una escucha, atenta, medio oculta entre las tazas de té, las tostadas con mantequilla y mermelada de la hora de once. Yo casi anotaba esos comentarios, pero debo haberme perdido de otros secretos femeninos.

Los regalos son la siembra de la tempestad, eso creía. Ya no. Me acordé de otro verso de canción: su regalo liberó los ahorros del amor. Eso me enamoró, que se supiera algunas canciones de memoria o pedazos de libro. Era como si Pancho Sazo me cantara a mí, como esa canción de París. Dígalo, dígalo, Juanito, me parece escucharlo – mi amor, mi corazón, mi vida.

¿Se acuerda de cuando le dije que un día se apareciera sin avisar a la salida de mi trabajo y fuéramos a pasear por ahí? Yo quería jugar a que no nos conocíamos, que usted era un extranjero de paso y yo le iba a mostrar la ciudad y en una de esas podíamos terminar en un hotel del centro. No sé qué se le pasó por su cabeza, se puso celoso de usted mismo, pensó que de verdad yo quería meterme con alguien que no conocía. No estuvo bien que me diera un ataque de risa, a lo mejor debí ser más sensible, pero ¡por favor! Un poco de imaginación no le hace mal a nadie. Usted era el extranjero, solo tenía que jugar. Se la pasa leyendo de filosofía y se cree superior a mí en tantas cosas y se vino a poner tan concreto como un burro cualquiera.

Usted se volvió tan serio, tan predecible. Y parece que yo me puse cada vez más fantasiosa, loca dice usted. ¿Le cuesta mucho seguir el juego?

Ahora se me queda mirando cuando me peino, cuando pruebo distintos colores en la ropa, en la sombra de los ojos, critica mis zapatos y después se tienta y se acerca como para convencerme, me da besos en el cuello justo cuando estoy lista para salir. Ya le dije Juanito, haga algo, organice su mente ¿me quiere o me desprecia? Dice que soy una superflua, que mis vestidos son mucho para el lugar donde trabajo, que camino como si estuviera llegando a un palacio y no a esa oficina oscura y llena de cables por todas partes, que un día me voy a electrocutar por mis tacos. A veces creo que eso quiere que pase.

Pienso en lo de los hijos. No quise. No pude. No pude y no quise. Se lo dije muchas veces, a lo mejor pensó que con el tiempo me iban a venir las ganas, que el reloj biológico empezaría a sonar como gong en mi pecho o que, por último, se me iba a olvidar la pastilla. No. Ni un día me he olvidado. Aún es tiempo Juanito. Busque otra, arréglese, acuérdese de cómo era ser seductor. Así, todo descuidado, no lo va a mirar nadie ¿o también le está sonando el gong?

Una se cansa de esperar algo, sobre todo si no sabe bien de qué se trata. ¿Se acuerda de cuando hablamos de los nombres y el destino? Usted me decía que no había ninguna relación y yo, que sí, que los padres a una le ponían un nombre según sus expectativas. A mí me pusieron Clara como una ironía. Según mi papá fue una elección por oposición, a él y a mi mamá les gustaba leer a Confucio, pero no querían ponerme Confucia y por sus habituales chistes y un sentido del humor que una llegó a entender recién como a los 12 años, decidieron que mi nombre sería lo opuesto a la confusión, la claridad, Clarita, la niñita. Creo que Confucia no estaba bien, Confusa, menos, pero ¿Clara?

A usted le pusieron Juan por Juan Segura ¿no? Ahí lo marcaron. Los padres que ponen nombres como Arturo, Máximo, Adriano, Sócrates ¿se ha fijado que muchos jugadores de futbol brasileños tienen nombres griegos? Cuestión de expectativas. Los míos no pensaron en Estrella, Victoria, Atenea o Gloria.

No me acuerdo de cuándo empezó a criticarme, al principio le gustaba que fuera risueña y coqueta, después eso le pareció liviandad y otras cosas peores. Cuando decía que estaba segura de ir avanzando en mi trabajo, me encontraba determinada, ahora me dice que no está seguro de qué cosas hice para llegar al puesto que tengo. Se puso peor cuando empecé a ganar más plata. ¿Qué quería Juanito? ¿Qué me quedara en el puesto de antes para que usted no se sintiera mal?

¿Se acuerda de la última vez que me dijo algo bueno de mí? No hablemos de cuando está calentón y me dice que soy linda, que le recuerdo a no sé qué actriz, o que mi culito está duro y firme como siempre.

Me gustan las sorpresas Juanito, no quiero tener que decirle lo que debe hacer conmigo. Era tan lindo cuando me hacía leer las partes de los libros que tanto lo absorben. Yo me acurrucaba a su lado y trataba de ir leyendo junto con usted. Después me dijo que le incomodaba y lo entendí. Usted con los libros, yo con las canciones.

¿Sabe? Hay una canción que andaba escuchando cuando le pedí que actuara como un extraño Beautiful Tango, si hubiera puesto atención me hubiera entendido. Usted dice que en los libros ninguna frase está por casualidad, le informo que tampoco en las canciones.

 

Toco, Samba Noir 

https://www.youtube.com/watch?v=-sGnHijNxjc&list=RD34fDJEM3L4w&index=3&ab_channel=SchemaRecords

 

Congreso, Paris 2016

https://www.youtube.com/watch?v=C2gvRcRoG44&ab_channel=Congreso-Topic

 

Hindy Zahra, Beautiful Tango

https://www.youtube.com/watch?v=34fDJEM3L4w&list=RD34fDJEM3L4w&index=1&ab_channel=HindiZahra-Topic


lunes, 2 de mayo de 2022

El Pibe y sus sueños

 





¿Conoce esa expresión? hace tiempo que no la escucho. Como soy un viejo, de esos que se niegan a aprender y en mis años productivos solía figurar de profesor, paso a explicar: El sueño del pibe se trata del anhelo de obtener algo sin los méritos suficientes. Existen otras expresiones similares como pegarle el palo al gatocortar el pan como una florencontrársela amarrada en un trapito, tal vez hay formas más actuales de decir lo mismo. – desconozco – decía un colega muy amargado que tuve en uno de los colegios en que trabajé. Era de esos que dicen roedores en vez de ratones, falleció en vez de murió, obeso en vez de guatón. Tenía buenos chispazos de creatividad, poca capacidad de concreción. Como esos comentaristas de fútbol chaqueteros que cuando juegan una pichanga son envarados a más no poder, pero a lo demás les exigen un virtuosismo físico que no han atisbado en ningún ámbito de su vida. Nos detestábamos con máxima cordialidad, ambos lo sabíamos. No le gustaba que los demás me encontraran ocurrente, sufría solo el pobre huevón. Mientras nos odiábamos y al mismo tiempo podíamos hacer cosas en conjunto, podía soportar todas sus chuecuras, mal que mal, eran manotazos de ahogado, ladridos de cachorro inofensivo. Me daba risa no más, en ese entonces desconocía mi súper poder archivador de mariconadas.

Cuando se envejece, de los peores descubrimientos que uno encuentra, es que las personas se vuelven predecibles hasta para sí mismas. Con ese colega descubrí que mi tolerancia a las chuecuras, ninguneos, o como le digan ahora, tenía una capacidad limitada, un umbral que desconozco aún. Se experimenta como una vibración interna, parecida al sonido del cierre del seguro de los autos nuevos, un ruido seco y compacto. No puedo recordar qué cosa fue, a lo mejor no era tan importante, pero no pude hablarle más. Hubiera deseado ser alumno en vez de coordinador para poder agarrarlo a combos y a lo más arriesgar una anotación negativa en vez de la pega. Se dio cuenta, trató de congraciarse de nuevo ¿ha visto usted cómo los chuecos no soportan quedar de malas personas? Otra cosa que he comprobado con los años es eso, el cultivo de las buenas maneras pareciera ser un signo de sabiduría y ¡no pues! Los desleales sonrientes son todos amables. Sin excepción. También aprendí que no vale la pena andar predicando, allá usted si prefiere la amabilidad, cosa suya, sus razones tendrá, esa expresión se usa harto para cuando alguien no quiere discutir más. Tantas pautas que hay, en esas sí me fijo, las detecto al vuelo. Forman parte de la coreografía social.

Hace poco estuve haciendo arqueología digital, esto es, borrar correos viejos porque Google amenaza con cobrarme por mi incapacidad de ordenar, archivar y eliminar correos irrelevantes. Creo que ya he pagado suficiente con mis datos acerca de todo, sería el colmo, además, regalarles mi plata. Me encontré grandes sorpresas. Comprobé una vez más mi teoría infantil de que la vida es una espiral y uno va repitiendo pautas hasta que las termina en alguna curva. Me lo he pasado persiguiendo algo, no sé muy bien qué, o sí, pero no me lo quiero confesar aún porque creo que ya llegué a la última salida. Ha sido reconfortante, eso sí, que lo que pensé era una idea más o menos loca y original, la han pensado otros con mayor inteligencia y erudición de las que yo jamás tendré y es posible que algún día alguien la compruebe más allá del esoterismo que incorpora.

Visitas al pasado, correos de hace diez o más años. Revisité nuevas-viejas deslealtades que en su momento me dolieron como pisar una pieza de Lego o pegarse en el dedo chico con la esquina de un mueble. Un dolor intenso y agudo provocado por la torpeza personal de ir confiado por la vida para encontrarse con que las pequeñeces pueden dañar más que los grandes dramas, al menos por un instante. Van de nuevo mis saludos y agradecimientos a quienes no dudaron en cuidar su relación con el jefe evitando que se respetaran los acuerdos ya alcanzados.

Soy picota, ya lo sé. Por eso me gusta estar solo y rumiar mi desencanto con un trago, callado, esperando matar el tiempo mientras espero que eso mismo me mate a mí. Fui arrojado, acaso temerario, valiente o inconsciente. Ya no importa. Terminé en el mismo lugar donde llegan los cobardes ¿no?

El Sueño del Pibe.

Así se llamaba un bar al que iba cuando me hartaba de todo y quería estar solo. Ahora dirían que es un pub, yo le digo bar no más porque cuando llegaba la música en vivo, partía cascando al tiro. No es porque fuera a conversar con nadie, pero con esos grupos vociferando, no podía hacer espacio mental a la nada. Así es que me iba caminando a la casa. Conocía al dueño, él sabía identificar si soportaría la conversación o solo quería estar en un lugar ocupando espacio porque no había desarrollado la capacidad de desaparecer aún. Para identificar mi estado me saludaba y me servía mi cerveza con limón y sal.

Las ocasiones en las que fui y tenía ánimo de soportar que me hablara, en realidad era eso lo que, al dueño de bar, el Pibe, le interesaba: contarme su historia, de cómo se encontró con el sueño de su vida y lo dejó pasar. Muchas conversaciones son del tipo yo esto, yo lo otro y luego le toca el turno al interlocutor que sigue en lo mismo: yo esto, yo lo otro. Un buen conversador es alguien perteneciente a una especie muy rara. La conversación en sí misma es un calce poco frecuente. Él decía que le hacía bien conversar conmigo, pero se engañaba, lo que yo hacía era escucharlo, poner atención a su discurso e intercalar una que otra pregunta para que resolviera sus contradicciones en el relato. Creo que, si le hubieran preguntado algo de mí, solo sabía mis datos demográficos que, por decir algo obvio, no son sinónimo de identidad. Son escasas los momentos en que uno logra intercambiar puntos de vista, opinar sin ser juzgado y abrir la mente a un funcionamiento diferente. En resumen, yo a él lo escuchaba, al revés de la clásica escena en que el barman escucha al apesadumbrado cliente.

El Pibe no era un ser melancólico, tampoco aproblemado, le iba bien en el bar, tenía buen ojo para los negocios así es que fue invirtiendo en externalidades beneficiosas, así llamaba él a los otros proyectos que desarrolló en torno al bar, un estacionamiento, un servicio de taxis de llamada, antes de los Uber, Didi y esas huarifaifas; una custodia de llaves de autos a la que luego incorporó los celulares. Ya  sabe, eso de que los que toman demasiados tragos y se ponen a llamar a sus ex, al jefe, en fin. Como cobraba un adicional razonable por cada servicio y tenía un sistema muy cuidado para la privacidad de los clientes, se ganó la fidelidad de muchos. El bar tenía una decoración pretenciosa, quería parecer antiguo, parecido a los de Valparaíso, a los que, si usted no conoció, sonó porque ya cerraron, pero nada era de verdad antiguo, decía que era más barato importar cachureos de los chinos que ir a perder el tiempo al Persa Bío Bío para buscar algo auténtico y además, de noche y con alcohol, todos los gatos son negros. ¿Se acuerda de Benny Hill y cómo mostraba que con cada copa su acompañante rejuvenecía unos 10 años? - oiga que está viejo ¿ya se vacunó? -  De día se veían con toda claridad los mamarrachos comprados en el sitio en donde seguro estaba la categoría de la moda de la mujer vintage, tenía muros llenos con esos posters de mujeres de los cincuenta, las pin up girl. Como no es huevón, cuando empezó esto del nuevo puritanismo, cambió las imágenes por mujeres empoderadas, fotos de la diversidad sexual, racial, toda la fauna posible, incluso aquellos con apariencia de humanos. En la carta puso lenguaje inclusivo y cambió los nombres de los tragos, la cuestión era que nadie se sintiera ofendido, igual siempre aparecía alguien preguntando huevadas - ¿puedo venir con mi gatito? Y ¿por qué no? ¿usted no sabe que son seres sintientes? –  o - ¿Este trago es vegano? ¿cómo sabe?

Tenía paciencia el Pibe

- ¡Por supuesto! Nos preocupamos de comprar alcohol sin pruebas con animales y sin gluten, tenemos productos que no son lo que parecen, pueden tener plástico, quizás qué químicos, pero nada de origen animal.

Yo me cagaba de la risa, pero esos flacos de lentes y jovencitas con pelos de colores quedaban felices.

A veces me tocó ver un grupo de unas cinco mujeres que no podían irse si no reclamaban por algo, que el pisco sour estaba muy fuerte, que las papas fritas estaban pasadas de aceite, que eso jamás había sido un Aperol Spritz, que la atención era muy lenta y así. Todas las veces decían que no volverían más y llegaban de nuevo. Fui testigo de cómo los meseros, chicos y chicas, hacía competencias para atenderlas. Al que perdía se le asignaba la mesa.

El bar podría haberse llamado también el Nunca quedas mal con nadie, pero eso hubiera significado perder a clientes que no eran fanáticos de Los Prisioneros. El Pibe se las arreglaba para poner en algún lugar una foto de Víctor Jara y más allá una de Los Huasos Quincheros.

- Uno nunca sabe las historias que se cuenta la mente del cliente.

Ahí me tragaba yo un sorbo largo de mi michelada picante. A él le había resultado así.

Ya sé que está esperando que le cuente acerca del sueño del Pibe, pero no hay mucho que decir, con toda probabilidad de seguro usted, como yo o cualquiera, tiene una historia similar que después cree que es única y la transforma en un mito personal, una leyenda que se cuenta una y otra vez, no para sentirse un héroe o algo parecido, incluso para lo contrario, para tratarse de idiota, cobarde o lo que sea. Se usa para imaginar otra existencia, jugar con cambios inesperados, esperar que el destino, el otro nombre de la propia incapacidad de decidir, haga su juego.

Eso es todo, el Pibe se encontró con lo que quería, se buscó miles de explicaciones, entre ellas que no era posible tener tanta suerte en la vida, porque en este caso, nuestro héroe se consideraba una pobre ave que no merecía tantos privilegios, así es que lo dejó pasar y de tanto en tanto le da por quejarse.

El Pibe era la comprobación de otra de mis teorías: la felicidad no es soportable para todos. Encontró a la mujer con la que se imaginó para siempre, pero su hipótesis de vida era otra y lo arruinó. Se daba a sí mismo miles de explicaciones, qué hubiera pasado si esto, si aquello. Según él, no le gustaba el drama, el dolor propio y menos el ajeno, entonces era mejor imaginarse que no la había conocido, que su vida al lado de ella hubiera sido una tortura diaria. Cada vez que necesitaba conversar, era porque había dado con otra suposición.

-       Lo que pasó fue que X y entonces Y más el valor absoluto multiplicado por la hipotenusa de la variable interviniente no se acercaba al resultado esperado.

-      Otro día, partía al revés, si descompongo la operación, entonces estas variaciones de los resultados serían anómalas y hay que eliminarlas porque están fuera del rango de la mediana.

Yo me limitaba a asentir y decirle que sí, que la última suposición me parecía más correcta y lógica que las otras.

Después de todo creo que necesito al Pibe, me hace bien que me confunda con sus seudo operaciones lógicas, que me maree con sus cuentos, el sueño que no fue capaz de sostener y sus miedos atávicos. Así no enfrento los míos y aparezco como un tipo confiable y sensato con quien conversar de tanto en tanto.

Él no se entera de que se las arregló para vivir con un drama permanente por no enfrentar uno circunstancial y se alegrará por aquello, yo seguiré escuchándolo mientras me aproximo cada vez más al último giro de mi propia espiral.

 

Miguel Mateos, Solos en América.

https://youtu.be/SghwGX077h0


viernes, 29 de abril de 2022

Palabras con poder

 


Según él, Carlos González Moreno, ya había pasado por suficientes pruebas de humildad, ya había agradecido las cosas buenas de la vida, todas: el pan en la mesa, la luz del día, las flores, el agua tibia, todo. Se repetía a sí mismo que amaba todas sus experiencias, que de los fracasos se aprende, que las personas con las que uno se encuentra tienen una lección para la propia vida. Estaba a un paso de convertirse en un verdadero Kung Fu, capaz de caminar sobre papel de arroz sin dejar ninguna marca.

Hacía cada día lo que había que hacer, y, con algo de orgullo, podía decir que muchas cosas las hacía bien. Claro, porque para ser sabio hay que hacer de todo sin ofrecer resistencia. Cuando se refería a todo, era todo. Desde encargarse del cuidado de otros, de las tareas del hogar que le correspondían, del trabajo que, aunque fuera rutinario e intrascendente, debía hacerse bien. Todas las veces, a la primera.

No soportaba ser descubierto en un error. Se autocastigaba por semanas por alguna omisión, una frase mal dicha, una equivocación en una fecha. Revisaba la secuencia de sus actos y no descansaba hasta encontrar el momento de su distracción. Cuando lo encontraba, seguía otro tiempo diciéndose las mismas palabras que ocupaba su madre, Doña Laura, para increparlo por sus malos resultados en el colegio: mediocre, indolente, pusilánime. Carlos agregaba más adjetivos: estúpido, inútil, pueril y una seguidilla de palabras que dejan huellas imborrables en la atmósfera personal.

Trataba de recuperarse recurriendo a la meditación, técnicas de relajación, discursos positivos, todo está en Youtube. Ser buena persona es más fácil ahora con tantos recursos en la red.

Sí, también había escuchado eso de no decirse discursos negativos para uno mismo, que el lenguaje crea realidades y que hay que nutrirse de pensamientos positivos, que había que decir al universo lo que uno quería para que se produjera una especie de confabulación y ese deseo se materializaría como acto de magia.

Esa idea se contradecía con llegar al estado de sabiduría puro, ese que Carlos buscaba, no desear nada, un retiro de los estímulos. Contemplar el universo y sentirse disuelto en él, absorbido. Ser todo y nada al mismo tiempo.

A lo mejor entendía mal, porque como siempre le dijo su madre, él no daba para más. Estaba condenado a ser un ser que aporta poco a los demás.

Creo que aquí es necesario que aclarar que la madre de Carlos decía esas cosas no para herir a su hijo, si no para desafiarlo, pensaba que si hería su amor propio era para que se diera cuenta de su real valor y de pura rabia, estudiaría más, se esforzaría más. Quería llegar de la reunión de apoderados y decir alguna vez que su hijo había sido el mejor en algo. En lo que fuera, pero eso no pasó. Quería que Carlitos se destacara, que fuera mucho más que ella, una empleada de la panadería más grande de la comuna, que trabajó siempre en el mismo lugar. Que su hijo fuera su orgullo y que demostrara que no se necesita a un padre al lado para surgir en la vida. Ese desgraciado que se olvidó de ella y de Carlos cuando se enamoró de otra y se fue. Nunca le pidió nada. No lo demandó, no le pidió que viera al hijo.

No desear. Eso trataba de hacer, conformarse con lo que le tocaba vivir. Contemplar día tras día el paso del calendario y pensar que era un día menos o uno más, depende de la perspectiva.

Su esposa, Erika, era una máquina de desear cosas, Margarita y Benito, los hijos, no pasarían ninguna privación, serían felices, la infancia feliz es el mejor predictor de éxito en la vida opinaba ella. Lo había leído en una revista para padres en la consulta del pediatra. Un niño feliz, sabrá querer y hacerse querer, será seguro de sí mismo, alegre y generoso. El punto era que esa definición de felicidad implicaba no experimentar frustraciones. Carlos no estaba seguro de ese método de crianza, pero Érika estaba muy convencida y su madre también. Su madre se portaba con ellos como una abuela permisiva y aduladora. Ya que su método riguroso con Carlos no había resultado, debía probar lo contrario. Si Margarita cantaba, se le decía que sería la Ariana Grande de su generación, si Benito lloraba, había que decirle que tenía la sensibilidad de un artista.

A veces, solo a veces, instantes como flashes en la mente de Carlos, sentía que estaba rodeado de peligros. Los veía a todos como un grupo de tiranosaurios rex a los que tenía que alimentar para que no lo atacaran, para sobrevivir y que ellos sobrevivieran. Expulsaba rápido esos pensamientos, volvía a agradecer por el nuevo día, por tener trabajo. A veces también se daba cuenta de que detestaba su trabajo, pero más detestable sería quedarse en la casa. Su madre, que se las arregló para vivir con ellos, insistía en que debían intentar con un minimarket o tener la franquicia de algún Oxxo, contaba la historia de un colega que le había dado el palo al gato con eso. No se cansaba. De solo imaginar tener que trabajar con Erika y su madre detrás dándole órdenes, le parecía que ninguna plata del mundo podría compensar la especie de libertad que experimentaba al salir de la casa y quedarse haciendo horas extras. Se ofrecía para todos los turnos. Mal que mal, hacer felices a Margarita y Benito era caro. Y lo hacía por ellos, se sacrificaba por ellos.

Érika, con k, trabajaba en la misma panadería que la madre de Carlos, entró seis meses antes que la señora jubilara. Ese tiempo bastó para que doña Laura se diera cuenta de que Carlos necesitaba a alguien como Érika a su lado, lo motivaría, lo ayudaría a salir adelante y que dejara de ser tan tímido, tan gris. Era una chiquilla decidida, cargada de energía, animaba hasta a los muertos. Se enteró que había salido muy herida de una relación amorosa, su pololo era un winner, era el cantante de un grupo que tocaba en parrilladas, era pintoso, buen bailarín. Por ahí apareció una chiquilla embarazada de él. Huyó a perderse. Decían en el barrio que se había ido a Argentina.

Doña Laura la llevó seguido a la casa, hizo que Carlos y ella se conocieran. Después de la desilusión con un winner, qué mejor que refugiarse en los brazos de un alma sensible y de bajo perfil como Carlos.

A Érika le daba pena como Doña Laura trataba a su hijo. A ella le parecía un tipo confiable, inocuo. A Carlos le parecía que Érika no se merecía esa historia de traición, se reía lindo, era una buena chica.

Como la vida a veces es una burla, las cosas evolucionaron del amor bueno a una situación desesperante. Érika terminó tratando a Carlos igual que su madre exigiéndole que se pareciera a su inolvidable ex y él esperando que su chica risueña y alegre, se transformara en alguien tranquila y sensible.

Qué extraños son los equilibrios que buscan las personas, a veces Carlos pensaba en eso. Érika buscó consuelo en él, él un escape en ella. Ambos se defraudaron, pero no se imaginaba la vida sin ella, sin los tiranosaurios rex. ¿Eso era la aceptación de su destino? Comprenderla, dejarla ser, dar a los hijos lo que al parecer necesitan, obedecer a la madre porque nunca dejó de sufrir por el abandono. Eso era, él se convirtió en una pieza que calzaba en ese extraño organismo en que se habían convertido unos a otros con la mejor intención y malos resultados. No tan malos si uno era generoso, Carlos no era alcohólico, Érika no era adicta a los tranquilizantes, Doña Laura, bueno, quién podría saber qué pasaba por la cabeza de doña Laura.

No desear. No desear, pero leyó también en Facebook que el cerebro no entiende el concepto de NO. Que había dicho mal esa frase, su mantra, por demasiado tiempo, el cerebro entiende desear, desear, desear. Lo decía quince mil veces al día. Desear, desear, desear.

¿Cómo tenía que pedirlo entonces?  - Quiero paz, tranquilidad, conformarme con ser parte del todo y la nada, quiero, ¡pero no hay que querer nada para poder disolverse en el universo! -  caminaba demasiado lento para alcanzar a darse cuenta de que el semáforo había cambiado de color. Un Jeep lo lanzó lejos.

Ahora lo había dicho bien, quiero abandonar todos los deseos.

Eso también era un deseo, solo que este se cumplió. Quedó en estado de coma. No se puede desear en estado de coma.

El universo escucha después de todo.


miércoles, 27 de abril de 2022

KO

 


No podía explicar qué le pasaba o qué le había ocurrido en esa conversación con sabor a nada o peor, a un café aguachento y demasiado frío. Antes de llegar al lugar convenido, la taquicardia se podía casi escuchar a través de su pecho, pero su entrenamiento en usar la cara de póker para momentos críticos lo salvó.

Era atractiva pero no bonita como en sus fotos de perfil, tal vez había mentido acerca de edad y tiene 19 y no 23 como dijo. En las videollamadas, incluso las más porno, se tapaba lo necesario como para parecer más delgada. O sería que su mirada era más huidiza y en persona miraba tan fijo que lo asustaba.  A lo mejor se trataba de un juego demasiado conocido para ella.

Le había dado un ultimátum, si no se veían esa semana lo iba a bloquear de todas partes. Así es que no tuvo otra alternativa y fue a esa especie de escaneo presencial que definiría si era factible seguir o no. ¿Seguir qué? ¿qué era lo que tenía con ella? Ella tenía razón en reclamar, era demasiado el tiempo que llevaban conociéndose y jugando a ser alguien importante en la vida del otro. Bendita-maldita pandemia y todo el vacío que implicó. Si hubiera tenido clases presenciales, hubiera conocido más a la chiquilla que se subía el mismo vagón del metro todas las mañanas. Si se hubiera acercado y no le hubiera ganado el miedo al rechazo, no estaría en esta situación tan incómoda. La del metro lo miraba más de lo normal, parecía una coreografía de miradas en realidad, pero ninguno cedía espacio. Ya había experimentado un par de guatazos y no se iba a arriesgar, así como así, a otra humillación más. Recordaba con dolor casi físico lo que le había dicho su último intento – sí fueras parecido a como pensé que eras, podríamos seguir, pero no, no pasaste el umbral -. Ella estudiaba biología, y supuso que se había expresado con toda claridad y él se sentía un idiota por no entender. Por sus gestos sabía que lo estaban mandando a la mierda, pero pasó mucho tiempo tratando de descifrar esa frase y todas las interpretaciones eran malas:

-       Me idealizó: ¿cómo, por qué? ¿cómo era yo en su imaginación? ¿rebelde, macho recio, romántico, seductor, protector?

-       ¿El umbral de qué? ¿del gusto, del placer, de la capacidad de adaptación de la que siempre hablaba?

-       ¿Había participado de un show de talentos y no clasificó? Haberlo sabido antes.

No, ni loco iba a pasar por eso de nuevo.

Y ahí estaba sentado frente a otra tipa que sabía de él más que nadie porque hacía las preguntas que iban abriendo más y más compuertas, la mayoría secretas, para su familia y compañeros de universidad.

Verla en persona era tan raro. Demasiado raro. A lo mejor la prefería imaginaria en una historia cuya trama podía ir modificando a su gusto, según el ánimo o lo que estuviera leyendo. Después de todo los japoneses no están tan locos con su estilo de vida y algunos hasta se casan con sus novias imaginarias.

Por los mensajes de texto escrito le resultaba fácil, eso creía él, captar el ánimo de ella, si había o no alguna sincronización de las emociones. En persona era una avalancha de datos, demasiada información para procesar y analizar. ¿Por qué miraba tanto sus manos, qué trataba de escudriñar en su cara? Estuvo a punto de preguntarle si tenía algo raro, una mancha, una raya, siempre se rayaba la cara por estar jugando con lápices que no ocupaba.

No se cansaba de maldecir la pandemia durante ese encuentro. ¿Qué hacía ahí? Estaba prolongando un juego malsano que no hubiera tenido lugar de no haber sido por la pandemia y ahí estaba de nuevo, culpando al bicho por todo, absolutamente todo.

Por momentos no sabía qué preguntarle, en cambio, parapetado en su escritorio, con sus hermanos menores dando vueltas por ahí, sentía que el lenguaje no alcanzaba para atrapar lo que quería saber de ella. A veces le decía que quería teletransportarse y observarla desde algún rincón en donde ella no pudiera verlo. Así sabría quién era. Sin poner caras para la cámara, sin posar, solo ser ella.

Lo peor era esa sensación de que tenía algo con ella, un lazo, algún tipo de compromiso. Hasta sentía que debía serle fiel, explicarle dónde andaba, las notas de los exámenes. Ella le daba ideas para su seminario de título, eso se vería el siguiente semestre. Solo faltaba un semestre y estaría liberado de la universidad, aunque por la pandemia, sí, de nuevo, se sentía estafado, no era eso lo que entendía por universidad: clases on line que bien podrían ser dictadas por un avatar y no por una persona.  De hecho, algunos profesores habían ido más allá y, dado que nadie les preguntaba nada, grababan sus clases y las enviaban para que los alumnos las vieran el día anterior de la prueba. No había preguntas, chat, nada. Un video infinito, aburrido, sin matices, ideal para dormirse si el insomnio era perseverante. Hasta pensó en declinar algunos ramos para sentir que sí estuvo en la universidad. Ella lo hizo pensar en el tiempo, la deuda con sus padres. ¡Eso! También eso, ella lo aterrizaba, parecía la voz de la conciencia, una bien perversa y castigadora, que lo acosaba con la culpa y un sentido del deber denso. Detestable.

En esos momentos se le aparecía como una bruja mala. Como las de los cuentos, mala no más, sin explicación. No como las malas de ahora, esas villanas que se encargan de que se conozca la triste historia que explica su crueldad. No hay mala persona que no haya sufrido según las películas y series de superhéroes. Ella, su novia imaginaria, era mala porque quería, por que sí.

Y ahora no sabía qué hacer con ella en frente, no se parecía a quien se imaginaba en el chat. Menos cuando la escuchaba en el discord. Ahí la conoció, es una forma de decir, le gustaba que fuera entusiasta en el juego, que compitiera en una liga mixta y no de puras mujeres. Sabía muchos trucos y por lo que se veía pasaba muchas horas conectada. Igual que él, más tal vez.

O era mejor de lo que imaginaba porque era real y se comandaba sola. Podía ver cómo se movía, cómo oscilaba su nivel de atención cuando hablaban. Cómo le brillaban los ojos si él hacía referencia a algo en común o el modo en que miraba el café si él hablaba de la beca a la que estaba postulando.

Quería preguntarle si ella lo tenía tan incorporado en su vida como él a ella, pero ¿cómo se pregunta eso si era la primera vez que se veían en persona? Por un instante la miró directo y sintió que estaban a millones de kilómetros, cada uno con su historia. Tal vez nada era real y habían construido un personaje que se adaptaba al momento. A esa pausa histórica que les tocó vivir. ¿Habrá estado pensando lo mismo? Porque podría jurar que en un instante ella estuvo a punto de llorar, fue tan fugaz esa imagen que ahora no podía recrearla en su mente.

Tampoco le preguntó cuál era el apuro de verse, por qué lo había amenazado con bloquearlo. Quizás tenía a alguien más esperando por ella y quería saber si había química entre ellos para saber si seguía en carrera. Sí, suena lógico y táctil. Ella hablaba de eso como el reino de los sentidos, de todos los sentidos. Tenían ambos un montón de fotos del otro, pero verla, caminar a su lado e imaginar cómo podría abrazarla, comparar las alturas, sentir un aroma era otro nivel de estimulación.

No podía decir si el encuentro había salido bien o mal, si la vería de nuevo, si lo que dijo estuvo bien o ella esperaba más.

La dejó en la entrada del metro, se iría corriendo a su clase de la tarde. Cuando estuvo sentado y la profe leía la diapositiva número 58 sacó su teléfono, revisó las fotos de ella, cerró los ojos y la vio bajando al metro, la sonrisa de la boca y la tristeza en la mirada cuando se giró para decirle un atolondrado - ¡chao! -. Esa imagen fue demasiado. Se parecía al acecho del dolor, como antes de la pandemia.

Se sintió acorralado, solo, desorientado. 

 - Ella me noqueó  

Esa frase fue el único apunte de su clase. 


La cortaron verde

  Luego del portazo producido por el viento de ese verano, se quedó a cargo del cuidado de la chacra. Era pequeña, pero para quien solo sabí...