* Cuento publicado en El Narratorio n°74
https://elnarratorio.blogspot.com/p/antologia-literaria-digital-nro74.html
Está incluido en el libro Caleidoscopio y otros cuentos.
Me
vine a esta casa a los once años. Doña Margarita les dijo a mis papás que no se
preocuparan, que ella me convertiría en una señorita. Mis papás estaban
agradecidos. Cuando me vine me contaron que había sido la hija con más suerte
de todos. A los chiquillos les tocaba deslomarse en el campo y mis hermanas ya
tenían tres hijos cada una y no llegaban a los dieciocho todavía.
Doña
Margarita se casó con su primo, he escuchado que eso no se hace, que los hijos
nacen enfermos, habla todo el santo día. Tiene una voz aguda que a veces me
cansa. Es como de mi porte, cuando cumpla doce seré más grande que ella. Su es
pelo ondulado y es muy pálida. Me gustan sus manos, parecen como de ángel,
blanquitas, suaves, tiene los dedos finos y largos. A ella le gusta decir que
podría haber sido pianista.
Me
gustó la casa, más bonita, iluminada y grande que la de nosotros en Lebu, pero
algo me asustó, tanto silencio, tanto orden, todo parecía nuevo o sin usar,
nada fuera de lugar, no había olor a personas. Quizás olía a cloro, o
lustramuebles.
Lo
bueno era que tenía una pieza para mi sola. Quedaba al lado del lavadero, pero
estaba bonita, recién pintada de blanco, con una cama de una plaza, un piso
como velador, una cruz grande de madera y una lámpara. Me dijo que pronto
tendría un ropero, que por mientras dejara mis pilchas en mi bolso no más, pero
que lavara toda la ropa de inmediato porque venía con ese olor ahumado del sur
que estaba bien para las longanizas, choritos y cholgas, pero no para chalecos
o pantalones.
Me
registró todo el bolso. No era mucho lo que traía: dos pares de calzones, un
sostén que me quedaba grande, una blusa, dos chalecos y unas calcetas y el
jeans que llevaba puesto. También una muñeca rotosa que llevaba para todos
lados y fotos de mi cantante favorito. Me botó las fotos, dijo que ordinarieces
en su casa no.
-
¿Y esa atrocidad? ¡Parece un muñeco de vudú!
Me
puse a llorar por mi muñeca, no pensé que me iba a dar tanta pena.
-
¡No puedo dormir sin ella!
-
Bueno, pero lávala.
La
tiró al suelo con cara de asco y miró al cielo después.
-
Anita, los primeros sueldos serán para comprar tus cosas: ropa, cosas de aseo
personal, porque me vas a perdonar, pero el olor a ala que traes es más fuerte
que los mariscos ahumados de tu mamá. Además, el primer tiempo tengo que
enseñarte todo, porque aquí tenemos otras costumbres, ya vas a ver. Así es que
olvídate del pago por unos tres meses. Ya, anda a bañarte, te pasas jabón por
todo el cuerpo, en especial en las axilas, el poto y los pies. Tampoco te
demores mucho, mira que el gas es caro.
Mi
pelo era largo, negro, grueso. Yo lo encontraba lindo y me gustaba dejarlo
suelto, me llegaba a la cintura. Al otro día me llevó a una peluquería, pidió
que me lo cortaran y me chantó un cintillo blanco. Me pasó un bata así llamaba
ella a un delantal de colegio, pero de un solo color. Me dio también unas
zapatillas y unos calcetines del mismo color de la bata-delantal.
Como
fuera, igual estaba contenta. De a poco le encontré sentido a que me hiciera
rezar en la noche, en la mañana y antes de cada comida. Me decía que pidiera
perdón por mis pecados. ¿Qué pecados? Si no hacía otra cosa que hacer el aseo,
ir a comprar, mirar las teleseries con ella, regar las plantas, comer sola en
la cocina y así todos los días.
La
Señora Margarita hablaba todo el día, lo juro, todo el día. A veces yo me
aprendía alguna canción para cantarla por dentro y no escucharla, entonces me
retaba porque no ponía atención, me decía que me iba a llevar al consultorio
porque parecía que tenía algo mal en la cabeza.
Fui
creciendo, la plata que me pagaban la mandaba al sur a mis papás. Iba a verlos
en el verano por dos semanas. Cuando murieron, primero mi papá, después mi
mamá, ya no tenía dónde llegar. Mis hermanos ya no me consideraban de la
familia y la verdad es que yo tampoco me hallaba. Lo único bueno era descansar
de la voz de la Señora.
Su
marido era divertido, bueno para el trago, era ocurrente y decía buenos
chistes, cuando tenía como dieciséis años me empezó a dar agarrones en el poto
y cuando estaba con más trago me agarraba al pasar una pechuga. La cortó cuando
le dije que la Señora me pedía que le contara todo lo que me pasaba y le diría
lo que él estaba haciendo. Don Armando le tenía pánico a su esposa, así es que
se dejó de molestarme. Viejo caliente no más. Es que ella era muy escandalosa,
en esa ocasión fue una suerte para mí que lo fuera. Por todo gritaba y parecía
que le iba a dar un ataque de nervios. A veces él se contagiaba y los dos se
ponían a gritar como locos. A la larga aprendí a calmarlos. Ni mascotas podían
tener porque ensuciaban, dejaban pelos, rompían las plantas.
Me
acuerdo de una vez que empezó a venir una niñita de la esquina para que la
Señora la preparara para la Primera Comunión. Le tomaba las lecturas de la
Biblia como si fueran lecciones, la niñita sabía todas las respuestas, yo veía
la cara de suplicio que tenía al llegar a la casa y cómo miraba el reloj para
irse. Era una hora los miércoles, de seis a siete de la tarde. Una vez la
niñita dio vuelta un pocillo con mermelada y la Señora gritó tan fuerte que la
pobrecita casi se cayó de su silla, vi cómo se le pusieron brillantes los
ojitos, pero la Señora no podía calmarse. Le dijo que tenía que pedirle perdón
a Dios, que la torpeza era de los impacientes y que no temían a Dios. En eso llegó Don Armando y calmó la escena,
se sentó con la niñita y le dijo que la Biblia era muy sabia, que era un libro
mágico: dónde una la abriera, encontraría el mensaje justo que necesitaba. En
eso se entretuvo la niña hasta que llegaron las siete de la tarde. Apenas se
fue la Señora empezó a hablar pestes de la niñita, que se veía de lejos que
había maldad en ella.
Me
acostumbré a que la Señora hablara mal de toda la gente, que inventara cosas,
que me dijera cosas horribles, como que se me notaba que quería acostarme con
alguien porque me habían crecido las tetas y el poto y porque me reía mucho, o
porque tenía las pestañas largas.
Ella
les decía a todos que era como una hija para ella, pero nunca dejó que me
vistiera de otra forma que con un delantal, calcetines y zapatillas. Nunca me
permitió que me cambiara de peinado. Cuando dejé de mandar la plata al sur me
acompañó al Banco del Estado a abrir una cuenta de ahorro, pero no me dejaba ir
a sacar mi plata así es que apenas tenía para salir un rato el fin de semana
con algunas chiquillas que conocí en la panadería.
Y
sí, sí tenía ganas de acostarme con alguien, saber lo que era. A veces tenía
sueños en donde me acostaba con el hijo de la vecina, un joven universitario,
serio, con buenas piernas, lo veía cuando sacaba la bici por las tardes y yo
estaba regando. Me saludaba siempre. Yo calculaba la hora de salir a regar para
verlo. La Señora se dio cuenta y todos los días me encargaba hacer algo adentro
a esa hora.
Ya
tenía treinta años y seguía en esa casa. Un día me di cuenta de que nunca
saldría de ahí, que ya no sabía hacer otra cosa que vivir a la sombra de la
Señora, hasta la quería y me puse tan pechoña como ella. Rezaba por todo,
también me horrorizaba por una mancha en el piso de la cocina, incluso a veces
pensaba que mi voz se estaba poniendo igual de aguda y que solo podía pensar en
las malas intenciones de la gente.
Para
el terremoto del 2010 hubo que reparar varias cosas, vinieron unos maestros a
la casa, la Señora Anita ya bordeaba los sesenta y cinco años, no quería tratar
con ellos y Don Armando era un inútil. Me tocó a mi decirles lo que querían,
negociar el precio, atenderlos todos los días, aguantarme los lloriqueos de la
Señora porque la casa se llenaba de tierra, porque los plazos se alargaban,
porque el estuco no estaba perfecto.
-
¿Quiere un cigarrito Anita?
-
Sabe qué más, sí, sí quiero un cigarrito.
Ahí
empezó todo, el Keno empezó a hablarme por cualquier cosa. Tenía una enorme
argolla de casado. Después de un tiempo no me importó. Él dejó de mencionar a su
esposa, me traía cositas ricas, puras tonteras, un bombón, un llavero, un
frasquito de dulces. Supongo que se me notaba la ingenuidad a kilómetros porque
eso bastó para que estuviera dispuesta a lo que él me pidiera.
La
Señora se dio cuenta, cómo no, pero es astuta la iñora, esperó hasta que
terminaron los trabajos. Me insultó tanto que hasta la encontré creativa en su
maldad. Me decía tantas cochinadas que a mí me daba risa. Me la imaginaba con
su marido haciendo esas cosas. Y me daban ganas de hacerlas con Keno cuando
tuviera la oportunidad. Me enamoré hasta las patas del Keno, le ofrecí mi
virginidad de treintañera con vergüenza, con culpa, a él le gustaba mi
inexperiencia, a mí que me enseñara. Me importaba un carajo que cada vez que
nos viéramos después tuviera que enfrentar los gritos de la Doña. Yo no tenía
esposo, pero era como si tuviera.
Una
vez soñé que estaba en medio de la calle desnuda y venía ella y con la manguera
del jardín me tiraba agua, me insultaba, me decía que merecía ir al infierno y
yo miraba hacia arriba como si estuviera disfrutando de un baño tibio o una
lluvia tropical. Las plantas y las flores se me acercaban para estar conmigo y
acompañarme. Ella seguía vociferando y yo lo único que escuchaba eran las
canciones que me dedicaba Keno. Si el sueño hubiese continuado, habría
terminado bailando y hasta invitando a Doña Margarita, que de seguro nunca
sintió un amor así.
La
vida es rara, murió Don Armando, dejó unas tremendas deudas, no supe bien de
qué, no sé si era putero, apostador de caballos o todo eso junto y más. Doña Margarita
tuvo que vender la casa, nos fuimos a un barrio mucho más pobre. La Señora se empequeñeció, de porte, de ancho,
de voz. Keno me dijo que la dejara sola, que me comprara algo con la plata de
casi todos los sueldos de mi vida.
Lo
pensé tanto, tanto.
La
vi tan débil, vieja, sola, seca como una maleza. Un pasto que no dio flores. Y
mal que mal, le tenía cariño. Ya lo dije, la vida es rara, esa Señora era como
una madre para mí, a veces pensaba que era una madre que, en vez de darme la
vida, me la arrebató y me convirtió en su apéndice, pero como fuera, la quería.
No
podía dejarla sola.
Keno
no lo entendió.
Volvimos
a la rutina, los miércoles la feria, los rezos por las mañanas, las teleseries
por la tarde, hablar mal de las vecinas a todas horas, sacar las frazadas los
jueves para evitar los ácaros y todos los santos días en la noche ella tenía
que oírme decir que me arrepentía, tenía que ver que me golpeaba el corazón.
Y
las mismas noches yo miraba hacia ninguna parte diciendo que no era cierto, que
no me arrepentía, que ese amor era lo único que había hecho por mí misma.
Tengo
casi cincuenta y dos años, la Doña está postrada. Va a morir en cualquier
momento, eso dijo el médico. Estoy tan nerviosa. Tengo que planear mi vida de
aquí en adelante y no sé por dónde empezar. Algunos a mi edad se están
retirando y yo siento que recién he llegado.