martes, 14 de marzo de 2023

El sur de Amelia


      Por aquí el paisaje es apoteósico.

Así describió un lugareño los cerros, lagos, ríos, bosques y tanto más de ese sur al que los visitantes quisieran llamar suyo, pero que jamás lo sería. La Señora Amelia consideró que ese adjetivo era el mejor que había escuchado porque casi otorgaba la cualidad del sonido y la sorpresa a esa amplitud tan accidentada. El sonido del agua y la experiencia del viento, también podían incluirse en la apoteosis, en la belleza escandalosa del verdor, nada de terrible, sino casi hipnótico y tranquilizante, de musgos, helechos, arbustos y bosques resistentes a la invasión de los humanos.

El agua y el viento, acaso los componentes esenciales de un paisaje vivo desde donde podría aparecer un dinosaurio perdido en el tiempo y calzaría perfecto con el entorno sin advertir que no era oportuna su presencia.

Doña Amelia, donde iba se ponía a imaginar modos de subsistir, como si se atreviera a cualquier cosa, como si no tuviese miedo a nada, como si hubiese terminado su tiempo de volver, como si no se hubiese dado por vencida. Para ocultar todos esos obstáculos, se decía que ya no tenía energía, que si fuese más joven, que si no fuera quien era, en fin, Amelia carecía del valor para insistir. Ya no hablaba de eso, por el resurgimiento del medievalismo y la censura concomitante: los pensamientos pesimistas y su traducción al lenguaje en palabras como miedo, fracaso, inseguridad, timidez, desconfianza, desilusión y otras desgracias son considerados verdaderos conjuros, malditos, prohibidos e imposibles de nombrar. Parada en frente del paraíso se sentía en paz y hasta feliz, muy feliz si el viento arreciaba y hacía peligrar la estabilidad en tierra o en medio de un lago. Agradecida.

Porque en el nuevo medioevo, es menester ser agradecida, fuerte, segura y corajuda, incluso frente al vértigo y al abismo de los monstruos internos. Ser mala es no ser feliz o no darle la vuelta a cualquier experiencia, o no considerar las crisis como oportunidades: de negocios, de ampliación de la propia autoconciencia, de contacto con el universo a través del ensimismamiento, de perdón, que casi siempre se traduce en perdonarse una misma y tanto más que daba cuenta de la religión del bienestar personal. Ser mala es no creer o no creer suficiente en lo que haya que creer. Las tablas de Moisés, ahora reemplazadas por las fotos de Instagram, ordenan revisar los apegos, el ego y sobe todo soltar cualquier pensamiento que recuerde situaciones irremediables y dolorosas, culpas y esas desagradables sensaciones a las que antes había que encontrarles un sentido y ahora hay que considerar aprendizajes por estar repitiendo materias de otras vidas.

El sur era el escenario de sus divagaciones, nostalgia de lo vivido y lo imaginado. Así como las playas del caribe o del sudeste asiático para otros. Estaba ahí y lo seguía imaginando. Cómo sería ese paisaje en otoño o en invierno, sin turistas y sin calor. En el sur se soportaba más a sí misma y sentía que no hacían falta las palabras ni las explicaciones porque habían probado ser inútiles, ella las había prodigado sin medida para quedarse al final sin hipótesis ni explicaciones. Monólogos internos que no conducían a nada se acallaban en el sur.

Volvería cada vez que pudiera y en cada paseo añoraría la compañía de alguien que compartiera el gusto, su mano, las sonrisas y un silencio que no era necesario interrumpir. Tenía claro que una parte suya se quedaba allá, quizás el pedazo que contenía las palabras porque volvía más callada, cada vez más callada y sumida en lo que haría en la siguiente visita al sur y al río.

Amelia creía que cada persona tenía su propio sur, un espacio donde maravillarse y huir de la religión moderna, de las supersticiones y predicciones del lenguaje, las ciertas y las fallidas. 


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