De todos los finales posibles, este era el menos
predecible. Por la porfía, por quedarse ahí contemplando el devenir sin salir
de sí mismo. Se lo habían dicho: huir no sirve de nada, la huida te lleva al
lugar dónde debías ir desde el principio solo que por la vuelta larga.
Estaba cansado de ser considerado un tipo sólido,
con las respuestas para casi todo. Por lo mismo, por esa imagen de
inquebrantable, no le preguntaban cómo estaba o si necesitaba hablar, quejarse
un rato. Al revés, iban con él cuando tenían problemas y confiaban en su buen
juicio. A lo mejor lo tenía y era un malagradecido que no reconocía que había
podido sobrevivir gracias a esa capacidad, a actuar como si no había dado
ningún paso en falso o echándoselos al hombro de puro choro.
A estas alturas del año, hacía ya trescientos, se
sentía colorido, liviano, como se sienten los pescadores cuando regresan con
una pesca abundante y solo quieren celebrar, cuando la noche ha transcurrido en
calma y el frío del agua se pasa con aguardiente y los chistes de los otros
viejos. Qué lástima no haber podido expresar en esa época lo feliz que se
sentía, lo invencible que le parecía ese tipo grueso y hosco del espejo donde
se acomodaba el gorro antes de echarse a la mar con los compañeros de siempre.
El secreto era parecer inconmovible, tener una
rutina definida y no salirse demasiado de ella, hacer como que todo seguía
igual, salir a pescar de madrugada, pasar a buscar a los viejos, terminar de
despertarse con la conversa y las últimas novedades del pueblo. Si contaba por
qué se sentía a punto de estallar de felicidad lo iban a tachar de sentimental,
de agrandado, de huevón también. Claro, no se puede ser feliz, aunque sea por
un período limitado, si uno no anda medio huevón y no es capaz de analizar la
situación en detalle. Se distraía un poco en el bote y en esas circunstancias
no faltaba que le llegara un cacha mal porque ponía en riesgo a todos o
porque, como tenía esa forma de hablar que tienen los arrogantes, sus
equivocaciones eran motivo de burlas y chistes. La gente no ve con buenos ojos
a los felices, los ven como egoístas o inconscientes. No saben que cuando uno
es feliz es mejor persona, quiere que todos lo sean, daría casi cualquier cosa
para que esa sensación se prolongara y al mismo tiempo tiene conciencia de la
fragilidad del estado. Y cuando comienza a agradecer a los dioses por ese
momento es porque el clivaje ya comenzó, tal como la trizadura de un cristal.
En el casillero de la caleta dejó sus botas de goma
gruesa, se cambió los jeans por unos secos, se calzó los bototos y se abrigó
después de filetear los pescados y dejar la venta para los gritones. Esa parte
no le gustaba, gritar los pescados, regatear con las viejas o con los dueños de
restaurantes que creían que ser pescador era sinónimo de ser estúpido. Los
gritones son mejores para aguantar los lloriqueos de los clientes.
Cuando se iba caminando por los cerros para su
casa, vio bajar a un chiquillo de unos siete años, hijo del dueño de la
verdulería del bajo, cerca de la caleta. Se acordó de cómo se imaginaba su vida
a esa edad. Tenía dos personajes, uno se parecía a un abogado o un director de
colegio, serio, severo, aburrido, que hablaba bien, el otro era un tipo libre,
tenía un jeep o algo parecido para andar por donde se le ocurriera, tenía
cuerpo de deportista y disfrutaba de explorar cualquier cosa, paisajes,
personas, experiencias, las que se cruzara en su camino. Sin planes.
Parecía que iba encaminado a ser el explorador; cuando niño corría como si supiera que la vida era corta, jugaba desde que
despertaba, jugaba a todo, era la pesadilla de su madre: los pantalones y
zapatos no le duraban nada, todo lo rompía.
- ¡Claro que puedes jugar! Pero no como un salvaje,
como si fuera obligación llegar hecho un desastre. Somos pobres, no nos alcanza
para comprarte ropa y menos zapatos a cada rato. Tienes que ser más consciente.
Bajaba la cabeza y asentía, se lavaba las manos y
la cara para comer y su madre enojada apenas le hablaba, Como el ambiente
estaba pesado había que volver a salir a jugar, arriba de los árboles, en la
cancha de tierra, en el carrito de los cabros de la otra cuadra, a nadie le
importaba que los pantalones estuvieran a punto de molerse o con un hoyo en las
rodillas, si le quedaban cortos o si los zapatos parecían lagartos dispuestos a
morder la tierra por las gomas abiertas.
- No sé qué va a ser de ti si sigues igual, vas al
colegio a puro machucar membrillos. Haces las tareas al puro lote, si te reta
la profesora porque llevas tus cuadernos manchados, te juro que la felicito, no
puedo ser yo no más la que te rete todo el día. Vas a terminar solo en un bote
porque no te va a dar para más ¡¿cómo puedes ser tan duro de mate!?
Recordaba cómo su madre le tironeaba el pelo y
trataba de ponerlo en orden con una raya al lado que parecía tallada en su
cuero cabelludo. Ese ardor aún podía sentirlo en su cabeza. Y claro, el jugo de
limón posterior para que se viera peinado un rato más.
¿Qué le pasó al salvaje? ¿cómo se civilizó? La vida
no más y la muerte, sobre todo la muerte que fue disminuyendo la familia. No se
puede correr ni jugar si uno está triste, después descubriría que hay que
correr para no sentirse triste. Puras vueltas que llegan a lo mismo.
Ahí quedó el salvaje, el que iba a ser explorador,
atrevido, chascón, un bola huacha sin ataduras ni obligaciones. Tampoco llegó a
ser director, pero a ese no lo extrañaba. Si miraba con generosidad su
historia, ser pescador, incluido ese olor a huiro permanente, se parecía más a
ser aventurero que ser abogado o jefe de algo.
Ahora más cerca de cumplir mil años que de los
siete del niño que pasó corriendo al lado, había visto cómo había albergado un
tercer personaje dentro suyo, el mejor-peor, sí porque los mejores instantes se
debieron a él y junto con ellos, también los peores. Era el fantasioso, el que
a partir de una pila de maderas se imaginaba una cabaña, botes nuevos, una
caleta más moderna para todos, a veces ese hablaba y convencía a los demás de
lo que había que hacer, a lo mejor ese personaje era lo único querible de él.
El que agarra papa con una frase, un gesto, una imagen, el que se va a la
cresta con lo mismo. Se pasó los últimos cuatrocientos años pegado a un
proyecto que no prosperó.
Era pésimo para los negocios, claro, se
entusiasmaba, echaba andar la imaginación y se veía como un magnate, no era un
bote nuevo, era el inicio de una flota. No era que la Juanita lo había invitado
solo a la fiesta de San Pedro, se imaginaba la vida con ella, cómo serían los
hijos, dónde vivirían y la pasión le brotaba como manantial infinito. Se
desbordaba, no había dique que contuviera ese amor tan grande,
Hasta el guatazo.
Menos mal que entre tanto intento y tanta fantasía
había logrado concretar unos proyectos menores y gracias a ellos sobrevivía.
Sin la Juanita por supuesto. Seguro ella se dio cuenta de que era un huevón
bueno para soñar, lo quiso un rato, volvió porque él la buscó, él notó que ella
no hacía ningún esfuerzo para estar en su mundo. ¡Ay, esa Juanita! Tanto que la
siguió, tanto que le dijo lo que sentía por ella y ella, de puro considerada no
lo mandaba a la cresta. A veces pensaba que la Juanita no era buena gente o que
le tuviera cariño, era mala la Juanita, debió ser más clara y cara dura, debió
decirle que ya no le hablara más, que no se iba a mover un centímetro de donde
estaba por él. O él debió respetar la distancia. Siempre estaba esa
posibilidad, alejarse.
Así era el pescador, un poco director, un poco
explorador, demasiado fantasioso y de limitadas capacidades para ganarse la
vida, pero más bien correcto, intentaba ser coherente entre tanto personajillo
interno. La coherencia sí que requiere esfuerzo, la rodea mucha desilusión. Eso
lo había aprendido también en los cientos de años vividos y lo veía a cada rato
en el mar, en la dinámica de los peces, escurridizos, rápidos, pobre del que
confía. El pescador hábil es el que parece confiable, el que se mantiene quieto
y en silencio. A él le costaba quedarse callado, hasta que aprendió. Mal que
mal, su nombre significaba “el que escucha” no el que defiende o que las hace
de guardia. Tenía que ser coherente con el mandato de su nombre, escuchar,
calmarse y escuchar hasta el silencio y su elocuencia.
Así fue labrando su imagen de resistente, de hombre
fuerte y confiable. Él sabía que era un disfraz elaborado del que se despojaba
ahora casi a voluntad, cuando se quedaba solo o cuando por deporte, no por
necesidad, salía a pescar sin compañía y podía pasar horas casi entumido por el
frío y la humedad, urdiendo más fantasías y alimentando a la mejor-peor de sus
versiones.
Ahora le había dado por recordar su momento feliz,
en medio del ruido del mar, la semi oscuridad y una melodía que sonó antes de
apagar el celular para que no se fueran a espantar a los peces que no tenía
ninguna intención de capturar.
Terminó en un bote, tal como predijo su madre,
solo que dio mil vueltas para volver al inicio y no por las mismas razones que
ella imaginó.