Tal
vez todos somos el malo de la película para alguien más o más de alguno.
−
¡Aquí el que ha instalado el concepto de que este proyecto no servía para nada
ha sido ese señor que está parado ahí, Don Tomás Hernández Urrutia!
El
señor parado allí en esa reunión catártica de un grupo que se ganaba la vida realizando
actividades inconexas y sin impacto social, se había extrañado que no la
agarraran antes con él. Cierto, había evaluado tres veces el mismo proyecto y
su conclusión fue que no se podía decir si tenía impacto o no. Cada año
aparecía con distinto nombre y estrategias que no tenían continuidad lógica con
los objetivos declarados. Ni tan siquiera había números que comparar porque
cada vez medía diferentes cosas, en fin, tenía razones de sobra para sentir que
solo había hecho su trabajo para que los impuestos de los chilenos fueran bien
utilizados. Cuando decía eso, recibía risitas burlonas y caras de – debe estar
hueveando −. Lo peor era que no, era un ingenuo (huevón) con convicción.
No
podía olvidar la cara de odio de la mujer, Pía Nosecuánto, que se atrevió por fin a acusarlo en
esa asamblea. Era la pareja del autor del proyecto, José Pablo Larraín, un
profesor de arte joven, entusiasta y bien relacionado. Tomás Hernández entendía
la mujer debía estar hasta las patas por JP él para defenderlo así en público. JP también estaba ahí, casi no hablaba. Lo miraba desafiante y casi con
lástima echado sobre una incómoda silla.
La
misión encomendada era breve, despedir al grupo, agradecer el trabajo realizado
y explicarles las condiciones de su despido. Pidió que lo acompañara alguien
del departamento correspondiente, fueron dos, Cristián Soto Marín y Mario (des)Leal,
cual de los dos más cobarde y chueco. Se sentaron atrás y consolaron a los
concurrentes en evidente contradicción con lo que planteaba T.H. En ningún
momento levantaron la voz para apoyarlo, actitud muy diferente de cuando lo
aleonaban delante del jefe para que cortara el queque de una buena vez. Tenía
grabadas sus expresiones de perros falderos en una galería de imágenes
internas.
Tomás recurrió a su cara de Cyborg de los antiguos, a un rictus inexpresivo. Si
hubiera sido delgado y bien hecho, sería un Francisco Cuadra de los ochenta y ahora,
en versión femenina, una Camila Vallejo, dos de los personajes más cara de palo
para enfrentar fracasos, errores garrafales y hacer como que no pasa nada. La
pasión la dejaba para instancias en las que había algo que hacer, no para
malgastar neurotransmisores/balas en jotes.
Cada
cierto tiempo esa escena se le aparecía ¿se sentía culpable? Ni de cerca, le
molestaba haber sido el tonto/huevón útil, el elegido para disfrazar de
evaluación metodológica una pataleta del jefe porque a José Pablo se le había ocurrido
burlarse de su estilo para tomar decisiones. Las anteriores se las habían
pedido por lo abultado del presupuesto, pero el apellido del joven más unas
lindas fotografías desbordantes de niños y colores dejaron todo igual.
−
Démosle otra oportunidad, supervísalo tú, enséñale cómo se hace, a lo mejor no
sabe.
Al
que mandaban a cursos caros era a Larraín, no a Hernández porque las más de las
veces estaba muy ocupado trabajando y por huevón, claro, por huevón, por no levantar
la mano y creerse el cuento del buen funcionario público.
No
le preocupaba Larraín y tampoco su séquito, ya tenía otro proyecto en marcha y
al poco tiempo estaría recibiendo un buen sueldo y todos los recursos que su
proyecto, que quién sabe cómo se llamaría ahora, requería.
Y
¿qué le había dado por acordarse de ese episodio? Una invitación para ser
funcionario de nuevo. Respondió que no, que si el karma existía ya había pagado
el suyo y tenía, a pesar de todos sus errores, en el trabajo y otras áreas, un
saldo a favor que pensaba utilizar en ver la vida pasar, tal vez vivirla un
poco si es que se podía. Los ímpetus y pasiones de joven se habían desteñido
tanto que casi podía sentirse equilibrado. A ratos por lo menos.
A
lo mejor se había quemado como dicen los gringos, − like a candle in the
wind – o había sido muy intenso como llaman ahora a los de su especie los
jóvenes suavezones. Para el caso daba lo mismo, el pasado era móvil y cada uno
guardaría en la memoria una secuencia y explicaciones diferentes.
Algo
estaba pasando eso sí, tenía que admitirlo. Esa mirada ensombrecida que lo
había invadido por tanto tiempo estaba cediendo a veces a una que era capaz de
iluminar espacios opacos a su conciencia. Sería que podía dormir de corrido y
hasta a veces un poco más después del ruidito de la alarma o que había vuelto a
tener ganas de moverse.
O
la lluvia y el frío y lo energizante que pueden ser.
O
el tiempo.
Otra posibilidad: la falta de presiones internas por alcanzar metas imposibles. Incluso una más: el cuento podía comenzar donde terminaban los cuentos tristes. Lo mejor era la recuperación de la risa, por tonterías, porque sí.
Faltaba un paso todavía:
las ganas de correr.
Litvinovski, Tales of the magic
Tree, XI Fascinated by the Rain
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