Una
vez que dijo lo obvio, con la voz, con los ojos y el dibujo de las palabras en
el aire, la historia se reconstruyó para ambos en retrospectiva. La trama era
otra, los motivos eran diferentes y los espacios vacíos, antes llenos de
misterio y esperanza, ahora completaban las escenas de modo redundante.
El
cristal había terminado de romperse por fin.
Ahora
ambos podrían reír de la anécdota para ella, de la crisis para él. Qué bien que
a pesar de que el frío se colara por el ventanal roto ya no tuviera que simular
que conocía las reglas del juego. Cada uno estaba en uno diferente.
Había
estado tan equivocado que hasta podía reírse de su desventura, de las piruetas
que estuvieron demás y del respeto al reglamento que había seguido con tanta
responsabilidad y compromiso.
Perdió
la cuenta de las veces que intentó aclarar el juego y luego era vencido por la
vergüenza de pasar por estúpido hasta que salirse fue la única opción.
Esto
de los juegos en línea había sido una aventura difícil, había uno que se jugaba
en la pantalla y otro en las conversaciones de discord y ni hablar
cuando pasaron a la mensajería personal, ahí, en un momento que no pudo definir,
hubo un impacto que trizó un cristal hasta terminar en una explosión de pedazos
disparados en todas direcciones. Se acordó de la canción que cantaba su madre
cuando no le resultaban sus intentos por tener una relación estable. Ella
cantaba cuando estaba bien, cuando ya había pasado el momento más oscuro.
¿Se
pondría a cantar él también?
Y
nunca la conoció. Era difícil explicarse lo que sentía. Empezó porque los
juegos eran entretenidos, era rápido y pasaba de un nivel a otro en cuestión de
horas, a veces menos. El vértigo agradable y lleno de ansiedad, eso de ir de un
escenario a otro, colorido, ruidoso, no se parecía en nada a la vida que le
había tocado. Si una secuencia se ponía difícil había tipos que subían los
trucos a YouTube o podía retroceder y practicar de nuevo o cambiar de juego. Al
poco tiempo se incorporó la posibilidad de jugar en grupo, primero con los
amigos, luego con otros equipos. Al recordar ese momento escuchó una explosión y
una ráfaga de disparos en su cabeza.
Ella
le dijo algo, le gustó su voz. Lo invitó a jugar en otra sala. Sus avatares
eran del mismo animé. Eso fue, la coincidencia de gustos, luego las bandas
sonoras, las alusiones a los diálogos de sus personajes favoritos. Ahí estaba.
Se desató una cascada de adrenalina. ¿Acaso hay mejor mezcla que instantes de
felicidad salpicados por otros de ansiedad?
Ahora
impresionar en el juego era más importante, no importaba cuánto tiempo debía estar
frente a la pantalla. Qué lata que sea necesario dormir, comer, ir al baño,
pura pérdida de tiempo.
Ella
quería jugar, en distintas horas, en distintas plataformas, allá iba él.
Cada
vez salía menos, tenían horarios diferentes. Él se fue encerrando, las personas
fueron reemplazadas poco a poco por personajes, se sentía más cercano a esos amigos
a quienes solo conocía por la voz porque ninguno, tampoco él, quería mostrar su
rostro - a quién le importa – decían todos. Lo importante es la total aceptación del otro, la vergüenza por la propia apariencia
había aumentado más que nunca. Tampoco entendía eso, total estaba ella que le
decía que él le encantaba, ya compartían fotos, se llamaban por videollamada y se susurraban fantasías sexuales, íntimas, muy íntimas–
no me vengan con que esto no es real – Ya no sabía qué estaba pasando con sus
amigos, los que alguna vez lo fueron, esos con cara y cuerpo, algo captaba de lo
que estaba pasando con su familia, siempre lo mismo: todo bien, todo normal,
nunca pasaba nada. A veces le reclamaban, asentía, hacía como que escuchaba, se
aguantaba una media hora, a veces un poco más para que creyeran que le
importaban y se iba a encerrar, a estudiar, obvio.
Los
quería, pero cada uno estaba en su mundo, su hermano mayor se había ido y
estaba disfrutando de su trabajo; su madre y tías, cuando hablaban de él
parecían mirar al cielo agradeciendo por tantas bendiciones para ese niño
inteligente y tan bien portado. Casi escuchaba un coro de ángeles y podía
vislumbrar un halo dorado brillante sobre la cabeza del que le había aforrado
sin piedad hasta hacía unos pocos años. Su hermana era otra cosa, no tenía idea de
quien era, qué le interesaba o si hacía algo más que acusarlo de estar
encerrado todo el día y practicar ballet. Le había dicho a su madre que la
escuchaba vomitar en el baño, pero cuando le decían algo al respecto, armaba
tal escándalo que la madre renunciaba a tratar de hacer algo – si tiene energía
para bailar es que está comiendo, de otro modo se desmayaría –, sonaba lógico.
Su hermana lo miró desafiante con los brazos en jarra la última vez con una
cara de psicópata de película que desde ese día la llamaba el cisne negro. Así
la había bautizado en todas las aplicaciones de mensajería.
En
el juego, en las salas de discord, ahí sí podía ser el bacán, pero ella, su novia
virtual y contendora, lo era más. Tenía habilidades defensivas que él no
conocía, se escondía, se mimetizaba, pero, sobre todo, sabía negar cuando él
creía haber descubierto su estrategia y de algún modo lo convencía de sobre
interpretar, de pasarse películas sin asidero. Lo confundía ¿a propósito? Ahora
creía que sí. Era mejor jugadora que él, lo supo desde siempre, desde antes de decidirse
a entrar a su sala.
La
adicción pasó a tener un gusto amargo cuando se quedaba jugando solo, cuando
ella lo ghosteaba. Seguía ahí, esperándola, en ese juego insano, pasaba
de un nivel a otro, de un juego a otro, de un grupo a otro. Se daba cuenta que
por su capacidad lo esperaban otras chicas para invitarlo, se negó todas las
veces que eso ocurrió.
El
cisne negro se desmayó en un ensayo, el ángel de la familia, el hermano mayor
no dio señales de querer ayudar, tuvo que llevarla él al hospital, su madre se
había ido el fin de semana ya no se acordaba dónde, porque por lo general no
ponía atención a la nada que ocurría a la hora de la once donde su madre pasaba
revista: ¿comieron, ordenaron la ropa, qué notas se sacaron? Las respuestas
eran las mismas: todo impecable, todo bien.
El
cisne negro apenas respiraba, se veía verde y flaca como un saltamontes. En la
urgencia le preguntaban de todo y él solo sabía que seguía vomitando. Le
encontraron unos cortes superficiales, antiguos y nuevos, en la cara interior
de los brazos. No recordaba la última vez que la había visto con manga corta,
se hubiera dado cuenta – o tal vez no –. Cuando recuperó la conciencia el cisne
lo vio a su lado – anda a jugar, voy a estar bien, no llames a la mamá, menos al
papá –. No había pensado siquiera llamar al padre, no tenía ningún sentido. – cagaste,
la mamá se vino de vuelta, la llamó la directora de la academia – el cisne cerró
los ojos y pudo ver su expresión de desesperación silenciosa.
Lo
mandaron fuera de la urgencia, por hábito había salido con la tablet y entró en
el juego y a todas las salas donde podía encontrarla, necesitaba hablar con
ella, decirle que estaba en problemas que no sabía qué hacer.
Su
madre llegó, entró a la sala de urgencia, cuando salió lo tomó de los hombros –
no es nada, no te preocupes, ándate, todo va estar bien, tu hermana está
cansada eso es todo.
– ¿y
los cortes?
– ¡Nada
te digo!
Se
fue a sentar a la sala de espera, miró de nuevo, ella no respondió y el último
pedazo de cristal se desprendió de la pantalla.
Life as a flower
Cristina
Rosenvinge, Mil pedazos
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