domingo, 13 de marzo de 2022

In-dependiente

 



Caminar sola a la orilla del mar era un cliché. Esa manida imagen de una mujer que, al lado del mar, sintiendo la brisa fresca, la humedad de la arena y las miligotas mojando las piernas, llega a conclusiones profundas y se da cuenta del rumbo que debe dar a su vida.

 

Se detuvo a mirar el horizonte y se adentró un poco en el agua. Cada poro se despertó por el frío. Esa playa era la misma en donde, mucho más joven, esperaba a que todos se fueran para flotar sola, sin gritos de madres advirtiendo a los niños de peligros inexistentes, ni las carcajadas de adolescentes en proceso de cortejo.

 

Ninguna conclusión a la que llegar.

 

Aceptar todo como es no es ni siquiera una actitud, es vivir. A secas. Sin adjetivos. Con aceptación o no, los acontecimientos se ordenan por probabilidades de ocurrencia. Arturo, su marido, decía que sus problemas provenían de tanto mirarse el ombligo. Tenía razón. Si tuviera preocupaciones de sobrevivencia no tendría estos conflictos burgueses con el sentido de la vida, la razón de por qué las cosas son como son y el devenir de ella como parte de una especie que tiene demarcadas las etapas del ciclo vital. Así como los salmones, los elefantes, las pulgas de mar.

 

Si lo pensaba bien, sus preocupaciones o el ocio de divagar en distintos temas, ni siquiera alcanzaban la categoría de problemas. No había nada que resolver. Solo tenía una sensación inexplicable. Un convencimiento interno de que algo abriría su mente y podría dar rienda suelta a contenidos inexplorados. No tenía explicación. Ya hacía un tiempo indeterminado, pero largo, podía hacer casi todo sola: almorzar en un restaurant, pasar días fuera de la ciudad, ir al cine, deambular por las calles de Santiago solo para observar, subirse al metro e inventar historias a los pasajeros.

 

Recordó a uno en particular. Era un joven de a lo más 20 años, tenía la piel muy morena, vestía una polera sin mangas con un dibujo del grupo de rock Sepultura. Su perfil le hizo pensar en un guerrero del imperio inca. Nariz prominente, con un quiebre en el tabique. Su boca parecía mezclar genes africanos e indígenas y su pelo era lo mejor: un afro voluminoso y atrevido. Se lo imaginó con la pintura de guerrero, una lanza empuñada en su mano derecha y afirmada con fuerza en el piso.

Comenzó a imaginar que era un viajero en el tiempo que debía tomar la imagen de un joven rockero, estudiante de mecánica tal vez, para adaptarse a estos tiempos. Lo miró tanto rato que es probable que el joven se haya dado cuenta.

 

Ahora pensaba que ese guerrero podría aparecer corriendo en la playa, persiguiendo a alguien o incluso a su perro guardián que se habría escapado persiguiendo a otros de su especie que solo se divierten a la orilla del mar.

 

Una abuela gritando a sus nietos la volvió a la realidad. No había guerreros ni nada parecido. Estaba sola sintiendo el frío del mar en sus piernas y era ya lo bastante tarde como para tener que volver al hotel.

 

Al otro día volvería a su casa.

 

Un carmenére ayudaría a conciliar el sueño, lo mismo que un playlist de smooth jazz capaz de dormir al más alerta de los vigías.

 

Se levantó temprano, una taza de té, un par de galletas. Se fue a la playa a leer hasta pasado el mediodía. Almorzó un sandwich en un restaurant de la costanera, se fue al hotel, ordenó sus cosas y partió de vuelta. Las 261 canciones cargadas en el pendrive fueron demasiadas para un trayecto tan breve.

 

Llegó a la casa, su marido dormía siesta aún. Fue a la cocina por agua y a dejar la ropa con olor a arena a la lavadora, aprovechó de poner más ropa en la máquina.

 

Un recibo que cayó de un jeans comprobó lo que sabía hace tiempo. Su marido tenía a alguien y quería que se enterara, era inteligente, mucho, como para cometer un error tan infantil como ese.

 

¿Qué debía hacer?

 

A estas alturas hacerse la ofendida, incluso la sorprendida, implicaría un esfuerzo físico y mental que, sacadas las cuentas, no tenía por qué asumir.

 

Se fue con su vaso con agua y hielo al patio, se sentó frente a los rosales.

 

Pensó que, después de todo, era bueno que alguno de los dos fuera capaz de sentir algo por alguien. Que la convivencia correcta y sin aspavientos que llevaban juntos desde hacía tanto, tuviera paisajes inesperados.

 

Se imaginó a su esposo inventando coartadas, citándose a escondidas, contento y excitado por la novedad de una nueva relación. Sonrió al pensarlo. Hacía tiempo que no le veía feliz, entusiasmado, energizado. Al menos no en frente de ella. Lo veía tranquilo, meditativo, tal vez nostálgico. Ahora era más evidente la razón.

 

Podría hacer una escena. Llorar, hablar de traición, de las mentiras, de las promesas incumplidas, de lo que nunca hizo por ella, de cómo dejó que una montaña indestructible pasara a ser menos que un montón de piedras informe. Pero en cada reclamo estaría ella incluida. Cada metáfora podía ser una confesión de su propia renuncia.

 

Pensó en que, si se separaba, sería una complicación mayúscula dividir bienes. Intuyó lo culpable que él podía sentirse pensando que la abandonaba, a ella, tan indefensa y solitaria. Tan dependiente de él para todo. Le parecía que esa imagen no era tan lógica. La había dejado tanto tiempo sola que se había hecho una vida para sí misma ¿cómo podía creer que todo el tiempo pensaba en él? - Tal vez soy muy buena actriz -, concluyó. Era muy ilógico ese análisis, pero cuando Arturo esbozaba esa línea argumentativa y le agradecía haberse sacrificado tanto por la familia, en especial por los tres hijos, lejos de corregirlo, lo alentaba. No tenía claro por qué lo hacía. En una de esas, el disfraz de mujer enamorada y dependiente disminuía las probabilidades del azar.

 

Esta vez no seré yo quien decida lo que va a pasar, pensó. 

 

Todo era tan contradictorio. Salía sola a todas partes, se quedaba lejos de él por largos períodos y Arturo aún la veía como alguien sin identidad propia. Los hijos la conocían mejor, pero también callaban. Para qué agitar las aguas.

 

Arturo despertó de su siesta, fue a su encuentro en el patio. Se abrazaron por un largo rato. Catalina sintió que era un abrazo de genuino cariño. Como un par de amigos entrañables que se encuentran después de varios años. Arturo vio el papel arrugado que Catalina había dejado en el pasto. Se sobresaltó. Ella, separándose del abrazo, lamentó el descuido. Lo recogió con naturalidad y lo echó en su bolsillo.

 

Caminaron juntos hacia la cocina. Se acercaba la hora de la once. La prepararían juntos.

 

Los hijos habían salido, cada uno por su lado.

 

Durante la once, Catalina refirió con detalle las características de los restaurantes donde había ido, la carta de cada uno, los aciertos y desaciertos, la expansión del uso del panko en las preparaciones de pescado, las verduras salteadas que había disfrutado: crujientes y en su punto, sin caer en la sobre cocción, ese error tan frecuente de los cocineros.

 

También le contó de la pizza a la piedra y del buen vino que había llevado.

 

Había una sombra en la mirada de Arturo, pero sonreía y aportaba a la conversación.

 

Llegó la noche.

 

Catalina dijo que estaba cansada por tanto manejar. Llegó Miguel, el hijo del medio y se quedó comentando con él acerca de sus exámenes en la universidad y algunas anécdotas de sus amigos. Cuando entró al dormitorio, Arturo estaba concentrado en una película. Ella se bañó, se acostó y se durmió de inmediato.

 

A las 4.30 am se despertó como siempre. Algo se movía en su cerebro. Algo estaba empezando a emerger.

 

El orden de los acontecimientos podía, por primera vez, no depender de ella.

 

 

Cuento publicado en revista Telescopio 

 

https://revistatelescopio.wordpress.com/2019/02/12/cuento-ximena-candia/


Carátulas y CD´s

 


sábado, 12 de marzo de 2022

Buenos días

 


- ¡Buenos días! ¿no cree que falte una expresión para saludar cuando no es todavía de madrugada y tampoco la hora permite decir que se trata de la noche?

- Buen insomnio podría ser.

- Concuerdo, ¡buen insomnio entonces!

Estaba por cerrar la garita cuando llegó este pasajero a comprar el último pasaje en bus hacia Mulchén. Andaba tan abrigado que parecía decidido a pasar las cuatro horas que faltaban para el siguiente bus, ahí mismo en el terminal. No era recomendable para un señor de su edad, estos sureños son engañadores en todo caso, el pelo blanco y su postura de derrotado lo hacían parecer de unos sesenta y cinco años. Tal vez recién andaba por los cincuenta y la vida pesada del campo lo habían deteriorado.

-A Mulchén los pasajes ¡la ciudad de la amistad!

Me miró con cara de - por favor deje de repetir el mismo chiste - mi mueca, en lugar de sonrisa, hizo las veces de disculpa y entendí que debía quedarme callado, pero faltaba mucho para que llegara mi compañero a sacarme del turno y a veces me daban ganas de hablar para pasar el rato. Hablar, no conversar, eso es un arte más sofisticado, pocas veces he alcanzado ese nivel. Cuando no había pasajeros en el terminal, cerraba la garita y me pegaba un pestañazo con la radio y la luz prendida. Si no tenía tantas ganas de dormir, me hacía un té y unas tostadas con mantequilla, ojalá de marraqueta, las de hallullas rara vez quedan buenas, menos con ese pan recalentado que venden por ahí ahora.

Mi compañía inesperada, me recordaba lo solo que estaba. O peor, que estuviera ahí, sentado al frío, con esa expresión imperturbable en su cara, la soledad se convertía además en falta de libertad. Leseras de uno, seguro el pasajero esperaba pasar un rato tranquilo y no quería nada de mí, pero ya sabe, la crianza lo formatea a uno. No pude conmigo mismo y le ofrecí la bendita y tan chilena taza de té, mi pancito no, eso sí que no. Hace tiempo me lo prohibieron por el colesterol, pero no hay caso. No hay tonto malo pa´l pan decía mi abuelo y es una verdad revelada.

- No, gracias. No se moleste.

- No es molestia.

Puedo jurar que dije eso último como un automatismo, no quería insistir, pero uno, por educado, siempre hace una demás, igual que los gambeteros en el fútbol. El solitario pasajero se hundió en su parka verde y el gorro de lana, tomó con fuerza el bolso que había dejado en el suelo y luego pareció tomar vuelo para levantarse.

- No vuelva a dirigirme la palabra, supongo que también puedo perder la cabeza con usted.

Se puso de pie y se fue a sentar en el banco de más allá, donde no estaba la protección del muro de la estación. Por si no me quedaba clara la idea, agregó.

- O peor, usted la puede perder conmigo. La cabeza.

Hizo un gesto, señalando la propia, como pegándose un tiro. Me recorrió un escalofrío por toda la espalda. Miré su bolso, pensé lo peor.

Me encerré y puse mi cartel en cartulina blanca.

Tengo frío.

Estoy adentro. Si necesita atención,

con un aló entenderé y le abriré.

Gracias por su comprensión

Cuando lo escribí, me pareció buena idea, no contaba con que la gente no iba a entender: recibía golpes en la ventanilla, gritos, chiflidos, hasta patadas en la puerta, dependiendo de lo primitivo del pasajero. También hay gente tímida, que no se atreve a nada, por ellos es que, cada cierto rato miraba por si había alguien esperando atención.

En una de esas confirmaciones, salí, miré al pasajero del gorro chilote y lo vi acariciando algo en su bolso, imaginé un cachorro de perro o de gato, se supone que deben declararlo antes de viajar. Lo informaría más tarde al chofer del bus.

Volví a entrar. En mi espacio de vendedor de pasajes tengo de todo. Le digo la cápsula espacial. ¿Ha entrado alguna vez a un kiosco? Así aprendí a organizar mi lugar de trabajo. Muchas veces he pensado que sería mejor para mí tener uno de esos, leería de todo, sabría muchas cosas, podría hablar de casi cualquier cosa. Aquí no puedo leer, tengo un mini Tv y ahí me entero de lo que pasa.

Hay cosas que uno ve que no se pueden olvidar, ¿le cuento de una? Una mujer llevaba por la calle la cabeza de una niña, la sujetaba del pelo, ya no goteaba sangre, eso significaba que llevaba mucho rato caminando con ella, en la otra mano llevaba un cuchillo. Dieron esa noticia en la TV, en la sección de actualidad internacional. Parece que era en Londres o Moscú, no estoy seguro. Dijeron que la gente la veía pasar y pensaban que era una cámara escondida, un disfraz de Halloween o la filmación de alguna película. Nadie la detenía porque la escena era tan inverosímil que no daban crédito a sus ojos.

Hay un tango, Por una cabeza, de Carlitos Gardel

Por una cabeza
Si ella me olvida
Qué importa perderme
Mil veces la vida
Para qué vivir

Por eso no pude estudiar nada, porque paso de una cosa a otra, es que ese tango tampoco se puede olvidar, es lo único que asocia la canción y la cabeza de la niñita, muerta a manos de una loca sin medicamentos. Lo que no resisto es pensar en…no, no puedo comentarlo siquiera.

No entiendo por qué esta noche se me hace más eterna que otras. Pareciera que al reloj mural le duele pasar de un segundo a otro, indeciso, como si quisiera quedarse en el instante previo. El té no se enfría y ya me comí mis dos tostadas con mantequilla. La oscuridad continúa invadiendo el terminal. Tal vez sea buena idea ir por más agua y hacerme otro té, la del hervidor se me acabó. Así se enfría el que tengo servido y tengo una excusa para matar el tiempo esta noche. Puse otro cartel.

Vuelvo enseguida.

Gracias por su comprensión

Tengo varios, para distintas circunstancias. Mantener informados a los clientes es prioridad dice mi jefe.

Si hubiera tenido la oportunidad, le hubiera preguntado ¿qué hace aquí? ¿de verdad va a Mulchén?, sobre todo quería preguntarle qué llevaba en el bolso, si era un animal, tenía que avisar al conductor. Entonces hice algo de lo que me arrepentí en el mismo instante.

¿No le ha pasado a usted? Responde un mensaje de WhatsApp o peor, envía uno y mientras lo escribe ya se está arrepintiendo, pero igual continúa. Es como si uno viera el trailer posterior de la vida y a pesar de eso sigue. Sang froid, hubiera dicho Juan Verdaguer[i]. Usted puede buscar explicaciones, pero no la hay.

- ¡Amigo, última oportunidad! ¿una tacita de té p´al frío?

Solo me miró con furia, pero el destino es el destino, decía mi abuela. Uno corre para arrancar de él, ignorando que se dirige precisamente a cumplirlo.

-  Ya, oiga, cuando se suba al bus avise que lleva un cachorro en el bolso, lo divisé haciéndole cariño hace un rato ¿es un perrito, lo puedo ver?

Supongo que el agua para el hervidor le habrá servido para limpiar el piso del terminal. Ahora sentí en mi propio pescuezo lo frío y afilado de un cuchillo carnicero enorme. Dejó mi cuerpo decapitado en mi cápsula espacial. El tipo no carecía de educación, para informar a los pasajeros, dejó un cartel, escrito con mi propia sangre.

Espere a mi compañero,

He perdido la cabeza.

 

Cuento publicado en EL NARRATORIO n° 67

https://elnarratorio.blogspot.com/p/antologia-literaria-digital-nro-67.html



[i] https://www.youtube.com/watch?v=I5wpUnByCVQ&t=118s&ab_channel=gustavorafaelMaldonado, minuto 13.36.

Carlos Gardel, Por una Cabeza.

https://www.youtube.com/watch?v=hM8qB3l0Q7g&ab_channel=CarlosGardel-Topic

 

Manríquez





Al fin llegó a mi curso una de mi tipo: tranquila, señorita, responsable, buena alumna. Yo soy así. De hecho, me dicen Señor Manríquez por mi seriedad. Me gusta ese apodo. Me da cierta autoridad por sobre los demás. A todos les gusta perder el tiempo tonteando. Yo pongo atención, mis cuadernos están completos y ordenados, estudio a diario, aunque no haya prueba.

 

Claro, además Bernardita tiene sus encantos. No me va a gustar solo porque es una niña especial. Sin que se den cuenta los demás, le miro las piernas hasta arriba con un espejo que tengo en mi maletín. Ella se sienta más atrás y pone los pies en el travesaño de su escritorio. Ahí se le ven sus piernas y calzones, siempre blancos, por cierto. Aprendí esos trucos de mis compañeros, pero son tan estúpidos que las niñas se enteraron y ahora las más lindas usan pantaleta debajo de la falda del colegio. Bernardita es inocente, no sabe que la observo y como no es del grupo de las populares, los demás no la observan como yo. Yo tampoco soy popular, no soy ni alto, ni rubio, ni deportista. Uso lentes, soy blanco como un fantasma y uso el pelo muy corto porque a mi papá le gusta así.

 

Cada día busco una excusa para acercarme, pido su ayuda en inglés, en ciencias. Hago como que no entiendo, a veces es cierto que no entiendo. Es buena persona ella, siempre accede a ayudarme. A veces le he dicho cosas amables, como "te agradezco mucho, eres un encanto", esas veces me sonríe, pero me mira como si fuese un bicho raro. Debe pensar, como todos, que soy muy caballero. Mi plan es hacerme su amigo, invitarla a estudiar a la biblioteca o si tengo suerte, lograr que me pongan en un mismo grupo con ella para algún trabajo. Los profesores casi siempre hacen lo que les pido porque soy cooperador y tímido, muy tímido.

 

¡Traición!, ¡traición! Campusano le dijo a Bernardita que yo le miraba los calzones. Ahora me mira con odio y me desprecia. Me quiero morir. No puedo dejar de pensar en ella. Ya no puedo acercarme porque se engrifa y me ladra si le pregunto algo. Campusano me dijo que Bernardita le tiene confianza y le dijo que ¡le doy asco! Creo que a Campusano también le gusta ¿por qué habría hablado si no fuera así?, ¿Qué voy a hacer ahora? Siento su desprecio cuando por casualidad me sorprende mirándola. Ya no le miro los calzones. De hecho, ya no sube los pies al travesaño. No sé si usa pantaletas como las otras. Solo sé que no puedo quitármela de la cabeza, me la imagino en toda clase de situaciones. Paseando, bailando, besándola, tocándola. No sé cómo explicarlo, pero desde que me odia, me gusta más. Se puso altiva, hace como que no me ve y más me gustaría abrazarla. Sujetarle ese pelo largo y negro. La verdad sea dicha, me veo tirándole el pelo, obligándola a mover su cabeza hacia atrás. Mejor no sigo porque me desconcentro.

 

No entiendo cómo pasó, pero todo el curso se enteró, por el maldito Campusano, que yo le miraba los calzones a Bernardita, a todo esto ¿a quién le importan los calzones? Lo que uno mira son los muslos, la entrepiernas, casi nunca se ve nada eso sí. Como decía, todos se enteraron y de un extraño modo, los hombres del curso ahora me integran más. Pasé a ser más normal. Quien lo hubiera dicho. Les dije a todos que me gustaba la Bernardita. Es parte del código de hombres. Si a mí me gustaba, al menos en mi grupo más cercano, nadie podía intentar nada con ella. Marcando el territorio. Como los perros, los gatos, los lobos, así mismo. Me dijeron los cabros que me iban a ayudar. Parece que a Campusano no le gusta porque es el primero que se ofreció a ayudarme.

 

De a uno, pero en días diferentes, han ido a hablar con Bernardita. A decirle que estoy arrepentido, que no soy así, que lo hice por imitar a otros compañeros, que me disculpe. Yo miro sonriendo desde lejos a ver si cambia en algo su opinión de mí. No pasa nada. Ya todo el grupo fue y ella sigue mirándome como si fuera un freak. Está exagerando encuentro yo. ¡Si no vi nada!

 

Ha pasado el tiempo, un par de meses y nada cambia.

 

El sábado va a haber una fiesta. Es el cumpleaños de María Paz, nos invitó a todos. Como sea me voy a acercar. Ella va a ir. Eso dijo Campusano. No me gusta bailar, no conozco la música que ponen siquiera. En mi casa solo se escucha música clásica. Voy a ver algunos videos para hacer como que estoy en onda.

 

Ahí está Bernardita, se ve linda, jeans ajustados, pelo largo suelto. Baila bien ella, se ve muy bien su culito. Lo mueve bien - tiene gracia - quiero decir.

 

Campusano me dio un plan a seguir. Me dijo que me acercara, que partiera pidiéndole disculpas con toda la humildad que pudiera y que en señal de una verdadera amistad hiciera el favor de bailar conmigo. Él habló con María Paz para que presionara a Bernardita. Le dijo que yo estaba enamorado, que merecía una oportunidad, al menos solo para poder hablar con ella. A María Paz le dio pena, así es que va a ayudar.

 

Me acerqué, María Paz estaba al lado. Le dije, con precisión, lo que Campusano sugirió. María Paz le dijo algo al oído a Bernardita, solo escuché la parte de – es un buen compañero - Bernardita aceptó. Por su cara me di cuenta de que no lo hizo de muy buena gana.

 

Bailamos un rato, yo sonreía. No lo podía creer. Al fin estaba bailando con ella. Ese no era todo el plan. Resulta que el Riquelme estaba de DJ y sabía que cuando estuviera bailando con ella, tenía que poner un lento. Los demás que estaban bailando sabían que debían agarrar fuerte a su pareja y bailar lento como antes. Bernardita no quería al principio, creo que se me notaba mi cara de apetito y yo no podía quitarme la cara de estúpido. Como todos siguieron bailando, ella al final accedió. Ahí fue cuando me traicionó la naturaleza. La abracé mucho, quería sentir su olor, sentir su espalda, su pelo. Y me entusiasmé, me acerqué tanto que tenía todo mi cuerpo pegado a ella y tuve una erección. Ella trataba de alejarse, no la dejé, la apretaba mucho. Ella forcejeaba, pero supongo que le dio vergüenza y no hizo mayor escándalo. Campusano miraba la escena. Se puso la mano en la cara y salió del lugar. Cuando terminó la canción Bernardita casi me empujó y me volvió a mirar con la misma cara de asco y odio de antes. Se alejó lo más rápido que pudo y se fue directo donde María Paz y las otras chiquillas. Seguro les contó porque las otras me miraban con mala cara también. ¿Era culpa mía acaso?, ¿Podía evitar excitarme? Son tontas las mujeres.

 

Llegó el lunes. Uno de los chiquillos tuvo la genial idea de dibujar, con plumón de los que no se borran, un enorme corazón en la pizarra que decía Señor Manríquez y Bernardita.  Campusano y otros demoraron a Bernardita antes de entrar a la sala. Estaba todo el curso, cada uno en su puesto. Todos callados. Yo, me reía. No sabía qué hacer. Debo reconocer que tenía la ilusión de que ella se sonrojara y me mirara de algún modo especial. Mal que mal habíamos tenido un momento de casi intimidad ¿no? Ella entró y se enfureció. Nunca la había visto así. Corrió a la pizarra a borrar el corazón y como no se borraba, más rabia le dio. Salió corriendo a buscar alcohol a la sala de profesores.  El profe que estaba en la sala trataba de hacernos callar, la mayoría se reía, otros me miraban con lástima. Bernardita llegó rápida como un rayo. Mientras borraba, decía ¡Nunca! ¡Nunca! ¡Nunca, ¿entendieron?!  Cuando dijo eso, me miró directo a los ojos. Sentí que me llegaba un puñal o una jabalina completa en el pecho. Estaba roja de rabia, ni el profesor pudo calmarla. Fue tanto que la sacó de la sala. La mandó a la biblioteca a calmarse. No volvió hasta la siguiente clase.

 

Campusano se le acercó y le dijo que como podía ser tan mala con el pobre Señor Manríquez, que su único pecado era estar enamorado. Bernardita estaba tan descontrolada que le dijo una sarta de garabatos y lo mandó a buena parte. Lo único que supe es que le dijo a sus amigas que era el colmo que la trataran de mala a ella si ella era la víctima de esta situación. Ni sus amigas la apoyaron.

 

Me dolió. Me dolió mucho. Los chiquillos me dijeron que no me arrastrara más, que ya estaba bueno. Estuve de acuerdo. Cuando llegué a mi casa, me encerré y lloré como un cabro chico. Lloré mucho y me prometí que esa sería la única vez.

 

Terminó ese año, no le hablé más. La miraba de lejos.

 

En la navidad me bajó el sentimentalismo, soy católico practicante. Pensé que debía reconciliarme con ella por ese motivo. Darle la oportunidad de ser una buena persona. Le compré una tarjeta, le escribí, con toda sinceridad, que quería ser su amigo, que siempre hay una posibilidad de conocer a las personas y frases similares que me demoré en escribir. Hice como ocho borradores. Se hacía tarde y le llevé la tarjeta. El corazón me latía como después de una maratón.

 

Me abrió la puerta sorprendida. Le pregunté si podía pasar. Entramos, le entregué la tarjeta. Me miraba con cara de sorpresa y desdén. Respiré hondo y le dije que todavía podíamos ser amigos. Bajó la vista, tomó aire y me dijo, lo recuerdo, como si la oyera, hasta el día de hoy – No tengo interés alguno en ser tu amiga. No te soporto, me caes mal y eso no va a cambiar. Espero que lo entiendas y si no lo entiendes, al menos resígnate porque así es y así será - lo dijo lento, muy lento, como si lo hubiera pensado desde antes. Le respondí que yo era un buen católico, que había que perdonar. Y ahí, estaba como poseída, me dijo – sí, tú vas a ir al cielo, yo iré al infierno, no me importa, déjame tranquila -

 

No me quedó más que irme.

 

Caminé a mi casa y me fui enrabiando paso a paso. Fui a su casa queriéndola y volví odiándola. ¿Qué se creía?, ¿Quién creía que era? Esto no se va a quedar así. Era igual que todas, una perra. Había que someterla, como fuera, podía verla con la cabeza echada hacia atrás pidiendo que la soltara, rogándome que la dejara ir. No, lo la iba a dejar ir.

 

Pasé el verano pensando qué hacer, tenía varios planes. Los chiquillos me ayudarían.

 

Llegamos a cuarto medio. Último año. No la saludé. Así estaban las cosas.

 

Campusano, Riquelme y otros me ayudarían. Eso me dijeron.

 

Empezamos suave. Le dejábamos la silla más mala en su puesto, le escondíamos cuadernos, le dejábamos fruta podrida en su escritorio y un montón de cosas más que no me acuerdo. Campusano siempre llegaba con ideas. Lo peor era que Bernardita parecía no darse cuenta. O era en extremo distraída o era su estrategia de indiferencia hacia mí. Estaba siempre con su grupo de amigos, ajena a toda mi rabia, ajena a mi dolor. Indiferente a mis pesadillas, a mi insomnio y a mi amor por ella.

 

Una tarde teníamos un plan infalible. Riquelme y Astudillo, otro amigo que vivía cerca del colegio y yo, hicimos una trampa. Riquelme la llamaría hacia su portón y cuando se acercara le caería un balde de agua fría encima. Se tendría que ir a su casa, mojada como una perra callejera. Nos retorcíamos de risa pensando en la escena.

 

Bernardita se acercó, el agua del balde cayó, corrí a ver como estaba ella, riéndome desde ya.

 

¡Somos un grupo de idiotas!. Ni una gota cayó encima de ella. El chorro cayó como a medio metro de Bernardita. Ella, dándose cuenta de que era una trampa, hizo lo peor. Nos miró, movió la cabeza de un lado a otro y en actitud inmutable, siguió caminando.

 

Agarré a combos a Astudillo, ¿cómo podía ser tan estúpido? ¡Nada resultaba! Casi lloro de impotencia. Me había puesto en evidencia. Había quedado, otra vez, en ridículo frente a ella. Y estos imbéciles que tenía de amigos se mataban de la risa.

 

Seguí solo haciendo cosas para perjudicarla. Un par de veces conseguí que se enojara. Un lápiz reventado, la silla mojada, estupideces así.

 

Se acercaba el fin de año. Guerra de bombitas de agua con los de tercero medio. Era en una zona rural, habría barro y piedras además de agua.

 

Bernardita, como todos los demás corría para atacar a los de tercero con sus bombitas de agua y luego arrancaba para evitar la respuesta. Andaba con una polera clara, como estaba mojada, se traslucía su sostén, se veía espectacular. Llené unas bolsas con barro y piedras. La seguí, ella no se dio cuenta. Cuando menos lo esperaba, le lancé esa bomba en su espalda. La llené de barro y piedrecillas.

 

Campusano corrió hacia ella. No entiendo a ese tipo. Ella se incorporó, me miró y comenzó a correr hacia mí con toda la ira del mundo. Campusano le gritaba, ¡Bernardita, cuidado! ¡Este gallo está loco! ¡cuidado! Ella siguió corriendo, creo que si hubiera tenido un cuchillo o algo me lo lanza. Cuando vio mi cara de felicidad, no pude evitarlo, paró en seco. No entendí nada. Comenzó a gritar para que todos la oyeran. - ¡Ah! ¡eso es lo que querías! ¡que alguna vez te persiguiera aunque fuera para tirarte una bolsa con barro! -  Hacía pausas entre una palabra y otra para que más gente la escuchara y la viera. ¡Mira! ¡ni para eso me importas!- decía eso mientras vaciaba su bolsa de municiones. Por supuesto, los demás se rieron y la guerra de bombas de agua continuó.  Me fui. Amargado y solo. Dolido, humillado. Con un odio infinito. Lo último que vi fue a Campusano ayudándola a enjuagar su polera. Raro ese tipo.

 

En la fiesta de graduación juré frente a todo mi grupo de amigos, incluido Campusano, que cuando entrara a la Escuela de Carabineros, si la veía en cualquier parte, le iba a pegar. Todos me trataron de lo peor, pero eso era lo que haría.

 

Tres años después la volví a ver. La reconocí, iba en una marcha estudiantil. Aplaudiendo y cantando consignas entre un mar de gente. La seguí. Fui derecho hacia ella. Estaba como enceguecido.  La tomé por el hombro, volteó, me reconoció. Levanté la luma y le di un golpe seco y certero en la cabeza. Se desplomó mirándome. Quedó inconsciente en el suelo. A mí me agarraron a patadas, combos, mochilazos, hasta que mis compañeros de las fuerzas especiales me rescataron.

 

En cuanto pude llamé a Campusano


- ¡lo hice!, ¡lo hice! ¡Bernardita me las pagó!

- Qué fue lo que hiciste imbécil-  me preguntó. 

– A lo mejor la maté – le respondí-.

 

Se puso como loco, lo único que preguntaba era dónde estaba Bernardita. Qué sabía yo. - En la morgue, en la posta en el Jota Aguirre, qué me importa, -  le decía yo.

 

En las noticias lo repetían a cada rato: 


En confuso incidente, estudiante gravemente herida. Quienes iban a su lado, señalan a carabinero como autor del ataque. Actuó sin mediar provocación alguna. Hay videos.

 

Vi muchas veces los videos. Me sentía feliz y agradecido de la oportunidad. Los juramentos se cumplen. Dije que no sabía qué me había pasado, el estrés laboral, los gritos provocadores de los universitarios, en fin. Lo de siempre.

 

Supe que Campusano la encontró y que se quedó con ella, día y noche, mientras estuvo inconsciente y en coma.

 

Cuento publicado en la revista digital EL NARRATORIO AÑO 4 N°35

https://issuu.com/elnarratorio/docs/el_narratorio_antologia_literaria_d_b503691f8d08ac


domingo, 10 de marzo de 2019

Café literario




El sábado en la mañana despertó temprano. Encendió el notebook por hábito, para leer las noticias, leer algún artículo interesante por ahí. Pasar el tiempo. Hoy no saldría, limpiaría bien su departamento, cambiaría la ropa de estación y vería si debía comprar blusas, sweaters o pantalones para este año. El día pasaría rápido y en la noche vería alguna película.

Si había resistido hasta hoy, podría resistir mucho más, pensaba.

Había logrado mantener la depresión a raya, ya no seguía bajando de peso y su rendimiento en el trabajo mejoraba, se le ocurrían nuevas ideas y ya casi no hablaba de Erasmo. Había cambiado la disposición de los muebles en el dormitorio – parece que nunca hubiese vivido aquí- había dicho Erasmo una noche de recaída en que se quedaron juntos. Ahora pensaba que la culpa tenía un poder enorme. Vino a verla preocupado, en verdad lo estaba. Terminaron en la cama.

Que raro era todo. Silvia sintió que lo permitió casi por inercia, Erasmo ¿por cariño? Ahora ella debía reconocer que él tuvo más claridad y no se quedó. Fue él quien se daba cuenta de que ella estaba tan aturdida que podría haberlo perdonado, pero que las condiciones eran muy disímiles para ambos.

La quería, cierto, pero no era ese amor que sintió al principio. Recordaba las palabras de su madre – no vas a encontrar otra como ella – sabía que era así. Silvia era inteligente, autosuficiente, seguro destacaría pronto en su profesión, además era leal y correcta. Ese era el concepto, era correcta, lo mejor que podía tener, pero tal vez él no quería un concepto, quería más. Ahora que ella estaba desecha, aún en ese estado, sentía que no era por él. Era su orgullo herido.

Silvia intuía que no podía culpar a Erasmo por su depresión. Era su responsabilidad haber llevado las cosas tan lejos. Que culpa tenía él de que ella sintiera que no podía querer. Peor aún, que solo podía querer a quienes no iban a elegirla a ella de vuelta. O a quienes se iban a ir, dejándola sola, en la orilla. Era una falla en su sistema. De hecho sintió que lo quería un poco más cuando el final se venía encima. El mejor sexo ocurrió cuando supo que era el último.

La noche anterior había ido a ver a un amigo. Debía devolverle unos libros y él, como hacían varios desde que sabían que se había separado, la había invitado a su casa. Fue una visita breve, pudo ver a su esposa y a su hijo de meses. Silvia reparó en que el aparato de música era igual a uno que tenía ella. Cuando comentó que la primera canción que escuchó fue una de Rihanna, Tito y su esposa reaccionaron con horror y un gesto de reprobación simultáneo. Los sintió como una pareja sólida que se habían acompasado tan bien que hasta sus gestos y movimientos se parecían. Eran compatibles, les gustaba la misma música, pensaban lo mismo en política y la ternura entre ambos parecía un domo que los protegía del mundo exterior.

Tito la fue a dejar al metro. Le preguntó si estaba siendo acosada en el trabajo, que había algunos hombres que pensaban que una divorciada tenía necesidades. Silvia no lo había pensado así, pero en efecto había habido un par de hombres que creyeron que tenían posibilidades, uno muy mayor que le había ofrecido ser su amante y disfrutar de las ventajas de salir con un alguien solvente que no le iba a hacer problemas y otro, Leonardo, también casado, que en una reunión de amigos y con unos tragos demás, le había dicho que estaba enamorado de ella hacía mucho tiempo. Se había alejado de ambos con un profundo desprecio. Una rabia casi desmedida a la situación. ¿Otra herida al orgullo? Algo así. ¿Qué creían, que ella iba a aceptar ser la de la diversión, la de las sobras, la de la hora de almuerzo o la de las reuniones de trabajo? Era eso lo que la enfureció en esas proposiciones. Los dos quedaron estupefactos con su reacción tan exagerada. A Tito, le contó algo de esas escenas. El camino breve ayudó a no entrar en más detalles.

Cuando iba en el metro y ponía su playlist de misión olvido, pensó en Tito y su esposa. Se los imaginó juntos para siempre, con más hijos, ella buena compañera y él, brillante, con un esplendoroso futuro laboral. Ella no había nacido para vivir algo así. De adolescente se había sentido atraída por Tito, él nunca se enteró. Ahora era un buen amigo con una buena vida.

Estaba aún en su cama. Sus pies estaban helados y pensó en acurrucarse. Luego se le vino a la cabeza la idea de que si lo hacía, terminaría llorando otra vez y ya estaba agotada de eso. Pensó de nuevo en Tito, estarían despiertos hacía rato él y Susana, su esposa. Los que tenían hijos chicos, despertaban temprano. Tal vez irían a visitar a la familia de alguno de los dos o a pasear a un parque con la guagua.

Se levantó cerca del mediodía. Decidió que iría a dar una vuelta, tal vez entraría en un cine o en una cafetería a sentarse, mirar a la gente e inventar historias. Se puso ese pantalón blanco que sabía le quedaba bien. No alcanzó a caminar una cuadra y se devolvió a cambiarse. No soportaba las miradas. Ya casi ningún hombre se atrevía a piropear, pero no iba a ser fácil que dejaran de mirar como si estuvieran frente a un pedazo de bife chorizo esperando para ser engullido. Se recriminaba por devolverse, se iba diciendo que era una idiota, que era libre y tenía derecho a andar como quisiera, pero la incomodidad era mayor. Salió de nuevo con un jeans y una blusa larga. Así nadie la veía.

Escogió el café literario para pasar la tarde, era un buen lugar. Se podía estar horas sin ser abordada y daba la sensación de haber hecho algo. Después podía caminar por el Parque Bustamante hacia su departamento e imaginarse que vivía en una ciudad que relevaba las áreas verdes.

Cuando volvió ya casi era de noche, ordenaría y el día habría terminado. Podría decir el lunes en el trabajo que había salido el fin de semana y se libraría de los consejos para que pudiera encontrar pareja. El eufemismo más usado era conocer gente, así decían cuando no querían parecer muy directos o intrusivos. Le habían presentado a cada pastel soltero que conocían dentro del rango etario aceptable. Un fiasco tras otro. Silvia pensó que ella era, a su vez, también un fiasco para ellos.

De las cosas raras que la gente le decía, una de las que más extrañas, fue cuando una amiga, Evelyn, le dijo:

- Tienes que estar tranquila, a ti una vez te eligieron ¿entiendes?

- No, no entiendo qué quieres decir.

- Que alguien quiso pasar la vida contigo, Erasmo te quiso para estar para siempre contigo, se casaron. Eso es más de lo que muchas pueden decir.

Quedó tan sorprendida por esa lógica que contestó moviendo la cabeza de arriba hacia abajo, asintiendo, pero con muchas preguntas en la cabeza. ¿Tenía que darse con una piedra en el pecho porque Erasmo se casó con ella? ¿agradecida por haber sido querida?

La gente dice tantas burradas.

Un día en su correo se encontró con uno que la trataba de lo peor, la insultaban, la amenazaban y la culpaban de una ruptura. Le dejaban en claro que era una ruptura temporal porque, era una mujer, recuperaría a su esposo en cuanto se decidiera a mover un dedo. Silvia pensó que era un error, alguien se había equivocado de correo. A veces pasaban esas cosas. Una letra mal puesta. Algo así tenía que ser. -  ¿y por qué no movía el dedo entonces? – Pensó.  Otro día recibió una llamada, número desconocido. Alcanzó a escuchar que le decían mosca muerta, puta y cortó para no seguir escuchando insultos.

Contó de esas situaciones en la hora de almuerzo, casi como una anécdota divertida. María José le dijo que tuviera cuidado, que no podía ser casualidad el correo y la llamada.

La semana siguiente su auto tenía un papel pegado en el maletero, más insultos y más amenazas. El teléfono se llenó de mensajes del mismo tipo. Entonces se asustó. Cambió de teléfono, también de estacionamiento y estaba más atenta a lo que ocurría a su alrededor. De un día para otro, así lo sintió, el mundo pasó de ser normal y aburrido a peligroso. No sabía ni sospechaba quien era la mujer que la culpaba de estar con su marido. Entendía por lo que debía estar pasando. Ella misma había ido a ver a la amante de Erasmo. Para verla, para compararse, para entender, para completar el rompecabezas. Dio con ella como si hubiese sido una avezada detective privado; averiguó su nombre, dirección, teléfono y llegó a su casa. Abrió su hermana, preguntó por Elizabeth y apareció enseguida, sonriente, linda, ojos grandes. Le entregó un regalo en nombre de Erasmo y se fue. La curiosidad satisfecha y la posibilidad de demostrar a su marido lo inteligente que era. Ahora le parecía tan absurda esa secuencia. Si hubiera sido de verdad inteligente lo hubiera sabido antes. Recordaba la furia de Erasmo, el esfuerzo que hacía por no agredirla, por dejar que ella desplegara toda su ironía sobre él. Solo lo dejó tranquilo cuando él dijo: Ella se parece más a mí, no me aplasta como tú. La definición de victoria pírrica se le apareció en la mente, casi como si pudiera verla escrita.

Era martes y salía del trabajo justo a la hora para ir al gimnasio. Afuera estaba Evelyn, se acercó a saludarla, la vio descompuesta, llorosa, nerviosa, delgadísima.

- Perdóname Silvia, te quise atropellar. Pensé que eras tú.

Evelyn era la esposa de Leonardo.

- Encontré su teléfono lleno de fotos tuyas, sacadas de todos lados, desde hace años. Algunas agrandada, unas tomadas con la cámara, tú sentada leyendo en el café del Parque Bustamante, otras entrando a tu departamento y más, muchas más.

Silvia estaba muda.

- Quise atropellarte, no te diste cuenta porque ibas con los audífonos puestos, ¡menos mal que no lo logré!

Evelyn se tapó la cara con ambas manos y sollozaba.

Silvia buscaba las últimas escenas con Leonardo, recordaba perfecto cuando lo había rechazado. Luego se encontró con él algunas veces en la calle, pensó que era casualidad. Se acordó de haberlo visto en el café literario, estaba con la cabeza casi enterrada en un libro, de hecho había pensado que era una suerte que no la hubiera visto.

Oscilaba entre la furia con Evelyn por creerla capaz de meterse con Leonardo y la pena que le daba verla tan angustiada y perdida. No sabía qué decir.

- Me explicó. Me dijo que te seguía solo para verte, que sabía que no lograría nada, pero necesitaba saber de ti. Prometió que iría a ver a un psiquiatra, o a un psicólogo o lo que fuera. Por eso vine a verte. Sé que no es tu culpa. Él no me va a dejar nunca. Él me eligió para estar conmigo para siempre. Estoy segura, quiere a los niños, me quiere a mí. Tú eres solo una obsesión. Una fantasía estúpida.

Silvia decidió abrazarla y decirle que estuviera tranquila, no había rencores ni nada.

Cuando llegó a su departamento comenzó a buscar a Leonardo por todas las redes sociales que los conectaban. Tal vez él sí la quería, más que Erasmo. Más de lo que cualquiera podría quererla porque no la conocía, solo la imaginaba, solo la construía con pedazos  y armaba a alguien que no era ella. Pero Leonardo no sabía eso, creía que su Silvia era la verdadera Silvia, la que nadie conocía de verdad.

Comenzó a recorrer las mismas calles que él. Los mismos restaurantes. Inventaba historias para cuando se vieran, lo que diría, trataba de adivinar qué pensaba, qué quería.

Una tarde coincidieron por el Parque Bustamante, en una orilla de la pileta. Se miraron. Cada uno vio lo que quería ver.

Evelyn confía en su amiga. Silvia tiene lo que siempre quiso y Leonardo cumplió su fantasía de tener a Silvia cuando la realidad se hacía difícil de soportar.

La cortaron verde

  Luego del portazo producido por el viento de ese verano, se quedó a cargo del cuidado de la chacra. Era pequeña, pero para quien solo sabí...