Caminar sola a la orilla del mar era un cliché. Esa manida
imagen de una mujer que, al lado del mar, sintiendo la brisa fresca, la humedad
de la arena y las miligotas mojando las piernas, llega a conclusiones profundas
y se da cuenta del rumbo que debe dar a su vida.
Se detuvo a mirar el horizonte y se adentró un poco en el
agua. Cada poro se despertó por el frío. Esa playa era la misma en donde, mucho
más joven, esperaba a que todos se fueran para flotar sola, sin gritos de
madres advirtiendo a los niños de peligros inexistentes, ni las carcajadas de
adolescentes en proceso de cortejo.
Ninguna
conclusión a la que llegar.
Aceptar todo como es no es ni siquiera una actitud, es
vivir. A secas. Sin adjetivos. Con aceptación o no, los acontecimientos se
ordenan por probabilidades de ocurrencia. Arturo, su marido, decía que sus
problemas provenían de tanto mirarse el ombligo. Tenía razón. Si tuviera
preocupaciones de sobrevivencia no tendría estos conflictos burgueses con el
sentido de la vida, la razón de por qué las cosas son como son y el devenir de
ella como parte de una especie que tiene demarcadas las etapas del ciclo vital.
Así como los salmones, los elefantes, las pulgas de mar.
Si lo pensaba bien, sus preocupaciones o el ocio de divagar
en distintos temas, ni siquiera alcanzaban la categoría de problemas. No había
nada que resolver. Solo tenía una sensación inexplicable. Un convencimiento
interno de que algo abriría su mente y podría dar rienda suelta a contenidos
inexplorados. No tenía explicación. Ya hacía un tiempo indeterminado, pero
largo, podía hacer casi todo sola: almorzar en un restaurant, pasar días fuera
de la ciudad, ir al cine, deambular por las calles de Santiago solo para
observar, subirse al metro e inventar historias a los pasajeros.
Recordó a uno en particular. Era un joven de a lo más 20
años, tenía la piel muy morena, vestía una polera sin mangas con un dibujo del
grupo de rock Sepultura. Su perfil le hizo pensar en un guerrero del imperio
inca. Nariz prominente, con un quiebre en el tabique. Su boca parecía mezclar
genes africanos e indígenas y su pelo era lo mejor: un afro voluminoso y
atrevido. Se lo imaginó con la pintura de guerrero, una lanza empuñada en su
mano derecha y afirmada con fuerza en el piso.
Comenzó a imaginar que era un viajero en el tiempo que
debía tomar la imagen de un joven rockero, estudiante de mecánica tal vez, para
adaptarse a estos tiempos. Lo miró tanto rato que es probable que el joven se
haya dado cuenta.
Ahora pensaba que ese guerrero podría aparecer corriendo en
la playa, persiguiendo a alguien o incluso a su perro guardián que se habría
escapado persiguiendo a otros de su especie que solo se divierten a la orilla
del mar.
Una abuela gritando a sus nietos la volvió a la realidad.
No había guerreros ni nada parecido. Estaba sola sintiendo el frío del mar en
sus piernas y era ya lo bastante tarde como para tener que volver al hotel.
Al otro día volvería a su casa.
Un carmenére ayudaría a conciliar el sueño, lo mismo que un
playlist de smooth jazz capaz de dormir al más alerta de los vigías.
Se levantó temprano, una taza de té, un par de galletas. Se
fue a la playa a leer hasta pasado el mediodía. Almorzó un sandwich en un
restaurant de la costanera, se fue al hotel, ordenó sus cosas y partió de
vuelta. Las 261 canciones cargadas en el pendrive fueron demasiadas para un
trayecto tan breve.
Llegó a la casa, su marido dormía siesta aún. Fue a la
cocina por agua y a dejar la ropa con olor a arena a la lavadora, aprovechó de
poner más ropa en la máquina.
Un recibo que cayó de un jeans comprobó lo que sabía hace
tiempo. Su marido tenía a alguien y quería que se enterara, era inteligente,
mucho, como para cometer un error tan infantil como ese.
¿Qué debía hacer?
A estas alturas hacerse la ofendida, incluso la
sorprendida, implicaría un esfuerzo físico y mental que, sacadas las cuentas,
no tenía por qué asumir.
Se fue con su vaso con agua y hielo al patio, se sentó
frente a los rosales.
Pensó que, después de todo, era bueno que alguno de los dos
fuera capaz de sentir algo por alguien. Que la convivencia correcta y sin
aspavientos que llevaban juntos desde hacía tanto, tuviera paisajes
inesperados.
Se imaginó a su esposo inventando coartadas, citándose a
escondidas, contento y excitado por la novedad de una nueva relación. Sonrió al
pensarlo. Hacía tiempo que no le veía feliz, entusiasmado, energizado. Al menos
no en frente de ella. Lo veía tranquilo, meditativo, tal vez nostálgico. Ahora
era más evidente la razón.
Podría hacer una escena. Llorar, hablar de traición, de las
mentiras, de las promesas incumplidas, de lo que nunca hizo por ella, de cómo
dejó que una montaña indestructible pasara a ser menos que un montón de piedras
informe. Pero en cada reclamo estaría ella incluida. Cada metáfora podía ser
una confesión de su propia renuncia.
Pensó en que, si se separaba, sería una complicación
mayúscula dividir bienes. Intuyó lo culpable que él podía sentirse pensando que
la abandonaba, a ella, tan indefensa y solitaria. Tan dependiente de él para
todo. Le parecía que esa imagen no era tan lógica. La había dejado tanto tiempo
sola que se había hecho una vida para sí misma ¿cómo podía creer que todo el
tiempo pensaba en él? - Tal vez soy muy buena actriz -, concluyó. Era muy
ilógico ese análisis, pero cuando Arturo esbozaba esa línea argumentativa y le
agradecía haberse sacrificado tanto por la familia, en especial por los tres
hijos, lejos de corregirlo, lo alentaba. No tenía claro por qué lo hacía. En
una de esas, el disfraz de mujer enamorada y dependiente disminuía las
probabilidades del azar.
Esta vez no seré yo quien decida lo que va a pasar,
pensó.
Todo era tan contradictorio. Salía sola a todas partes, se
quedaba lejos de él por largos períodos y Arturo aún la veía como alguien sin
identidad propia. Los hijos la conocían mejor, pero también callaban. Para qué
agitar las aguas.
Arturo despertó de su siesta, fue a su encuentro en el
patio. Se abrazaron por un largo rato. Catalina sintió que era un abrazo de
genuino cariño. Como un par de amigos entrañables que se encuentran después de
varios años. Arturo vio el papel arrugado que Catalina había dejado en el
pasto. Se sobresaltó. Ella, separándose del abrazo, lamentó el descuido. Lo
recogió con naturalidad y lo echó en su bolsillo.
Caminaron juntos hacia la cocina. Se acercaba la hora de la
once. La prepararían juntos.
Los hijos habían salido, cada uno por su lado.
Durante la once, Catalina refirió con detalle las
características de los restaurantes donde había ido, la carta de cada uno, los
aciertos y desaciertos, la expansión del uso del panko en las preparaciones de
pescado, las verduras salteadas que había disfrutado: crujientes y en su punto,
sin caer en la sobre cocción, ese error tan frecuente de los cocineros.
También le contó de la pizza a la piedra y del buen vino
que había llevado.
Había una sombra en la mirada de Arturo, pero sonreía y
aportaba a la conversación.
Llegó la noche.
Catalina dijo que estaba cansada por tanto manejar. Llegó
Miguel, el hijo del medio y se quedó comentando con él acerca de sus exámenes
en la universidad y algunas anécdotas de sus amigos. Cuando entró al
dormitorio, Arturo estaba concentrado en una película. Ella se bañó, se acostó
y se durmió de inmediato.
A las 4.30 am se despertó como siempre. Algo se movía en su
cerebro. Algo estaba empezando a emerger.
El orden de los acontecimientos podía, por primera vez, no
depender de ella.
Cuento publicado en revista
Telescopio
https://revistatelescopio.wordpress.com/2019/02/12/cuento-ximena-candia/