−No
tengo nada que decir.
Eso
repetía a cada rato. En la clase la tarea era analizar el tipo de mujeres que
describía Hemingway en sus textos, pero bastaba una búsqueda sin ningún cuidado
en la web y aparecían sendos ensayos al respecto. Además, estaba cansado de
responder los trabajos, pruebas y tareas pensando en el criterio de la profe
¿qué esperaba que dijera? Lo obvio, lo que ya se sabía: Hemingway era la
personificación del hombre valorado en esa época y por tanto sus personajes
mujeres debían ser caricaturas hechas a su medida. Un personaje que construye a
otros bajo su particular prisma.
Sus
compañeros de clases entendían los códigos sobre los cuales había que construir
las premisas de un ensayo, él también, para eso bastaba mirar las pantallas con
toda clase de imágenes y textos breves. Las tendencias estaban ahí, al alcance
de los dedos y cualquiera que tuviera un mínimo de capacidad de abstracción
podría darse cuenta. Y por si quedaban dudas estaba también la inteligencia
artificial y sus trucos para parecer original.
Los
asientos del parque que rodeaba la universidad estaban llenos de cabezas
conectadas a sus pantallas, algunos conversando, otros solos, otros
aparentemente en grupo, pero solos también. Los árboles y plantas embellecían
ese paisaje de un modo que esa mañana le parecía más una imagen de película
distópica que otra cosa.
Las
mujeres descritas por Hemingway, superficiales, egoístas, sensibleras decían
mucho más de él y su relación con ellas que del efectivo entendimiento de sus
propios personajes, pero no lograba encontrar el sentido de tratar de misógino
o de típico macho a un escritor que, como cualquiera, se tiene solo a sí mismo
para entender lo que le rodea y construir un mundo ficticio paralelo.
Una
vida llena de aventuras, una buena educación, figuración social y libertad para
establecerse en casi cualquier lugar del mundo como gringo o europeo, antes y
ahora, no impide tener los encuadres culturales propios de la época y menos
superar los límites de sí mismo. Eso lo desesperaba y paralizaba al mismo
tiempo. Llevaba esa autoconciencia al límite, rayando en la obsesión de la
propia auto observación, si podía llamarse así a esa sensación persecutoria de
no poder observar el momento que le tocaba vivir desde otra perspectiva que no
fuera la propia.
Podía
obtener la nota máxima si se ajustaba a lo que esperaba y llenaba el mínimo de
páginas y palabras exigidos para tal fin. Una vez intentó probar su punto
escribiendo frases casi al azar que poco tenían que ver con el tema a tratar,
pero incluyendo cada cierto número de caracteres, las palabras de moda
atribuibles a un determinado ángulo de análisis. La calificación le permitía
aprobar, pero se sentía una estafa y estafado al mismo tiempo. ¿Los profes de
verdad leían lo que los estudiantes escribían o solo aplicaban un selector de
caracteres? Como los bots que revisan los CV de los postulantes a
trabajos de acuerdo con el número de conceptos afines entre la descripción de
cargo y las habilidades enumeradas por los candidatos. Quizás aplicaban una
especie de premio al esfuerzo y a la participación en clases y como él era un
discutidor por naturaleza, no podía evitar contradecir a casi cualquiera que comenzara
a aburrirle con alguna perorata sin sentido, según su propio criterio por
supuesto ¿acaso se puede ocupar otro? Así, aunque fuera molesto, era considerado
un alumno participativo y comprometido con la clase. Claro, al lado de todos
esos rostros impasibles, luchando por no dormirse y en quizás qué divagaciones
mentales, él parecía muy concentrado. En suma, un latero.
Tampoco
es que estuviera mal responder y usar las palabras a gusto del consumidor, él
entendía que había que aprobar los ramos y luego ganarse la vida. – ay, si no
fuera por la obsesión de buscar el ángulo diferente de la moda imperante −.
¿Qué pudo haber vivido Hemingway con las mujeres para llegar a desvalorizarlas
tanto? O a temerlas quizás por sus habilidades manipuladoras, de seducción o el
utilitarismo de su conducta. Se trataba de buscar qué tipo de vínculo tenía con
su madre tal vez, o los primeros amores, las expectativas y las decepciones, siempre
complementarias.
Encima
de todo, es impensable que alguien talentoso como el escritor de tantas
historias memorables tuviera una visión uniforme de algo, pero los análisis
tienen un dejo de artificialidad y ciertos límites que es necesario respetar.
También podría ser que una mente disgregada como la suya se iba por recovecos
muy rebuscados y fuera solo un procrastinador más de los millones que se
reconocen como tal.
¿Qué
podría decir él sobre las mujeres? ¿cómo serían sus personajes si escribiera en
lugar de estudiar lo que otros, con menos pudor y persecuciones internas que
las suyas, lograban plasmar en cuentos, poemas o novelas? No creía en las características
de grupo, simplificadoras y llenas de prejuicios, pero necesitaba aprobar el
ramo de una vez y entonces debía escribir, sin más remilgos, lo que la
profesora quería leer y las palabras que esperaba encontrar en el texto de
estudiantes bien formateados en la actual corrección política.
Tenía
que decir por ejemplo que, inclusive en las historias en donde no aparecían mujeres,
también se develaba el modo en que el autor las veía: seres prescindibles y de
escaso aporte. Lo que comprobaba la visión de mundo del autor, el mundo interesante
y donde ocurría lo importante, fuera en tierra o mar, en guerras o cacerías, era
donde estaban los hombres.
Había
que exagerar y tragar un poco de saliva. La mayoría lo hace para aprobar, evitar
un despido, conservar la armonía en la familia y como sea, para él, de eso se
trataba este ramo, de decir algo, aunque no tuviera una sola idea en la mente.
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