jueves, 28 de marzo de 2024

Era un juego

Foto de Jill Burrow


Me asomé a su Instagram como cada día, en la mañana y en la noche, a veces a las seis de la mañana, a veces más tarde; en las noches corro el riesgo de encontrármela cara a cara con ese botón de conectada y ni por nada quiero que eso ocurra. O tal vez sí, pero solo para ver, para saber. Hay noches en las que me aguanto y no la observo, y claro, se me va olvidando también.

En ocasiones me deja una sorpresa, una cortina un poco descorrida, una historia, que me permite entrever parte de su día, otras se encierra como si ocultara algo.

Alguna vez fuimos amigas. Nos contábamos la vida, y más que esas mezquinas minucias, la vida que imaginábamos y que sabíamos no iba a suceder, por ejemplo: íbamos a ser millonarias y replicar algunas ideas europeas para cultivar durante el ocio que nos generaría tener tanto dinero: un edificio entero dedicado a los libros, música, arte para los jóvenes y manualidades para los viejos. − Sería grito y plata − decía su tío que vivía en Estados Unidos y que creíamos era seco para los negocios y tenía una fortuna. Por eso no podía venir desde que se fue a vivir allá: por los negocios, por el trabajo, − porque cuando hay más plata hay que hacer más malabares para mantenerla − le decía a su sobrina.

O podíamos ser parte de un grupo de personas de nuestra edad que se dedicaría a conocer el mundo y dejar testimonios por si venía una hecatombe mundial: fotos, videos y otras cosas que podrían informar a otros cómo vivíamos y lo que apreciábamos. Igual a la cápsula del tiempo que aparece en las películas gringas para adolescentes. Tendríamos un todoterreno descapotable con el que recorreríamos África completa y un catamarán y motos y autos rápidos para conocer el planeta entero. No iríamos a los lugares que aparecen en todas las fotos, buscaríamos rincones poco explorados, −como si quedaran.

A medida que íbamos creciendo los sueños iban en sentido contrario, empequeñeciéndose, volviéndose más reales y no por eso más alcanzables, como cuando descubrimos que el tío de ella estaba de ilegal en Estados Unidos y por eso no podía viajar y que vivía una vida apenas normal, rozando el borde, con los trabajos temporales y poco especializados que conseguía. Entonces pensamos en una cadena de cafeterías, hasta construimos la carta y el estilo de decoración, el público objetivo, los proveedores y la forma en que nos haríamos conocidas.

Del capital nunca hablábamos, porque no tenía ningún sentido pinchar el globo que habíamos logrado elevar al cielo. Eran fantasías delirantes de lo que haríamos con un montón de millones que aparecerían mágicamente en nuestras manos. Desde todo punto de vista éramos unas inadaptadas; nos reíamos de los demás porque sus vidas eran típicas y predecibles y nosotras teníamos fe en algo intangible, en un hiperespacio protector que nos salvaría de un destino igual al de todos.

Todo dependía de si esos millones aparecían. Teníamos que actuar como si los tuviéramos, como si ya llevásemos la vida que imaginábamos. Era un asunto de programación mental, de alineación de los astros y pensamiento positivo – la fe mueve montañas, si la montaña no viene a mí yo me voy a la montaña y toda clase de refranes montañeses acerca del poder de la mente.

Ella se quedaba más pegada que yo, decía que a veces no podía dormir de tanto pensar en la vida de mujeres grandes que llevaríamos con tanta, tanta, tanta plata para disfrutar. Los panoramas que proponía se relacionaban con ese estilo de vida. Su forma de hablar se fue afectando, usaba un tono algo más agudo y una risita que de a poco me fue molestando. Para mí se trataba de un juego, para ella de un plan de vida.

Eso era, un juego, una forma de evadir ese contexto normal y ordenado que nos había correspondido como a cualquiera en realidad, encima eran sueños de grandeza y nada de rebeldes, era tener más sin mérito ni propósito. Como si fuéramos hijas de padres ricos.

De pronto, acercándonos a los veinte, ella de verdad se creía lo que habíamos imaginado y ya hablaba con ese tonito de superioridad y desprecio de aquellos que se sienten dueños del mundo: los demás, yo también, eran estúpidos, pequeños y limitados en sus horizontes. Ella estaba para grandes proyectos en este mundo, esa era su misión. Los millones llegarían solos. Así hablaba.

De cierta manera me empecé a sentir culpable por el vuelo que ella agarró en su fantasía, como cuando alguien empuja a otro en un columpio y no se detiene para que suba más, más, mucho más hasta verla caer despaturrada y ridícula. Siempre supe que era un juego y supuse que ella también. Pensé que era divertido que la empujara, que ambas nos divertíamos en el proceso.

Dejé de alimentar la fantasía del destino y la fe en cualquier cosa. Aterricé y trabajé por lo que estaba a la mano conseguir con el poco o mucho talento que tenía para vivir. Ella se dedicó a soñar y a vivir-como-si. Todo en ella era fingido, actuado, enfermo también.

No puedo decir en qué momento ocurrió esa escisión. O si el clivaje se produjo en alguna parte de la realidad o solo en mí.

Un día cualquiera ya no pudimos jugar más, ni hablar más, ni vernos más.

Esperé noticias suyas, la hacía de vendedora, internada en el psiquiátrico, de ilegal en Estados Unidos como su tío o de narcotraficante, pero no, me la encontré en LinkedIn, estaba contratando gente en su quinta cafetería y me ofreció pega.


martes, 19 de marzo de 2024

WhatsApp de empresa

 




En tiempos en que la verdad carece de valor, por irreconocible entre tanto ruido informativo, da lo mismo mentir de modo desvergonzado. Claro mi casa no se quemó y la de varios que conozco tampoco − gracias a Dios − diría mi madre, así con mayúscula porque ella es creyente y agregaría – alguna vez que le toque al pueblo −, justo cuando me mandó a responder la ficha esa que aparecía en los matinales de la televisión. Mi mamá decía que no entendía por qué tanta gente recibía beneficios, bonos o como se llamaran, − ¡ni la caja COVID recibimos y a la vecina, que tenía harta más plata que nosotros, le llegaron dos!, así es que como yo estaba de vago en la casa esperando que saltara la liebre por algún lado, me mandó, con la peor pinta posible, a responder la encuesta falseando todo cuanto pudiera para que pareciéramos más pobres de lo que somos.

Yo sabía que no iba a resultar. Nunca nos resulta nada. Vivimos al tres y al cuatro, tamboreando en un cacho decía mi papá, pero siempre hay gente que está peor. Igual fui, a veces mi mamá me convence con sus achaques, dice que le duelen las piernas, que si quiere me da un certificado médico del consultorio para que le muestre a la señorita de la ficha. El certificado es un papel arrugado de hace tres años y todavía cree que vale para algo que no sea mandarme a comprar.

A veces, y que me perdone el dios de mi madre, pensé que, si se nos hubiese quemado la casa, podríamos empezar todos desde cero, una especie de reseteo de la vida y yo podría hacer algunas cosas mejor que hasta ahora. Puras tonterías porque uno no puede dejar de ser quien es. Y eso me tiene medio bajoneado en el último tiempo. Antes, en este cerro, desde nuestra casa, se veía el mar y con eso decíamos que teníamos una buena vida. Yo no le hallaba la gracia hasta que se instaló una casa de dos pisos al frente y perdimos lo único valioso que teníamos decía mi cuñada, que se vino a vivir con nosotros porque estaba esperando a mi sobrino, el Danielito. Y era verdad, no me había dado cuenta, pero cada vez que estaba harto de un montón de cosas, me ponía a mirar el mar y me calmaba. O me distraía o me hipnotizaba solo para no hacer nada según mi hermano, el Daniel, papá del Danielito. Como si él hiciera gran cosa, trabaja en lo que venga, pero se llena la boca con eso de ser padre de familia. Paaaadre de familia haciéndose el viejo y encima el viejo-sabio y apenas tiene dos años más que yo. Un día me burlé de él y me preguntó – ¿Y voh? ¿quién soy voh? ¿qué erís voh?

Por supuesto que empezó con que no me conocía ninguna polola, que no tenía ningún plan, que todos mis amigos estaban en algo y yo ahí como en pausa, como si algún día algo fuera a ocurrir que me diera un nombre y desde ese día me quedé pensando quién era, qué era. La verdad es que el Daniel me sorprendió porque me dio donde más me duele y no pensé nunca que fuera capaz de juntar dos neuronas para decir una frase de corrido.

Entendí entonces que ser paaaadre de familia a él le servía de motor para moverse y seguir sin cuestionarse nada más. No quiero tener hijos, ninguno de mis amigos quiere, me puse a estudiar contabilidad en un instituto después del colegio técnico donde estudié y no me gustó, le dije a mi mamá que trabajaría en lo que fuera, pero no se me da vender, no le pego a la construcción tampoco, de hecho un día acompañé al Daniel a la obra donde estaba trabajando de albañil y me caí tan heavy de un andamio que el mismo patrón me vino a dejar al cerro porque si me llevaban a la mutual y no tenía contrato lo iban a lumear a él por haberme aceptado. El Daniel se quedó ahí porque, junto con la pensión de mi mamá, es el único que trae plata a la casa.

Y así me lo paso, preguntándome quién soy, qué soy y qué será de mí. Parece que la gente se define por lo que hace ¿o no? a los veintidós ya debiera saber se supone. A lo mejor soy [1]TEA, mi mamá dice que vio en la TV que hay mucha gente con ese trastorno y no sabe y que como yo le salí tímido y sin rumbo, seguro tengo eso o soy eso. Ella dice que es depresiva porque tuvo depresión cuando murió mi papá en el accidente del camión. Ya nadie se acuerda y eso que salió en el diario de Valparaíso. Yo era chico, ese período oscuro y confuso me marcó algo, una especie de nube negra sobre mi cabeza, una sensación de falla, de ser un poco raro, como víctima de la circunstancia y me carga esa cuestión.

A todo esto ¿y qué si soy o tengo TEA?, ¿hay algún remedio para eso? Claro, sirve de explicación, pero no cambia nada ¿me van a dar pega por inclusión?

Así paso los días y cuando me da la cuestión trato del ver el mar y ya no se ve desde esta casa, tengo que salir y ahí hay que saludar y hasta responder en qué estoy y empezamos de nuevo. En nada, pero soy algo, eso creo, algo sin nombre.

No resultó lo de la ficha, después, todos los que mentimos salimos en un porcentaje en el diario: 94% de los que llenamos la ficha intentamos obtener beneficios que no nos correspondían. Mi mamá se puso roja de vergüenza y rabia cuando supo. Empezó a despotricar contra los políticos, el gobierno, los que no pagan impuestos, los aprovechadores de cuello y corbata, los utilitarios del sistema y, para terminar, se puso a llorar porque me obligó a mentir y ser uno más de los mismos que ella odiaba.

      Y si nos hubiera ido bien ¿estaría llorando igual?

Mi mamá cambió la expresión de triste a furibunda y quiso alcanzarme como cuando tenía ocho años pa mechonearme. − ¡no te las vengas a dar de juez aquí, mira que hace rato que debieras haberte ido!

Verla llorar me produjo algo, no sé bien qué porque dicen que nunca sé nada. Un dolor de guata, una opresión en el pecho, una especie de impulso para hacer algo. Soy raro, al menos eso sé de mí. Reconozco que esa amenaza, nada de velada, de tener que irme de la casa también me provocó una mezcla de cosas raras.

Salí a caminar sin rumbo y me encontré con el Lalo, un compañero del colegio que estaba pintando un negocio por allá abajo. Me vio a lo lejos y me saludó con más cariño del que esperaba. Nos dimos un abrazo como si fuera año nuevo y eso le dije − ¡feliz año nuevo! –

      Ya saliste con tus cosas, ¡estamos en marzo!

      Sí, pero el año, el verdadero, empieza con la pega, las deudas, la escuela, la universidad y todo eso pasa en marzo. Antes es como una siesta. No pasa nada desde diciembre.

      Y el tremendo incendio ¿te parece poco?

      Ya, sí. ¿Se te quemó la casa?

      Noooo, menos mal ¿y a ustedes?

      No, estábamos al lado eso sí, nos salvamos no sé por qué.

Me volvió a abrazar y me invitó a ayudarlo, como yo andaba en la nada de mi presente y mi futuro, me puse a pintar y me quedaba bien. El Lalo me dijo que no era pacotillero y me preguntó si tenía pega.

      ¡obvio! Le dije

      Ah pucha

      ¡Obvio que no poh!

Nos pusimos a reír igual que cuando íbamos al colegio, lo vi achicarse y él a mí. Nos vi a los dos flacuchentos y tontones, el Lalo con suerte aprendió a escribir, yo algo más, pero se las arregla mejor en la vida que yo. Me contó que no le faltaba pega, que sabía negociar con las señoras y que si quería trabajar con él porque a veces no podía con todos los encargos. Pensé en mi mamá, su llanto y amenazas y le dije al tiro que sí.

Ya me estaba acostumbrando a desconfiar de todo y de todos, a mirar el mundo con los ojos desencantados de mi mamá y la mirada necesitada de mi hermano. En eso estábamos cuando una señora se quedó mirando el trabajo que llevábamos hecho. El Lalo entró en acción de inmediato.

               Ya mi reina, deme su WhatsApp, me manda la foto de lo que quiere arreglar y le mando un presupuesto altiro.

Pensé que era una broma. Se inventó un grupo que se llama Las amo mis reinas,

Cuando vi los mensajes, casi se me da vuelta el tarro de pintura que llevaba en la mano, de la pura risa por lo que él llamaba saber negociar:

Mire señora Adela el sábado voy air sin farta tuve que apagar un incendio en la pega y me isieron trabajar hasta el domingo.

Por las fotos que me mandó salen 120 lucas

Pero dejémoslo en 100 si le parece

O podemos aserle una rebaja

80 le cobro si quiere

Asta 70 pero más no me puedo bajar

La señora Adela no le pidió rebaja en ningún momento, él se bajaba solo, − es que pa´ todos está difícil, además eso del trabajo hasta el domingo no era cierto y me dio no sé qué – me decía el Lalo compungido sin que yo le estuviera pidiendo explicaciones.

No sé por qué me sentí mejor, casi inocente y confiado en la vida. Como el Lalo. La señora Adela quedó feliz y nos recomendó con todo el barrio y a las vecinas les decía que éramos de confianza. En estos tiempos no sé si hay algo más importante que eso.

Ahora soy algo, tengo un WhatsApp de empresa, “Las amo mis reinas”, trabajo de socio con el Lalo y soy de verdad.



[1] TEA: Trastorno del Espectro Autista

Info : ante el vacío mental del último tiempo para escribir cuentos, una amiga me contó una historia que espero no haber arruinado con contenidos sacados de otros lados. 

sábado, 9 de marzo de 2024

Sin ideas

 



−No tengo nada que decir.

Eso repetía a cada rato. En la clase la tarea era analizar el tipo de mujeres que describía Hemingway en sus textos, pero bastaba una búsqueda sin ningún cuidado en la web y aparecían sendos ensayos al respecto. Además, estaba cansado de responder los trabajos, pruebas y tareas pensando en el criterio de la profe ¿qué esperaba que dijera? Lo obvio, lo que ya se sabía: Hemingway era la personificación del hombre valorado en esa época y por tanto sus personajes mujeres debían ser caricaturas hechas a su medida. Un personaje que construye a otros bajo su particular prisma.

Sus compañeros de clases entendían los códigos sobre los cuales había que construir las premisas de un ensayo, él también, para eso bastaba mirar las pantallas con toda clase de imágenes y textos breves. Las tendencias estaban ahí, al alcance de los dedos y cualquiera que tuviera un mínimo de capacidad de abstracción podría darse cuenta. Y por si quedaban dudas estaba también la inteligencia artificial y sus trucos para parecer original.

Los asientos del parque que rodeaba la universidad estaban llenos de cabezas conectadas a sus pantallas, algunos conversando, otros solos, otros aparentemente en grupo, pero solos también. Los árboles y plantas embellecían ese paisaje de un modo que esa mañana le parecía más una imagen de película distópica que otra cosa.

Las mujeres descritas por Hemingway, superficiales, egoístas, sensibleras decían mucho más de él y su relación con ellas que del efectivo entendimiento de sus propios personajes, pero no lograba encontrar el sentido de tratar de misógino o de típico macho a un escritor que, como cualquiera, se tiene solo a sí mismo para entender lo que le rodea y construir un mundo ficticio paralelo.

Una vida llena de aventuras, una buena educación, figuración social y libertad para establecerse en casi cualquier lugar del mundo como gringo o europeo, antes y ahora, no impide tener los encuadres culturales propios de la época y menos superar los límites de sí mismo. Eso lo desesperaba y paralizaba al mismo tiempo. Llevaba esa autoconciencia al límite, rayando en la obsesión de la propia auto observación, si podía llamarse así a esa sensación persecutoria de no poder observar el momento que le tocaba vivir desde otra perspectiva que no fuera la propia.

Podía obtener la nota máxima si se ajustaba a lo que esperaba y llenaba el mínimo de páginas y palabras exigidos para tal fin. Una vez intentó probar su punto escribiendo frases casi al azar que poco tenían que ver con el tema a tratar, pero incluyendo cada cierto número de caracteres, las palabras de moda atribuibles a un determinado ángulo de análisis. La calificación le permitía aprobar, pero se sentía una estafa y estafado al mismo tiempo. ¿Los profes de verdad leían lo que los estudiantes escribían o solo aplicaban un selector de caracteres? Como los bots que revisan los CV de los postulantes a trabajos de acuerdo con el número de conceptos afines entre la descripción de cargo y las habilidades enumeradas por los candidatos. Quizás aplicaban una especie de premio al esfuerzo y a la participación en clases y como él era un discutidor por naturaleza, no podía evitar contradecir a casi cualquiera que comenzara a aburrirle con alguna perorata sin sentido, según su propio criterio por supuesto ¿acaso se puede ocupar otro? Así, aunque fuera molesto, era considerado un alumno participativo y comprometido con la clase. Claro, al lado de todos esos rostros impasibles, luchando por no dormirse y en quizás qué divagaciones mentales, él parecía muy concentrado. En suma, un latero.

Tampoco es que estuviera mal responder y usar las palabras a gusto del consumidor, él entendía que había que aprobar los ramos y luego ganarse la vida. – ay, si no fuera por la obsesión de buscar el ángulo diferente de la moda imperante −. ¿Qué pudo haber vivido Hemingway con las mujeres para llegar a desvalorizarlas tanto? O a temerlas quizás por sus habilidades manipuladoras, de seducción o el utilitarismo de su conducta. Se trataba de buscar qué tipo de vínculo tenía con su madre tal vez, o los primeros amores, las expectativas y las decepciones, siempre complementarias.

Encima de todo, es impensable que alguien talentoso como el escritor de tantas historias memorables tuviera una visión uniforme de algo, pero los análisis tienen un dejo de artificialidad y ciertos límites que es necesario respetar. También podría ser que una mente disgregada como la suya se iba por recovecos muy rebuscados y fuera solo un procrastinador más de los millones que se reconocen como tal.

¿Qué podría decir él sobre las mujeres? ¿cómo serían sus personajes si escribiera en lugar de estudiar lo que otros, con menos pudor y persecuciones internas que las suyas, lograban plasmar en cuentos, poemas o novelas? No creía en las características de grupo, simplificadoras y llenas de prejuicios, pero necesitaba aprobar el ramo de una vez y entonces debía escribir, sin más remilgos, lo que la profesora quería leer y las palabras que esperaba encontrar en el texto de estudiantes bien formateados en la actual corrección política.

Tenía que decir por ejemplo que, inclusive en las historias en donde no aparecían mujeres, también se develaba el modo en que el autor las veía: seres prescindibles y de escaso aporte. Lo que comprobaba la visión de mundo del autor, el mundo interesante y donde ocurría lo importante, fuera en tierra o mar, en guerras o cacerías, era donde estaban los hombres.

Había que exagerar y tragar un poco de saliva. La mayoría lo hace para aprobar, evitar un despido, conservar la armonía en la familia y como sea, para él, de eso se trataba este ramo, de decir algo, aunque no tuviera una sola idea en la mente.


La cortaron verde

  Luego del portazo producido por el viento de ese verano, se quedó a cargo del cuidado de la chacra. Era pequeña, pero para quien solo sabí...