Me asomé a su Instagram como cada
día, en la mañana y en la noche, a veces a las seis de la mañana, a veces más
tarde; en las noches corro el riesgo de encontrármela cara a cara con ese botón
de conectada y ni por nada quiero que eso ocurra. O tal vez sí, pero solo para
ver, para saber. Hay noches en las que me aguanto y no la observo, y claro, se
me va olvidando también.
En ocasiones me deja una sorpresa,
una cortina un poco descorrida, una historia, que me permite entrever parte de
su día, otras se encierra como si ocultara algo.
Alguna vez fuimos amigas. Nos
contábamos la vida, y más que esas mezquinas minucias, la vida que imaginábamos
y que sabíamos no iba a suceder, por ejemplo: íbamos a ser millonarias y replicar
algunas ideas europeas para cultivar durante el ocio que nos generaría tener
tanto dinero: un edificio entero dedicado a los libros, música, arte para los
jóvenes y manualidades para los viejos. − Sería grito y plata − decía su tío
que vivía en Estados Unidos y que creíamos era seco para los negocios y tenía una
fortuna. Por eso no podía venir desde que se fue a vivir allá: por los
negocios, por el trabajo, − porque cuando hay más plata hay que hacer más malabares
para mantenerla − le decía a su sobrina.
O podíamos ser parte de un grupo de
personas de nuestra edad que se dedicaría a conocer el mundo y dejar
testimonios por si venía una hecatombe mundial: fotos, videos y otras cosas que
podrían informar a otros cómo vivíamos y lo que apreciábamos. Igual a la
cápsula del tiempo que aparece en las películas gringas para adolescentes.
Tendríamos un todoterreno descapotable con el que recorreríamos África completa
y un catamarán y motos y autos rápidos para conocer el planeta entero. No iríamos
a los lugares que aparecen en todas las fotos, buscaríamos rincones poco
explorados, −como si quedaran.
A medida que íbamos creciendo los
sueños iban en sentido contrario, empequeñeciéndose, volviéndose más reales y no
por eso más alcanzables, como cuando descubrimos que el tío de ella estaba de
ilegal en Estados Unidos y por eso no podía viajar y que vivía una vida apenas
normal, rozando el borde, con los trabajos temporales y poco especializados que
conseguía. Entonces pensamos en una cadena de cafeterías, hasta construimos la
carta y el estilo de decoración, el público objetivo, los proveedores y la
forma en que nos haríamos conocidas.
Del capital nunca hablábamos,
porque no tenía ningún sentido pinchar el globo que habíamos logrado elevar al
cielo. Eran fantasías delirantes de lo que haríamos con un montón de millones
que aparecerían mágicamente en nuestras manos. Desde todo punto de vista éramos
unas inadaptadas; nos reíamos de los demás porque sus vidas eran típicas y
predecibles y nosotras teníamos fe en algo intangible, en un hiperespacio
protector que nos salvaría de un destino igual al de todos.
Todo dependía de si esos millones
aparecían. Teníamos que actuar como si los tuviéramos, como si ya llevásemos la
vida que imaginábamos. Era un asunto de programación mental, de alineación de
los astros y pensamiento positivo – la fe mueve montañas, si la montaña no
viene a mí yo me voy a la montaña y toda clase de refranes montañeses acerca del
poder de la mente.
Ella se quedaba más pegada que yo, decía
que a veces no podía dormir de tanto pensar en la vida de mujeres grandes que llevaríamos
con tanta, tanta, tanta plata para disfrutar. Los panoramas que proponía se relacionaban
con ese estilo de vida. Su forma de hablar se fue afectando, usaba un tono algo
más agudo y una risita que de a poco me fue molestando. Para mí se trataba de un
juego, para ella de un plan de vida.
Eso era, un juego, una forma de evadir ese
contexto normal y ordenado que nos había correspondido como a cualquiera en
realidad, encima eran sueños de grandeza y nada de rebeldes, era tener más sin
mérito ni propósito. Como si fuéramos hijas de padres ricos.
De pronto, acercándonos a los
veinte, ella de verdad se creía lo que habíamos imaginado y ya hablaba con ese
tonito de superioridad y desprecio de aquellos que se sienten dueños del mundo:
los demás, yo también, eran estúpidos, pequeños y limitados en sus horizontes.
Ella estaba para grandes proyectos en este mundo, esa era su misión. Los
millones llegarían solos. Así hablaba.
De cierta manera me empecé a sentir
culpable por el vuelo que ella agarró en su fantasía, como cuando alguien empuja
a otro en un columpio y no se detiene para que suba más, más, mucho más hasta
verla caer despaturrada y ridícula. Siempre supe que era un juego y supuse que
ella también. Pensé que era divertido que la empujara, que ambas nos
divertíamos en el proceso.
Dejé de alimentar la fantasía del
destino y la fe en cualquier cosa. Aterricé y trabajé por lo que estaba a la
mano conseguir con el poco o mucho talento que tenía para vivir. Ella se dedicó
a soñar y a vivir-como-si. Todo en ella era fingido, actuado, enfermo también.
No puedo decir en qué momento
ocurrió esa escisión. O si el clivaje se produjo en alguna parte de la realidad
o solo en mí.
Un día cualquiera ya no pudimos
jugar más, ni hablar más, ni vernos más.
Esperé noticias suyas, la hacía de
vendedora, internada en el psiquiátrico, de ilegal en Estados Unidos como su
tío o de narcotraficante, pero no, me la encontré en LinkedIn, estaba
contratando gente en su quinta cafetería y me ofreció pega.