A
veces uno salta al vacío, más de las necesarias, no como una elección o
decisión, no hay persecución o cacería, tampoco un anhelo o algo que alcanzar
como un récord deportivo o algo ridículo digno del libro de Guinness. A veces
se salta al vacío porque no hay más alternativa. Tampoco es que hubiera
escuchado voces ordenándoselo o que su honor, si tenía alguno, debiera salvarse
como si se tratase de un héroe.
El
vacío puede ser atractivo en sí mismo, aleccionador sin duda. A posteriori casi
todo puede ser categorizado como aleccionador, cada experiencia es un
aprendizaje si se quiere, además el vacío no es sinónimo de abismo ¿o sí? Puede
ser, pero había estado leyendo que la nada está llena de cosas que no se
perciben, no con la conciencia de humanos.
Debió
aprender a ser más calculador. Salir de algo para entrar a otro algo, pero no,
nunca fue bueno para los números y menos para sacar las cuentas según las
probabilidades a su favor. Esta vez sintió que se equivocaba al asomarse, pero
cuando lo advirtió ya estaba flotando fuera de la nave; y antes de poder tirar
de las cuerdas del paracaídas, quiso volver a subir. Imposible y obvio.
No
siempre se gana.
No
siempre se pierde.
Tan
bien que estuvo dentro de la nave y encima durante tanto tiempo, pero esa
sensación era posterior; adentro se sentía como un león enjaulado y desde
afuera, la nave parecía tan perfecta, tan de Instagram, tan todo-bien, tan
fotografiable que ni él sentía que su insatisfacción fuese real o justa; debía
ser una falla de diseño. Y estaba lo otro, eso de andar percibiendo semi
sombras, la presencia casi tangible de alguien que se las arreglaba para estar
cerca sin aparecer. Le habían advertido de las estrategias de espionaje de los
que suponían que trabajaba en algo de valor, del modo en que obtenían
secuencias y lo que eventualmente podrían hacer con ellas. Eso si fuese
considerado un personaje de interés. No eran voces, era paranoia le había dicho
uno de sus compañeros de jaula.
Mientras
descendía y alcanzaba la altura necesaria para abrir el paracaídas, la angustia
hacía cambiar la perspectiva, lo que en un momento le parecía una jaula
invisible, en el vértigo y el miedo concomitante, se le presentaba como un
paraíso de seguridad y calidez. Por años había escuchado los relatos de sus
compañeros de entrenamiento: pasaba toda clase de cosas cuando uno cree que se
va a morir, justo en esos instantes en que la caída es libre y la altura es
demasiada como para ver o imaginar cómo será el aterrizaje. Los pensamientos se
aceleran y, si bien la recomendación es focalizar, la mirada y la atención, en algún
punto fijo pegado al horizonte, casi por defecto, la sensación de que no habrá
nada más a partir de ese instante es demasiado intensa como para detener la
avalancha de ideas y emociones tan aceleradas. Se suceden unas a otras sin
pausa ni imágenes. Una corriente interna imposible de detener. Es peor todavía cuando
el lanzamiento es de cabeza y se trata de avanzar del modo más veloz posible
hacia la tierra. Varios describían la experiencia como idas y venidas entre el
éxtasis y la desesperación.
Estaba
convencido de que había gente suicida en esos escuadrones, tipos que se querían
morir desde siempre, adictos al riesgo y las sensaciones extremas, si no
estuvieran ahí estarían desempeñando cualquier actividad que implicara un
coqueteo constante con la muerte: trapecistas, policías, dobles de acción,
traficantes, bomberos. Él no se quería morir, lo descubrió en el primer salto.
No sabía cuánto le importaba vivir hasta ese momento. Debió dejar de saltar y
no lo hizo. Cada salto era más odioso que el anterior y seguía sin entender por
qué no podía dejar de intentar. En su caso solo experimentó la desesperación y
el vértigo: náuseas, pérdida de fuerza y una sensación de disminución de la conciencia
en los momentos más críticos de su aterrizaje.
Él era un tipo asegurado, con aversión
al riesgo, prefería ahorrar a invertir, soportar con la esperanza de
acostumbrarse, mirar el vaso siempre lleno, aunque la frustración estuviera a
tope. Una sacudida y una encogida de hombros bastaban para sacarse las malas
sensaciones o la sospecha de que afuera algo lo esperaba. Afuera de la
institución, de la nave, de sus convicciones.
- Uno busca una ocupación por algo - esos saltos al vacío por deber, y a veces por placer, operaban como un boomerang,
mientras mayor era el miedo y peor el desgaste, más se convencía de que estaba
en el lugar correcto. La gente es rara, qué duda cabe. Saltar en paracaídas de
vez en cuando, jugar con la muerte, ir directo al infierno del pavor, lo hacía
parecer un tipo temerario y hasta se convencía a sí mismo de que era capaz de
todo. A veces pensaba que su vida terminaría sobre un árbol, aturdido, el
viento lo habría superado o el paracaídas se abriría demasiado tarde y su
trayectoria terminaría en una caída grotesca y predecible. Otras fantaseaba
más, y esta era la mejor imagen, podría tener un infarto en el aire, caería
liviano como una pluma sobre la arena de alguna playa y la tela lo cubriría
como un telón al final de una obra de teatro.
- El miedo es una estafa - esa frase se
había convertido en su favorita y la repetía cada vez que podía, a sus
compañeros de escuadrón, a sus hijos y a quienes tuvieran la paciencia de
escucharlo. - A mí no me va a limitar la imaginación ¿a ti sí? - se echaba para
atrás y adoptaba una posición que lo hacía parecer más alto y fornido, incluso
más valiente, pero igual que un cura sin fe, la estafa era él. El acto que para
otros era generado por el arrojo para él era un escape de sí mismo, no buscaba
elevarse, vencer obstáculos imaginarios, ni tan siquiera divertirse.
No tenía más alternativa que lanzarse
al vacío porque no sabía quedarse y perseverar.
Mejor saltar, huir, flotar y caer,
hasta ahora parándose cada vez con menos esfuerzo. Lo acusaban de soberbio por
ser incapaz de pedir o dar explicaciones − ¿para qué? si conozco las respuestas−
entonces se encogía de hombros y cambiaba de tema si era algo trivial o se
hundía en su pecho, bajaba la mirada y la cabeza acusando un golpe que no
quería responder. A veces no sabía qué decir, eso era todo. Las cosas se
complicaban, los barrotes comenzaban a hacerse notar, las contradicciones se
solidificaban y entonces llegaba la hora de irse.
No siempre es posible observar, desde dentro
uno mismo, el propio patrón de comportamientos, ese que se perpetúa en modo piloto
automático, una y otra vez, sin variaciones, como un TOC más complejo que solo
lavarse las manos cien veces al día. El paracaidista tampoco veía su laberinto
interno y los surcos que iba dejando de tanto repetir el recorrido. Intentaba
olvidar aquella vez que encontró un motivo para no volver a saltar y salir al
mismo tiempo del refugio, sintió que no podría soportar la tensión. La
desesperación al caer le parecía una bicoca al lado de lo que hubiera
significado salir de su escondite y arriesgarse a la nada.
Estaba decidido, seguiría en la jaula
interna y mirando por la compuerta para lanzarse de tanto en tanto cuando
necesitara respirar. Después de todo, uno hace lo que sabe hacer.
Tom Petty, Free
Falling, https://youtu.be/-MRsaBTwjX0