jueves, 1 de junio de 2023

Salto al vacío

 



A veces uno salta al vacío, más de las necesarias, no como una elección o decisión, no hay persecución o cacería, tampoco un anhelo o algo que alcanzar como un récord deportivo o algo ridículo digno del libro de Guinness. A veces se salta al vacío porque no hay más alternativa. Tampoco es que hubiera escuchado voces ordenándoselo o que su honor, si tenía alguno, debiera salvarse como si se tratase de un héroe.

El vacío puede ser atractivo en sí mismo, aleccionador sin duda. A posteriori casi todo puede ser categorizado como aleccionador, cada experiencia es un aprendizaje si se quiere, además el vacío no es sinónimo de abismo ¿o sí? Puede ser, pero había estado leyendo que la nada está llena de cosas que no se perciben, no con la conciencia de humanos.

Debió aprender a ser más calculador. Salir de algo para entrar a otro algo, pero no, nunca fue bueno para los números y menos para sacar las cuentas según las probabilidades a su favor. Esta vez sintió que se equivocaba al asomarse, pero cuando lo advirtió ya estaba flotando fuera de la nave; y antes de poder tirar de las cuerdas del paracaídas, quiso volver a subir. Imposible y obvio.

No siempre se gana.

No siempre se pierde.

Tan bien que estuvo dentro de la nave y encima durante tanto tiempo, pero esa sensación era posterior; adentro se sentía como un león enjaulado y desde afuera, la nave parecía tan perfecta, tan de Instagram, tan todo-bien, tan fotografiable que ni él sentía que su insatisfacción fuese real o justa; debía ser una falla de diseño. Y estaba lo otro, eso de andar percibiendo semi sombras, la presencia casi tangible de alguien que se las arreglaba para estar cerca sin aparecer. Le habían advertido de las estrategias de espionaje de los que suponían que trabajaba en algo de valor, del modo en que obtenían secuencias y lo que eventualmente podrían hacer con ellas. Eso si fuese considerado un personaje de interés. No eran voces, era paranoia le había dicho uno de sus compañeros de jaula.

Mientras descendía y alcanzaba la altura necesaria para abrir el paracaídas, la angustia hacía cambiar la perspectiva, lo que en un momento le parecía una jaula invisible, en el vértigo y el miedo concomitante, se le presentaba como un paraíso de seguridad y calidez. Por años había escuchado los relatos de sus compañeros de entrenamiento: pasaba toda clase de cosas cuando uno cree que se va a morir, justo en esos instantes en que la caída es libre y la altura es demasiada como para ver o imaginar cómo será el aterrizaje. Los pensamientos se aceleran y, si bien la recomendación es focalizar, la mirada y la atención, en algún punto fijo pegado al horizonte, casi por defecto, la sensación de que no habrá nada más a partir de ese instante es demasiado intensa como para detener la avalancha de ideas y emociones tan aceleradas. Se suceden unas a otras sin pausa ni imágenes. Una corriente interna imposible de detener. Es peor todavía cuando el lanzamiento es de cabeza y se trata de avanzar del modo más veloz posible hacia la tierra. Varios describían la experiencia como idas y venidas entre el éxtasis y la desesperación.

Estaba convencido de que había gente suicida en esos escuadrones, tipos que se querían morir desde siempre, adictos al riesgo y las sensaciones extremas, si no estuvieran ahí estarían desempeñando cualquier actividad que implicara un coqueteo constante con la muerte: trapecistas, policías, dobles de acción, traficantes, bomberos. Él no se quería morir, lo descubrió en el primer salto. No sabía cuánto le importaba vivir hasta ese momento. Debió dejar de saltar y no lo hizo. Cada salto era más odioso que el anterior y seguía sin entender por qué no podía dejar de intentar. En su caso solo experimentó la desesperación y el vértigo: náuseas, pérdida de fuerza y una sensación de disminución de la conciencia en los momentos más críticos de su aterrizaje.

Él era un tipo asegurado, con aversión al riesgo, prefería ahorrar a invertir, soportar con la esperanza de acostumbrarse, mirar el vaso siempre lleno, aunque la frustración estuviera a tope. Una sacudida y una encogida de hombros bastaban para sacarse las malas sensaciones o la sospecha de que afuera algo lo esperaba. Afuera de la institución, de la nave, de sus convicciones. 

- Uno busca una ocupación por algo - esos saltos al vacío por deber, y a veces por placer, operaban como un boomerang, mientras mayor era el miedo y peor el desgaste, más se convencía de que estaba en el lugar correcto. La gente es rara, qué duda cabe. Saltar en paracaídas de vez en cuando, jugar con la muerte, ir directo al infierno del pavor, lo hacía parecer un tipo temerario y hasta se convencía a sí mismo de que era capaz de todo. A veces pensaba que su vida terminaría sobre un árbol, aturdido, el viento lo habría superado o el paracaídas se abriría demasiado tarde y su trayectoria terminaría en una caída grotesca y predecible. Otras fantaseaba más, y esta era la mejor imagen, podría tener un infarto en el aire, caería liviano como una pluma sobre la arena de alguna playa y la tela lo cubriría como un telón al final de una obra de teatro.

- El miedo es una estafa - esa frase se había convertido en su favorita y la repetía cada vez que podía, a sus compañeros de escuadrón, a sus hijos y a quienes tuvieran la paciencia de escucharlo. - A mí no me va a limitar la imaginación ¿a ti sí? - se echaba para atrás y adoptaba una posición que lo hacía parecer más alto y fornido, incluso más valiente, pero igual que un cura sin fe, la estafa era él. El acto que para otros era generado por el arrojo para él era un escape de sí mismo, no buscaba elevarse, vencer obstáculos imaginarios, ni tan siquiera divertirse.

No tenía más alternativa que lanzarse al vacío porque no sabía quedarse y perseverar.

Mejor saltar, huir, flotar y caer, hasta ahora parándose cada vez con menos esfuerzo. Lo acusaban de soberbio por ser incapaz de pedir o dar explicaciones − ¿para qué? si conozco las respuestas− entonces se encogía de hombros y cambiaba de tema si era algo trivial o se hundía en su pecho, bajaba la mirada y la cabeza acusando un golpe que no quería responder. A veces no sabía qué decir, eso era todo. Las cosas se complicaban, los barrotes comenzaban a hacerse notar, las contradicciones se solidificaban y entonces llegaba la hora de irse.

No siempre es posible observar, desde dentro uno mismo, el propio patrón de comportamientos, ese que se perpetúa en modo piloto automático, una y otra vez, sin variaciones, como un TOC más complejo que solo lavarse las manos cien veces al día. El paracaidista tampoco veía su laberinto interno y los surcos que iba dejando de tanto repetir el recorrido. Intentaba olvidar aquella vez que encontró un motivo para no volver a saltar y salir al mismo tiempo del refugio, sintió que no podría soportar la tensión. La desesperación al caer le parecía una bicoca al lado de lo que hubiera significado salir de su escondite y arriesgarse a la nada.

Estaba decidido, seguiría en la jaula interna y mirando por la compuerta para lanzarse de tanto en tanto cuando necesitara respirar. Después de todo, uno hace lo que sabe hacer.

 

 

Tom Petty, Free Falling, https://youtu.be/-MRsaBTwjX0

martes, 16 de mayo de 2023

Artículo 159 n°2

 

Foto de Olha Ruskikh


 

Llevaba meses evadiendo una conversación cuyas frases sabía de memoria a pesar de que aún no la había sostenido. Como conocía el resultado de tal trámite decidió no tomar la iniciativa y asumir que no pasaba nada, de hecho, no pasaba nada, los instantes se sucedían unos tras otros con las variaciones esperadas, es decir dentro de los rangos predefinidos para cada posición.

Como en otras ocasiones similares, había optado por escribir algo parecido a una despedida, con frases formales, reconociendo sus errores y deseando toda clase de parabienes al destinatario de su renuncia. Algo como: agradezco la oportunidad de haber sido parte de un proyecto tan significativo. Me sentí honrado por la consideración, la cálida acogida y que me hicieran casi sentir integrante de un equipo con gran talento y valores y reconocido a nivel nacional. Fue una sorpresa, sin duda una excelente sorpresa.

Era un borrador, tendría que sacar esa expresión a nivel, había mejores frases en español para decir lo mismo, también tenía que arreglárselas para seguir siendo honesto y no usar ese casi. Y reforzar lo de la excelente sorpresa quedaba como una especie de sarcasmo o la forma en que se cuela el inconsciente.

Casi casi

Casi honesto, una persona educada no puede ser veraz por completo decía su abuela. Razón tenía la señora. Lo más sincero en esta renuncia era no enviar la carta formal y correcta, de esas que se escriben para salir por la puerta ancha, por si un día se arrepentía y le daban ganas de volver ¿a qué? a repetir la secuencia por supuesto. Todavía no lograba descubrir qué argumento podría ser suficiente como para hacerlo volver y estaba convencido que por mucho que alguien valorara su aporte, cuestión ya inverosímil, tampoco lo llamarían. Además, esa empresa no tenía nada que ofrecerle, de hecho, lo habían incorporado para un puesto que ya estaba ocupado. Una especie de sombra del titular que tiene la ventaja de jugar de local. Tampoco podía reclamar porque las condiciones eran conocidas de antemano, tal como cuando se le saca el jugo a un estudiante en práctica ofreciéndole un trabajo con imposiciones y todo, como si fuera algo excepcional y de gran valor. Un ofrecimiento a medias que nadie tiene intenciones de formalizar y que más bien se trata de un mito que se cumple en casos excepcionales para que el mito siga sobreviviendo. A algunos les pasa.

¡Ah, pero tampoco es para tanto! No pues, si él sabía y no era ningún estudiante en práctica ingenuo a la espera de hacer carrera. Una sonrisa se dibujó en su rostro cuando lo pensó y se vio a sí mismo joven y soberbio dibujando con precisión cada paso que daría y cómo conseguiría llegar a estar tranquilo de nuevo. La sonrisa se convirtió en mueca cuando advirtió que los dibujos de su vida lo llevaban a recorrer distintos lugares, puestos de trabajo y proyectos, que conducían desde la estación de la tranquilidad infantil a la última estación de la calma anodina en la que ahora se encontraba.

¿Qué sentido tenía escribir su carta de renuncia?

Espero que los KPI y otros índices continúen tan bien o mejores que hasta ahora y que, por supuesto, el equipo siga fiel al core del negocio porque eso es lo que mantiene la identidad del sistema.

¿Eso iba a decir? ¿lo obvio de lo obvio?

Ese párrafo era como regalar chocolates, una fórmula repetida, fácil y segura de salir del paso de un cumpleaños, o cualquier celebración de alguien a quien no se conoce mucho o por razones todavía más prosaicas.

Y sin embargo seguía escribiendo la carta de renuncia en su cabeza. Como si fuese obligación ser amable con una entelequia, considerando la empresa, esa en particular, dotada de algo parecido al alma. Como si las buenas maneras no fuesen también un intercambio de chocolates de la vida social, incluso si, a diferencia de los modales, al menos alguien se come los bombones, por algo son tan socorridos. No ocurre algo similar con los gestos de consideración, parecen innecesarios y hasta excesivos. A veces él mismo se compraba bombones. Volvió a sonreír, porque mientras más viejo, más le gustaban los chocolates y las buenas maneras.

En todo caso quería, de verdad, que a esa empresa le fuera bien. Es raro ponerse a querer a una institución o a un concepto tras o bajo el que se ubican personas casi a la altura de los seres sintientes de los grupos de WhatsApp, pero como dirían los nuevos gurús, los afectos son lo único humano que va quedando, así es que su escaso respeto por los vínculos que había formado allí hablaba más de sí que de los seres sintientes de los equipos con los que trabajó.

Podía escribir una carta de renuncia explicativa y no enviarla, tal vez así su inquieto ser correcto quedaría satisfecho y completaría la Gestalt. Ahí podría incluir que entendía la situación actual, producto del contexto sociopolítico internacional y nacional que, de manera indefectible, afectaba la economía local y es en ese sentido que daba un paso al costado y así dejaría espacio a nuevas ideas.

Bla bla bla

ob la dí, ob la dá

de du du dú, de da da dá,

cha la la lá.

 

Se vio reflejado en el vidrio del café donde se encontraba y casi no se reconoció, había envejecido más rápido en esos tres últimos años que en los diez anteriores; o era la forma de mirarse tal vez. Algo había desaparecido, la soberbia quizás. Había pospuesto muchas cosas esperando a que fuera el momento oportuno y al mirarse ahí, en ese vidrio con letras negras, sintió que el momento había llegado porque los criterios de oportunidad no existían.

Muchos daban por descontado que seguiría en esa empresa hasta la edad tope, como casi la totalidad de sus colegas, solo faltaba un poco más, dos o tres años, cuatro con suerte y paciencia, pero se agotó, sacó las cuentas y terminó la carta de renuncia.

Borró las formalidades y su habitual diplomacia para explicitar temas difíciles, en este caso, no para su empleador, sino para él; se apuró a teclear – Yo, fulano de tal, con fecha dd/m/aa comunico mi renuncia voluntaria a la empresa XY por razones personales y en virtud del artículo 159, número n°2.

Se apuró para cliquear sobre el recuadro de enviar porque si no lo hacía, a pesar de las muchas razones que tenía, no lo haría en ese momento y en ningún otro y no tendría más alternativa que reconocer que solo quería quedarse.

viernes, 24 de marzo de 2023

La Silver

 


Foto de Inga Seliverstova


En la Silver no me preguntan quién soy, cuánto gano o dónde vivo. Es un acuerdo tácito. Ya todos hicimos ese camino, llevamos historias vergonzosas que escondemos hace mucho y otras honrosas que sacamos a relucir con quienes queremos quedar bien. Aquí yo vengo sin disfraz o más bien con uno diferente y lo último que me importa es lo que parezco.

A veces me quedo sentado por ahí y solo observo, otras, cuando aparece mi monstruo bailarín, no me resisto y si las mujeres presentes no se las dan de lindas, bailo con la que esté más cerca. Por lo general me dicen que sí porque no me lanzo sin observar primero. Cuando tienen ganas de bailar se les mueven los pies debajo de la mesa, a veces balancean sus hombros y cuando la canción es muy buena gritan y aúllan como todos los presentes. Hay ritmos infalibles ¿qué será? Me recuerdan las tribus, los ritos de iniciación que leía en los libros de aventuras antiguas. Tampoco dejo que se me pasen los tragos, a ellas no les gusta bailar con los curaos.

Los viernes, pero más seguido los sábados, y a veces los dos días, si el cuerpo y las rodillas aguantan, me pongo un jean que me conoce de memoria y una camisa que permita el movimiento. A veces, si hace demasiado calor, una bermuda también sirve. Me gusta la Silver porque a nadie le importa que uno haga el loco. Nadie puede hablar mucho porque se trata de bailar y entonces da lo mismo si uno no terminó la básica o es profesor universitario. No viví la época de los carnavales, pero imagino que así eran, que se trataba de estar juntos, de seguir el ritmo de la música y de divertirse con los demás.

¡Qué alivio haber pasado el estrés de la juventud! Cuando digo eso, mis alumnos se ríen y algunos preguntan por el argumento detrás de esa afirmación – ¡Cuando maduren van a saber! – les respondo sin variación alguna.

El abucheo es generalizado.

Les contaría dónde queda la Silver, pero tenemos un pacto, es un secreto de los parroquianos. Creo que es una exageración, si los jóvenes o cualquiera que entrara con otra expectativa que no fuera ser uno más, se decepcionaría, lo pasaría pésimo y el secreto del lugar seguiría a salvo, pero me gustan los ritos y no diré dónde queda y qué hay allí. No me invitaron al club de masones, pero quien necesita a los cabezas de búfalo si están los cabeza de plata en un lugar donde no hay jerarquía.

Me gustan las mujeres que van, algunas se visten con traje de fiesta y otras con la ropa con la que van a comprar el pan a la esquina. Se miran entre ellas y tratan de imitar los pasos de la que les recuerda alguna coreografía vieja. Sonríen cómplices y siguen bailando sin parar. A doña Georgina la admiran todas, debe estar cerca de los setenta años, tal vez ya los pasó, luce su gracia y coordinación para toda clase de ritmos. Cada viernes va a la Silver como si fuera la última fiesta: vestido de lentejuelas doradas, peluca corta rubia y unas sandalias con enormes tacos que acentúan su delgadez, por lo general llega acompañada, cuando va sola, ella elige  a sus compañeros de baile, a mí me ha elegido también, dice que soy un gordito rítmico. Lo consideré un cumplido viniendo de ella. 

— Mi nombre es Georgette— me dijo al oído la última vez que bailamos. Hice una reverencia y me alejé. No sé qué me dio. Parecía una despedida. 

Los que vienen por primera vez son un espectáculo para nosotros los de siempre: miran a la concurrencia como escaneando, algunos levantan las cejas y abren la boca sonriendo otros nos ningunean con la mirada y hacen grupo aparte.  Nos encargamos de que no vengan más. Los de siempre sabemos hacerlo. Empujones en la pista, sacamos a bailar a las mujeres con insistencia y las meseras se demoran una eternidad en atenderles. Infalible estrategia.

Los de siempre no somos iguales aunque parezcamos indistinguibles.  Están los que vienen a buscar romance, que son los menos. Se les nota la intención, como antes, como desde el origen de la especie, hay algunos que logran su objetivo porque saben elegir su presa. Y están los que vuelven a su asiento desilusionados, se envalentonan con otro trago para el siguiente intento, disminuyendo sus posibilidades cada vez más. Cuando se rinden, culpan a su presa y esperan sentados por otra ocasión. 

Están también los bailarines de academia, esos me caen bien. Muestran a todos sus dotes y son los pop ídol de la Silver.  Hubo un tiempo en el que quise pertenecer a ese grupo, no me fue bien, empecé muy tarde. Me distraje pensando en que estaba haciendo grandes cosas por mi vida y la de los otros, pero eso es para otra historia. 

Yo vengo a bailar. Si nadie quiere bailar conmigo, bailo solo y sonrío porque estoy ahí y la sangre corre y respiro. La música hace que todas mis células sientan alegría de estar siendo conducidas por una misma vibración que las renueva. 

Los de siempre somos felices con poco, tal vez porque ya intentamos grandes tareas y las logramos o porque en otras, enormes o pequeñas, fracasamos y aquí nos da lo mismo. En el baile somos todos criaturas moviéndonos libres. Incluso si a veces recordamos con nostalgia a quienes debieran estar ahí con nosotros y no quisieron bailar.

Ya lo decía Murakami en Baila, baila, baila

 – Baila –dijo el hombre carnero-. No dejes de bailar mientras suena la música. ¿Lo entiendes? Baila. No dejes de bailar. No pienses por qué lo haces. No le des vueltas ni le busques significados. En realidad, no significa nada. Si te pones a pensar, las piernas se detienen. Y si eso sucediera, servidor no podría hacer nada para ayudarte. Tu conexión desaparecería. Para siempre. Entonces ya sólo podrías vivir en este mundo. Te verías arrastrado desde aquel mundo hasta este mundo. Así que no permitas que tus piernas se detengan. Por muy ridículo que te parezca, no dejes de bailar. Lograrás que lo que ya está endurecido empiece a distenderse. Todavía deberías estar a tiempo. Utiliza todos tus recursos. Echa el resto. No tienes nada que temer. Estás cansado, lo sé. Cansado y asustado. A todos nos sucede. A veces sentimos que todo es un gran error. Y entonces las piernas se detienen.

Alcé la mirada y observé la sombra proyectada en la pared.

– Pero no queda más remedio que bailar –prosiguió el hombre carnero-. Y hacerlo lo mejor que puedas. Deslumbrando a todos. Si lo haces así, quizá pueda ayudarte. Así que baila, baila mientras no cese la música.

Los de siempre lo sabíamos antes de leer a Murakami, no seguimos a ningún gurú, no queremos deslumbrar a nadie y bailamos porque sí, porque es alegre e improductivo y nos hace felices. Algunos se van por un tiempo y nos alegramos y les damos la bienvenida si vuelven, aunque sea fuera de ritmo y forma.



martes, 14 de marzo de 2023

El sur de Amelia


      Por aquí el paisaje es apoteósico.

Así describió un lugareño los cerros, lagos, ríos, bosques y tanto más de ese sur al que los visitantes quisieran llamar suyo, pero que jamás lo sería. La Señora Amelia consideró que ese adjetivo era el mejor que había escuchado porque casi otorgaba la cualidad del sonido y la sorpresa a esa amplitud tan accidentada. El sonido del agua y la experiencia del viento, también podían incluirse en la apoteosis, en la belleza escandalosa del verdor, nada de terrible, sino casi hipnótico y tranquilizante, de musgos, helechos, arbustos y bosques resistentes a la invasión de los humanos.

El agua y el viento, acaso los componentes esenciales de un paisaje vivo desde donde podría aparecer un dinosaurio perdido en el tiempo y calzaría perfecto con el entorno sin advertir que no era oportuna su presencia.

Doña Amelia, donde iba se ponía a imaginar modos de subsistir, como si se atreviera a cualquier cosa, como si no tuviese miedo a nada, como si hubiese terminado su tiempo de volver, como si no se hubiese dado por vencida. Para ocultar todos esos obstáculos, se decía que ya no tenía energía, que si fuese más joven, que si no fuera quien era, en fin, Amelia carecía del valor para insistir. Ya no hablaba de eso, por el resurgimiento del medievalismo y la censura concomitante: los pensamientos pesimistas y su traducción al lenguaje en palabras como miedo, fracaso, inseguridad, timidez, desconfianza, desilusión y otras desgracias son considerados verdaderos conjuros, malditos, prohibidos e imposibles de nombrar. Parada en frente del paraíso se sentía en paz y hasta feliz, muy feliz si el viento arreciaba y hacía peligrar la estabilidad en tierra o en medio de un lago. Agradecida.

Porque en el nuevo medioevo, es menester ser agradecida, fuerte, segura y corajuda, incluso frente al vértigo y al abismo de los monstruos internos. Ser mala es no ser feliz o no darle la vuelta a cualquier experiencia, o no considerar las crisis como oportunidades: de negocios, de ampliación de la propia autoconciencia, de contacto con el universo a través del ensimismamiento, de perdón, que casi siempre se traduce en perdonarse una misma y tanto más que daba cuenta de la religión del bienestar personal. Ser mala es no creer o no creer suficiente en lo que haya que creer. Las tablas de Moisés, ahora reemplazadas por las fotos de Instagram, ordenan revisar los apegos, el ego y sobe todo soltar cualquier pensamiento que recuerde situaciones irremediables y dolorosas, culpas y esas desagradables sensaciones a las que antes había que encontrarles un sentido y ahora hay que considerar aprendizajes por estar repitiendo materias de otras vidas.

El sur era el escenario de sus divagaciones, nostalgia de lo vivido y lo imaginado. Así como las playas del caribe o del sudeste asiático para otros. Estaba ahí y lo seguía imaginando. Cómo sería ese paisaje en otoño o en invierno, sin turistas y sin calor. En el sur se soportaba más a sí misma y sentía que no hacían falta las palabras ni las explicaciones porque habían probado ser inútiles, ella las había prodigado sin medida para quedarse al final sin hipótesis ni explicaciones. Monólogos internos que no conducían a nada se acallaban en el sur.

Volvería cada vez que pudiera y en cada paseo añoraría la compañía de alguien que compartiera el gusto, su mano, las sonrisas y un silencio que no era necesario interrumpir. Tenía claro que una parte suya se quedaba allá, quizás el pedazo que contenía las palabras porque volvía más callada, cada vez más callada y sumida en lo que haría en la siguiente visita al sur y al río.

Amelia creía que cada persona tenía su propio sur, un espacio donde maravillarse y huir de la religión moderna, de las supersticiones y predicciones del lenguaje, las ciertas y las fallidas. 


domingo, 29 de enero de 2023

Bossa Nova

 


Fue al mismo lugar de siempre, consideró un crimen artístico que tuvieran como música de bar -café- after office ese bossa nova infinito que convertía cualquier canción en una melodía uniforme y plana. Las voces solistas y del coro, entre soñolientas y dulzonas, intensificaban el dolo.

Lo bueno del verano, todos lo saben, es que hay mesa en casi cualquier lugar al que se quiera ir, el ritmo de las caminatas de los trabajadores disminuye y hasta el volumen de las conversaciones parece más suave y amistoso.

Como en el viejo chiste, aquel del cliente que quería ser reconocido y que alguna vez en la vida le preguntaran − ¿lo de siempre? – al fin cumplió su deseo, el encargado de supervisar la atención de los meseros lo reconoció y de inmediato le avisó que se había acabado la cerveza que pedía habitualmente. Quería comer un trozo de torta de chocolate tanto como un adicto con craving de una dosis.

No tenía apuro, no había personas esperando la mesa tampoco. Varias veces se había sorprendido comiendo rápido como si solo tuviera cinco minutos, como el novio de Amanda, el de la canción, pensaba que había otros con más hambre que él, más apurados o con más ganas de compartir ese momento con alguien. Tampoco es que disfrutara almorzar o ir por su cerveza de la tarde solo, pero se había acostumbrado. Esa tarde estaba tranquilo, si el karma existía, lo había pagado y se sentía como un deudor que acababa de saldar la última cuota a sus acreedores. Debiera estar feliz, pero la sensación de haber sido sometido a intereses usureros no le permitía una celebración en plenitud.

Estaba bien, se sentía casi extraño al decir eso, como si admitirlo fuera a desatar otra tormenta en los cielos y un rayo fuera a caer directo sobre su cabeza. La cerveza y el chocolate podía ser una combinación igual de extraña que su sensación. No pudo con el trozo completo, el pastel estaba demasiado dulce para su gusto y la cerveza stout, amarga como el natre, no lograba compensar tanta azúcar.

Esta vez los pensamientos estaban ordenados, lentos, normales. Sin correr a mil o a diez mil. ¿Cuál era la velocidad normal de los pensamientos? ¿habría una medida de la dispersión también o del exceso de foco? Algo que no fuera el propio relato por supuesto. Estaba medio obsesionado con que estaba pegado a la superficie no porque el planeta lo atrajera sino porque el espacio lo empujaba. Era la presión, opresión tal vez y no la atracción. El efecto era el mismo, no poder elevarse sin apoyo de motores extra. Qué ridiculez, daba lo mismo, el efecto era igual, pero el concepto era diferente, ser atraído suena mejor que ser empujado o aplastado por el espacio. Y entonces lo que parece nada, no lo es, puede ser más pesado que lo que parece ser algo.

Divagaciones escolares.

¿Qué pasaba entonces con las ondas que desciframos como música? El sonido también era empujado y podía ser una fuente de placer o de intenso dolor o desagrado. El silencio y las pausas o las notas alargadas podían ser tranquilizadores o generar expectación y sorpresa. Desde el accidente ya no podía escuchar el silencio, un tinnitus lo acompañaba sin cesar transformándose en ocasiones en un pito agudo y desagradable como la voz de una compañera de trabajo. La voz más horrible que le había correspondido soportar en la vida, hasta ahora. Nunca se sabe.

El bossa nova infinito continuaba, pero todo estímulo uniforme pasa a ser fondo y no forma. Ya debía hacer un esfuerzo para percibirlo y de esfuerzos estaba harto, en especial para un sonido monocorde y repetitivo.

Solo quedaba en el café una pareja que alargaba las horas para estar juntos. Eso creía él. Levantó la mirada y antes de pedir la cuenta se la trajeron con la prisa de quien quiere llegar pronto al hogar. A él también le gustaba llegar a casa y realizar todos esos pequeños actos que hacen de la vida un hecho compartido y que por lo tanto cobran sentido. Como si en un lugar las piezas del rompecabezas al fin calzaran y el esfuerzo tuviera recompensa.

El agotamiento le producía tranquilidad y evitaba que su mente se fuera a esos pensamientos inútiles y sin vinculación con su quehacer.

Apesadumbrado entonces era sentir que el espacio pesa más sobre los hombros. Nada como llegar a la casa y comentar el día. Abatido, esa palabra era evocadora de imágenes de aplastamiento y ¿al revés? Recibir abrazos. Ladridos y lengüetazos. La alegría, la felicidad, era sentirse liviano, la sensación de vuelto sobre las nubes, de flotar sobre el agua tranquila, la vivacidad de los colores. Una expansión de la propia superficie que, en lugar de sentirse limitado por el espacio, hacía propio ese lugar y muchos otros.

Sí, le gustaba llegar a su casa y sentirse conectado. Dejar de lado a esas divagaciones inconducentes y hablar y descansar y abrazar y no pensar en nada y dormir. Se había sacado un peso de encima. Una buena expresión, física y mental a la vez. El karma era un denso empujón entonces y, de paso, una buena analogía.

El mesero ya impaciente llevó la cuenta a la pareja sin que se la pidieran. Él miró la hora, ella se rio. A él le permitían quedarse hasta el final a pesar de haber pagado. Solo debía soportar el ruido del traslado de mesas y sillas adentro del local. Alguna vez pasó cuando estaba cerrado. Antes solo ponían una cadena y un candado, ahora había tres cadenas, paneles de fierro, más candados, una reja con protecciones y más paneles de OSB como si quisieran sujetar esa cafetería al planeta. De seguro si desprotegían la cafetería, ese bossa nova miserable y aburrido, la cerveza, los sándwiches, las paneras, con pan y todo saldrían disparados por los aires y pasarían a ser parte de un lugar olvidado por intrascendente. La culpa era del bossa nova, estaba seguro. Todo lo mata el bossa nova. Todo lo aplasta y tanto lo presiona que lo libera.

      Hora de volver a casa

Esa era la frase clave del supervisor, advertía del momento final, de cuando era hora de terminar el último cigarrillo, incorporarse y emprender el camino de vuelta.

 

 

 

 

Frank Sinatra. In the wee small hours, https://youtu.be/MiPUv4kXzvw

Sting y Chris Biotti, In the wee small hours, https://youtu.be/2RIk3arfQtg

 


martes, 17 de enero de 2023

Es tentador creer en el destino

 


Cuando fue al terminal de buses a dejar al tío Humberto iba acompañada de su marido. Era una escena que se repetía casi todos los años al final del verano. Había ido muchas veces, pero sabía que en la siguiente oportunidad ya nada sería igual. Parece que una parte de la conciencia presiente o sabe o hace lo que hay que hacer para que el destino ocurra. Su marido no iría nunca más con ella al terminal. Podría haberlo jurado en ese momento y faltaba todavía un año para que se separan y nunca más hablaran. En lugar de abrazarlo, se aferró al tío Humberto y en la tradicional foto de fin de temporada quedó plasmada la sonrisa forzada y la mirada a ninguna parte. La ciudad es chica, pero hay mucha gente y la casualidad nunca los reunió. Una vez creyó verlo o se lo imaginó. Se quedó paralizada y agradeció que él no la hubiera visto.

Es tentador creer en el destino.

Será la tendencia a encontrar patrones, la necesidad de buscar algo que ordene lo que ocurre afuera. ¿Es acaso tan angustiante ese afuera? La incertidumbre se asocia al peligro y el riesgo a cualquier cosa, incluso la estabilidad.

No habría vuelta atrás. Desde allí comenzaba un camino hacia lo desconocido, cuando terminara su cometido o pasara algo que no estaba en su control, se iría a alguna otra parte y quedaría por allá, lejos, lejísimos. Vería las alternativas cuando fuera el momento, en el intertanto avanzó sin mirar el final del camino. Era lo único cierto, esa circunstancia tenía una duración definida, esta vez no solo por las circunstancias externas sino por su incapacidad de tolerar contradicciones flagrantes entre sus convicciones

¿Era el destino? Las condiciones internas también pueden detonar el fin de algo, era ella la que no tenía lugar en esa trayectoria, el espacio que ocupó por un lapso puede haber sido un error permitido por un juego extraño de variables, esos momentos en que las piezas aún no alcanzan un orden luego de un movimiento inesperado. Una vez retomada la homeostasis, las piezas que desestabilizan la estructura deben ser expulsadas.

II

Se largó a llorar luego de ver una escena de una película que había visto al menos unas cinco veces, una película gringa, de argumento repetido. Se fue a la ducha para cambiar la emoción y pensar en otra cosa. Mientras el agua caía sobre ella y realizaba los movimientos automáticos se acordó de la despedida del tío Humberto en el terminal. Esa vez también había llorado sin razón aparente. ¿Habría alguna similitud entre esa escena y la actual? Algo iba a cambiar, eso era lo único cierto y predecible. Para asentar la circunstancia o para debilitarla más, si es que se podía más. La evidencia personal era que se volvía cada vez más cabrona.

¿Era una cita? − Juntémonos a conversar un vinito −. Se imaginó los besos y hasta las caricias.

Por si acaso se depiló, por si le tocaba las piernas, por si la veía más allá de lo que dejaba ver la falda, por si se entusiasmaban y terminaban en un motel. ¿Qué hay que usar en una cita pragmática?

La amiga se rio unos instantes, pero entendió el concepto, no se trataba de una cita romántica o ridícula, adjetivos intercambiables en la mayoría de los casos.

      Una mini, medias negras, una blusa con botones, pelo suelto. Nada complicado, es cuestión de actitud.

Es cuestión de actitud, eso era lo que no se podía disimular o actuar.

Era la primera vez que alguien la iba a buscar en auto al trabajo, la primera que iba a un bar bonito con una gran vista sobre Santiago, la primera que probó el Cosmopolitan, el trago de moda de una serie muy vieja: Sex & The City, optó por ese trago en vez de un vino. Él y ella bebieron rápido. A ella hasta le pareció amargo el Cosmo. Debió pedir un pisco sour, pero pensó que delataría su falta de experiencia en casi todo.

Estaba intrigada acerca de las conversaciones de las parejas camino a un motel. ¿Eran conversaciones calentonas, románticas, prácticas? − ¿tomas anticonceptivos?, ¿andas con condones? − Coordinaciones básicas, mínimas.

Eso le dijo, por hablar de algo, acerca de la curiosidad por ese estado previo a llegar a un motel. En las películas de ese tiempo, después de un beso la pareja aparecía en la cama, en las de ahora, después de un beso, los genitales se toman el protagonismo. Sin palabras. Él se rio y, como si fuera un tipo experimentado, respondió que eran conversaciones normales, como la que estaban teniendo en ese momento. Puso la mano en su muslo, ella se felicitó por su buena decisión de depilarse y que su piel se sintiera suave. No pudo decir nada más hasta mucho rato después.

Su mente se debatía entre la calma del Cosmo y la ansiedad de estar entrando a un motel con él. Entraron a uno que ya no existe. La decoración de la pieza se parecía demasiado a una matrimonial. Como si fuera parte de una casa: paredes de color neutro, una mesita para escribir, una silla, veladores con lámparas de pantallas blancas y un televisor. Era elegante y sobrio. Esperaba encontrarse con elementos más exóticos.

No debía estar ahí.

En realidad, sentía que debía estar allí más que cualquier otra cosa en la vida en ese momento. Qué importaba si estaba bien o no. Así es como se justifican los impulsos a posteriori, subrayó ese pensamiento porque sabía que le sería útil para cuando empezara una y otra vez a sobre pensar acerca de ese momento en particular.

Mientras los cuerpos conversaban alegres y a tropezones, por su cabeza pasaban muchas ideas. Estaba con él a ratos, en otros, pensaba en cómo iba a enfrentar el día siguiente, cuando cada uno continuara con lo que tenían que hacer y ella siguiera aquí con el guion tan claro sobre lo que sería su vida.

Esa habitación sin sorpresas le impedía estar allí entera, sin dividirse entre el disfrute multicolor y brillante de una fantasía cumplida y el miedo opaco y gris a lo que vendría. Si hubiese habido sedas, matices en las paredes, lámparas con vidrios que dibujaran siluetas o cuadros con parejas desnudas, algo que dijera que ese era un lugar para cumplir deseos, para jugar y salirse del lado convencional de las cosas, tal vez hubiera podido conectarse con él y olvidarse del después. A él debió pasarle igual, pidió unos tragos, más Cosmos para ella. Llegaron por una especie de ventana oculta en un sistema de paneles corredizos para no ver a nadie y no ser vistos.

Un poco más de alcohol sirvió al objetivo. Un poco de anormalidad y de conciencia alterada decoraría su mente del modo en que le faltaba a esa habitación. Pudo jugar a que era el primero de muchos encuentros, pudo creer lo que estaba diciendo y responder a todo –yo también– y reírse de los intentos de él por acercarse de los que no se dio cuenta. No confesó los de ella. Pudo evitar cualquier forma verbal que aludiera al futuro y hundirse en sus ojos sin ver la melancolía que ya se instalaba en ellos y, de seguro, también en los propios.

Pudo hacerlo callar cuando comenzó a hablar de lo huevón que había sido, pudo evitar que imaginara lo que hubiera podido ser.

Sintió que eran un bordado colorido, prehispánico, en un escenario de película gringa de los años cincuenta. Algo que no encajaba en ese orden tan definido.

 

III

Es tentador creer en el destino.

¿Cuánto tiempo es demasiado tiempo? ¿cómo supo Penélope, la de Serrat, que debía dejar de ir a la estación a sentarse esperando a alguien imaginario?

Una tarde leyó a Homero y el mito que originó su nombre, “¡Ay, ay, ¡cómo culpan los mortales a los dioses!, pues de nosotros, dicen, proceden los males. Pero también ellos por su estupidez soportan dolores más allá de lo que les corresponde”.

-Homero-

Seguro se rio de sí misma y tomó un tren hacia otra parte como debió hacerlo antes, mucho antes porque ¿cuánto tiempo es demasiado tiempo? es probable que esa sensación la tuviera Penélope cuando advirtió que no podía vivir como si la vida fuera eterna.

Es tentador creer en el destino, con todo, es tentador, 


Dire Straits, On every Street, https://youtu.be/_atRLSxfg_0



domingo, 8 de enero de 2023

La Chinita Reclamona

 


En un jardín pequeño, pero bien cuidado vivían una serie de habitantes pequeñitos, chanchitos de tierra, lombrices, las antipáticas tijeretas y para incomodar a todos, una chinita reclamona e inconformista. De visita llegaban mariposas de distintos colores y rara vez, algunas extravagantes libélulas y palotes. La libélula era fascinante no solo por su transparencia y tamaño, sino porque se habían convertido en símbolo de buena suerte, sería porque se veían rara vez por los jardines de la ciudad.

      Mi prima me dijo que en el campo hay muchas, son las de aquí las que se creen la muerte.

      Ay, Chinita, siempre desconfiando, debe ser porque son esas alas transparentes pueden recorrer grandes distancias sin inmutarse, se ven elegantes y además hacen un ruidito divertido.

      Bah, los tábanos también, pero a nadie le hacen gracia pues Chanchito.

      ¡Ah! Es que son tan cargantes y peludos esos bichos, ¿has escuchado lo que decía la Niña?

      Ja ja ja ja ja ja Sí, que llegó a rodar por el suelo por andar espantando a unos que la perseguían, pensaba que iban a venir millones y se la iban a comer. Las tonterías que se imagina esa cachorra.

      No es cachorra, es una niña, una humana pequeña.

      ¡Cachorra pues!

      ¡Aaaagh! ¿por qué andas tan antipática hoy Chinita? Cada vez que un humano te ve se acerca para ver qué haces y a dónde vas.

      Es que soy muy pequeña y me dan ganas de volar y conocer otros lugares, como las mariposas o los colibrís. ¿Has visto esos pajaritos graciosos que vienen a libar donde el señor abutilón? Siempre cuentan historias de otras partes, de flores distintas.

      ¿No nos quieres, no nos encuentras lindas? Todos admiran nuestra belleza y aroma. ¡Me ofende tu comentario Chinita!

      Oiga que es sentida usted doña Rosa Rosales, también la encuentro linda y carne de perro, además, usted resiste bien el calor, el frío, la falta de riego, es una súper heroína de cualquier jardín.

      No le pongas color tampoco Chinita, bastaba con pedir disculpas.

      Es que no tengo por qué disculparme con nadie. Quiero conocer jardines donde haya tulipanes, claveles, dalias, liliums y muchas flores más.

      ¿Aunque ya conozcas a la más bella?

      Oiga Doña Rosa presumida, hay belleza en muchas partes, en las manzanillas, los dientes de león con sus semillas volátiles, los diamelos y sus flores de dos colores, en el caparazón de Don Chanchito

      ¿En serio Chinita? ¿es verdad que encuentra lindo mi traje?

      Oiga, yo quisiera tener un traje tan útil, tan fino y bien diseñado, imagínese, a usted le da susto, se vuelve bolita y rueda para que no lo alcancen ¡genial!

      Chinita, su traje es uno de los más lindos que hay, negro con puntos rojos, muy top.

      Gracias Rosita besitos, es un gran halago viniendo de usted que es tan linda.

      ¿Qué es eso de que se quiere ir Chinita? Qué injusto me parece su reclamo, ¿está aburrida de nosotros acaso? Yo solo florezco una vez al año y con suerte; no puedo moverme, pero estoy feliz con mi color y mi ubicación en el jardín.

      No sé si es injusto o no, pero dio en el clavo Don Agapanto, el punto es estar contenta con la vida que le toco ¿no es así? Usted es feliz con su flor de muchas flores, el color, el tallo que le da garbo y perspectiva para ver a sus colegas flores ¿o no?

      Qué complicada se pone usted Chinita Reclamona ¿qué pasaría si encuentra otros jardines y no es feliz allá?

      Muy buena pregunta Doña Cala, lo he pensado mucho. A veces la felicidad está en la idea de alcanzarla ¿no le parece?

      Explíquese por favor. Tenemos tiempo. Tiempo es lo que más tenemos en el jardín.

      Jajajajajaja ¡claro! Mire, a veces la felicidad, definida como conformarse con una situación, es un estado de sabiduría, porque es la aceptación de la propia inmovilidad y estar agradecida por haber florecido, echar raíces y seguir existiendo. Ser feliz con lo que te tocó ser, pero fíjese usted, algunos necesitan moverse para vivir, como los picaflores, las mariposas y ni hablar de las aves migratorias. Es posible que alguna de ellas quiera quedarse cuando está cansada o les gusta un lugar, pero no puede.

      ¿Quiere decir que la felicidad es un estado definido por cada uno?

      ¡Te noto lento Caracol!

      La lentitud es mi naturaleza Grillo mal educado.

      Creo que sí Don Lirio hay colegas mías muy felices con ayudar a librar a las flores del jardín de pulgones y otras plagas, pero no sé qué me pasa a mí que no me conformo con un solo lugar, quiero conocer más. A veces he tratado de volar con mis alas chiquititas y transparentes para ver si el viento me lleva lejos, pero no me ha resultado.

      Yo puedo ayudarla Chinita Reclamona.

Todos los habitantes del jardín quedaron impactados con el ofrecimiento de la Señorita Libélula, sobre todo por lo antipática que había sido la Chinita con ella. Casi se escuchó un largo ooooooh de sorpresa de los mismísimos catreus, por lo general pinchudos e inconmovibles.

      ¿Me está molestando Doña Libélula de la buena fortuna?

      Súbase por mi ala hasta arriba, ponga firmes sus patitas y yo la llevo donde quiera ir y mi vuelo alcance.

Así lo hizo la Chinita Reclamona, se subió, se despidió de todos y les prometió que les enviaría noticias de jardines lejanos con las mariposas y los picaflores. Las flores se giraron para verlas volar y los insectos comenzaron a extrañarla enseguida, sobre todo Chanchito que también con la pena, no solo con el susto, se hacía bolita.



La cortaron verde

  Luego del portazo producido por el viento de ese verano, se quedó a cargo del cuidado de la chacra. Era pequeña, pero para quien solo sabí...