Foto de Edgar Mosqueda Camacho (pexels.com)
Teníamos conversaciones, más bien
eso parecía si alguien tomaba una foto a la distancia; ahora que lo analizo,
eran más bien monólogos sucesivos. Ella decía algo y luego yo respondía con otra
cosa que en algún punto se relacionaba con sus frases. Cuando estábamos en
público ella era más hábil para proponer un tema o reírse de algo o de alguien
y yo le seguía la corriente. Coincidíamos en algunos comentarios ácidos sobre
una que otra persona, aunque debo reconocer que yo no era tan cruel como ella,
pero parecía serlo más. Ironías de la apariencia. Un par de antipáticas, eso
éramos, sin embargo, parecíamos buenas personas a la luz de una mirada ingenua
y bien intencionada y a lo mejor nuestra actitud era bastante normal dentro de
todo, además, en la búsqueda de la buena convivencia, a nadie le gusta mucho
disentir y buscar contradicciones evidentes. Tampoco es que la crueldad de los
comentarios nos llevara a tener una conducta poco civilizada o reñida con la
compleja moral social. Palabras, solo palabras dichas al viento, tal como los
versos de una antigua canción.
Ni hablar de las posiciones
políticas, yo había ido cambiando hacia una posición escéptica. La plata, el
poder, el acceso a lo mejor que ofrece el mercado cambia mucho a las personas. Esa
convicción se convirtió en un mantra para mí y mientras más leía y aprendía,
más me convencía de lo certero de esa afirmación. Ella seguía ilusionándose con
el cambio y los slogans políticamente correctos y a mí, la descreída de todo no
me daba ninguna gana de argumentar acerca de la maquinaria económica y
marketera bajo esos intentos de bondad política que nos haría bien a todos
¡Bazinga! Diría Sheldon.
Ella me decía que mi postura de
desconfiada era muy fácil porque me creía superior y, sin abanderarme por nada,
siempre iba a tener razón en algún punto porque todos los movimientos fallan en
algo. Esa vez me sorprendió y la empecé a respetar más. Después me venía otra
idea en la que no calzábamos y volvía al hábito de no continuar ningún
argumento por más de tres o cuatro frases seguidas.
De a poco fui cayendo en cuenta que
la mala para conversar era yo. Que la más preocupada por conservar buenas
relaciones con personas que no me interesaban era yo, de puro miedosa tal vez,
y entonces me guardaba mis opiniones, algunas muy arraigadas en principios
intransables y con tantos fundamentos como puede tener alguien a los veintitrés
años.
Con esas diferencias y todo,
seguimos siendo amigas o algo así. Lo malo es que no apreciamos las mismas
cosas, que difícil que es eso. Ella tiene pretensiones artísticas o algo así y
yo ando apenas con el tiempo y el rol que me ha tocado y que en algún punto
elegí. No tengo tiempo de leer ni de pensar o de fijarme si las flores de
manzanilla remojadas en la tizana de después de almuerzo se ven bonitas o no.
Creo que además de descreída, me puse práctica y buena para resolver cosas, no
me voy a hacer problemas por leseras de contradicciones y otras finezas de la
cultura o filosofía. A veces salíamos a pasear y ella se volaba con los
paisajes o cualquier cosa sin importancia y yo solo asentía. Me decía que era
una insensible, incapaz de detenerme ante la belleza ¡uf! ¿Qué es eso? Imposible
llegar a algún consenso.
Demasiadas diferencias. A ella,
dentro de tanta pose intelectual, le daba por caer en supersticiones y prácticas
medievales puestas de nuevo de moda porque es más fácil creer en la magia que en
la vida lógica y el necesario aporreo diario. El choque con lo que se quiere y
lo que se puede, incluso la aceptación de que las más de las veces las
decisiones se toman por tantos factores juntos que no es posible explicárselas
ni a una misma. Una cosa son las películas, novelas y la música apropiada para
fantasear y otra es el presupuesto, entre tanta otra variable, para dar vida a
lo que se puede.
Nos hicimos el propósito de vernos
toda la vida, al menos una vez al mes, casi para ser más o menos testigos de la
historia de la otra sin interferir ni juzgar. Eso lo mantuvimos. Mientras
mayores nos hacíamos, más comprensivas nos fuimos volviendo, además, los
mensajes de texto en cualquier plataforma y las redes sociales nos hacían estar
al tanto de la vida de la otra y de quienes se volvieron protagonistas de
nuestras biografías. La acidez de los comentarios fue desapareciendo. Nunca,
para nuestro pesar, fuimos tan malas como hubiésemos querido.
De un tiempo hasta acá se ha vuelto
más difícil monologar por turnos, empezamos por el recorrido de los hijos, la
familia extensa, el listado de funerales del mes, los conocidos y encima la
autocomplacencia nos ha ido acercando. Ahora extraño sus voladuras, la
credulidad y la fe que le tenía al destino y sus sorpresas. Nos ganó la paz, la
actitud comprensiva y esa sensación de que la historia se repite sin los
aprendizajes concomitantes. Ella dice que se puso más parecida a mí y yo digo
que ahora entiendo y a veces me quedo en el mundo de la fantasía del que ella
solía hablar. Será quizás que al fin aprendimos a conversar, a escuchar. A eso
se llamará ser buenas personas supongo, perdonar y perdonarse todo porque quién
es una para juzgar y quién sabe las razones que alguien tuvo para esto y lo
otro.
Podemos hablar tranquilas, sin
tanta contradicción, sin urgencias ni pasión por casi nada. Claro porque a la
distancia solo se puede ser racional o algo así. No sé si alcanza para decir
que eso es una conversación, pero sí una sensación de apacibilidad que antes
desconocíamos. Hasta nos reímos de los dramas que pensamos nunca se iban a
acabar y los que no se terminaron, no los mencionamos. Un pacto de silencio que
se estableció como debe ser, sin palabras.
A Heart Made of Yarn, Franz Gordon https://youtu.be/o0DBpau5N3c?si=zQi-db-ymDuvubTO