martes, 1 de agosto de 2023

Chocolate

 


Foto de María Orlova (Pexels)


Muchas cosas iban bastante bien hasta que recordó lo rico que era el pie de limón que vendían en la cafetería que quedaba al frente de la oficina. La primera vez que entró no le pareció un lugar confiable, las vitrinas contenían escuálidas cantidades de pasteles y casi nada de oferta salada, pero tenía tanta hambre como poco tiempo así es que se arriesgó con una sobrecarga de azúcar pidiendo un chocolate caliente y un pie de limón. Se hizo asidua al lugar, así evitaba caminar más allá y volver tarde al trabajo y, aunque no quería reconocerlo, también sentía que disminuía el riesgo que esos pasajes significaban para su imaginación. El 99,9% de las veces eran historias que se inventaba y que no alcanzaba a terminar porque no tenía sentido hacerlo, el trabajo en el correo exigía su presencia puntual y concentrada y no pasaba de las primeras frases de diálogos entre fantasmas. Desde la aparición de Aliexpress, el trabajo había aumentado de forma escandalosa, no había espacio siquiera para realizar los registros como corresponde. También aumentaron las encomiendas por las ventas a través de las redes sociales y con ello los reclamos. Esta era la parte de la globalización que le tocaba a ella, basura para allá, basura para acá, mucho plástico y un olor indefinible que a veces le provocaba náuseas.

Años atrás, cuando aún le quedaba algo de la ingenuidad propia de la juventud, tenía una buena opinión de la globalización y casi podía ver el sueño de John Lennon hecho canción en el himno hippie por excelencia: Imagine. Las fronteras podrían desaparecer, los recursos se distribuirían de mejor forma y la paz sería para todos. Ahora el fenómeno de la hiperconexión hedía porque había acrecentado las distancias, fortalecido las identidades nacionalistas y de grupos identitarios pequeños y pequeñísimos. Siempre está el lado A, el desarrollo veloz e incomprensible de la ciencia, la tecnología y un mundo paralelo ya inimaginable para quien sabía de esas cosas por pequeños artículos que leía en el teléfono o veía en documentales superficiales para dummies o gente apurada.

Como fuera, entre la corrección de su apariencia, lo que la volvía invisible, y esa sensación poco definible de no pertenecer a ninguna categoría que le permitiera sentir compromiso o militancia con algo, comenzó a preguntarse de dónde era ella.

Se enfrascó en esa discusión inútil con una compañera de labores que alguna vez fue profesora de lenguaje y se cansó de serlo. Fue a dar a esa empresa de correos por casualidad y necesidad. Se llevaban bien y hablaban entre timbres, pesas, cintas de embalajes y cajas que se acumulaban una sobre otras y otras y otras más.

      ¿De dónde es una?

      Rara la pregunta. Bolaño dijo que su patria eran sus dos hijos[1], Elvira Sastre dice que “una es de donde llora, pero siempre querrá ir a donde ríe.”

      ¿Cómo se les ocurren esas respuestas a los escritores? La mayoría de la gente dice que una es del lugar en donde creció, en dónde puede situar su historia, pero si una no ha crecido en un solo lugar, si ha deambulado mucho por voluntad propia o por el azar o por esa bolsa de cachureos a la que se llama cosas de la vida ¿de dónde es?

      Voy a seguir el juego ¿cuándo se deja de ser una afuerina, una turista? ¿cuáles son los códigos que hay que aprender para mimetizarse con los lugareños?

      Mmm, puede ser el momento en que se instalan rutinas o se deja de sentir esa fragilidad o vaga desconfianza en el ambiente.

      O cuando la mirada ya no pasea por una línea horizontal o panorámica y ya no se busca el ángulo tipo fotografía y solo se vive ahí, sin conciencia del paisaje.

      Y los pensamientos acerca del lugar dejan su preponderancia sobre los otros, los del devenir, los de la cotidianidad y sus vicisitudes.

      Y por supuesto cuando has armado un grupo de amigos y empiezas a construir otras historias, a hacer bocetos de recuerdos y raíces.

Podrían haber seguido en esa asociación de ideas, pero llegó otra carga desde el aeropuerto y había que dejar lista la distribución de las encomiendas que estaban cerca del plazo de la garantía. La meta era que las multas no pudieran ser atribuidas a la ineficiencia de esa sucursal y tuvieran que dejar sin bono semestral a otros puntos responsables del proceso de clasificación.

De vuelta en la tarde, en la línea 104, siguió con lo mismo − una es de aquel lugar desde el que no quiere salir o al que quiere regresar desde cualquier viaje por anhelado que fuera ese destino – eso se parecía más a una definición de hogar y podría no ser un lugar, más bien un estado afectivo, de vinculación con personas y tradiciones.

Por ahora sentía una mezcla de nostalgia de lugares de los que no se consideraba parte y volvían a surgir esas ganas de chocolate caliente y masas dulces para acompañarlo. Para acompañarse.



[1] “Mi única patria son mis dos hijos, Lautaro y Alexandra. Y tal vez, pero en segundo plano, algunos instantes, algunas calles, algunos rostros o escenas o libros que están dentro de mí y que algún día olvidaré, que es lo mejor que uno puede hacer con la patria.”

Roberto Bolaño

 


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