Fue
al mismo lugar de siempre, consideró un crimen artístico que tuvieran como
música de bar -café- after office ese bossa nova infinito que convertía
cualquier canción en una melodía uniforme y plana. Las voces solistas y del coro,
entre soñolientas y dulzonas, intensificaban el dolo.
Lo
bueno del verano, todos lo saben, es que hay mesa en casi cualquier lugar al
que se quiera ir, el ritmo de las caminatas de los trabajadores disminuye y hasta
el volumen de las conversaciones parece más suave y amistoso.
Como
en el viejo chiste, aquel del cliente que quería ser reconocido y que alguna
vez en la vida le preguntaran − ¿lo de siempre? – al fin cumplió su deseo, el
encargado de supervisar la atención de los meseros lo reconoció y de inmediato
le avisó que se había acabado la cerveza que pedía habitualmente. Quería comer
un trozo de torta de chocolate tanto como un adicto con craving de una
dosis.
No
tenía apuro, no había personas esperando la mesa tampoco. Varias veces se había
sorprendido comiendo rápido como si solo tuviera cinco minutos, como el novio
de Amanda, el de la canción, pensaba que había otros con más hambre que él, más
apurados o con más ganas de compartir ese momento con alguien. Tampoco es que
disfrutara almorzar o ir por su cerveza de la tarde solo, pero se había
acostumbrado. Esa tarde estaba tranquilo, si el karma existía, lo había pagado
y se sentía como un deudor que acababa de saldar la última cuota a sus
acreedores. Debiera estar feliz, pero la sensación de haber sido sometido a
intereses usureros no le permitía una celebración en plenitud.
Estaba
bien, se sentía casi extraño al decir eso, como si admitirlo fuera a desatar
otra tormenta en los cielos y un rayo fuera a caer directo sobre su cabeza. La
cerveza y el chocolate podía ser una combinación igual de extraña que su
sensación. No pudo con el trozo completo, el pastel estaba demasiado dulce para
su gusto y la cerveza stout, amarga como el natre, no lograba compensar
tanta azúcar.
Esta
vez los pensamientos estaban ordenados, lentos, normales. Sin correr a mil o a
diez mil. ¿Cuál era la velocidad normal de los pensamientos? ¿habría una medida
de la dispersión también o del exceso de foco? Algo que no fuera el propio
relato por supuesto. Estaba medio obsesionado con que estaba pegado a la
superficie no porque el planeta lo atrajera sino porque el espacio lo empujaba.
Era la presión, opresión tal vez y no la atracción. El efecto era el mismo, no
poder elevarse sin apoyo de motores extra. Qué ridiculez, daba lo mismo, el
efecto era igual, pero el concepto era diferente, ser atraído suena mejor que
ser empujado o aplastado por el espacio. Y entonces lo que parece nada, no lo
es, puede ser más pesado que lo que parece ser algo.
Divagaciones
escolares.
¿Qué
pasaba entonces con las ondas que desciframos como música? El sonido también
era empujado y podía ser una fuente de placer o de intenso dolor o desagrado. El
silencio y las pausas o las notas alargadas podían ser tranquilizadores o
generar expectación y sorpresa. Desde el accidente ya no podía escuchar el
silencio, un tinnitus lo acompañaba sin cesar transformándose en ocasiones en un
pito agudo y desagradable como la voz de una compañera de trabajo. La voz más horrible
que le había correspondido soportar en la vida, hasta ahora. Nunca se sabe.
El
bossa nova infinito continuaba, pero todo estímulo uniforme pasa a ser fondo y
no forma. Ya debía hacer un esfuerzo para percibirlo y de esfuerzos estaba
harto, en especial para un sonido monocorde y repetitivo.
Solo
quedaba en el café una pareja que alargaba las horas para estar juntos. Eso
creía él. Levantó la mirada y antes de pedir la cuenta se la trajeron con la
prisa de quien quiere llegar pronto al hogar. A él también le gustaba llegar a
casa y realizar todos esos pequeños actos que hacen de la vida un hecho compartido y que por lo tanto cobran sentido. Como si en un lugar las piezas
del rompecabezas al fin calzaran y el esfuerzo tuviera recompensa.
El
agotamiento le producía tranquilidad y evitaba que su mente se fuera a esos
pensamientos inútiles y sin vinculación con su quehacer.
Apesadumbrado
entonces era sentir que el espacio pesa más sobre los hombros. Nada como llegar
a la casa y comentar el día. Abatido, esa palabra era evocadora de imágenes de aplastamiento
y ¿al revés? Recibir abrazos. Ladridos y lengüetazos. La alegría, la felicidad,
era sentirse liviano, la sensación de vuelto sobre las nubes, de flotar sobre
el agua tranquila, la vivacidad de los colores. Una expansión de la propia
superficie que, en lugar de sentirse limitado por el espacio, hacía propio ese
lugar y muchos otros.
Sí,
le gustaba llegar a su casa y sentirse conectado. Dejar de lado a esas divagaciones
inconducentes y hablar y descansar y abrazar y no pensar en nada y dormir. Se había
sacado un peso de encima. Una buena expresión, física y mental a la vez. El karma
era un denso empujón entonces y, de paso, una buena analogía.
El
mesero ya impaciente llevó la cuenta a la pareja sin que se la pidieran. Él
miró la hora, ella se rio. A él le permitían quedarse hasta el final a pesar de
haber pagado. Solo debía soportar el ruido del traslado de mesas y sillas adentro
del local. Alguna vez pasó cuando estaba cerrado. Antes solo ponían una cadena
y un candado, ahora había tres cadenas, paneles de fierro, más candados, una
reja con protecciones y más paneles de OSB como si quisieran sujetar esa
cafetería al planeta. De seguro si desprotegían la cafetería, ese bossa nova
miserable y aburrido, la cerveza, los sándwiches, las paneras, con pan y todo
saldrían disparados por los aires y pasarían a ser parte de un lugar olvidado
por intrascendente. La culpa era del bossa nova, estaba seguro. Todo lo mata el
bossa nova. Todo lo aplasta y tanto lo presiona que lo libera.
− Hora
de volver a casa
Esa
era la frase clave del supervisor, advertía del momento final, de cuando era
hora de terminar el último cigarrillo, incorporarse y emprender el camino de vuelta.
Frank Sinatra. In the wee small hours, https://youtu.be/MiPUv4kXzvw
Sting y Chris Biotti, In the wee small hours, https://youtu.be/2RIk3arfQtg