sábado, 12 de marzo de 2022

Manríquez





Al fin llegó a mi curso una de mi tipo: tranquila, señorita, responsable, buena alumna. Yo soy así. De hecho, me dicen Señor Manríquez por mi seriedad. Me gusta ese apodo. Me da cierta autoridad por sobre los demás. A todos les gusta perder el tiempo tonteando. Yo pongo atención, mis cuadernos están completos y ordenados, estudio a diario, aunque no haya prueba.

 

Claro, además Bernardita tiene sus encantos. No me va a gustar solo porque es una niña especial. Sin que se den cuenta los demás, le miro las piernas hasta arriba con un espejo que tengo en mi maletín. Ella se sienta más atrás y pone los pies en el travesaño de su escritorio. Ahí se le ven sus piernas y calzones, siempre blancos, por cierto. Aprendí esos trucos de mis compañeros, pero son tan estúpidos que las niñas se enteraron y ahora las más lindas usan pantaleta debajo de la falda del colegio. Bernardita es inocente, no sabe que la observo y como no es del grupo de las populares, los demás no la observan como yo. Yo tampoco soy popular, no soy ni alto, ni rubio, ni deportista. Uso lentes, soy blanco como un fantasma y uso el pelo muy corto porque a mi papá le gusta así.

 

Cada día busco una excusa para acercarme, pido su ayuda en inglés, en ciencias. Hago como que no entiendo, a veces es cierto que no entiendo. Es buena persona ella, siempre accede a ayudarme. A veces le he dicho cosas amables, como "te agradezco mucho, eres un encanto", esas veces me sonríe, pero me mira como si fuese un bicho raro. Debe pensar, como todos, que soy muy caballero. Mi plan es hacerme su amigo, invitarla a estudiar a la biblioteca o si tengo suerte, lograr que me pongan en un mismo grupo con ella para algún trabajo. Los profesores casi siempre hacen lo que les pido porque soy cooperador y tímido, muy tímido.

 

¡Traición!, ¡traición! Campusano le dijo a Bernardita que yo le miraba los calzones. Ahora me mira con odio y me desprecia. Me quiero morir. No puedo dejar de pensar en ella. Ya no puedo acercarme porque se engrifa y me ladra si le pregunto algo. Campusano me dijo que Bernardita le tiene confianza y le dijo que ¡le doy asco! Creo que a Campusano también le gusta ¿por qué habría hablado si no fuera así?, ¿Qué voy a hacer ahora? Siento su desprecio cuando por casualidad me sorprende mirándola. Ya no le miro los calzones. De hecho, ya no sube los pies al travesaño. No sé si usa pantaletas como las otras. Solo sé que no puedo quitármela de la cabeza, me la imagino en toda clase de situaciones. Paseando, bailando, besándola, tocándola. No sé cómo explicarlo, pero desde que me odia, me gusta más. Se puso altiva, hace como que no me ve y más me gustaría abrazarla. Sujetarle ese pelo largo y negro. La verdad sea dicha, me veo tirándole el pelo, obligándola a mover su cabeza hacia atrás. Mejor no sigo porque me desconcentro.

 

No entiendo cómo pasó, pero todo el curso se enteró, por el maldito Campusano, que yo le miraba los calzones a Bernardita, a todo esto ¿a quién le importan los calzones? Lo que uno mira son los muslos, la entrepiernas, casi nunca se ve nada eso sí. Como decía, todos se enteraron y de un extraño modo, los hombres del curso ahora me integran más. Pasé a ser más normal. Quien lo hubiera dicho. Les dije a todos que me gustaba la Bernardita. Es parte del código de hombres. Si a mí me gustaba, al menos en mi grupo más cercano, nadie podía intentar nada con ella. Marcando el territorio. Como los perros, los gatos, los lobos, así mismo. Me dijeron los cabros que me iban a ayudar. Parece que a Campusano no le gusta porque es el primero que se ofreció a ayudarme.

 

De a uno, pero en días diferentes, han ido a hablar con Bernardita. A decirle que estoy arrepentido, que no soy así, que lo hice por imitar a otros compañeros, que me disculpe. Yo miro sonriendo desde lejos a ver si cambia en algo su opinión de mí. No pasa nada. Ya todo el grupo fue y ella sigue mirándome como si fuera un freak. Está exagerando encuentro yo. ¡Si no vi nada!

 

Ha pasado el tiempo, un par de meses y nada cambia.

 

El sábado va a haber una fiesta. Es el cumpleaños de María Paz, nos invitó a todos. Como sea me voy a acercar. Ella va a ir. Eso dijo Campusano. No me gusta bailar, no conozco la música que ponen siquiera. En mi casa solo se escucha música clásica. Voy a ver algunos videos para hacer como que estoy en onda.

 

Ahí está Bernardita, se ve linda, jeans ajustados, pelo largo suelto. Baila bien ella, se ve muy bien su culito. Lo mueve bien - tiene gracia - quiero decir.

 

Campusano me dio un plan a seguir. Me dijo que me acercara, que partiera pidiéndole disculpas con toda la humildad que pudiera y que en señal de una verdadera amistad hiciera el favor de bailar conmigo. Él habló con María Paz para que presionara a Bernardita. Le dijo que yo estaba enamorado, que merecía una oportunidad, al menos solo para poder hablar con ella. A María Paz le dio pena, así es que va a ayudar.

 

Me acerqué, María Paz estaba al lado. Le dije, con precisión, lo que Campusano sugirió. María Paz le dijo algo al oído a Bernardita, solo escuché la parte de – es un buen compañero - Bernardita aceptó. Por su cara me di cuenta de que no lo hizo de muy buena gana.

 

Bailamos un rato, yo sonreía. No lo podía creer. Al fin estaba bailando con ella. Ese no era todo el plan. Resulta que el Riquelme estaba de DJ y sabía que cuando estuviera bailando con ella, tenía que poner un lento. Los demás que estaban bailando sabían que debían agarrar fuerte a su pareja y bailar lento como antes. Bernardita no quería al principio, creo que se me notaba mi cara de apetito y yo no podía quitarme la cara de estúpido. Como todos siguieron bailando, ella al final accedió. Ahí fue cuando me traicionó la naturaleza. La abracé mucho, quería sentir su olor, sentir su espalda, su pelo. Y me entusiasmé, me acerqué tanto que tenía todo mi cuerpo pegado a ella y tuve una erección. Ella trataba de alejarse, no la dejé, la apretaba mucho. Ella forcejeaba, pero supongo que le dio vergüenza y no hizo mayor escándalo. Campusano miraba la escena. Se puso la mano en la cara y salió del lugar. Cuando terminó la canción Bernardita casi me empujó y me volvió a mirar con la misma cara de asco y odio de antes. Se alejó lo más rápido que pudo y se fue directo donde María Paz y las otras chiquillas. Seguro les contó porque las otras me miraban con mala cara también. ¿Era culpa mía acaso?, ¿Podía evitar excitarme? Son tontas las mujeres.

 

Llegó el lunes. Uno de los chiquillos tuvo la genial idea de dibujar, con plumón de los que no se borran, un enorme corazón en la pizarra que decía Señor Manríquez y Bernardita.  Campusano y otros demoraron a Bernardita antes de entrar a la sala. Estaba todo el curso, cada uno en su puesto. Todos callados. Yo, me reía. No sabía qué hacer. Debo reconocer que tenía la ilusión de que ella se sonrojara y me mirara de algún modo especial. Mal que mal habíamos tenido un momento de casi intimidad ¿no? Ella entró y se enfureció. Nunca la había visto así. Corrió a la pizarra a borrar el corazón y como no se borraba, más rabia le dio. Salió corriendo a buscar alcohol a la sala de profesores.  El profe que estaba en la sala trataba de hacernos callar, la mayoría se reía, otros me miraban con lástima. Bernardita llegó rápida como un rayo. Mientras borraba, decía ¡Nunca! ¡Nunca! ¡Nunca, ¿entendieron?!  Cuando dijo eso, me miró directo a los ojos. Sentí que me llegaba un puñal o una jabalina completa en el pecho. Estaba roja de rabia, ni el profesor pudo calmarla. Fue tanto que la sacó de la sala. La mandó a la biblioteca a calmarse. No volvió hasta la siguiente clase.

 

Campusano se le acercó y le dijo que como podía ser tan mala con el pobre Señor Manríquez, que su único pecado era estar enamorado. Bernardita estaba tan descontrolada que le dijo una sarta de garabatos y lo mandó a buena parte. Lo único que supe es que le dijo a sus amigas que era el colmo que la trataran de mala a ella si ella era la víctima de esta situación. Ni sus amigas la apoyaron.

 

Me dolió. Me dolió mucho. Los chiquillos me dijeron que no me arrastrara más, que ya estaba bueno. Estuve de acuerdo. Cuando llegué a mi casa, me encerré y lloré como un cabro chico. Lloré mucho y me prometí que esa sería la única vez.

 

Terminó ese año, no le hablé más. La miraba de lejos.

 

En la navidad me bajó el sentimentalismo, soy católico practicante. Pensé que debía reconciliarme con ella por ese motivo. Darle la oportunidad de ser una buena persona. Le compré una tarjeta, le escribí, con toda sinceridad, que quería ser su amigo, que siempre hay una posibilidad de conocer a las personas y frases similares que me demoré en escribir. Hice como ocho borradores. Se hacía tarde y le llevé la tarjeta. El corazón me latía como después de una maratón.

 

Me abrió la puerta sorprendida. Le pregunté si podía pasar. Entramos, le entregué la tarjeta. Me miraba con cara de sorpresa y desdén. Respiré hondo y le dije que todavía podíamos ser amigos. Bajó la vista, tomó aire y me dijo, lo recuerdo, como si la oyera, hasta el día de hoy – No tengo interés alguno en ser tu amiga. No te soporto, me caes mal y eso no va a cambiar. Espero que lo entiendas y si no lo entiendes, al menos resígnate porque así es y así será - lo dijo lento, muy lento, como si lo hubiera pensado desde antes. Le respondí que yo era un buen católico, que había que perdonar. Y ahí, estaba como poseída, me dijo – sí, tú vas a ir al cielo, yo iré al infierno, no me importa, déjame tranquila -

 

No me quedó más que irme.

 

Caminé a mi casa y me fui enrabiando paso a paso. Fui a su casa queriéndola y volví odiándola. ¿Qué se creía?, ¿Quién creía que era? Esto no se va a quedar así. Era igual que todas, una perra. Había que someterla, como fuera, podía verla con la cabeza echada hacia atrás pidiendo que la soltara, rogándome que la dejara ir. No, lo la iba a dejar ir.

 

Pasé el verano pensando qué hacer, tenía varios planes. Los chiquillos me ayudarían.

 

Llegamos a cuarto medio. Último año. No la saludé. Así estaban las cosas.

 

Campusano, Riquelme y otros me ayudarían. Eso me dijeron.

 

Empezamos suave. Le dejábamos la silla más mala en su puesto, le escondíamos cuadernos, le dejábamos fruta podrida en su escritorio y un montón de cosas más que no me acuerdo. Campusano siempre llegaba con ideas. Lo peor era que Bernardita parecía no darse cuenta. O era en extremo distraída o era su estrategia de indiferencia hacia mí. Estaba siempre con su grupo de amigos, ajena a toda mi rabia, ajena a mi dolor. Indiferente a mis pesadillas, a mi insomnio y a mi amor por ella.

 

Una tarde teníamos un plan infalible. Riquelme y Astudillo, otro amigo que vivía cerca del colegio y yo, hicimos una trampa. Riquelme la llamaría hacia su portón y cuando se acercara le caería un balde de agua fría encima. Se tendría que ir a su casa, mojada como una perra callejera. Nos retorcíamos de risa pensando en la escena.

 

Bernardita se acercó, el agua del balde cayó, corrí a ver como estaba ella, riéndome desde ya.

 

¡Somos un grupo de idiotas!. Ni una gota cayó encima de ella. El chorro cayó como a medio metro de Bernardita. Ella, dándose cuenta de que era una trampa, hizo lo peor. Nos miró, movió la cabeza de un lado a otro y en actitud inmutable, siguió caminando.

 

Agarré a combos a Astudillo, ¿cómo podía ser tan estúpido? ¡Nada resultaba! Casi lloro de impotencia. Me había puesto en evidencia. Había quedado, otra vez, en ridículo frente a ella. Y estos imbéciles que tenía de amigos se mataban de la risa.

 

Seguí solo haciendo cosas para perjudicarla. Un par de veces conseguí que se enojara. Un lápiz reventado, la silla mojada, estupideces así.

 

Se acercaba el fin de año. Guerra de bombitas de agua con los de tercero medio. Era en una zona rural, habría barro y piedras además de agua.

 

Bernardita, como todos los demás corría para atacar a los de tercero con sus bombitas de agua y luego arrancaba para evitar la respuesta. Andaba con una polera clara, como estaba mojada, se traslucía su sostén, se veía espectacular. Llené unas bolsas con barro y piedras. La seguí, ella no se dio cuenta. Cuando menos lo esperaba, le lancé esa bomba en su espalda. La llené de barro y piedrecillas.

 

Campusano corrió hacia ella. No entiendo a ese tipo. Ella se incorporó, me miró y comenzó a correr hacia mí con toda la ira del mundo. Campusano le gritaba, ¡Bernardita, cuidado! ¡Este gallo está loco! ¡cuidado! Ella siguió corriendo, creo que si hubiera tenido un cuchillo o algo me lo lanza. Cuando vio mi cara de felicidad, no pude evitarlo, paró en seco. No entendí nada. Comenzó a gritar para que todos la oyeran. - ¡Ah! ¡eso es lo que querías! ¡que alguna vez te persiguiera aunque fuera para tirarte una bolsa con barro! -  Hacía pausas entre una palabra y otra para que más gente la escuchara y la viera. ¡Mira! ¡ni para eso me importas!- decía eso mientras vaciaba su bolsa de municiones. Por supuesto, los demás se rieron y la guerra de bombas de agua continuó.  Me fui. Amargado y solo. Dolido, humillado. Con un odio infinito. Lo último que vi fue a Campusano ayudándola a enjuagar su polera. Raro ese tipo.

 

En la fiesta de graduación juré frente a todo mi grupo de amigos, incluido Campusano, que cuando entrara a la Escuela de Carabineros, si la veía en cualquier parte, le iba a pegar. Todos me trataron de lo peor, pero eso era lo que haría.

 

Tres años después la volví a ver. La reconocí, iba en una marcha estudiantil. Aplaudiendo y cantando consignas entre un mar de gente. La seguí. Fui derecho hacia ella. Estaba como enceguecido.  La tomé por el hombro, volteó, me reconoció. Levanté la luma y le di un golpe seco y certero en la cabeza. Se desplomó mirándome. Quedó inconsciente en el suelo. A mí me agarraron a patadas, combos, mochilazos, hasta que mis compañeros de las fuerzas especiales me rescataron.

 

En cuanto pude llamé a Campusano


- ¡lo hice!, ¡lo hice! ¡Bernardita me las pagó!

- Qué fue lo que hiciste imbécil-  me preguntó. 

– A lo mejor la maté – le respondí-.

 

Se puso como loco, lo único que preguntaba era dónde estaba Bernardita. Qué sabía yo. - En la morgue, en la posta en el Jota Aguirre, qué me importa, -  le decía yo.

 

En las noticias lo repetían a cada rato: 


En confuso incidente, estudiante gravemente herida. Quienes iban a su lado, señalan a carabinero como autor del ataque. Actuó sin mediar provocación alguna. Hay videos.

 

Vi muchas veces los videos. Me sentía feliz y agradecido de la oportunidad. Los juramentos se cumplen. Dije que no sabía qué me había pasado, el estrés laboral, los gritos provocadores de los universitarios, en fin. Lo de siempre.

 

Supe que Campusano la encontró y que se quedó con ella, día y noche, mientras estuvo inconsciente y en coma.

 

Cuento publicado en la revista digital EL NARRATORIO AÑO 4 N°35

https://issuu.com/elnarratorio/docs/el_narratorio_antologia_literaria_d_b503691f8d08ac


domingo, 10 de marzo de 2019

Café literario




El sábado en la mañana despertó temprano. Encendió el notebook por hábito, para leer las noticias, leer algún artículo interesante por ahí. Pasar el tiempo. Hoy no saldría, limpiaría bien su departamento, cambiaría la ropa de estación y vería si debía comprar blusas, sweaters o pantalones para este año. El día pasaría rápido y en la noche vería alguna película.

Si había resistido hasta hoy, podría resistir mucho más, pensaba.

Había logrado mantener la depresión a raya, ya no seguía bajando de peso y su rendimiento en el trabajo mejoraba, se le ocurrían nuevas ideas y ya casi no hablaba de Erasmo. Había cambiado la disposición de los muebles en el dormitorio – parece que nunca hubiese vivido aquí- había dicho Erasmo una noche de recaída en que se quedaron juntos. Ahora pensaba que la culpa tenía un poder enorme. Vino a verla preocupado, en verdad lo estaba. Terminaron en la cama.

Que raro era todo. Silvia sintió que lo permitió casi por inercia, Erasmo ¿por cariño? Ahora ella debía reconocer que él tuvo más claridad y no se quedó. Fue él quien se daba cuenta de que ella estaba tan aturdida que podría haberlo perdonado, pero que las condiciones eran muy disímiles para ambos.

La quería, cierto, pero no era ese amor que sintió al principio. Recordaba las palabras de su madre – no vas a encontrar otra como ella – sabía que era así. Silvia era inteligente, autosuficiente, seguro destacaría pronto en su profesión, además era leal y correcta. Ese era el concepto, era correcta, lo mejor que podía tener, pero tal vez él no quería un concepto, quería más. Ahora que ella estaba desecha, aún en ese estado, sentía que no era por él. Era su orgullo herido.

Silvia intuía que no podía culpar a Erasmo por su depresión. Era su responsabilidad haber llevado las cosas tan lejos. Que culpa tenía él de que ella sintiera que no podía querer. Peor aún, que solo podía querer a quienes no iban a elegirla a ella de vuelta. O a quienes se iban a ir, dejándola sola, en la orilla. Era una falla en su sistema. De hecho sintió que lo quería un poco más cuando el final se venía encima. El mejor sexo ocurrió cuando supo que era el último.

La noche anterior había ido a ver a un amigo. Debía devolverle unos libros y él, como hacían varios desde que sabían que se había separado, la había invitado a su casa. Fue una visita breve, pudo ver a su esposa y a su hijo de meses. Silvia reparó en que el aparato de música era igual a uno que tenía ella. Cuando comentó que la primera canción que escuchó fue una de Rihanna, Tito y su esposa reaccionaron con horror y un gesto de reprobación simultáneo. Los sintió como una pareja sólida que se habían acompasado tan bien que hasta sus gestos y movimientos se parecían. Eran compatibles, les gustaba la misma música, pensaban lo mismo en política y la ternura entre ambos parecía un domo que los protegía del mundo exterior.

Tito la fue a dejar al metro. Le preguntó si estaba siendo acosada en el trabajo, que había algunos hombres que pensaban que una divorciada tenía necesidades. Silvia no lo había pensado así, pero en efecto había habido un par de hombres que creyeron que tenían posibilidades, uno muy mayor que le había ofrecido ser su amante y disfrutar de las ventajas de salir con un alguien solvente que no le iba a hacer problemas y otro, Leonardo, también casado, que en una reunión de amigos y con unos tragos demás, le había dicho que estaba enamorado de ella hacía mucho tiempo. Se había alejado de ambos con un profundo desprecio. Una rabia casi desmedida a la situación. ¿Otra herida al orgullo? Algo así. ¿Qué creían, que ella iba a aceptar ser la de la diversión, la de las sobras, la de la hora de almuerzo o la de las reuniones de trabajo? Era eso lo que la enfureció en esas proposiciones. Los dos quedaron estupefactos con su reacción tan exagerada. A Tito, le contó algo de esas escenas. El camino breve ayudó a no entrar en más detalles.

Cuando iba en el metro y ponía su playlist de misión olvido, pensó en Tito y su esposa. Se los imaginó juntos para siempre, con más hijos, ella buena compañera y él, brillante, con un esplendoroso futuro laboral. Ella no había nacido para vivir algo así. De adolescente se había sentido atraída por Tito, él nunca se enteró. Ahora era un buen amigo con una buena vida.

Estaba aún en su cama. Sus pies estaban helados y pensó en acurrucarse. Luego se le vino a la cabeza la idea de que si lo hacía, terminaría llorando otra vez y ya estaba agotada de eso. Pensó de nuevo en Tito, estarían despiertos hacía rato él y Susana, su esposa. Los que tenían hijos chicos, despertaban temprano. Tal vez irían a visitar a la familia de alguno de los dos o a pasear a un parque con la guagua.

Se levantó cerca del mediodía. Decidió que iría a dar una vuelta, tal vez entraría en un cine o en una cafetería a sentarse, mirar a la gente e inventar historias. Se puso ese pantalón blanco que sabía le quedaba bien. No alcanzó a caminar una cuadra y se devolvió a cambiarse. No soportaba las miradas. Ya casi ningún hombre se atrevía a piropear, pero no iba a ser fácil que dejaran de mirar como si estuvieran frente a un pedazo de bife chorizo esperando para ser engullido. Se recriminaba por devolverse, se iba diciendo que era una idiota, que era libre y tenía derecho a andar como quisiera, pero la incomodidad era mayor. Salió de nuevo con un jeans y una blusa larga. Así nadie la veía.

Escogió el café literario para pasar la tarde, era un buen lugar. Se podía estar horas sin ser abordada y daba la sensación de haber hecho algo. Después podía caminar por el Parque Bustamante hacia su departamento e imaginarse que vivía en una ciudad que relevaba las áreas verdes.

Cuando volvió ya casi era de noche, ordenaría y el día habría terminado. Podría decir el lunes en el trabajo que había salido el fin de semana y se libraría de los consejos para que pudiera encontrar pareja. El eufemismo más usado era conocer gente, así decían cuando no querían parecer muy directos o intrusivos. Le habían presentado a cada pastel soltero que conocían dentro del rango etario aceptable. Un fiasco tras otro. Silvia pensó que ella era, a su vez, también un fiasco para ellos.

De las cosas raras que la gente le decía, una de las que más extrañas, fue cuando una amiga, Evelyn, le dijo:

- Tienes que estar tranquila, a ti una vez te eligieron ¿entiendes?

- No, no entiendo qué quieres decir.

- Que alguien quiso pasar la vida contigo, Erasmo te quiso para estar para siempre contigo, se casaron. Eso es más de lo que muchas pueden decir.

Quedó tan sorprendida por esa lógica que contestó moviendo la cabeza de arriba hacia abajo, asintiendo, pero con muchas preguntas en la cabeza. ¿Tenía que darse con una piedra en el pecho porque Erasmo se casó con ella? ¿agradecida por haber sido querida?

La gente dice tantas burradas.

Un día en su correo se encontró con uno que la trataba de lo peor, la insultaban, la amenazaban y la culpaban de una ruptura. Le dejaban en claro que era una ruptura temporal porque, era una mujer, recuperaría a su esposo en cuanto se decidiera a mover un dedo. Silvia pensó que era un error, alguien se había equivocado de correo. A veces pasaban esas cosas. Una letra mal puesta. Algo así tenía que ser. -  ¿y por qué no movía el dedo entonces? – Pensó.  Otro día recibió una llamada, número desconocido. Alcanzó a escuchar que le decían mosca muerta, puta y cortó para no seguir escuchando insultos.

Contó de esas situaciones en la hora de almuerzo, casi como una anécdota divertida. María José le dijo que tuviera cuidado, que no podía ser casualidad el correo y la llamada.

La semana siguiente su auto tenía un papel pegado en el maletero, más insultos y más amenazas. El teléfono se llenó de mensajes del mismo tipo. Entonces se asustó. Cambió de teléfono, también de estacionamiento y estaba más atenta a lo que ocurría a su alrededor. De un día para otro, así lo sintió, el mundo pasó de ser normal y aburrido a peligroso. No sabía ni sospechaba quien era la mujer que la culpaba de estar con su marido. Entendía por lo que debía estar pasando. Ella misma había ido a ver a la amante de Erasmo. Para verla, para compararse, para entender, para completar el rompecabezas. Dio con ella como si hubiese sido una avezada detective privado; averiguó su nombre, dirección, teléfono y llegó a su casa. Abrió su hermana, preguntó por Elizabeth y apareció enseguida, sonriente, linda, ojos grandes. Le entregó un regalo en nombre de Erasmo y se fue. La curiosidad satisfecha y la posibilidad de demostrar a su marido lo inteligente que era. Ahora le parecía tan absurda esa secuencia. Si hubiera sido de verdad inteligente lo hubiera sabido antes. Recordaba la furia de Erasmo, el esfuerzo que hacía por no agredirla, por dejar que ella desplegara toda su ironía sobre él. Solo lo dejó tranquilo cuando él dijo: Ella se parece más a mí, no me aplasta como tú. La definición de victoria pírrica se le apareció en la mente, casi como si pudiera verla escrita.

Era martes y salía del trabajo justo a la hora para ir al gimnasio. Afuera estaba Evelyn, se acercó a saludarla, la vio descompuesta, llorosa, nerviosa, delgadísima.

- Perdóname Silvia, te quise atropellar. Pensé que eras tú.

Evelyn era la esposa de Leonardo.

- Encontré su teléfono lleno de fotos tuyas, sacadas de todos lados, desde hace años. Algunas agrandada, unas tomadas con la cámara, tú sentada leyendo en el café del Parque Bustamante, otras entrando a tu departamento y más, muchas más.

Silvia estaba muda.

- Quise atropellarte, no te diste cuenta porque ibas con los audífonos puestos, ¡menos mal que no lo logré!

Evelyn se tapó la cara con ambas manos y sollozaba.

Silvia buscaba las últimas escenas con Leonardo, recordaba perfecto cuando lo había rechazado. Luego se encontró con él algunas veces en la calle, pensó que era casualidad. Se acordó de haberlo visto en el café literario, estaba con la cabeza casi enterrada en un libro, de hecho había pensado que era una suerte que no la hubiera visto.

Oscilaba entre la furia con Evelyn por creerla capaz de meterse con Leonardo y la pena que le daba verla tan angustiada y perdida. No sabía qué decir.

- Me explicó. Me dijo que te seguía solo para verte, que sabía que no lograría nada, pero necesitaba saber de ti. Prometió que iría a ver a un psiquiatra, o a un psicólogo o lo que fuera. Por eso vine a verte. Sé que no es tu culpa. Él no me va a dejar nunca. Él me eligió para estar conmigo para siempre. Estoy segura, quiere a los niños, me quiere a mí. Tú eres solo una obsesión. Una fantasía estúpida.

Silvia decidió abrazarla y decirle que estuviera tranquila, no había rencores ni nada.

Cuando llegó a su departamento comenzó a buscar a Leonardo por todas las redes sociales que los conectaban. Tal vez él sí la quería, más que Erasmo. Más de lo que cualquiera podría quererla porque no la conocía, solo la imaginaba, solo la construía con pedazos  y armaba a alguien que no era ella. Pero Leonardo no sabía eso, creía que su Silvia era la verdadera Silvia, la que nadie conocía de verdad.

Comenzó a recorrer las mismas calles que él. Los mismos restaurantes. Inventaba historias para cuando se vieran, lo que diría, trataba de adivinar qué pensaba, qué quería.

Una tarde coincidieron por el Parque Bustamante, en una orilla de la pileta. Se miraron. Cada uno vio lo que quería ver.

Evelyn confía en su amiga. Silvia tiene lo que siempre quiso y Leonardo cumplió su fantasía de tener a Silvia cuando la realidad se hacía difícil de soportar.

martes, 1 de enero de 2019

Oficinista




Mordisqueó su uña del dedo anular por enésima vez. Había un cachito que le molestaba y que no conseguía emparejar. Ahí, en el paseo Ahumada, vendían limas por todas partes, pero no compraría una. - Son cosas de mujeres -, pensaba. Había visto a muchos de su género haciéndose una manicure en los salones. No lo entendía. Eran igual de jóvenes que él, pero Roberto no se atrevería a algo así. Con suerte se cortaba el pelo cada cierto tiempo para su trabajo de oficinista, así le decía su madre. No podía decirle administrativo del departamento de control. Era mucho para ella. Total, lo que hacía era revisar papeles, poner timbres, contestar correos y revisar procedimientos. Un oficinista.

Estaba en su hora de colación.

Habían celebrado los cumpleaños del mes en la mañana. No tenía hambre, pero salió para escapar de la oficina un rato.

Estaba sentado con las piernas estiradas. Lamentaba haber olvidado los audífonos, pero no perdería tiempo devolviéndose a buscarlos. Además, no iba a correr el riesgo de encontrarse antes de tiempo con la señora Alicia. Se estaba poniendo heavy el asunto. La señora se estaba entusiasmando mucho y desde el primer día quedaron que sería solo tirar y nada más.

Recordó la primera vez.

El, tan gil, como siempre, no se daba cuenta de nada. La señora Alicia, del departamento de archivos, le decía Robertito ¿cómo iba a pensar que le tenía echado el ojo? Casi ni se acordaba como terminaron en un motel por horas de la calle Catedral. Se había quedado trabajando horas extra, ella le llevó un café y, no se acordaba bien cómo, de repente estaba sentada pierna arriba en su escritorio con la blusa a medio abotonar y moviendo las pantorrillas. Tomó su mano, la puso entre sus muslos y se fue.

Se encontraron a la salida. Casi no hablaron. Ella dirigió el camino.

La señora Alicia era toda una sorpresa.

Decía que le gustaba su expresión de despistado y de estar siempre en la luna o como queriendo estar en otra parte. Su marido era camionero y se quedaba sola muchos días. Ahí estaba su necesidad, según ella.

Tenía que cortar pronto ese jueguito. La señora Alicia le había regalado un par de corbatas, una camisa y eso ya era demasiado compromiso. Había aprendido muchos trucos sexuales con ella, pero no por eso iba a seguir. La de líos que podía tener de puro califa. - No, dejémoslo ahí no más -, se decía mientras miraba la zona del pene, ahora descansando, pero que se ponía alerta cada vez que se acordaba de la señora Alicia. De hecho, estaba ocurriendo de nuevo, así es que se puso a pensar en otras cosas.

De pronto su corazón se aceleró, vio pasar a Daniel, el Cajita Feliz. Era su dealer. Todavía le debía $600.000. Comenzó a sentir esa angustia de antes. Ese gustito a riesgo y a tobogán. Nunca lo había hecho, pero suponía que así se sentían los que se lanzan en paracaídas. Esa sensación de vuelo y suicidio tan unidas. Una es parte de la otra. Recordó también cómo se sentía al robar algo de cualquier parte para pagar sus dosis. La breve planificación que da la oportunidad. Mirar hacia los lados activando todos los sensores sin que fuera notorio para nadie. Y mentir, mentir, mentir. Mirando de frente, abusando de su expresión inocente que lo había salvado de tantas situaciones, inclusive con los pacos. Por alguna razón, tenía cara de confiable, de chico bueno. No había dimensionado cuan bueno era mintiendo. Cuánto podía caminar en el borde sin perder el equilibrio.

Había días en que apenas recordaba lo que hacía y, sin embargo, seguía yendo al trabajo. Tan fácil era que ni siquiera drogado se equivocaba lo suficiente como para que lo despidieran o siquiera notaran sus errores. Las más de las veces, los notaba él mismo y corregía. Su jefa decía que era inteligente, que debía estudiar algo: auditoría, tal vez ingeniería comercial o derecho, en fin.

Pero hacía un par de años solo podía pensar en el día, conseguir sus dosis, meterse en su traje de oficinista y resistir la jornada. A la salida caminaba por el parque forestal, se metía lo que tuviera a mano y se quedaba por horas. Al momento del bajón, un par de completos bastaban para darle la energía que necesitaba para volver a la casa de sus padres, hacer como que estaba bien y acostarse sin pensar. Ese era el objetivo.

Tuvo que volver a esa casa del pasaje.

Volvió endeudado. Se había aventurado a vivir con Sofía, pero ella no soportó la culpa de haber dejado a su marido ni los llantos de Juan Pablo, su hijo de tres años que decía que quería estar con su papá. Roberto tampoco lo soportaba bien, hacía de todo para que Sofía y Juan Pablito se sintieran bien, pero una nube negra parecía flotar en el departamento asfixiando sus mejores esfuerzos, corroyendo las buenas intenciones y aumentando la pena de Sofía.

Un día volvió del trabajo y ya no estaban. No la buscó. Ella no fue capaz de despedirse siquiera.
No quería volver donde sus padres. Ambos le habían dicho que era demasiado aventurado formar pareja con una mujer con un hijo, que él era aún un cabro chico de 25 años incapaz de hacerse cargo de sí mismo. No había terminado nada de lo que comenzaba, recién estaba comenzando a trabajar, la plata no le iba a alcanzar, en fin. Tenían razón. Punto por punto.

Se fue a vivir a la pieza de la casa de un amigo. Una construcción de madera, horrible. Calurosa en verano, un témpano en invierno. Vendió todo lo que pudo para pagar las deudas que tenía.
Un día apareció el Cajita Feliz, las dosis de regalo. Lo típico. Cayó. Se sentía tan bien poder flotar un rato, pensar en Sofía sin que doliera. Verla sonreír, escucharla gemir y suspirar por él. Recorría los diálogos de cuando planeaban vivir juntos. La emoción al instalarse en el departamento. El primer desayuno juntos. Y las noches. Casi podía sentir su peso sobre él, el pelo rozando su cara y esos muslos fuertes que se abrían para recibirlo. Cada tarde se sumía en esas imágenes luego de consumir lo que el Cajita feliz tuviera para ofrecer.

La pieza olía al infierno, lo único limpio era la ropa del trabajo y él mismo, que se duchaba religiosamente para ir a trabajar. Le daba lo mismo si era agua fría. Ya no tenía para el gas. Debía varios meses de arriendo de la pieza. Había bajado de peso.

Su amigo lo echó de la pieza. Le armó un bolso con lo casi nada que tenía y lo fue a dejar a la casa de sus padres.

No dio ninguna explicación. Los padres no preguntaron nada. La madre lo abrazó por unos minutos, que parecieron eternos, y sollozaba sin parar.

- ¡Para mujer, que no viene de una guerra!

Ahora llevaba 6 meses limpio, sin consumir. Hasta el momento era su récord.

Podía pararse e ir al encuentro del Cajita feliz, aunque le debía plata, podía pedirle un par de sobres de pastillas o un papelillo, o unos güiros, o lo que fuera que anduviera trayendo. Al dealer le convenía tener tipos como él, adictos y endeudados. Necesitados.

Podía quedarse sentado ahí, esperar no ser visto y seguir como si no pasara nada.

Podía incluso saludarlo y arriesgarse a que le cobrara la deuda, negociar, pero para eso tenía que estar seguro de no querer meterse más pastillas.

El tiempo parecía detenido.

Sofía y las drogas. Adicto a Sofía. Al recuerdo de ella, a una historia que parecía se había inventado. 

Adicto a la espera de un contacto que nunca llegó.

Miró alrededor, tanta gente, tanto apuro, tanto ruido.

Una señora, añosa y con bastón de esos metálicos que llegan hasta el hombro, le pidió sentarse en el banco donde aún observaba a la multitud. Cedió el lugar, a la señora se le cayó su cartera abierta. Le ayudó a recogerla. Había un fajo de billetes enrollado entremedio de cajas de remedios, papeles sueltos. Era cosa de tomarlos. Estaban ahí para él. Era una señal. Podía comprar varias dosis. Nadie lo advertiría.

Casi podía sentir la descarga de fantasía sobre su cerebro. El corazón acelerado de nuevo. El cuerpo alerta y la cara de inocente.

- Mijito, si tanto necesita la plata, llévesela.

La miró con la expresión dulce e inocente de siempre.

- ¡Es bien pilla usted señora!

- Tengo un hijo adicto. Los reconozco de lejos.

Tenía el fajo en su bolsillo. Dirigió sus pasos hacia donde estaba el Cajita Feliz. Respiró hondo.

- Tome. Perdone.

- Perdónese usted mijito.



lunes, 18 de junio de 2018

Oración



Estimado/a lector/a: luego de cada frase numerada, usted responde “Tú tranquila, estoy acá”



¿Cuál es el sentido después de todo?, ¿Para qué?, ¿Para quién?
Tal vez no todo debe tener algún sentido, la vida está llena de absurdos y actos inútiles. Escribir puede ser uno más y no hará sino dar cuenta de ese fenómeno. Viéndolo así, también tengo el derecho al absurdo, como cualquiera.

       1.  Que sea bienvenido el derecho al absurdo.
Tú tranquila, estoy acá


Recuerdo como partió, era una niña solitaria, llena de preguntas, creciendo en un mundo de adultos en relación compleja. Como regalo de cumpleaños clásico de la época, a los 7 años recibí un diario de vida. Completé 8, cada cuaderno más grande que el anterior y sin candados. Los guardaba en rincones o, a veces, en lugares evidentes que, por ser tales, nunca eran registrados.
Me acostumbré a escribir lo que no podía decir. Las veces que he leído esos cuadernos compruebo esa tesis. La historia detrás de eso no viene al caso, pero ha de entenderse que los mecanismos de adaptación son muy ubicuos y el mío fue ese. Sostener un diálogo interno fue el modo de lidiar con las emociones y sentimientos sin cauce de expresión.

2. Que permanezca el mecanismo de sobrevivencia
                Tú tranquila, estoy acá

A estas alturas, sigue siendo igual. Acostumbro a escribir cartas, que rara vez, casi nunca más bien, entrego. Mando correos o felicitaciones en donde puedo decir a las personas cuanto me importan, cuando así es, por cierto.
¿Para qué escribir entonces? Por la expresión, por poder decir.

3. Que sea posible decir
Tú tranquila, estoy acá

¿Escribir qué? Fantasías, recorridos por la inevitabilidad del cierre estructural, las decisiones vitales hechas sobre la base de suposiciones e hipótesis de lo que otros pueden estar decidiendo. Esos juegos interminables de confusiones comunicacionales, errores de sincronías y mundos interiores construidos quizás sin base. No he logrado hasta el momento, ni de cerca, llegar a eso.

4. Que la neurosis sea expresada hasta el hartazgo
Tú tranquila, estoy acá

Creo que aún escribo por no poder decir. La mayor parte de lo que he escrito es lo que no dije.
Supongo, deseo más bien, lograr escribir fuera de mí, sacarme el traje de racionalidad y de lo que se espera que alguien como yo escriba. Salir de mí, inventar otros mundos, otras vidas. Lograrlo sería como vivir más que la propia existencia. Quisiera entonces abrir el cerebro, el mío, a otras posibilidades. Salir del traje de gruesa tela que parece rodearme, que me impide vencer el pudor y me hace escribir tan crípticamente, que las emociones terminan en un escondite en extremo recóndito. Tanto que casi quedan sin espacio.

5. Que la anhelada ficción me sea revelada.
 Tú tranquila, estoy acá

Al mismo tiempo pienso que mostrar el propio mundo es un acto narcisista y exhibicionista, pero ¿es acaso posible escribir si no es a partir de una misma?  No se puede invadir otras mentes, ni siquiera escudriñarlas en sus algoritmos más básicos, si así fuera, el comportamiento podría predecirse y la vida sería una fomedad.

6. Que me sea tolerable el narcisismo y el exhibicionismo.
Tú tranquila, estoy acá

He intentado con cuentos de varias capas de significación, algunos tan rebuscados que creo difícil que tengan el efecto que los inspiró. Otros son tan simplones que se adivinan en el primer párrafo, eso creo. Me sale fácil escribir anécdotas, escritos irónicos y relatos cómicos, pero cuando más necesito escribir, me domina la melancolía y la desorientación. Un sarcasmo en sí mismo. 

7    7. Que me sea posible pasear por diferentes emociones y poder escribirlas.

Tú tranquila, estoy acá

Publico los cuentos o borradores en un blog, para vencer el pudor, para acostumbrarme a la exposición. Lo mismo que este encargo. Quiero decir lo que tengo que decir sin tener que cuidar demasiado las formas ni temer que alguien se sienta tratado sin justicia. El exceso de empatía no es buen compañero de un cuento logrado.
Sin embargo, no dejo de pensar aún en el hipotético lector de mis cuentos.
¿Para quién escribo? Las más de las veces para quienes no pude decir lo que quería, las menos para una audiencia anónima que tal vez se conecte con las mismas temáticas.

      8. Que me dé lo mismo el lector en tanto personas identificables.

Tú tranquila, estoy acá

En un clivaje de estas reflexiones, apareció otra idea. Si aprendo a decir tal vez no podré escribir. Si aprendo a escribir ¿estaré aprendiendo a decir?

     9.  Que pueda escribir y decir. Decir y escribir.

Tú tranquila, estoy acá





martes, 15 de mayo de 2018

Contacto




- ¿Qué podría decirle hoy para acercarme? - Aquí estoy, en la biblioteca del colegio, mirándola. La sala tiene 20 mesas con cuatro puestos cada una. El techo alto y los muros, de escasos adornos, no la hacen especialmente acogedora. Los libros están custodiados por la bibliotecaria más antipática del mundo. Uno tiene que saber exacto lo que quiere para pedir un título, ni hablar de pedir sugerencias y menos decir “quiero algo para pasar el rato”

– Aquí no se viene a pasar el rato, se viene a leer –, dice la vieja, remarcando la palabra leer como si tuviera ocho sílabas. Su mayor ocupación es hacer callar a los que leen o trabajan en la sala. No me queda más alternativa que pedir el mismo libro que la última vez.


Hoy hace frío. Marisol está muy abrigada y tiene las manos debajo de sus piernas para calentarlas. Tiene puesto un chaquetón azul y el pelo largo cae por los lados de la cara abrigando sus orejas. No puedo verla muy bien desde donde estoy. Esconde sus pies y parece que estuviera en un precario equilibrio, casi a punto de caer de frente. Siempre lee así.

- ¿Qué hago para acercarme? –, si fuera como Alex, sabría qué hacer. Apuesto a que entraría canchero, la tomaría por los hombros, la saludaría sin más, y comenzaría alguna conversación estúpida pero efectiva. Y uno aquí, como tarado, sin encontrar la forma de decirle algo, pensando que me va a encontrar ridículo o raro o que se dará cuenta que me gusta hace tiempo.



¡Que estúpido eres! La tienes incluida en todas las plataformas, le das me gusta a todas sus publicaciones y fotos, le mandas memes por WhatsApp, te ríes de sus respuestas y no eres capaz de hablarle. Hasta canciones le has mandado y ella te ha respondido con otras ¿Qué más necesitas? ¿Acaso esperas que ella se acerque? ¿A ti?, ¿Al que pasa piola en todas partes?, ¿Por qué habría de hacerlo?, ¿Por lindo, por inteligente? Eres tan nada que ni a ti se te ocurre por qué Marisol habría de interesarse. Por último, mírala, haz que se entere de que estás cerca. Saca tu Ipod y cambia los audífonos, algún ruido que la haga levantar la vista, después le sonríes o haces una mueca como saludo. Va a pensar que eres un freak, un remedo de Stalker, porque ni para perseguirla te da.

Marisol, no sé por qué motivo, levanta su cabeza y me mira directo. Yo, como idiota, miro para atrás por si hay alguien a mis espaldas. Marisol sonríe y con un gesto de su mano me dice  "ven a sentarte aquí", disimulo todo lo que puedo mi alegría, pero siento que el corazón suena como un riff de bajos que se escucha en toda la biblioteca. ¡pum, pum, pum! Al menos esta vez no se me cayó todo lo que tengo sobre la mesa. Me paro y voy directo hacia ella. Los cuatro pasos que nos separan me parecen eternos, sobre todo porque no deja de mirarme y sonreír.



No creo en dios ni nada parecido, pero necesito ayuda con desesperación, usted, sí usted que está ahí leyendo, ¿Me podría decir qué debo hacer? ¿Podría sugerirme alguna acción que me permita ser otro y decirle lo que siento? No, ¡no!, ¡eso no! Algo más básico, lo mínimo para que no se me note lo estúpido. No me venga con eso de “actúa natural”, lo natural en mí es quedarme mudo y paralizado. ¿No se le ocurre nada?, ¿Cómo lo hizo cuando era adolescente? ¡Que decepción! Apenas se acuerda, ¿no? ¿O está pensando justo en los momentos en que lo hizo mal y se sentía tan inseguro como yo? Linda ayuda me busqué. ¡Ya pues! bucee, escarbe, recuerde algo por favor. Dígame algo. Ya voy llegando al lado de Marisol y estoy en blanco. Casi puedo verme desde arriba, desgarbado, aburrido, sin ninguna gracia.


El tiempo no se detiene y las escenas transcurren sin que uno pueda decir ¡corte! como cuando se filma una película, Marisol me sonríe hasta que me siento a su lado. Me besa en la mejilla, me pregunta cómo estoy y si tengo frío. Solo atino a decir que sí, ella me toma la mano.

Así estamos desde entonces, tomados de la mano, escuchando la misma música, leyendo los mismos libros, viendo las mismas series y queriéndonos como si fuese lo más fácil del mundo. De seguro el lector de ella sí le dio alguna indicación, no como usted que se quedó en silencio buscando recuerdos.



domingo, 8 de abril de 2018

Paseo


- Los humanos no saben que podemos ser felices.

- ¿No lo notan en el movimiento de la cola ni en la lengua colgando o en la agitación de los movimientos?

- No, creen que todo lo que hacemos gira en torno a ellos y a la comida.

- Ya, apúrate sal por aquí. Yo te levanto la reja, pasa rápido. Después paso yo.

- ¡Salimos!,¡Solo nos queda atravesar 3 patios más y a pasear!

- ¡Mira, hay agua ahí!

- ¡Jajajajajajajajaja! Quedaste con el hocico todo embarrado.

- Allá están los amigos encerrados, tampoco los dejan salir. Vamos a verlos.

- ¡Vamos!

Corrían libres por el barrio, las orejas al viento, el pelo largo agitándose hasta antes de pasar por charcos de agua, luego serían un puñado de motas embarradas y apelmazadas. A veces uno corría en una dirección y el otro en otra, luego ladraban y volvían a encontrarse. Exploraban árboles, jardines, caminos nuevos. Marcaban el territorio como si no fuese a haber otra oportunidad.

- ¡Corre, corre! Ahí andan en auto buscándonos y llamándonos. ¿viste que nos quieren?

- ¡Escóndete, ahí, detrás de ese auto! Seamos libres un rato más. Después nos vamos a la casa.

- ¡Ya!

Se largaron de nuevo en una gran carrera, correr rápido, sentir el corazón agitarse, el aire en la nariz, diferentes olores. Era un verdadero festival de libertad.

Pasearon por horas, no respondieron a los llamados de sus humanos, pero estaban contentos de ser buscados.

- Esto es la felicidad entonces.

- Sí, pero también soy feliz en nuestro patio, en los rincones nuestros. Molestando a los humanos, comiendo esa comida segura en la mañana y en la tarde, persiguiendo pájaros. Llevando los ratones muertos cerca de la ventana y escuchar el grito de asco de la humana mayor.

- ¡Jajajajajajajaja! verdad y echarse de espaldas para que nos acaricien el vientre. Eso también es ser feliz.

- Eso es lo que no entienden. La felicidad tiene matices, a veces se parece a un relámpago seguido de un trueno estremecedor…

- Esos que te dan pánico.

- Sí, esos.

- y otras veces es como una tarde de verano bajo un árbol que da gran sombra.

- Pero conozco a muchos que se la pasan tratando de morder los relámpagos lo mismo que neumáticos de los autos.

- No se puede, pero es emocionante intentarlo y cuando salimos así, cuando nos escapamos, es eso, morder el relámpago.

- ¿Aunque venga el trueno?

- Aunque venga el trueno y comience a tiritar entero.

- Cierto, la gama de sensaciones es el registro de la vida.

- No quiero esa vida mimada, llena de comodidades y seguridad comprada.

- ¿Cómo esos que usan chalecos, adornos y hasta zapatos? ¡Ah, no! Máxima humillación. También prefiero honrar a la antigua manada, alguna vez fuimos salvajes y no me quiero parecer a los humanos.

- En todo caso, nosotros somos bien privilegiados te diré.

- Lo tengo claro: comida segura, cariño y pertenencia ¿qué más se puede pedir?

- ¡Esto pues! Nuestro paseo por el lado salvaje, como dice la canción de Lou Reed Walking on the wild side.

- Algunos no salen por miedo y no me refiero al miedo de perder la seguridad, sino a la angustia del paseo, al miedo a lo inesperado, a lo desconocido a querer quedarse afuera también.

- Así es, he visto eso. Que triste, se les pasa la vida solo imaginando como sería pasear.

- ¡Corre, corre! ¡Viene ese grandote a buscar camorra!

Huyeron despavoridos por el pequeño bosque cercano y lograron despistar al grandote. El corazón les latía a mil, la lengua se alargaba y los músculos estaban un poco flojos.

- No olvidaré este paseo.

- ¡No! Corramos un poco más, mientras aún se puede. Aunque nos dé miedo, aunque sepamos que un día no habrá más paseos.


Corrieron hasta agotarse, cuando la sed de agua limpia y el hambre se hicieron muy intensas, volvieron a la casa. Muy exhaustos como para regresar por su escape secreto, se dedicaron a ladrar en la puerta de la casa.

La humana les abrió, los miró detenidamente: cansados, sedientos, sucios y mojados. La escucharon decir – si no fueran perros, juraría que son felices.

Lou Reed, Walk on the wild side


jueves, 15 de marzo de 2018

Tardes de Jardín



Se atavió como corresponde: jeans viejos, camisa de manga larga, sombrero, zapatillas y guantes de trabajo. Comenzaba siempre igual, primero había que cortar el pasto, tarea que requiere precisión y fuerza: no debían notarse líneas sobre el césped y los bordes deben ser repasados con orilladora. Después, la tarea obsesiva de cortar setos, deben quedar parejos y limpios. Más tarde, cortar con tijeras las ramas secas, flores marchitas y cuidar que una planta no invada a la otra.

Se entregaba a diferentes mundos cuando jardineaba, recordaba libros, canciones y se inventaba analogías. Las plantas son como las personas decía, tienen identidad y una función particular que cumplir.

Para Cristián, jardinear es un profundo acto de fe. Creer en que los ciclos se repetirán, sin variación, uno tras otros. Confiar en que unos pocos actos, aprendidos por azar, por lógica o por manuales, serán una ayuda a lo que la naturaleza hace por sí sola.

Para él, jardinear incluye arrancar malezas del mismo modo que se hace con las personas y experiencias, sacar las que solo estorban el diseño del paisaje imaginado y cuidar aquellas flores y plantas que contribuyen al panorama general o al deleite pequeño en un espacio reducido. Está esa maleza compuesta por pastos silvestres, que pecaron de optimistas en el verano y que creen que pueden invadir todo el césped, como si fuera su derecho. Es fácil deshacerse de ellas. Un tirón y listo. Pueden parecer robustas en la superficie, pero son débiles y poco consistentes. Está esa maleza persistente, que avanza rastrera, pegada a la superficie. A esas hay que perseguirlas, prestar atención y observar si reaparecen. Como los malos recuerdos, sin advertencia, pueden estrangular los nuevos brotes de esperanzas y emociones. Se camuflan, parecen reverdecer el terreno, pero son muy peligrosas. Si uno no está alerta pueden apoderarse de terrenos reservados para otros fines. Amontonaba entonces a los enemigos de su jardín en sendos sacos, para botarlos luego.

Están árboles y setos que son el soporte y la estructura. Esos se dan por sentado, estarán ahí por siempre, pero  requieren cuidados y atención. Hasta los árboles más robustos sucumben a pestes si no se les presta atención. El jardín desaparece sin ellos. Así es que, en consecuencia, cavó las tazas y observó con atención el estado de troncos y ramas.

Mención especial requieren las flores de temporada, esas que florecen solo en tiempos de sol, que dejan la tierra en que se posan inservible porque han consumido todos los nutrientes en su fulgurante protagonismo. Son como esas personas de fácil halago y contacto. Todo jardín que se precie de tal las necesita para contar con brillo y colorido y todo jardinero avezado sabe que es más conveniente ponerlas en maceteros pues de lo contrario deberá trabajar mucho luego para sacar sus superficiales raíces y dotar al suelo, de nuevo, de sus características nutritivas. Si bien sus raíces son superfluas, algunas quieren parecer profundas y luchan por permanecer otra temporada. Rara vez lo logran. Pensó en dos o tres nombres que pertenecían a esa categoría.

Era el turno ahora de los confiables rosales, para Cristián, éstos, una vez asentados, son un elemento imprescindible. Muchas floraciones por temporada y sin embargo cada rosa es distinta de otra, en color, en forma y hasta en textura. Son también los que más heridas provocan, en ocasiones rasguños sin importancia, pero también profundos surcos que con dificultad se borran en pieles delicadas. Resisten el sol, el frío y hasta el embate de malas podaduras. Son como los buenos amigos, aquellos que dicen que estarán y están. Aquellos que clavan con sus observaciones agudas y hacen ver las propias miserias y contradicciones. Si se apestan por pulgones, tijeretas o moscas blancas, aplicando los ungüentos necesarios, vuelven, con toda su majestad y generosidad, a pintar espacios con sus numerosas, densas y desbordantes flores.

Están aquellas flores que uno admira en otros jardines: hibiscos, camelias y hortensias azules. Parecen solo necesitar buena tierra y la dosis adecuada de sol, pero son caprichosos y temperamentales. Por más intentos que uno hace, no aceptan la invitación a quedarse en el jardín. Habrá uno de rendirse y conformarse con mirarlos y tenerlos de afectos temporales en macetas y no esperar que se queden. Siguen siendo hermosos y deseables, pero tal vez haya que admirarlos de lejos y ver como florecen felices en otros terrenos más apropiados. Parecen coquetear con uno desde los jardines que los tienen. Simulan acercarse, hasta que su perfume invade el espacio, hasta que el jardinero cree que esta vez sí resultará y vuelve a intentarlo con renovada confianza para, una vez más, repetir el mismo ciclo: La espera por la floración y la decepción del estancamiento del crecimiento. ¿Por qué volvían a aparecer como un deseo no cumplido?, ¿Cuál es el sentido de querer insistir?

Están también aquellas plantas que recuerdan jardines de la infancia, calas, cardenales, costillas de Adán y otras. Recuerdan a las abuelas, a escondites y pasadizos a lugares imaginarios.
Están los diseños de jardín de revistas, preciosos, pero muy parecidos unos a otros y están los otros, desordenados, inesperados, misteriosos, ocultos, que parecen construidos por el azar o por muchas manos que quisieron dejar su impronta. Estos jardines tienen carácter y solo quienes quieren la tierra saben apreciarlos. Cristián, está orgulloso de su jardín sui generis. 

La mirada del principiante se queda en las flores, la mirada del jardinero se posa en la tierra. Para conseguir la belleza y el color, había que cavar, valorar las lombrices, observar la pudrición y con las propias manos sacar bulbos y raíces que por su forma parecen contener pequeños monstruos en su interior. Es necesario levantar piedras y ver toda clase insectos corriendo desesperados por conservar su hábitat. Lo mismo que a los pensamientos molestos, hay que espantarlos, removerlos, exterminarlos.

Todo esto pensaba cuando arrancaba una vez más esa maleza rebelde. Cavaba la tierra, primero con cuidado y precisión para luego aplicar fuerza casi sin medida. Se vio a sí mismo agotado, quemado por el sol, sediento y dolorido. Se sentó en su sitio preferido, desde donde, cada vez, se repetía que faltaba tanto por hacer. Quería una pérgola con glicinias, un pequeño jardín acuático, camelias, un dasme y nuevos helechos.

Se duchó y se vistió veloz. Iría al vivero de siempre y comenzaría de una vez.

Estaba mirando el enorme vivero y a lo lejos divisó a Sara. Habían hablado muchas veces de plantas, jardines y tanto más. La vio y pensó que continuaría con su jardín ahora mismo, con más ojos por testigos, con más disfrutes que tareas,

Se acercó y le preguntó - ¿quieres ser mi Camelia? – Sara lo miró sorprendida y sonriendo le dijo - Siempre que tú seas mi hibisco - .



La cortaron verde

  Luego del portazo producido por el viento de ese verano, se quedó a cargo del cuidado de la chacra. Era pequeña, pero para quien solo sabí...