martes, 22 de octubre de 2024

Voces

                                           


Foto de Andrea Piacquadio: https://www.pexels.com


Cuando empezó con el truco de – ya, pero ¿qué es lo de fondo en esto? – sentí que todo mi discurso, tan bien preparado y cuidado para evitar confusiones, había sido inútil. Ella iba a empezar con sus clásicas dicotomías sobre lo que es correcto o no, bajo qué parámetros y en qué contexto. Por supuesto que usando un lenguaje docto y profesional que me dejaba en calidad de troglodita intentando explicar una pauta musical. Me salvó la campana, comenzaba el desfile de los licenciados y los sonidos de la banda sonora eran tan potentes que no era posible hablar. La pude observar comportándose a la altura de la situación, bien parada, impecable y al mismo tiempo sencilla. Un esfuerzo inútil para que los demás no notásemos la gran distancia que había entre ella y nosotros.

Nos correspondía saludar juntas, cosas del protocolo oficial en las ceremonias de titulación. Yo estaba feliz de no tener que hablar, solo inclinar la cabeza y extender la mano con la fuerza suficiente para que no me tomaran por una docente sin carácter, sonreír sin demasiado aspaviento y fingir algo parecido al orgullo por los nuevos egresados de la institución. Una especie de princesa consorte, pero sin glamour. Ella solía hacer ese chiste delante de mí. Ya no me obligo a sonreír, hago como que no escucho. Ahora que lo pienso, lleva al menos cuatro reuniones de departamento donde no me lo ha dicho. Debe ser que se está cuidando por lo del buen trato laboral instaurado por decreto. Ya perderá la paciencia.

Creo que pensó en insultarme cuando me trató de normópata, pero para mí fue un halago, desde siempre he tratado de ser normal y parece que al fin lo he logrado, ante los ojos de ella al menos. En la Facultad de Letras ser normal es igual a ser promedio, mediocre o algo así. No saben lo valioso de poder alejarse de la locura, de la real, no de la que aparece como excentricidad de artista asegurado por alguna fuente de privilegios, con lo insultante que resulta reconocerlo para algunos. Que muchos se hayan suicidado parece no importarle a nadie, casi como si se tratara de un dato demográfico más en alguien que demostró ser un genio.

A mí me gustaba, me gusta, ser así, normal, pasar casi como una sombra y como decía una amiga en los tiempos de mi propia locura, hasta las sombras tienen su lado luminoso porque cobijan a los acalorados, en especial a los que viven tormentas de arena en su interior.

No dejó de sorprenderme cómo la relación con mi jefa recreaba la que yo tuve con el abuelo que me crio y, como con aquél, pasaba de la admiración y agradecimiento al odio y resentimiento más profundo. Sin grises intermedios.

Nadie se enteró de que estuve un buen tiempo viviendo en dos mundos, uno en que escuchaba la voz de mi abuelo, sin que hubiera nadie cerca y que yo percibía como real y el otro, uno cotidiano y predecible. A veces esa voz me consolaba, otras me empujaba y, más de las que quisiera, se burlaba de mi cobardía. Esa era la peor parte, porque encontrándole razón, no podía hacer otra cosa. El miedo siempre fue mayor. Creo que al ser la tercera nieta perdió la esperanza de que tendría un nieto parecido a él, un hombre con carácter explosivo y poca empatía. Son suposiciones por supuesto, qué sabe una de por qué la gente hace lo que hace, cuál es la lógica si es que hay alguna.

Mi locura tampoco era muy original, era una ansiedad desatada frente a las situaciones en que me sentía a prueba y que disimulaba con un mutismo a ultranza. No quería que se me quebrara la voz y menos que saltara alguna lágrima. Todo el tiempo tenía la voz de mi abuelo dispuesto a burlarse y a reírse a carcajadas de mi cobardía. Cada vez que vivía algún percance me imaginaba cómo iba a explicárselo y armaba una historia verosímil y que pareciera menos ridícula frente a sus ojos. Una vez, a los trece años, se me cayeron las llaves a una alcantarilla y para justificar mi torpeza inventé un asalto casi a mano armada, fue tanta la exageración y lo creíble que resulté que mi abuelo me llevó a la comisaría para hacer la denuncia. El gran detalle fue que no me salió ni un sonido cuando tuve que declarar frente a la policía – mijita, si va a mentir practique antes – eso dijo el carabinero. Mi abuelo se rio todo el camino de vuelta. Desconozco la razón de ese miedo permanente, pero incluso después de que murió, seguí inventando excusas y mi torpeza no disminuía. Pensé que cuando llegara ese momento iba por fin a crecer y sentiría un gran alivio, pero tenía veinticinco y me sentí desvalida y tonta y torpe y cobarde. Me había titulado recién.

Resistí la universidad casi encerrada en mí misma, hablando lo mínimo o diciendo lo que hay que decir lo que es muy parecido al silencio. Estudiaba hasta las referencias de los documentos que había que leer. Aplicada, muy aplicada. Mi abuelo decía que cuando faltaba el talento no quedaba otra que ser disciplinada. Lo repetía cada vez que me veía estudiando. Cuando empecé a buscar trabajo, empecé a oírlo y al mismo tiempo, seguro por despistado, un profesor me pidió que fuera su ayudante. Se guio solo por mi promedio porque no me conocía. El profesor era mayor, pero no tanto, creo que carecía por completo de sentido común y sin preguntarme nada, después de haber ayudado a corregir pruebas y escritos de alumnos de tercero, me pidió hacer una clase. Pensé que me iba a morir. Maldito miedo a todo. La voz de mi abuelo no me dejaba ni en sueños. La locura total y absoluta me obligó a fingir que era una oradora experimentada, practiqué como me aconsejó el carabinero. Casi como si fuera una obra de teatro y con la voz de fondo de mi abuelo susurrándome − cobarde, cobarde – logré hacer la clase que me encargó el profesor. Casi no hubo preguntas, hasta una, seguro tan despistada como era yo, respecto de las formalidades y de lo que se hace o no se hace, comenzó a aplaudir. Quizás como chiste siguieron otros más, retrocedí hacia la pizarra acrílica, petrificada por el miedo. ¿Se estaban burlando? ¿por qué me hacían eso? Solo por lo tiesa que estaba no salí corriendo a encerrarme al baño a llorar como lo hacía en el colegio. Un chico que estaba sentado en la primera fila se puso de pie y se acercó a ayudarme a recoger los documentos que dejé sobre el escritorio – tranquila, respira hondo, estuvo bien, te ayudo a llevar las cosas a la oficina del profe – me fue imposible responder. Tenía claro que mi expresión solo oscilaba entre el pánico y el terror, sin otros matices.

Debe haber sido una especie de ritual iniciático para mi mente, no sé. Los traumas se deben haber anulado unos con otros o se tropezaron entre sí inmovilizándose por un rato de modo que logré moverme. El chico puso su mano sobre mi hombro y me dijo – escucha, ya no se oye −, era cierto, mi abuelo se había quedado callado por un rato.

−Los tristes nos reconocemos.

Esa fue su explicación −los tristes y locos− agregué yo. Me acuerdo bien porque fue la primera vez que sentí que decía algo espontáneo. Seguimos caminando en silencio, agradecí su ayuda, aunque no creo que se haya enterado de que le debía mi sobrevivencia mental. Mi abuelo tuvo la grandeza de ir callándose de a poco. A veces creo que solo está descansando y que volverá en cualquier momento.

−Nosotras también lo escuchábamos.

Eso me dijeron mis dos hermanas y por un momento las odié. Lo bien que me hubiera hecho saberlo, sentir que la experiencia con el abuelo no era una muestra más de mi debilidad. Cada una había lidiado con su propia forma de locura. De un modo u otro, sobrevivimos. Anormales, inseguras, pero con buenos disfraces.

La voz de mi abuelo continúa acechándome (sospecho que a mis hermanas también) en especial cuando debo ser valiente o disfrazarme de tal. Ya nadie nota la diferencia. Ni yo. Mi jefa, la decana, defiende la locura, el atrevimiento, el riesgo, el vértigo. Usa expresiones como: el imperio del deseo, la vida sin pasión no merece ser vivida y muchas otras parecidas dignas de una camiseta rockera o de cincuentona sin temor al ridículo. Cuando la escucho, vuelvo a sentir a mi abuelo cerca y un murmullo que dice −cobarde, cobarde.


viernes, 18 de octubre de 2024

La palabra precisa, la sonrisa perfecta

 

                                                             Foto de David Yu (Pexels)


La vi sentada en una jardinera del edificio vecino a mi trabajo. Casi en el suelo, Jacinta sujetaba su cartera contra el pecho y el bolso con el computador estaba semi escondido detrás de sus piernas dobladas en una posición casi imposible. Parecía que la habían asaltado recién y que hubiera luchado por no perder lo que con tanto celo afirmaba contra su cuerpo. Reconozco que no me atreví a acercarme en un primer instante. Suelo acobardarme cuando intuyo que una situación puede volverse difícil y requiere algo más de mí que solo la habitual cordialidad y civilidad, pero levantó la mirada y me vio ¿por qué será que esos instantes que podrían ser nada pueden convertirse en un paso hacia el caos en menos de un segundo? Ahora pienso lo mismo, pero al revés, la cantidad de veces que pasé por lugares buscando encontrar algo inesperado y solo sucedía lo mismo de siempre, nada. Así funciona, las sorpresas, buenas o malas no se esperan, suceden.

Levantó la mirada y me reconoció, era la desesperación hecha ojos. Me acerqué y estaba petrificada. La ayudé a incorporarse, tiritaba y estaba helada como si fuera junio en pleno diciembre. Cuando logró hablar su voz no era la que siempre me había impresionado por su firmeza. Muchas veces me impresionó la autoconfianza que trasuntaba en su postura, gestos y en especial su forma de hablar. Parecía que ya había ensayado las respuestas, opiniones o chistes y le salían las palabras ordenadas con buena pronunciación y pertinencia si se puede llamar así a encontrar la palabra justa como diría Silvio Rodríguez en su eterno y agudo Ojalá. Su voz era la confirmación de una mente equilibrada y en paz consigo misma. Características que no encontraba en mí por supuesto.

En cuanto logró pararse por completo me abrazó casi aferrándose a mí. Cuando se separó o la separé más bien, logró balbucear lo evidente, que estaba mal, que no sabía ni dónde estaba o qué podía hacer para irse a su casa. Hacía mucho que no la veía, no sabía dónde vivía o con quién. Me la imaginaba en un barrio bueno, digno de alguien con su capacidad y ganas de tener éxito en la vida. El éxito medido en plata e imagen claro está, lo demás no se ve, solo se imagina.

Conocí su historia a pedazos y la verdad es que no me interesaba tanto como para averiguar más, pero la vida es rara, casi tanto como las personas y además de un par de frases de sus colegas o compañeras de trabajo no sabía mucho más de su vida de adulta − ¿no te dijo que era exitosa? o ¿no te preguntó dónde trabajas y cuánto ganas? Claro, se notaba que le había ido bien, hasta le habían hecho un par de notas en la revista Ya del Mercurio, aunque al parecer su meta era haber aparecido en los líderes de la selección anual del mismo diario. Eso decían los mismos que comentaban con cierta sorna su buen puesto y nivel de contactos. A mí me parecía que tenía algo que la hacía tomar la mejor opción, una especie de instinto, ese del que hablan los empresarios y gurús de los negocios. Una vez me la encontré y la felicité, me respondió con un gesto desagradable y siguió conversando sentada e impecable como siempre. No me molesté en pensar en ella ni treinta segundos más porque creo que la amabilidad no le hace mal a nadie y si ella era incapaz de devolverla era su problema.

La sujeté del brazo para ayudarla a caminar. Decía cosas incoherentes para mí que me muevo en un rango más o menos suave de emociones - la calle es sinuosa, se mueve como una serpiente y me marea; no puedo respirar- se tomaba la blusa y decía que le apretaba el pecho. Respiraba con dificultad y sentía que su cuerpo le quedaba estrecho. Otra con ansiedad concluí, pero en situaciones de emergencia como esta no me sale nada. La torpeza se apodera de mí y espero que las cosas sucedan, se acaben solas, sin que haga falta hacer o decir algo. Se me hacía eterno ese momento en que sin querer prestar ayuda me encontré de sopetón con el rol de quien tenía que hacer ese temido algo. Lo único que deseaba era que Jacinta no se desmayara. Ella no colaboraba en nada. Solo repetía sus sensaciones y se quejaba de no poder respirar. Se acercó alguien, una de esas personas que tienen opinión de todo y dijo que se trataba de un infarto - eso me faltaba- debo ser una muy mala persona porque vi quinientas imágenes de cómo podría zafarme a esas alturas y ninguna servía. Muy tarde para no hacer nada. Como pude casi la arrastré hasta un taxi y le dije que nos fuéramos a la urgencia más cercana.

En la Clínica Santa María nos vieron entrar y le pusieron a Jacinta una silla de ruedas. ¡Que alivio! ella, una mujer delgada pesaba como una tonelada en mi hombro y mi brazo. Tiritaba de frío y seguía sin poder hablar. Me pasó como pudo su cartera para que sacara sus tarjetas y documentos de identidad. No alcancé a mirarlos. La pasaron enseguida al triage y desde ahí a la consulta de urgencia. Después de un rato, eterno para mí, me preguntaron quién era yo y si tenía cómo ubicar a su familia. Habían aplicado el protocolo de rigor para infarto y la conclusión era que se trataba de una crisis de pánico. Ahora estaba durmiendo y no se despertaría hasta al menos unas tres horas más. A esas alturas, las diez de la noche pasadas mis planes de un descanso de esa tarde noche fueron reemplazados por una labor detectivesca: averiguar sobre ella y dar con algún familiar.

Se negaba a decir nada de sí misma, no tenía el teléfono a mano y decía que no se sabía el número de nadie. Hubiera querido desaparecer, irme a mi departamento y ver series, leer lo que hubiera a mano o tomarme una pastilla o hipnotizarme con Tik Tok, cualquier cosa era preferible a estar en ese lugar haciéndome cargo de una situación que nada tenía que ver conmigo.

La tarea no fue nada fácil, la busqué en las redes. Hasta donde yo sabía, unos ocho años atrás, era muy activa en ese espacio virtual, era habitual encontrarla en fotos de premiaciones, cocktails y seminarios de gente de grandes empresas. La sonrisa perfecta - otro verso de Silvio – y escribiendo hermosos comentarios acerca de casi cualquier cosa: la belleza de la vida, la motivación de los equipos de trabajo, vacaciones, familia y la abundancia de felicidad en los pequeños instantes. Dicen que no discrimino con quienes me relaciono en las redes y así debe ser porque la tenía de contacto y casi no me explicaba desde cuándo o cómo. Me encontré con cuentas inexistentes en todas las plataformas. Empecé entonces a tratar de ubicar a algún familiar, a algún compañero de generación en la universidad y la respuesta de aquellos que se dignaban contestar era la misma −no sé y no me interesa –. La mayoría me dejó en visto. Ya era tarde, tal vez por eso no respondían. Fui a hablar al mesón de atención al cliente, con el turno de administrativas diferente, para informar que no tenía cómo ubicar a quien conociera a Jacinta, me dijeron que no había nadie con ese nombre − ¡Listo! Me puedo ir y decir que me había equivocado de clínica, pero ahí estaba el sentido del deber, ese que se transforma en una voz interna que impide negociar y obliga a seguir intentando ayudar incluso a quien no desea ayudarse a sí mismo. Estaba en plena confusión interna cuando salió alguien del sector de atención de urgencia y llamó a quien acompañaba a la señora Elsa Vicuña, nadie se acercó y entonces vi una oportunidad. No tuve que decir nada, me dejaron pasar y entonces vi a una Jacinta diferente, más parecida a la que conocía y de la que recordaba ese gesto desagradable. Me miró con ese mismo desdén cuando me vio entrar y algún pensamiento utilitario debió pasársele por la mente porque luego me sonrió como en las fotos que publicaba antes, en pose de felicidad y amabilidad.

−¿No te aburriste de esperar?

−Por supuesto que sí señora Elsa Vicuña, pero no se puede dejar a una amiga sola en dificultades, si algo de humanidad queda ¿no te parece?

Miró hacia la cortina como si hubiese algo interesante ahí y luego agregó.

−Siempre dije que Santiago es una ciudad muy chica, que no sacaba nada con cambiar mi nombre y hacer como que tenía otra vida.

−¿Quieres llamar a alguien? ¿te sabes algún número?

−No, si puedes, acompáñame hasta la salida, ahí tomaré un taxi hasta mi casa.

Iba a corregirla −no, gracias− querrás decir, pero me arrepentí. Otra pauta clásica, se hace un favor sin querer y luego viene el desquite en forma de agresión contra el beneficiario de la buena obra. A veces se puede llenar silencios incómodos con conversaciones acerca de nada: el tiempo – que rara esta lluvia de octubre o ¿cómo está tu familia? − y muchas derivadas posibles, pero todas las preguntas u observaciones me parecían impertinentes o riesgosas. Quería y no quería saber, logré permanecer en silencio y la dejé en un taxi. No se despidió y no miró hacia atrás. Vi como movió su cabeza como arreglándose el pelo que llevaba del mismo modo desde el colegio y se alejó.

Llegué a mi departamento pasada la medianoche. Al otro día había una reunión temprano así es que, zopiclona mediante, me dormí de inmediato.

Al despertar con la alarma del teléfono, me encontré con una invitación a almorzar de alguien a quien había recurrido para ubicar algún contacto de Jacinta. La curiosidad y las ganas de hacer algo diferente en mi rutina y, por supuesto, mis buenos modales, me hicieron aceptar. La mañana transcurrió lento en la oficina, era de esos escasos día en el mes en que la actividad se enlentece y las horas pasan lento, esos días que se añoran cuando las horas y los años pasan tan rápido que es difícil decir qué pasó antes o después y entonces la memoria hace esfuerzos entre eventos destacados como la celebración de un cumpleaños, las noticias, las fiestas del 18 o cualquier hito al que asirse para distinguir épocas y personas.

Las ventas de seguros de salud se habían disparado por el temor a la desaparición de las ISAPRES así es que mi tarea estaba siendo más fácil, no tenía que devanarme los sesos ideando estrategias de ventas y negociar las metas con cada departamento. Los vendedores estaban lanzados y solo me correspondía advertir lo de siempre, no ofrezcan lo que no podemos cumplir como empresa.

Llegué a tiempo al almuerzo, Le Bistrot de Gaëtan, fue el lugar escogido por cercano. Nos sentamos en el primer salón, un lugar que permite conversar sin alzar tanto la voz. Nicole llegó antes y sonrió como si de verdad se alegrara de verme, me abrazó con cierta intensidad y eso me pareció un poco sospechoso, suelo mantener la distancia por si acaso, por estar alerta. No me ha servido de nada, pero qué se le va a hacer.

Nicole, como muchas personas, incluida yo, inició la conversación con un pretendido interés en mí, pero ya he aprendido algunas respuestas más o menos encuadradas en lo esperado para no dar la lata y mantener cerradas ciertas puertas que en este caso era un esfuerzo exagerado, mi interlocutora quería que le preguntara acerca de ella y llegar pronto a Jacinta.

Había cambiado poco Nicole o tal vez no la miré antes con suficiente atención, mantenía su mirada huidiza, aunque hablaba con más fuerza de lo que recordaba de nuestros años universitarios. Debo aclarar que no terminé la carrera con esa generación y como en muchas circunstancias no me sentía de su grupo y tampoco de ningún otro. Un allegamiento permanente podía llamarse a ese vago sentido de pertenencia ubicuo y débil de mi parte. Por alguna razón que no llegué a entender más personas me recuerdan de lo que yo a ellas.

No era difícil de adivinar, Jacinta fue empeorándose con el tiempo o los que la conocimos éramos más ingenuos antes y no nos dábamos cuenta de cómo nos trataba o sería que caíamos en sus juegos de grandeza y genialidad. Era conocida en la escuela de Derecho. La ubicaban los de cursos más grandes y ni hablar de los más chicos. Sonreía caminando y parecía aprenderse los nombres de todos a la menor mención. Parecía tener su camino profesional trazado y trabajaba desde ya para lograr sus objetivos mientras los demás estábamos concentrados, los más nerds en aprender más y sacar buenas notas, otros en la cuestión política, por supuesto una carrera lucrativa para futuros abogados, o por último en vivir como la mayoría de los jóvenes de esa época, salvando el día.

Se especializó en derecho económico. Era de esperar, luego consiguió una beca en la London Business School y eso la puso por sobre varias generaciones. No es fácil ser admitida en esa escuela y eso reflejaba su buena capacidad y talento para conseguir sus objetivos.

−Nadie pone en duda su inteligencia, pero…

Mientras Nicole relataba el curriculum de Jacinta, surgía en mí esa tendencia a llevar la contraria porque sí, entonces me empezó a caer bien esa mujer. La inteligencia no es sinónimo de bondad, desarrollo personal o cualquier otra virtud. Jacinta era una bala y sabía los pasos que tenía que dar. Si era simpática, egoísta, suertuda, centrada en sí misma y despertaba esa envidia miserable que avergüenza reconocer no era asunto de ella.

Cuando me la encontré y felicité había vuelto a Chile, escribía columnas de análisis en economía y trabajaba en una empresa consultora grande. Se había casado por segunda vez y tenía un hijo de cada marido.

−¿Tuvo tiempo de ser madre?

−De embarazarse al menos sí, ahora quién sabe si tenía tiempo de ver a esos niños.

−¡Ah claro!

Respondí de ese modo a un comentario muy común para no incomodar a Nicole, ella también tenía hijos, tres y casi como un acto reflejo pasó a mostrarme las fotos familiares y los éxitos escolares de ellos. – yo sí soy buena madre ¿ves? – casi escuché su pensamiento − ¡felicitaciones, muy lindos y buenos niños! −. Recuperada la calma, siguió la historia de Jacinta.

La descripción me pareció más una caricatura que otra cosa: la ambición era el motor en sus años de estudiante, la plata su única motivación y sus instrumentos eran las personas conocidas en el mundo de los negocios, vestirse con marcas exclusivas y estar al día en las tendencias actuales en tecnología y nuevos negocios. Para eso estudiaba, leía revistas especializadas y tenía los mejores contactos en Linkedln y por supuesto una apariencia muy prolija y profesional. Parecía, según esos parámetros, la Barbie Bussines.

−A estas alturas aún no entiendo tanta mala onda con ella, con lo que me cuentas parece una mujer que ha cumplido sus objetivos.

Nicole se acomodó en la silla, llamó al mesero y pidió otro aperitivo. Me sorprendió porque habíamos terminado el plato de fondo. Como parecía que la conversación iba para largo, avisé que llegaría más tarde y a nadie pareció importarle mucho. Mi trabajo no es muy relevante la verdad, creo que hubo un tiempo en que lo lamenté porque pensaba que tenía más potencial, pero en la medianía de los cuarenta ya no me quita el sueño. Salirme de derecho y haber entrado a estudiar administración fue una buena alternativa para las circunstancias de mi familia en ese momento y ese plan de que cuando se pudiera vería si complementaba con otros estudios se fue aplazando supongo que porque me falta ese motor del que se enorgullece Jacinta. Como fuera, por mi responsabilidad y aplicación, llegué a un puesto de jefatura y un ingreso que me permite algunos gustitos al mes. El mesero trajo el aperitivo de Nicole y yo pedí otro café.

Durante la caminata hacia el restaurant y mientras escuchaba a Nicole pensaba en cuál era su interés en contarme la historia de Jacinta, Nicole es una excelente abogada, con una carrera impecable y sobre todo muy confiable, una rareza en el área.

Me contó luego de la infancia de Jacinta, muchas piezas comenzaron a calzar, esa necesidad de reconocimiento, de sobresalir a cualquier costo, como si tuviera hambre de inaugurar un nuevo linaje, se entendía como una respuesta a privaciones, malos tratos y una inteligencia que no tenía explicación en su entorno. Los malos tienes historias tristes.

−¿En serio crees que una historia triste explica su comportamiento?

−En ningún caso, es para darle contexto, si estuviésemos en un tribunal podría ser considerado un atenuante.

−¿Acaso cometió un delito?

−¿Estafar a sus socios, varios ex compañeros de universidad entre ellos y empresas mandantes te parece poco?

Me sorprendió. La pregunta obvia era ¿y la justicia? Nos reímos casi al unísono: intachable conducta anterior, buenos contactos y plata suficiente para pagar a algunos, los que podían hacerle más daño, si se sabía de sus andanzas por el lado oscuro.

−¿A ti también te estafó?

Tal vez por el efecto de los aperitivos se rio casi con una carcajada −¡claro que sí!

−¿La denunciaste?

−No, solo me dediqué a salvar lo poco que quedó de mi prestigio profesional y a tratar de buscar otros proyectos. Además, tuve tanta vergüenza, me sentí tan tonta, que no quise aparecer como otra más que cayó en su forma de envolver a las personas. Debe ser parecido a cuando alguien es víctima del cuento del tío y no puede creer que le haya pasado eso. Me escondí como si fuera su cómplice o algo parecido. Jacinta sabía eso, que algo quedaba de mi orgullo y jamás iba a considerar aparecer como una víctima estafada. Por otra parte, me dejó muy en claro que yo debí haber sabido y que ella solo estaba tratando de ayudarme a ganar plata y subir mi nivel de vida.

Comenzó a atropellarse al hablar, nerviosa, como si tuviera que justificar su cercanía con Jacinta, habló varios minutos seguidos, sin puntos ni comas y tampoco pausa para respirar y recuperar el aliento. Entendí de su cascada de palabras que necesitaba contárselo a alguien para ordenar y definir esa historia para sí misma. Había contradicciones y vacíos que no me atreví a confrontar. No se me ocurría nada para que se calmara y temía que comenzara a llorar en cualquier momento. La ansiedad comenzó a invadirme e hice lo que mejor sé hacer, tirar un chiste inapropiado que marque distancia emocional y cambie el curso de la conversación. Sentí la mirada rabiosa de Nicole y el éxito de mi estrategia. Se sentó derecha, tomó el último sorbo de su aperitivo y dijo que ya se hacía tarde y debía volver a su oficina.

Nos despedimos con el típico final – ¡nos vemos! − sabiendo que no sería así a no ser que una casualidad nos encontrara de nuevo. Me quedé en mi puesto porque necesitaba un café antes de ir a mi trabajo. Por algún motivo me quedé con la sensación de que yo también hubiera caído en las trampas de Jacinta. Tengo menos remilgos éticos que Nicole y ciertamente, soy menos inteligente, sé menos de leyes que ella y conozco de cerca lo de vivir con deudas casi como si fuera un telón de fondo de un escenario del que me costó mucho salir.

A lo mejor hubiera estado disponible para aceptar un contrato que no merecía a cambio de cierto riesgo. Las noticias se suceden unas a otras y mi nombre, en caso de haber sido publicado en medio de una estafa, pasaría al olvido en un santiamén entre tanto ripio cotidiano. Para qué trabajar cuando buenos contactos hacen milagros. Cierto, la relativización ética me había alcanzado. Tal vez yo también tenga un precio y muy poco que perder.

Como la vida y la gente es rara, mi celular mostraba la llamada de un número desconocido. Contesté con un aló apenas audible, era Jacinta o Elsa Vicuña si se quiere. Quedamos de almorzar, por supuesto quería mostrarse agradecida por haberla llevado a la atención de urgencia. Ahora se sentía mucho mejor y había regresado al trabajo, otra empresa, de un rubro muy prometedor. Me la imaginé mirando sus uñas cuidadas y con el teléfono sujeto por su hombro y en frente de una lista de nombres para contactar.

−¿Me vas a ofrecer algo? ¿un negocio? ¿legal?

Se rio con una espontaneidad que no pudo controlar con la última pregunta. Ella seguía fiel a su estilo. No sé si puedo decir lo mismo de mí. Tal vez pueda torcer el destino o quizás permitir que suceda.

La cortaron verde

  Luego del portazo producido por el viento de ese verano, se quedó a cargo del cuidado de la chacra. Era pequeña, pero para quien solo sabí...