− ¿Quieres hablar?
− ¿De algo específico?
Iba a decir que sí, que había un
tema pendiente, una aclaración que él necesitaba para sentirse tranquilo, pero
todavía se ponía nervioso y no lograba decir algo tan simple como – tú sabes de
qué – pero ella diría que no sabía a qué se refería.
− No, sin tabla. No se trata de una
reunión de trabajo.
− ¡Ah! para hablar de la vida
entonces. Por supuesto
A ella no se le ocurrió nada que
decir, nada que no estuviera pauteado de antemano. A última hora podría
recurrir a algún artilugio de los habituales para no ir y no hablar: una
reunión fuera de pauta en su nuevo trabajo, un súbito malestar o una migraña.
No un simple dolor de cabeza que pudiera ceder a un comprimido, debía tratarse de una migraña con fotofobia, con aversión al ruido y a la que el estrés agravaría
sin lugar a duda. O podría ir y ver su expresión de incomodidad cuando lo
mirara de frente y fijo, de modo que lo obligaría a preguntar − ¿qué? – y a lo
que ella respondería sin variaciones – nada ¿por qué? – por nada− balbucearía
él y ella entonces esbozaría una especie de sonrisa socarrona y se echaría para
atrás en la silla, tal vez luego pasearía la mirada por las mesas de alrededor.
En el intertanto tendría clavada la mirada de él tratando de escrutar en su
cerebro como si tuviera rayos de algún tipo que develaran sinapsis y lógicas
simultáneas, pero el poder mental no da para tanto todavía. Estaría a salvo.
A él le pareció que, si no definía
un día, hora y lugar, ella no haría nada, pero tampoco se trataba de mostrarse
ansioso o dar la sensación de que el asunto era de mucha importancia, aunque sí,
tal vez, pero no tanto porque las cosas seguían más o menos igual y después de
todo, era imposible prever algo entre tanta confusión. Tenía la convicción de
que cuando fuera viejo lograría distinguir lo que había sido importante y no estaba seguro de si ella aparecería en la lista.
Recordó la primera reunión, había estado a punto de no ir y ahora pensaba que
nunca se escucha lo suficiente al lado sano de la conciencia.
Ella recordó también la primera
vez, usó una blusa comprada en un ataque de algo, de una sensación extraña,
agradable y desagradable en todo el cuerpo, en especial en el estómago y el
cierre de la garganta. Estaba tan confundida con tanto mensaje de texto que no
sabía qué pensar y pensó lo peor. Esa tarde de compras, nada parecía llenar su
gusto. Caminaba tan rápido en el centro comercial que no alcanzaba a ver nada,
las ideas se revolvían en su mente como remolino y de tanto encerrarse en el
laberinto de malos augurios solo divisaba siluetas y vidrios y prisa y
murmullos y escenas que se sucedían en la mente como una seguidilla de sinopsis
de películas malas por predecibles y por burdas. No iba a volver sin una blusa
nueva, cualquiera, de cualquier color. Su compañera de departamento preguntaría
y más valía que la salida abrupta y sin explicaciones hubiera tenido un
objetivo. Siempre hay que parecer ocupada en algo; tener un proyecto, una idea,
algo. En este caso la compra de una blusa, otra más, para lo que viniera, para
una entrevista de trabajo, para sentirse liviana y pulcra. Una fácil de poner –
y por ende de sacar – por si más tarde tenía ganas de tirarse en su cama a
llorar o de bailar frente al espejo dependiendo de si todo salía bien, pero no,
no iba a pensar en esa posibilidad. Mejor no ilusionarse para que el llanto
esté dentro de lo esperable por una mala entrevista.
Eso fue antes, ya le parecía otra
vida, ahora era muy diferente, la habilidad en juego era hacer aparecer la
situación como que no era una reunión casi formal, igual que el juego de las visitas de niños y adultos y, por lo tanto, no podía ser buena
ni mala.
Por supuesto todo podía salir mal y
aumentar la confusión, pensaba él, pero no se trataba de nada en particular. En
un mundo anestesiado es difícil que algo sobrepase, por arriba o por debajo, el
umbral del bienestar personal o al menos que lo parezca. Ese era el punto
central. Ya estaba lamentando haber generado la instancia de volver a verla,
pero algo lo impacientaba, esa necesidad de ser o parecer correcto. Hay que ser
y parecer dice el cliché completo, pero en la mayoría de los casos basta
parecerlo. Tampoco admitía que, en su estilo de hombre racional y moderno, en
el que no cabían otros razonamientos que no fueran evitarse problemas
posteriores, sentía una especie de nostalgia adolescente y eso que ya rozaba
los treinta. Contactarse había obedecido a un momento de ocio en su trabajo.
Fue durante una pausa entre las reuniones telemáticas de la jornada habitual y
las del magíster que ahora todos tenían que hacer para estar entre los
requisitos mínimos de selección de cualquier trabajo decente, incluso si el
sueldo no alcanzara a cubrir tamaña inversión. O fue en un momento de angustia
al ver que sus años de universidad ahora eran amenazados por la IA y que debía
aprender ya a utilizar esa tecnología para no quedar obsoleto antes de los
cuarenta. Puede que fuera eso, un deseo de volver a una época de menor vértigo
en la vida o de uno diferente.
Ahora estaba en lo mismo, buscando
una blusa apropiada para la ocasión, algo así como la visita a un laboratorio,
algo aséptico, sin forma, que solo cubriera y diera la sensación de nada. Todas
sus blusas eran así, no fue difícil encontrar una.
−A mí no se me da eso de ser buena−
esa frase le daba vueltas desde esa mañana. Mientras más se la repetía era como
si agarrara un valor excepcional, como si fuera a atreverse a decir verdades
descarnadas o pragmáticas que es lo mismo. Esas frases que de tan taxativas no
dan espacio a la conversación. Había probado esa estrategia antes y había comprobado que la verdad cierra las posibilidades, debe ser por eso que la mayoría la esconde, para hacer eterna la incertidumbre y, como los pases de un mago, hacer aparecer elucubraciones y posibilidades; para ella eso era conversar, explicitar hipótesis incomprobables para que quedaran temas no resueltos hasta la siguiente. - Alguien así no puede ser buena.
A medida que se acercaba la hora
para llegar a tiempo, la tensión iba tomándose el torrente sanguíneo. Eso de
comportarse del modo apropiado sin conocer los criterios de la corrección
social en estos casos lo ponía peor. Se sentía a salvo y eso era aún más
desagradable, porque a alguien que no arriesga nada le resulta fácil ser bueno,
simpático, ocurrente. Y le había dado por acordarse de todo lo que no dijo o dijo demás, como si se fuera a morir y tuviera que aclarar cosas antes de llegar al final
del túnel. - Debe ser la crisis de los treinta - se dijo sonriendo para sí mismo, como un modo de cambiar el mood del encuentro. Con ella nunca se sabía cómo iba a aparecer, a veces se veía tranquila y afable, hasta contenta y de pronto todo se iba a la cresta. Y él, lo tenía claro, adoptaba una actitud segura y serena, de viejo de mierda y la trataba como si tuviera todas las respuestas.
Hacía ya dos adolescencias al menos, medidas en ese tiempo sin edad, que se habían visto por última vez. En cada oportunidad se propuso al menos no ser desagradable. Era superior a sí misma eso de parecer neutral, desbordante de autocontrol. Objetivo no logrado era la calificación que merecía, igual que varios niños de segundo básico a los que hacía clases.
Él estaba sentado esperándola, casi deseando que no llegara y dar por terminado ese intento de no sabía qué. Que raro que ella hubiera aceptado verlo, que raro que él todavía la extrañara, ese pensamiento pasó fugaz y por peligroso fue expulsado y se estrelló en la avenida más cercana para, por fin, ser atropellado por las prisas de la vida en la ciudad.
Ella siempre se apuraba para llegar irremediablemente tarde a casi todo, esta vez, la demora fue mayor porque en la avenida fue embestida por un tropel de pensamientos peligrosos. Se demoró más y más y en cada vitrina la blusa le parecía de diferentes colores y formas.
Él esperó otra adolescencia más y a su mesa se sentó una colega de su trabajo. Cuando ella se decidió a comprobar su hipótesis, los vio y pensó que su blusa era inapropiada para esta clase de situación.
Alessandro Martire, Truh
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