Hay un video que circula en las redes que me hace
reír cada vez que lo veo. Es una tara personal eso de reírse de las mismas
cosas una y otra vez, sin variación. Eso dicen mis compañeras de trabajo, que
soy un poco extraña, un poco no más, no es para que crean que me siento
diferente de la masa que camina hacia el metro y que simula no pensar en nada
mientras, una vez en el tren, se siente de a poco con menos aire y más
vulnerable. El punto es que cumplí cuarenta hace poco y no sé por qué me sentí
aliviada y libre, aunque puede que ambas cosas sean lo mismo, el alivio y la
libertad. La ausencia de expectativas, eso debe ser. Por mucho que digan que la
esperanza de vida aumentó y bla bla bla, creo no ser para nada la única que
anota los alimentos que aseguran longevidad para no comerlos
ni por accidente. Ausencia de expectativas, eso es, ya nadie espera que
revierta ciertas decisiones o que madure lo que, traducido a conductas
concretas, significa cumplir con un listado de tareas apropiadas para alguien
como una. Más fácil todavía: ya los decepcioné y me da lo mismo. Eso digo hoy,
mañana me puedo contradecir y tampoco importa. La coherencia interna se parece
mucho a la rigidez he pensado en estos días. Así es que capacito que más
adelante vuelva a generar expectativas en otros o en mí misma (si lo dejo por
escrito me salvo de las anti-predicciones).
El
video. El video era el punto.
Voy
a dar un rodeo para llegar al video. Cuando tenía treinta y dos, me dio por
hacer cosas distintas, me desteñí el pelo para poder teñirlo de colores de moda
a veces rosado, a veces azul. Ya estaba vieja para esas cosas, mis amigas
habían hecho lo mismo hacía al menos diez años atrás y yo no me atrevía porque
no iba con la imagen que mi familia soportaba. Ahora que lo pienso vivíamos en
un desfase cultural bastante profundo, mi madre era de la generación que
llamaba feminismo a poder trabajar para comprarse sus cositas y no para pagar
cuentas o participar de las finanzas familiares. Eso hacía, por una clase de
operación matemática que solo ella se explicaba, que tampoco considerase que
podía participar de las decisiones importantes. Esas correspondían a mi padre.
A
los treinta y dos, vivía en la casa familiar. Mi trabajo de kinesióloga y mis
dificultades para ahorrar y no gastar la plata en puras tonteras hacían que,
sin querer, estuviera desempeñando el papel de hija para la vejez igual
que Tita de la Garza en Como agua para chocolate de Laura Esquivel. Sin sus
habilidades para la cocina ni un enamorado por el que llorar o reír.
No
sé cómo pasó, pero un día me dio lo del pelo. Antes de eso iba ordenadita por
la vida, más o menos, no crecía, yo, no el pelo, pero tampoco era para tanto.
Supongo. ¡Ay! ¡Que no pueda afirmar nada con certeza! Me carga eso de mí.
Estaba tranquila, sin plata ni planes, pero tranquila y todavía podía pararme y
encerrarme en mi pieza si cualquiera empezaba a preguntarme por mis planes o
por mi proyecto de vida como dicen los más cursis.
Entonces
un día iba pasando por el frente de una peluquería, me habían pagado recién, vi
que salía una chica súper estilosa y original en su look completo.
No pregunté ningún precio y le dije al peluquero que quería un cambio radical.
Salí
con el pelo corto, fucsia y un montón de mechas paradas sobre mi cabeza. Me
veía rara, pero bien. Esa podría ser mi definición, rara, pero bien. Y sin
plata- El corte, decoloración, coloración, peinado me costó el equivalente a
casi el cuarenta por ciento de mi sueldo. Una cosa llevó a la otra, ese look no
iba con mi blusa y los jeans que usaba cinco de los siete días de la semana.
Tuve que ir a comprar pantalones, faldas cortas, suspensores y muchos
accesorios. Tuve que ir.
Ahí
comenzó todo, se me desordenó la vida, renuncié a mi trabajo sin tener otro y
me parecía que todo iba a estar bien, nada era tan grave. Fue como si me
hubiera agarrado la curva de un imán en espiral. Me puse a trabajar en
cualquier cosa porque estaba mala la cosa para los kine y encima la gente de
salud parecer ser la más tradicional de todas. Agarré mala fama. Poco menos que
se creyeron que me volví loca o algo así. En una de esas sí. Trabajé paseando
perros, animando cumpleaños de cabros chicos, de nana part time,
rellenando cuchuflíes, lo que cayera. Lo más difícil era pasear perros, algunos
se ponían muy contentos al verme y mis pantys de redes negras se hacían mierda
solo al saludarlos, hasta que aprendí los trucos para controlarlos.
Mis
padres, en un intento desesperado por hacer que reaccionara y madurara, me
dijeron que cerrara la puerta por fuera. Y lo hice. Trabajando de cualquier
cosa me sentía una sobreviviente, alguien que podía arreglárselas casi en
cualquier contexto. Vencí el temor al ridículo y a la pobreza. Me fui a vivir
con una tía vieja, casi como refugiada.
Entiendo
a los que pensaron que estuve un poco loca, soñaba cosas raras y por alguna
razón me sentía invencible. No aguantaba ni media crítica y sentía que andaba
de paso en cualquier circunstancia. A través de mi tía, mis padres presionaron
para que fuera a un psiquiatra. Pensaban que era bipolar o del espectro o
narcisista que son los únicos diagnósticos posibles en estos días. Todos somos
el personaje narcisista, TEA o bipolar de alguien y les generamos ansiedad.
Eso, casi textual, me lo dijo el psiquiatra, que me encontró bien, no feliz,
pero compensada. Mis padres no lo podían creer, mi tía sí.
Conocí
muchas clases de personas en ese período, hay harta gente loca y como me
tomaban por una de su especie se permitían tener confianza conmigo. Hay cada
historia, inimaginables, creo que muchas veces no hay más alternativa que
hacerse la loca o al menos parecerlo, aunque sea por un tiempo.
Alcancé
de nuevo ese estado de tranquilidad de antes de cortarme el pelo, con ropa y
maquillaje diferente, pero igual por dentro. Hacer cosas poco convencionales
para poder sobrevivir y no depender de nadie fue una buena experiencia. Me
había hecho un nuevo ecosistema y me había acomodado. Hasta habían cesado los
intentos de mis padres y de otros por salvarme de mi supuesta desorientación y
crisis de la adultez.
Estaba
tranquila después de tanto caos y vino la pandemia. Los kine ahora éramos
nuevamente valorados y contratados por montones en hospitales, clínicas y
consultorios. Mi tía se enfermó y la tuve que llevar a la urgencia. De esa no
salió. Aparecieron sus hijos a pelearse hasta las frazadas de la señora y a mí
me acusaron de querer quedarme con todo. Se pasaron de vacunas.
Mis
padres tenían miedo y me pidieron que volviera a la casa. Volví.
Ahora
todo volvió a estar ordenadito. Mi pelo tiene el mismo color de antes, la ropa
que había dejado en la casa me quedaba buena y me salieron al menos tres
ofertas para trabajar durante la pandemia. Con tanto traje de protección me
sentía como una astronauta y como no se podía hablar mucho, no fue tan difícil
adaptarme de nuevo al ambiente de hospital. Ahora que miro esos años, hace
ocho, hace diez, hace seis, parece un video clip antiguo con imágenes mal
pegadas, algunas distópicas y otras divertidas. Demasiado en poco tiempo. Y tal
como luego de un tsunami el mar vuelve a su ritmo habitual, indiferente al daño
provocado, así sentí que mi vida se acomodó de nuevo.
¡Ah
el video! El personaje es un humano disfrazado de perro que andaba tranquilo de
callejero hasta que llega una vieja de alma caritativa – ¡adopta no compres! –
y se lo lleva a su casa. El perro estaba bien y cada cierto tiempo lo quieren
echar como si hubiese sido su decisión ser adoptado.
Así
estaba yo, tranquila, adaptada y me agarra un peluquero que me cambió el color
del pelo y una cosa llevó a la otra y vuelta a empezar, pero ahora tengo
cuarenta y siento que me salvé, aunque nunca se sabe. Eso me da risa, una y
otra vez, con la misma intensidad.
https://www.instagram.com/reel/C3bIs5MOSpW/?igsh=MTMxaHN5dnluYWFjMQ==