viernes, 24 de marzo de 2023

La Silver

 


Foto de Inga Seliverstova


En la Silver no me preguntan quién soy, cuánto gano o dónde vivo. Es un acuerdo tácito. Ya todos hicimos ese camino, llevamos historias vergonzosas que escondemos hace mucho y otras honrosas que sacamos a relucir con quienes queremos quedar bien. Aquí yo vengo sin disfraz o más bien con uno diferente y lo último que me importa es lo que parezco.

A veces me quedo sentado por ahí y solo observo, otras, cuando aparece mi monstruo bailarín, no me resisto y si las mujeres presentes no se las dan de lindas, bailo con la que esté más cerca. Por lo general me dicen que sí porque no me lanzo sin observar primero. Cuando tienen ganas de bailar se les mueven los pies debajo de la mesa, a veces balancean sus hombros y cuando la canción es muy buena gritan y aúllan como todos los presentes. Hay ritmos infalibles ¿qué será? Me recuerdan las tribus, los ritos de iniciación que leía en los libros de aventuras antiguas. Tampoco dejo que se me pasen los tragos, a ellas no les gusta bailar con los curaos.

Los viernes, pero más seguido los sábados, y a veces los dos días, si el cuerpo y las rodillas aguantan, me pongo un jean que me conoce de memoria y una camisa que permita el movimiento. A veces, si hace demasiado calor, una bermuda también sirve. Me gusta la Silver porque a nadie le importa que uno haga el loco. Nadie puede hablar mucho porque se trata de bailar y entonces da lo mismo si uno no terminó la básica o es profesor universitario. No viví la época de los carnavales, pero imagino que así eran, que se trataba de estar juntos, de seguir el ritmo de la música y de divertirse con los demás.

¡Qué alivio haber pasado el estrés de la juventud! Cuando digo eso, mis alumnos se ríen y algunos preguntan por el argumento detrás de esa afirmación – ¡Cuando maduren van a saber! – les respondo sin variación alguna.

El abucheo es generalizado.

Les contaría dónde queda la Silver, pero tenemos un pacto, es un secreto de los parroquianos. Creo que es una exageración, si los jóvenes o cualquiera que entrara con otra expectativa que no fuera ser uno más, se decepcionaría, lo pasaría pésimo y el secreto del lugar seguiría a salvo, pero me gustan los ritos y no diré dónde queda y qué hay allí. No me invitaron al club de masones, pero quien necesita a los cabezas de búfalo si están los cabeza de plata en un lugar donde no hay jerarquía.

Me gustan las mujeres que van, algunas se visten con traje de fiesta y otras con la ropa con la que van a comprar el pan a la esquina. Se miran entre ellas y tratan de imitar los pasos de la que les recuerda alguna coreografía vieja. Sonríen cómplices y siguen bailando sin parar. A doña Georgina la admiran todas, debe estar cerca de los setenta años, tal vez ya los pasó, luce su gracia y coordinación para toda clase de ritmos. Cada viernes va a la Silver como si fuera la última fiesta: vestido de lentejuelas doradas, peluca corta rubia y unas sandalias con enormes tacos que acentúan su delgadez, por lo general llega acompañada, cuando va sola, ella elige  a sus compañeros de baile, a mí me ha elegido también, dice que soy un gordito rítmico. Lo consideré un cumplido viniendo de ella. 

— Mi nombre es Georgette— me dijo al oído la última vez que bailamos. Hice una reverencia y me alejé. No sé qué me dio. Parecía una despedida. 

Los que vienen por primera vez son un espectáculo para nosotros los de siempre: miran a la concurrencia como escaneando, algunos levantan las cejas y abren la boca sonriendo otros nos ningunean con la mirada y hacen grupo aparte.  Nos encargamos de que no vengan más. Los de siempre sabemos hacerlo. Empujones en la pista, sacamos a bailar a las mujeres con insistencia y las meseras se demoran una eternidad en atenderles. Infalible estrategia.

Los de siempre no somos iguales aunque parezcamos indistinguibles.  Están los que vienen a buscar romance, que son los menos. Se les nota la intención, como antes, como desde el origen de la especie, hay algunos que logran su objetivo porque saben elegir su presa. Y están los que vuelven a su asiento desilusionados, se envalentonan con otro trago para el siguiente intento, disminuyendo sus posibilidades cada vez más. Cuando se rinden, culpan a su presa y esperan sentados por otra ocasión. 

Están también los bailarines de academia, esos me caen bien. Muestran a todos sus dotes y son los pop ídol de la Silver.  Hubo un tiempo en el que quise pertenecer a ese grupo, no me fue bien, empecé muy tarde. Me distraje pensando en que estaba haciendo grandes cosas por mi vida y la de los otros, pero eso es para otra historia. 

Yo vengo a bailar. Si nadie quiere bailar conmigo, bailo solo y sonrío porque estoy ahí y la sangre corre y respiro. La música hace que todas mis células sientan alegría de estar siendo conducidas por una misma vibración que las renueva. 

Los de siempre somos felices con poco, tal vez porque ya intentamos grandes tareas y las logramos o porque en otras, enormes o pequeñas, fracasamos y aquí nos da lo mismo. En el baile somos todos criaturas moviéndonos libres. Incluso si a veces recordamos con nostalgia a quienes debieran estar ahí con nosotros y no quisieron bailar.

Ya lo decía Murakami en Baila, baila, baila

 – Baila –dijo el hombre carnero-. No dejes de bailar mientras suena la música. ¿Lo entiendes? Baila. No dejes de bailar. No pienses por qué lo haces. No le des vueltas ni le busques significados. En realidad, no significa nada. Si te pones a pensar, las piernas se detienen. Y si eso sucediera, servidor no podría hacer nada para ayudarte. Tu conexión desaparecería. Para siempre. Entonces ya sólo podrías vivir en este mundo. Te verías arrastrado desde aquel mundo hasta este mundo. Así que no permitas que tus piernas se detengan. Por muy ridículo que te parezca, no dejes de bailar. Lograrás que lo que ya está endurecido empiece a distenderse. Todavía deberías estar a tiempo. Utiliza todos tus recursos. Echa el resto. No tienes nada que temer. Estás cansado, lo sé. Cansado y asustado. A todos nos sucede. A veces sentimos que todo es un gran error. Y entonces las piernas se detienen.

Alcé la mirada y observé la sombra proyectada en la pared.

– Pero no queda más remedio que bailar –prosiguió el hombre carnero-. Y hacerlo lo mejor que puedas. Deslumbrando a todos. Si lo haces así, quizá pueda ayudarte. Así que baila, baila mientras no cese la música.

Los de siempre lo sabíamos antes de leer a Murakami, no seguimos a ningún gurú, no queremos deslumbrar a nadie y bailamos porque sí, porque es alegre e improductivo y nos hace felices. Algunos se van por un tiempo y nos alegramos y les damos la bienvenida si vuelven, aunque sea fuera de ritmo y forma.



martes, 14 de marzo de 2023

El sur de Amelia


      Por aquí el paisaje es apoteósico.

Así describió un lugareño los cerros, lagos, ríos, bosques y tanto más de ese sur al que los visitantes quisieran llamar suyo, pero que jamás lo sería. La Señora Amelia consideró que ese adjetivo era el mejor que había escuchado porque casi otorgaba la cualidad del sonido y la sorpresa a esa amplitud tan accidentada. El sonido del agua y la experiencia del viento, también podían incluirse en la apoteosis, en la belleza escandalosa del verdor, nada de terrible, sino casi hipnótico y tranquilizante, de musgos, helechos, arbustos y bosques resistentes a la invasión de los humanos.

El agua y el viento, acaso los componentes esenciales de un paisaje vivo desde donde podría aparecer un dinosaurio perdido en el tiempo y calzaría perfecto con el entorno sin advertir que no era oportuna su presencia.

Doña Amelia, donde iba se ponía a imaginar modos de subsistir, como si se atreviera a cualquier cosa, como si no tuviese miedo a nada, como si hubiese terminado su tiempo de volver, como si no se hubiese dado por vencida. Para ocultar todos esos obstáculos, se decía que ya no tenía energía, que si fuese más joven, que si no fuera quien era, en fin, Amelia carecía del valor para insistir. Ya no hablaba de eso, por el resurgimiento del medievalismo y la censura concomitante: los pensamientos pesimistas y su traducción al lenguaje en palabras como miedo, fracaso, inseguridad, timidez, desconfianza, desilusión y otras desgracias son considerados verdaderos conjuros, malditos, prohibidos e imposibles de nombrar. Parada en frente del paraíso se sentía en paz y hasta feliz, muy feliz si el viento arreciaba y hacía peligrar la estabilidad en tierra o en medio de un lago. Agradecida.

Porque en el nuevo medioevo, es menester ser agradecida, fuerte, segura y corajuda, incluso frente al vértigo y al abismo de los monstruos internos. Ser mala es no ser feliz o no darle la vuelta a cualquier experiencia, o no considerar las crisis como oportunidades: de negocios, de ampliación de la propia autoconciencia, de contacto con el universo a través del ensimismamiento, de perdón, que casi siempre se traduce en perdonarse una misma y tanto más que daba cuenta de la religión del bienestar personal. Ser mala es no creer o no creer suficiente en lo que haya que creer. Las tablas de Moisés, ahora reemplazadas por las fotos de Instagram, ordenan revisar los apegos, el ego y sobe todo soltar cualquier pensamiento que recuerde situaciones irremediables y dolorosas, culpas y esas desagradables sensaciones a las que antes había que encontrarles un sentido y ahora hay que considerar aprendizajes por estar repitiendo materias de otras vidas.

El sur era el escenario de sus divagaciones, nostalgia de lo vivido y lo imaginado. Así como las playas del caribe o del sudeste asiático para otros. Estaba ahí y lo seguía imaginando. Cómo sería ese paisaje en otoño o en invierno, sin turistas y sin calor. En el sur se soportaba más a sí misma y sentía que no hacían falta las palabras ni las explicaciones porque habían probado ser inútiles, ella las había prodigado sin medida para quedarse al final sin hipótesis ni explicaciones. Monólogos internos que no conducían a nada se acallaban en el sur.

Volvería cada vez que pudiera y en cada paseo añoraría la compañía de alguien que compartiera el gusto, su mano, las sonrisas y un silencio que no era necesario interrumpir. Tenía claro que una parte suya se quedaba allá, quizás el pedazo que contenía las palabras porque volvía más callada, cada vez más callada y sumida en lo que haría en la siguiente visita al sur y al río.

Amelia creía que cada persona tenía su propio sur, un espacio donde maravillarse y huir de la religión moderna, de las supersticiones y predicciones del lenguaje, las ciertas y las fallidas. 


La cortaron verde

  Luego del portazo producido por el viento de ese verano, se quedó a cargo del cuidado de la chacra. Era pequeña, pero para quien solo sabí...