Foto de Inga Seliverstova
En la Silver no me preguntan quién soy, cuánto gano o dónde vivo. Es un acuerdo tácito. Ya todos hicimos ese camino, llevamos historias vergonzosas que escondemos hace mucho y otras honrosas que sacamos a relucir con quienes queremos quedar bien. Aquí yo vengo sin disfraz o más bien con uno diferente y lo último que me importa es lo que parezco.
A veces me quedo sentado por ahí y solo
observo, otras, cuando aparece mi monstruo bailarín, no me resisto y si las
mujeres presentes no se las dan de lindas, bailo con la que esté más cerca. Por
lo general me dicen que sí porque no me lanzo sin observar primero. Cuando
tienen ganas de bailar se les mueven los pies debajo de la mesa, a veces
balancean sus hombros y cuando la canción es muy buena gritan y aúllan como
todos los presentes. Hay ritmos infalibles ¿qué será? Me recuerdan las tribus,
los ritos de iniciación que leía en los libros de aventuras antiguas. Tampoco
dejo que se me pasen los tragos, a ellas no les gusta bailar con los curaos.
Los viernes, pero más seguido los
sábados, y a veces los dos días, si el cuerpo y las rodillas aguantan, me pongo
un jean que me conoce de memoria y una camisa que permita el movimiento. A
veces, si hace demasiado calor, una bermuda también sirve. Me gusta la Silver
porque a nadie le importa que uno haga el loco. Nadie puede hablar mucho porque
se trata de bailar y entonces da lo mismo si uno no terminó la básica o es
profesor universitario. No viví la época de los carnavales, pero imagino que así
eran, que se trataba de estar juntos, de seguir el ritmo de la música y de
divertirse con los demás.
¡Qué alivio haber pasado el estrés de
la juventud! Cuando digo eso, mis alumnos se ríen y algunos preguntan por el
argumento detrás de esa afirmación – ¡Cuando maduren van a saber! – les
respondo sin variación alguna.
El abucheo es generalizado.
Les contaría dónde queda la Silver,
pero tenemos un pacto, es un secreto de los parroquianos. Creo que es una
exageración, si los jóvenes o cualquiera que entrara con otra expectativa que
no fuera ser uno más, se decepcionaría, lo pasaría pésimo y el secreto del
lugar seguiría a salvo, pero me gustan los ritos y no diré dónde queda y qué
hay allí. No me invitaron al club de masones, pero quien necesita a los cabezas
de búfalo si están los cabeza de plata en un lugar donde no hay jerarquía.
Me gustan las mujeres que van, algunas
se visten con traje de fiesta y otras con la ropa con la que van a comprar el
pan a la esquina. Se miran entre ellas y tratan de imitar los pasos de la que
les recuerda alguna coreografía vieja. Sonríen cómplices y siguen bailando sin
parar. A doña Georgina la admiran todas, debe estar cerca de los setenta años,
tal vez ya los pasó, luce su gracia y coordinación para toda clase de ritmos.
Cada viernes va a la Silver como si fuera la última fiesta: vestido de
lentejuelas doradas, peluca corta rubia y unas sandalias con enormes tacos que
acentúan su delgadez, por lo general llega acompañada, cuando va sola, ella
elige a sus compañeros de baile, a mí me ha elegido también, dice
que soy un gordito rítmico. Lo consideré un cumplido viniendo de ella.
— Mi nombre es Georgette— me dijo al
oído la última vez que bailamos. Hice una reverencia y me alejé. No sé qué me
dio. Parecía una despedida.
Los que vienen por primera vez son un
espectáculo para nosotros los de siempre: miran a la concurrencia como
escaneando, algunos levantan las cejas y abren la boca sonriendo otros nos
ningunean con la mirada y hacen grupo aparte. Nos encargamos de que no
vengan más. Los de siempre sabemos hacerlo. Empujones en la pista, sacamos a
bailar a las mujeres con insistencia y las meseras se demoran una eternidad en
atenderles. Infalible estrategia.
Los de siempre no somos iguales aunque
parezcamos indistinguibles. Están los que vienen a buscar romance, que
son los menos. Se les nota la intención, como antes, como desde el origen de la
especie, hay algunos que logran su objetivo porque saben elegir su presa. Y
están los que vuelven a su asiento desilusionados, se envalentonan con otro
trago para el siguiente intento, disminuyendo sus posibilidades cada vez más.
Cuando se rinden, culpan a su presa y esperan sentados por otra ocasión.
Están también los bailarines de
academia, esos me caen bien. Muestran a todos sus dotes y son los pop
ídol de la Silver. Hubo un tiempo en el que quise pertenecer a
ese grupo, no me fue bien, empecé muy tarde. Me distraje pensando en que estaba
haciendo grandes cosas por mi vida y la de los otros, pero eso es para otra
historia.
Yo vengo a bailar. Si nadie quiere
bailar conmigo, bailo solo y sonrío porque estoy ahí y la sangre corre y
respiro. La música hace que todas mis células sientan alegría de estar siendo
conducidas por una misma vibración que las renueva.
Los de siempre somos felices con poco,
tal vez porque ya intentamos grandes tareas y las logramos o porque en
otras, enormes o pequeñas, fracasamos y aquí nos da lo mismo. En el baile somos
todos criaturas moviéndonos libres. Incluso si a veces recordamos con nostalgia
a quienes debieran estar ahí con nosotros y no quisieron bailar.
Ya lo decía Murakami en Baila, baila,
baila
– Baila –dijo el hombre
carnero-. No dejes de bailar mientras suena la música. ¿Lo entiendes? Baila. No
dejes de bailar. No pienses por qué lo haces. No le des vueltas ni le busques
significados. En realidad, no significa nada. Si te pones a pensar, las piernas
se detienen. Y si eso sucediera, servidor no podría hacer nada para ayudarte.
Tu conexión desaparecería. Para siempre. Entonces ya sólo podrías vivir en este
mundo. Te verías arrastrado desde aquel mundo hasta este mundo. Así que no
permitas que tus piernas se detengan. Por muy ridículo que te parezca, no dejes
de bailar. Lograrás que lo que ya está endurecido empiece a distenderse.
Todavía deberías estar a tiempo. Utiliza todos tus recursos. Echa el resto. No
tienes nada que temer. Estás cansado, lo sé. Cansado y asustado. A todos nos
sucede. A veces sentimos que todo es un gran error. Y entonces las piernas se
detienen.
Alcé la mirada y observé la sombra
proyectada en la pared.
– Pero no queda más remedio que
bailar –prosiguió el hombre carnero-. Y hacerlo lo mejor que puedas.
Deslumbrando a todos. Si lo haces así, quizá pueda ayudarte. Así que baila,
baila mientras no cese la música.
Los de siempre lo sabíamos antes de
leer a Murakami, no seguimos a ningún gurú, no queremos deslumbrar a nadie y
bailamos porque sí, porque es alegre e improductivo y nos hace felices. Algunos
se van por un tiempo y nos alegramos y les damos la bienvenida si vuelven,
aunque sea fuera de ritmo y forma.