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Cuando
Daniel estaba lejos dormía bien y es curioso como algo tan evidente le generaba
extrañeza. Estaba lejos, solo y en un espacio reducido; lejos del campo en el que había ido a parar de pura suerte y que si bien, por temporadas lograba dominar, luego, cual jardinero
negligente, dejaba espacio para que la maleza destruyera lo que le había tomado
tanto tiempo conservar. No se consideraba un tipo flojo, pero hacía un tiempo
que sentía que la vida se le iba en trabajar, ordenar, reparar y encima había
caído en la trampa del hágalo usted mismo, porque no confiaba en las
habilidades de otros o por razones aún más ridículas como no tener tiempo para supervisar
la labor de otras personas. Decía que le habían visto las canillas muchas veces
y prefería dejar algo así, sin funcionamiento, con ruidos raros o afirmadas con
un alambre para algún día mirar un tutorial y asumir la tarea completa en vez
de seguir pagando por reparaciones hechas a medias o que dejaban los objetos,
como el portón, las llaves de agua y máquinas en peor estado que previo a la
visita de los técnicos.
Ese
día, el de la reparación, no llegaría, lo sabía bien. Iría como hasta ahora, arreglando,
parchando y siendo testigo de como varios artefactos iban deteriorándose. La
noche anterior tuvo una pesadilla: el techo se venía abajo y caía sobre la camioneta,
también defectuosa a estas alturas y no podía salir porque la puerta se había
trabado con escombros. Esa pesadilla le recordó a otra muy antigua en la que se
quedaba atrapado en un refugio en la montaña con su caballo y los perros.
Cuando
estaba lejos estaba tranquilo, podía tenderse por horas sin hacer nada o
caminar por horas o sentarse por horas frente al mar y escuchar unos audios de
filosofía que le revolvían la cabeza peor que esos juegos de los parques a los que
alguna vez se subió solo para hacerse el hombrecito, pero que le daban terror.
A
veces, allá lejos, extrañaba el jardín, ese que le permitía tener fe en los
ciclos de la naturaleza, lo volvía humilde y, en caso de ser necesario, lo aterrizaba
de modo concreto y tangible. Menos mal que de las siembras y la producción se
encargaban el capataz y sus chiquillos. Don Miguel le decía que tenía que
prepararse, que él se podía despachar en cualquier momento y él no se daba el
tiempo de mirar los libros y de conocer a los trabajadores. Los conocía a todos
porque había jugado a la pelota con ellos, le habían enseñado a andar a
caballo, lo habían tirado al barro de los chiqueros, lo habían empujado encima de
la Sarita y a punta de chistes y de fingir que estaba borracho se safó de una
iniciación sexual violenta y desagradable. Sarita sonreía nerviosa y se hacía
la chora, como si quisiera pasar luego por ese ritual, saber lo que era y ser
dueña de sí misma, de un modo poco comprensible a una lógica masculina. Decía
que como no lo quería, se sentía segura con él, pero a Daniel no le gustó esa
confesión.
Qué
será de Sarita a estas alturas, ella vino el verano en que Daniel cumplió dieciséis,
ella en un par de meses cumpliría dieciocho. Alguna vez la buscó por las redes
sociales, pero no sabía su apellido y el interés no era tanto como para
emprender una búsqueda que tomaría un par de clics más.
A
los treintaicinco Daniel se encontró con más tareas y suerte de las que podía
manejar. Así definía él ese momento de su vida. No logró dar con una carrera
técnica o profesional que le gustara. Su tío viudo y sin hijos le pidió que lo ayudara
en el campo porque estaba harto de oír a su hermana quejarse de lo inútil que
era. −Pobre cabro, lo sobreprotegieron toda la vida y ahora quieren que sepa
vivir −. Hasta desayuno a la cama le llevaba la nana de la casa cuando iba a
clases a la universidad - cuando se dignaba a ir - decía su madre.
Ahora
lo tenían para la patá y el combo.
No,
Daniel tenía claro de que sus padres y sus hermanos pensaban que así era, pero
no. Tenía cara de desvalido y eso lo salvaba de las tareas duras, hacía como
que enterraba el chuzo y venía algún trabajador y le quitaba la herramienta. − ¡A
ver! Pasa pa´ acá mejor, vamos a estar todo el día aquí si este se pone a picar .
Pura
suerte.
Como
fuera, con suerte y todo, se sentía cansado y abrumado por todas las cosas
pendientes de solucionar que tenía frente a sí. Una vez se propuso hacer una
lista y se abrumó más. Tenía una prima que hacía checklist por todo y
cada vez que la veía le preguntaba si había cumplido con sus pendientes. Y ella
cumplía, de puro neura, de puro disciplinada y matea decía el padre de Daniel.
Como la vida es azarosa, a esa prima le dio por ir a ver al tío al campo.
Ella transmitía con que se dedicaría a investigar el árbol genealógico familiar
y que sería la curadora de fotos, recuerdos y de lo que fuera necesario para conservar
la historia del clan. Daniel apostaba a que no daría con información significativa, era mucho trabajo llegar a saber quienes eran los de tres generaciones anteriores.
Justo
el día de su llegada se cruzaron en el camino que llevaba a la casa del campo,
ella andaba en un city car y Daniel en la camioneta del tío. La vio
estacionada en el camino dando golpes al volante del auto. Lloraba de pena y de
rabia, Daniel temió un accidente o un asalto. Estacionó unos metros más
adelante y se volvió corriendo a verla. Ella era incapaz de dejar de sollozar,
pero no había sido un accidente, era su culpa decía o al menos eso parecía. Reclamaba
que no era justo, que a ella se le había desarmado todo, la vida entera, y que
él, un tipo al que no nombraba, se la había llevado pelá. Ninguna consecuencia,
nada, que continuó sus días como si nada y ella tuvo que enfrentar sola todos los lastres.
Daniel
no entendía nada y, la verdad, no le interesaba. Había escuchado que su prima
era extraña y dramática. Sabía que había congelado su carrera en la
universidad. A lo mejor era eso, pero no era para tanto como para llorar así. Se
quedó callado al lado y esperó a que se recuperara para continuar su camino. No
supo qué le pasaba, cuando volvió en la tarde ambos actuaron como si se vieran
por primera vez y, en un acuerdo tácito, el tema del llanto y la furia no se
tocaron más.
El
impacto de esos sollozos y esa rabia lo hicieron pensar que nunca había sentido
tanta pena o ira, parecía que su rango emocional era estrecho o andaba de anestesiado
por la vida o había aprendido de la cara de metro de su padre por la que su madre
tanto reclamaba, aunque ella también tenía cara de moai todo el tiempo. Ni de
los chistes de reía mucho. La última polola se había quejado y cuando lo pateó
le dijo un montón de insultos raros: bloqueado emocional, bolas tristes, inconsistente,
adolescente eterno y ya no se acordaba qué más. Seguro eran cosas que había
leído en Instagram al pasar porque ella no usaba esas palabras. Con eso se
consoló. No le gritaba a él sino a un personaje que ella se construyó en su
cabeza. Además, no podía entender cómo era que se había enamorado de él.
Enamorarse,
qué cuestión tan rara. A él le parecía una cuestión biológica e ineludible, biológica,
sobre todo.
Lejos
dormía bien, nadie lo conocía, no lo culpaban de nada, tampoco recibía órdenes
o sugerencias. No se enteraba de las noticias y si en algún momento se aburría siempre
podía meterse en algún juego en línea del que se saldría sin dar explicaciones.
Lo
más raro en él era el gusto por el jardín, había llegado a la conclusión de que
era lo único humano y trascendente que tenía su vida.
·
Fredéric
Chopin soothing music, Joie de Vivre https://youtu.be/JRFPT7cnnYE?si=yA3ZNTgrZ0Kgh-7k