El
sábado en la mañana despertó temprano. Encendió el notebook por hábito, para
leer las noticias, leer algún artículo interesante por ahí. Pasar el tiempo.
Hoy no saldría, limpiaría bien su departamento, cambiaría la ropa de estación y
vería si debía comprar blusas, sweaters o pantalones para este año. El día
pasaría rápido y en la noche vería alguna película.
Si
había resistido hasta hoy, podría resistir mucho más, pensaba.
Había
logrado mantener la depresión a raya, ya no seguía bajando de peso y su
rendimiento en el trabajo mejoraba, se le ocurrían nuevas ideas y ya casi no
hablaba de Erasmo. Había cambiado la disposición de los muebles en el
dormitorio – parece que nunca hubiese vivido aquí- había dicho Erasmo una noche
de recaída en que se quedaron juntos. Ahora pensaba que la culpa tenía un poder
enorme. Vino a verla preocupado, en verdad lo estaba. Terminaron en la cama.
Que
raro era todo. Silvia sintió que lo permitió casi por inercia, Erasmo ¿por
cariño? Ahora ella debía reconocer que él tuvo más claridad y no se quedó. Fue
él quien se daba cuenta de que ella estaba tan aturdida que podría haberlo
perdonado, pero que las condiciones eran muy disímiles para ambos.
La
quería, cierto, pero no era ese amor que sintió al principio. Recordaba las
palabras de su madre – no vas a encontrar otra como ella – sabía que era así.
Silvia era inteligente, autosuficiente, seguro destacaría pronto en su profesión,
además era leal y correcta. Ese era el concepto, era correcta, lo mejor que
podía tener, pero tal vez él no quería un concepto, quería más. Ahora que ella
estaba desecha, aún en ese estado, sentía que no era por él. Era su orgullo
herido.
Silvia
intuía que no podía culpar a Erasmo por su depresión. Era su responsabilidad haber
llevado las cosas tan lejos. Que culpa tenía él de que ella sintiera que no
podía querer. Peor aún, que solo podía querer a quienes no iban a elegirla a
ella de vuelta. O a quienes se iban a ir, dejándola sola, en la orilla. Era una
falla en su sistema. De hecho sintió que lo quería un poco más cuando el final
se venía encima. El mejor sexo ocurrió cuando supo que era el último.
La
noche anterior había ido a ver a un amigo. Debía devolverle unos libros y él, como
hacían varios desde que sabían que se había separado, la había invitado a su
casa. Fue una visita breve, pudo ver a su esposa y a su hijo de meses. Silvia
reparó en que el aparato de música era igual a uno que tenía ella. Cuando
comentó que la primera canción que escuchó fue una de Rihanna, Tito y su esposa
reaccionaron con horror y un gesto de reprobación simultáneo. Los sintió como
una pareja sólida que se habían acompasado tan bien que hasta sus gestos y
movimientos se parecían. Eran compatibles, les gustaba la misma música,
pensaban lo mismo en política y la ternura entre ambos parecía un domo que los protegía
del mundo exterior.
Tito
la fue a dejar al metro. Le preguntó si estaba siendo acosada en el trabajo,
que había algunos hombres que pensaban que una divorciada tenía necesidades. Silvia no lo había pensado así,
pero en efecto había habido un par de hombres que creyeron que tenían
posibilidades, uno muy mayor que le había ofrecido ser su amante y disfrutar de
las ventajas de salir con un alguien solvente que no le iba a hacer problemas y
otro, Leonardo, también casado, que en una reunión de amigos y con unos tragos
demás, le había dicho que estaba enamorado de ella hacía mucho tiempo. Se había
alejado de ambos con un profundo desprecio. Una rabia casi desmedida a la
situación. ¿Otra herida al orgullo? Algo así. ¿Qué creían, que ella iba a
aceptar ser la de la diversión, la de las sobras, la de la hora de almuerzo o
la de las reuniones de trabajo? Era eso lo que la enfureció en esas
proposiciones. Los dos quedaron estupefactos con su reacción tan exagerada. A Tito,
le contó algo de esas escenas. El camino breve ayudó a no entrar en más
detalles.
Cuando
iba en el metro y ponía su playlist de misión
olvido, pensó en Tito y su esposa. Se los imaginó juntos para siempre, con
más hijos, ella buena compañera y él, brillante, con un esplendoroso futuro
laboral. Ella no había nacido para vivir algo así. De adolescente se había
sentido atraída por Tito, él nunca se enteró. Ahora era un buen amigo con una
buena vida.
Estaba
aún en su cama. Sus pies estaban helados y pensó en acurrucarse. Luego se le
vino a la cabeza la idea de que si lo hacía, terminaría llorando otra vez y ya
estaba agotada de eso. Pensó de nuevo en Tito, estarían despiertos hacía rato
él y Susana, su esposa. Los que tenían hijos chicos, despertaban temprano. Tal
vez irían a visitar a la familia de alguno de los dos o a pasear a un parque
con la guagua.
Se
levantó cerca del mediodía. Decidió que iría a dar una vuelta, tal vez entraría
en un cine o en una cafetería a sentarse, mirar a la gente e inventar
historias. Se puso ese pantalón blanco que sabía le quedaba bien. No alcanzó a
caminar una cuadra y se devolvió a cambiarse. No soportaba las miradas. Ya casi
ningún hombre se atrevía a piropear, pero no iba a ser fácil que dejaran de
mirar como si estuvieran frente a un pedazo
de bife chorizo esperando para ser engullido. Se recriminaba por devolverse, se
iba diciendo que era una idiota, que era libre y tenía derecho a andar como
quisiera, pero la incomodidad era mayor. Salió de nuevo con un jeans y una
blusa larga. Así nadie la veía.
Escogió
el café literario para pasar la tarde, era un buen lugar. Se podía estar horas
sin ser abordada y daba la sensación de haber hecho algo. Después podía caminar
por el Parque Bustamante hacia su departamento e imaginarse que vivía en una
ciudad que relevaba las áreas verdes.
Cuando
volvió ya casi era de noche, ordenaría y el día habría terminado. Podría decir
el lunes en el trabajo que había salido el fin de semana y se libraría de los
consejos para que pudiera encontrar pareja. El eufemismo más usado era conocer gente, así decían cuando no
querían parecer muy directos o intrusivos. Le habían presentado a cada pastel
soltero que conocían dentro del rango etario aceptable. Un fiasco tras otro.
Silvia pensó que ella era, a su vez, también un fiasco para ellos.
De
las cosas raras que la gente le decía, una de las que más extrañas, fue cuando
una amiga, Evelyn, le dijo:
-
Tienes que estar tranquila, a ti una vez te eligieron ¿entiendes?
-
No, no entiendo qué quieres decir.
-
Que alguien quiso pasar la vida contigo, Erasmo te quiso para estar para
siempre contigo, se casaron. Eso es más de lo que muchas pueden decir.
Quedó
tan sorprendida por esa lógica que contestó moviendo la cabeza de arriba hacia
abajo, asintiendo, pero con muchas preguntas en la cabeza. ¿Tenía que darse con
una piedra en el pecho porque Erasmo se casó con ella? ¿agradecida por haber
sido querida?
La
gente dice tantas burradas.
Un
día en su correo se encontró con uno que la trataba de lo peor, la insultaban,
la amenazaban y la culpaban de una ruptura. Le dejaban en claro que era una
ruptura temporal porque, era una mujer, recuperaría a su esposo en cuanto se
decidiera a mover un dedo. Silvia pensó que era un error, alguien se había
equivocado de correo. A veces pasaban esas cosas. Una letra mal puesta. Algo
así tenía que ser. - ¿y por qué no movía
el dedo entonces? – Pensó. Otro día
recibió una llamada, número desconocido. Alcanzó a escuchar que le decían mosca muerta, puta y cortó para no
seguir escuchando insultos.
Contó
de esas situaciones en la hora de almuerzo, casi como una anécdota divertida. María
José le dijo que tuviera cuidado, que no podía ser casualidad el correo y la
llamada.
La
semana siguiente su auto tenía un papel pegado en el maletero, más insultos y más
amenazas. El teléfono se llenó de mensajes del mismo tipo. Entonces se asustó.
Cambió de teléfono, también de estacionamiento y estaba más atenta a lo que
ocurría a su alrededor. De un día para otro, así lo sintió, el mundo pasó de
ser normal y aburrido a peligroso. No sabía ni sospechaba quien era la mujer
que la culpaba de estar con su marido. Entendía por lo que debía estar pasando.
Ella misma había ido a ver a la amante de Erasmo. Para verla, para compararse,
para entender, para completar el rompecabezas. Dio con ella como si hubiese
sido una avezada detective privado; averiguó su nombre, dirección, teléfono y
llegó a su casa. Abrió su hermana, preguntó por Elizabeth y apareció enseguida,
sonriente, linda, ojos grandes. Le entregó un regalo en nombre de Erasmo y se
fue. La curiosidad satisfecha y la posibilidad de demostrar a su marido lo
inteligente que era. Ahora le parecía tan absurda esa secuencia. Si hubiera
sido de verdad inteligente lo hubiera sabido antes. Recordaba la furia de
Erasmo, el esfuerzo que hacía por no agredirla, por dejar que ella desplegara
toda su ironía sobre él. Solo lo dejó tranquilo cuando él dijo: Ella se parece
más a mí, no me aplasta como tú. La definición de victoria pírrica se le
apareció en la mente, casi como si pudiera verla escrita.
Era
martes y salía del trabajo justo a la hora para ir al gimnasio. Afuera estaba Evelyn,
se acercó a saludarla, la vio descompuesta, llorosa, nerviosa, delgadísima.
-
Perdóname Silvia, te quise atropellar. Pensé que eras tú.
Evelyn era la esposa de Leonardo.
-
Encontré su teléfono lleno de fotos tuyas, sacadas de todos lados, desde hace
años. Algunas agrandada, unas tomadas con la cámara, tú sentada leyendo en el
café del Parque Bustamante, otras entrando a tu departamento y más, muchas más.
Silvia
estaba muda.
-
Quise atropellarte, no te diste cuenta porque ibas con los audífonos puestos, ¡menos
mal que no lo logré!
Evelyn se tapó la cara con ambas manos y sollozaba.
Silvia
buscaba las últimas escenas con Leonardo, recordaba perfecto cuando lo había
rechazado. Luego se encontró con él algunas veces en la calle, pensó que era
casualidad. Se acordó de haberlo visto en el café literario, estaba con la
cabeza casi enterrada en un libro, de hecho había pensado que era una suerte
que no la hubiera visto.
Oscilaba
entre la furia con Evelyn por creerla capaz de meterse con Leonardo y la pena
que le daba verla tan angustiada y perdida. No sabía qué decir.
-
Me explicó. Me dijo que te seguía solo para verte, que sabía que no lograría
nada, pero necesitaba saber de ti. Prometió que iría a ver a un psiquiatra, o a
un psicólogo o lo que fuera. Por eso vine a verte. Sé que no es tu culpa. Él no
me va a dejar nunca. Él me eligió para estar conmigo para siempre. Estoy segura, quiere a los niños, me quiere a mí. Tú eres solo una obsesión. Una fantasía estúpida.
Silvia
decidió abrazarla y decirle que estuviera tranquila, no había rencores ni nada.
Cuando
llegó a su departamento comenzó a buscar a Leonardo por todas las redes
sociales que los conectaban. Tal vez él sí la quería, más que Erasmo. Más de lo
que cualquiera podría quererla porque no la conocía, solo la imaginaba, solo la
construía con pedazos y armaba a alguien
que no era ella. Pero Leonardo no sabía eso, creía que su Silvia era la verdadera Silvia, la que nadie conocía de verdad.
Comenzó
a recorrer las mismas calles que él. Los mismos restaurantes. Inventaba
historias para cuando se vieran, lo que diría, trataba de adivinar qué pensaba,
qué quería.
Una
tarde coincidieron por el Parque Bustamante, en una orilla de la pileta. Se
miraron. Cada uno vio lo que quería ver.
Evelyn
confía en su amiga. Silvia tiene lo que siempre quiso y Leonardo cumplió su
fantasía de tener a Silvia cuando la realidad se hacía difícil de soportar.