Mordisqueó
su uña del dedo anular por enésima vez. Había un cachito que le molestaba y que
no conseguía emparejar. Ahí, en el paseo Ahumada, vendían limas por todas
partes, pero no compraría una. - Son cosas de mujeres -, pensaba. Había visto a
muchos de su género haciéndose una manicure en los salones. No lo entendía.
Eran igual de jóvenes que él, pero Roberto no se atrevería a algo así. Con suerte
se cortaba el pelo cada cierto tiempo para su trabajo de oficinista, así le
decía su madre. No podía decirle administrativo
del departamento de control. Era mucho para ella. Total, lo que hacía era
revisar papeles, poner timbres, contestar correos y revisar procedimientos. Un
oficinista.
Estaba
en su hora de colación.
Habían
celebrado los cumpleaños del mes en la mañana. No tenía hambre, pero salió para
escapar de la oficina un rato.
Estaba
sentado con las piernas estiradas. Lamentaba haber olvidado los audífonos, pero
no perdería tiempo devolviéndose a buscarlos. Además, no iba a correr el riesgo
de encontrarse antes de tiempo con la señora Alicia. Se estaba poniendo heavy
el asunto. La señora se estaba entusiasmando mucho y desde el primer día quedaron
que sería solo tirar y nada más.
Recordó
la primera vez.
El,
tan gil, como siempre, no se daba cuenta de nada. La señora Alicia, del
departamento de archivos, le decía Robertito ¿cómo iba a pensar que le tenía
echado el ojo? Casi ni se acordaba como terminaron en un motel por horas de la
calle Catedral. Se había quedado trabajando horas extra, ella le llevó un café
y, no se acordaba bien cómo, de repente estaba sentada pierna arriba en su
escritorio con la blusa a medio abotonar y moviendo las pantorrillas. Tomó su
mano, la puso entre sus muslos y se fue.
Se
encontraron a la salida. Casi no hablaron. Ella dirigió el camino.
La
señora Alicia era toda una sorpresa.
Decía
que le gustaba su expresión de despistado y de estar siempre en la luna o como
queriendo estar en otra parte. Su marido era camionero y se quedaba sola muchos
días. Ahí estaba su necesidad, según ella.
Tenía
que cortar pronto ese jueguito. La señora Alicia le había regalado un par de
corbatas, una camisa y eso ya era demasiado compromiso. Había aprendido muchos
trucos sexuales con ella, pero no por eso iba a seguir. La de líos que podía
tener de puro califa. - No, dejémoslo ahí no más -, se decía mientras miraba la
zona del pene, ahora descansando, pero que se ponía alerta cada vez que se
acordaba de la señora Alicia. De hecho, estaba ocurriendo de nuevo, así es que
se puso a pensar en otras cosas.
De
pronto su corazón se aceleró, vio pasar a Daniel, el Cajita Feliz. Era su
dealer. Todavía le debía $600.000. Comenzó a sentir esa angustia de antes. Ese
gustito a riesgo y a tobogán. Nunca lo había hecho, pero suponía que así se
sentían los que se lanzan en paracaídas. Esa sensación de vuelo y suicidio tan
unidas. Una es parte de la otra. Recordó también cómo se sentía al robar algo
de cualquier parte para pagar sus dosis. La breve planificación que da la oportunidad.
Mirar hacia los lados activando todos los sensores sin que fuera notorio para
nadie. Y mentir, mentir, mentir. Mirando de frente, abusando de su expresión
inocente que lo había salvado de tantas situaciones, inclusive con los pacos. Por
alguna razón, tenía cara de confiable, de chico bueno. No había dimensionado
cuan bueno era mintiendo. Cuánto podía caminar en el borde sin perder el
equilibrio.
Había
días en que apenas recordaba lo que hacía y, sin embargo, seguía yendo al
trabajo. Tan fácil era que ni siquiera drogado se equivocaba lo suficiente como
para que lo despidieran o siquiera notaran sus errores. Las más de las veces,
los notaba él mismo y corregía. Su jefa decía que era inteligente, que debía estudiar
algo: auditoría, tal vez ingeniería comercial o derecho, en fin.
Pero
hacía un par de años solo podía pensar en el día, conseguir sus dosis, meterse
en su traje de oficinista y resistir la jornada. A la salida caminaba por el
parque forestal, se metía lo que tuviera a mano y se quedaba por horas. Al momento
del bajón, un par de completos bastaban para darle la energía que necesitaba para
volver a la casa de sus padres, hacer como que estaba bien y acostarse sin
pensar. Ese era el objetivo.
Tuvo
que volver a esa casa del pasaje.
Volvió
endeudado. Se había aventurado a vivir con Sofía, pero ella no soportó la culpa
de haber dejado a su marido ni los llantos de Juan Pablo, su hijo de tres años
que decía que quería estar con su papá. Roberto tampoco lo soportaba bien, hacía
de todo para que Sofía y Juan Pablito se sintieran bien, pero una nube negra
parecía flotar en el departamento asfixiando sus mejores esfuerzos, corroyendo
las buenas intenciones y aumentando la pena de Sofía.
Un
día volvió del trabajo y ya no estaban. No la buscó. Ella no fue capaz de
despedirse siquiera.
No
quería volver donde sus padres. Ambos le habían dicho que era demasiado aventurado
formar pareja con una mujer con un hijo, que él era aún un cabro chico de 25
años incapaz de hacerse cargo de sí mismo. No había terminado nada de lo que
comenzaba, recién estaba comenzando a trabajar, la plata no le iba a alcanzar,
en fin. Tenían razón. Punto por punto.
Se
fue a vivir a la pieza de la casa de un amigo. Una construcción de madera,
horrible. Calurosa en verano, un témpano en invierno. Vendió todo lo que pudo
para pagar las deudas que tenía.
Un
día apareció el Cajita Feliz, las dosis de regalo. Lo típico. Cayó. Se sentía
tan bien poder flotar un rato, pensar en Sofía sin que doliera. Verla sonreír, escucharla
gemir y suspirar por él. Recorría los diálogos de cuando planeaban vivir
juntos. La emoción al instalarse en el departamento. El primer desayuno
juntos. Y las noches. Casi podía sentir su peso sobre él, el pelo rozando su
cara y esos muslos fuertes que se abrían para recibirlo. Cada tarde se sumía en
esas imágenes luego de consumir lo que el Cajita feliz tuviera para ofrecer.
La
pieza olía al infierno, lo único limpio era la ropa del trabajo y él mismo, que
se duchaba religiosamente para ir a trabajar. Le daba lo mismo si era agua
fría. Ya no tenía para el gas. Debía varios meses de arriendo de la pieza. Había
bajado de peso.
Su
amigo lo echó de la pieza. Le armó un bolso con lo casi nada que tenía y lo fue
a dejar a la casa de sus padres.
No
dio ninguna explicación. Los padres no preguntaron nada. La madre lo abrazó por
unos minutos, que parecieron eternos, y sollozaba sin parar.
-
¡Para mujer, que no viene de una guerra!
Ahora
llevaba 6 meses limpio, sin consumir. Hasta el momento era su récord.
Podía
pararse e ir al encuentro del Cajita feliz, aunque le debía plata, podía
pedirle un par de sobres de pastillas o un papelillo, o unos güiros, o lo que
fuera que anduviera trayendo. Al dealer le convenía tener tipos como él, adictos
y endeudados. Necesitados.
Podía
quedarse sentado ahí, esperar no ser visto y seguir como si no pasara nada.
Podía
incluso saludarlo y arriesgarse a que le cobrara la deuda, negociar, pero para
eso tenía que estar seguro de no querer meterse más pastillas.
El
tiempo parecía detenido.
Sofía
y las drogas. Adicto a Sofía. Al recuerdo de ella, a una historia que parecía
se había inventado.
Adicto a la espera de un contacto que nunca llegó.
Miró
alrededor, tanta gente, tanto apuro, tanto ruido.
Una
señora, añosa y con bastón de esos metálicos que llegan hasta el hombro, le
pidió sentarse en el banco donde aún observaba a la multitud. Cedió el lugar, a
la señora se le cayó su cartera abierta. Le ayudó a recogerla. Había un fajo de
billetes enrollado entremedio de cajas de remedios, papeles sueltos. Era cosa
de tomarlos. Estaban ahí para él. Era una señal. Podía comprar varias dosis. Nadie
lo advertiría.
Casi
podía sentir la descarga de fantasía sobre su cerebro. El corazón acelerado de
nuevo. El cuerpo alerta y la cara de inocente.
-
Mijito, si tanto necesita la plata, llévesela.
La
miró con la expresión dulce e inocente de siempre.
-
¡Es bien pilla usted señora!
-
Tengo un hijo adicto. Los reconozco de lejos.
Tenía
el fajo en su bolsillo. Dirigió sus pasos hacia donde estaba el Cajita Feliz.
Respiró hondo.
-
Tome. Perdone.
-
Perdónese usted mijito.