domingo, 10 de marzo de 2019

Café literario




El sábado en la mañana despertó temprano. Encendió el notebook por hábito, para leer las noticias, leer algún artículo interesante por ahí. Pasar el tiempo. Hoy no saldría, limpiaría bien su departamento, cambiaría la ropa de estación y vería si debía comprar blusas, sweaters o pantalones para este año. El día pasaría rápido y en la noche vería alguna película.

Si había resistido hasta hoy, podría resistir mucho más, pensaba.

Había logrado mantener la depresión a raya, ya no seguía bajando de peso y su rendimiento en el trabajo mejoraba, se le ocurrían nuevas ideas y ya casi no hablaba de Erasmo. Había cambiado la disposición de los muebles en el dormitorio – parece que nunca hubiese vivido aquí- había dicho Erasmo una noche de recaída en que se quedaron juntos. Ahora pensaba que la culpa tenía un poder enorme. Vino a verla preocupado, en verdad lo estaba. Terminaron en la cama.

Que raro era todo. Silvia sintió que lo permitió casi por inercia, Erasmo ¿por cariño? Ahora ella debía reconocer que él tuvo más claridad y no se quedó. Fue él quien se daba cuenta de que ella estaba tan aturdida que podría haberlo perdonado, pero que las condiciones eran muy disímiles para ambos.

La quería, cierto, pero no era ese amor que sintió al principio. Recordaba las palabras de su madre – no vas a encontrar otra como ella – sabía que era así. Silvia era inteligente, autosuficiente, seguro destacaría pronto en su profesión, además era leal y correcta. Ese era el concepto, era correcta, lo mejor que podía tener, pero tal vez él no quería un concepto, quería más. Ahora que ella estaba desecha, aún en ese estado, sentía que no era por él. Era su orgullo herido.

Silvia intuía que no podía culpar a Erasmo por su depresión. Era su responsabilidad haber llevado las cosas tan lejos. Que culpa tenía él de que ella sintiera que no podía querer. Peor aún, que solo podía querer a quienes no iban a elegirla a ella de vuelta. O a quienes se iban a ir, dejándola sola, en la orilla. Era una falla en su sistema. De hecho sintió que lo quería un poco más cuando el final se venía encima. El mejor sexo ocurrió cuando supo que era el último.

La noche anterior había ido a ver a un amigo. Debía devolverle unos libros y él, como hacían varios desde que sabían que se había separado, la había invitado a su casa. Fue una visita breve, pudo ver a su esposa y a su hijo de meses. Silvia reparó en que el aparato de música era igual a uno que tenía ella. Cuando comentó que la primera canción que escuchó fue una de Rihanna, Tito y su esposa reaccionaron con horror y un gesto de reprobación simultáneo. Los sintió como una pareja sólida que se habían acompasado tan bien que hasta sus gestos y movimientos se parecían. Eran compatibles, les gustaba la misma música, pensaban lo mismo en política y la ternura entre ambos parecía un domo que los protegía del mundo exterior.

Tito la fue a dejar al metro. Le preguntó si estaba siendo acosada en el trabajo, que había algunos hombres que pensaban que una divorciada tenía necesidades. Silvia no lo había pensado así, pero en efecto había habido un par de hombres que creyeron que tenían posibilidades, uno muy mayor que le había ofrecido ser su amante y disfrutar de las ventajas de salir con un alguien solvente que no le iba a hacer problemas y otro, Leonardo, también casado, que en una reunión de amigos y con unos tragos demás, le había dicho que estaba enamorado de ella hacía mucho tiempo. Se había alejado de ambos con un profundo desprecio. Una rabia casi desmedida a la situación. ¿Otra herida al orgullo? Algo así. ¿Qué creían, que ella iba a aceptar ser la de la diversión, la de las sobras, la de la hora de almuerzo o la de las reuniones de trabajo? Era eso lo que la enfureció en esas proposiciones. Los dos quedaron estupefactos con su reacción tan exagerada. A Tito, le contó algo de esas escenas. El camino breve ayudó a no entrar en más detalles.

Cuando iba en el metro y ponía su playlist de misión olvido, pensó en Tito y su esposa. Se los imaginó juntos para siempre, con más hijos, ella buena compañera y él, brillante, con un esplendoroso futuro laboral. Ella no había nacido para vivir algo así. De adolescente se había sentido atraída por Tito, él nunca se enteró. Ahora era un buen amigo con una buena vida.

Estaba aún en su cama. Sus pies estaban helados y pensó en acurrucarse. Luego se le vino a la cabeza la idea de que si lo hacía, terminaría llorando otra vez y ya estaba agotada de eso. Pensó de nuevo en Tito, estarían despiertos hacía rato él y Susana, su esposa. Los que tenían hijos chicos, despertaban temprano. Tal vez irían a visitar a la familia de alguno de los dos o a pasear a un parque con la guagua.

Se levantó cerca del mediodía. Decidió que iría a dar una vuelta, tal vez entraría en un cine o en una cafetería a sentarse, mirar a la gente e inventar historias. Se puso ese pantalón blanco que sabía le quedaba bien. No alcanzó a caminar una cuadra y se devolvió a cambiarse. No soportaba las miradas. Ya casi ningún hombre se atrevía a piropear, pero no iba a ser fácil que dejaran de mirar como si estuvieran frente a un pedazo de bife chorizo esperando para ser engullido. Se recriminaba por devolverse, se iba diciendo que era una idiota, que era libre y tenía derecho a andar como quisiera, pero la incomodidad era mayor. Salió de nuevo con un jeans y una blusa larga. Así nadie la veía.

Escogió el café literario para pasar la tarde, era un buen lugar. Se podía estar horas sin ser abordada y daba la sensación de haber hecho algo. Después podía caminar por el Parque Bustamante hacia su departamento e imaginarse que vivía en una ciudad que relevaba las áreas verdes.

Cuando volvió ya casi era de noche, ordenaría y el día habría terminado. Podría decir el lunes en el trabajo que había salido el fin de semana y se libraría de los consejos para que pudiera encontrar pareja. El eufemismo más usado era conocer gente, así decían cuando no querían parecer muy directos o intrusivos. Le habían presentado a cada pastel soltero que conocían dentro del rango etario aceptable. Un fiasco tras otro. Silvia pensó que ella era, a su vez, también un fiasco para ellos.

De las cosas raras que la gente le decía, una de las que más extrañas, fue cuando una amiga, Evelyn, le dijo:

- Tienes que estar tranquila, a ti una vez te eligieron ¿entiendes?

- No, no entiendo qué quieres decir.

- Que alguien quiso pasar la vida contigo, Erasmo te quiso para estar para siempre contigo, se casaron. Eso es más de lo que muchas pueden decir.

Quedó tan sorprendida por esa lógica que contestó moviendo la cabeza de arriba hacia abajo, asintiendo, pero con muchas preguntas en la cabeza. ¿Tenía que darse con una piedra en el pecho porque Erasmo se casó con ella? ¿agradecida por haber sido querida?

La gente dice tantas burradas.

Un día en su correo se encontró con uno que la trataba de lo peor, la insultaban, la amenazaban y la culpaban de una ruptura. Le dejaban en claro que era una ruptura temporal porque, era una mujer, recuperaría a su esposo en cuanto se decidiera a mover un dedo. Silvia pensó que era un error, alguien se había equivocado de correo. A veces pasaban esas cosas. Una letra mal puesta. Algo así tenía que ser. -  ¿y por qué no movía el dedo entonces? – Pensó.  Otro día recibió una llamada, número desconocido. Alcanzó a escuchar que le decían mosca muerta, puta y cortó para no seguir escuchando insultos.

Contó de esas situaciones en la hora de almuerzo, casi como una anécdota divertida. María José le dijo que tuviera cuidado, que no podía ser casualidad el correo y la llamada.

La semana siguiente su auto tenía un papel pegado en el maletero, más insultos y más amenazas. El teléfono se llenó de mensajes del mismo tipo. Entonces se asustó. Cambió de teléfono, también de estacionamiento y estaba más atenta a lo que ocurría a su alrededor. De un día para otro, así lo sintió, el mundo pasó de ser normal y aburrido a peligroso. No sabía ni sospechaba quien era la mujer que la culpaba de estar con su marido. Entendía por lo que debía estar pasando. Ella misma había ido a ver a la amante de Erasmo. Para verla, para compararse, para entender, para completar el rompecabezas. Dio con ella como si hubiese sido una avezada detective privado; averiguó su nombre, dirección, teléfono y llegó a su casa. Abrió su hermana, preguntó por Elizabeth y apareció enseguida, sonriente, linda, ojos grandes. Le entregó un regalo en nombre de Erasmo y se fue. La curiosidad satisfecha y la posibilidad de demostrar a su marido lo inteligente que era. Ahora le parecía tan absurda esa secuencia. Si hubiera sido de verdad inteligente lo hubiera sabido antes. Recordaba la furia de Erasmo, el esfuerzo que hacía por no agredirla, por dejar que ella desplegara toda su ironía sobre él. Solo lo dejó tranquilo cuando él dijo: Ella se parece más a mí, no me aplasta como tú. La definición de victoria pírrica se le apareció en la mente, casi como si pudiera verla escrita.

Era martes y salía del trabajo justo a la hora para ir al gimnasio. Afuera estaba Evelyn, se acercó a saludarla, la vio descompuesta, llorosa, nerviosa, delgadísima.

- Perdóname Silvia, te quise atropellar. Pensé que eras tú.

Evelyn era la esposa de Leonardo.

- Encontré su teléfono lleno de fotos tuyas, sacadas de todos lados, desde hace años. Algunas agrandada, unas tomadas con la cámara, tú sentada leyendo en el café del Parque Bustamante, otras entrando a tu departamento y más, muchas más.

Silvia estaba muda.

- Quise atropellarte, no te diste cuenta porque ibas con los audífonos puestos, ¡menos mal que no lo logré!

Evelyn se tapó la cara con ambas manos y sollozaba.

Silvia buscaba las últimas escenas con Leonardo, recordaba perfecto cuando lo había rechazado. Luego se encontró con él algunas veces en la calle, pensó que era casualidad. Se acordó de haberlo visto en el café literario, estaba con la cabeza casi enterrada en un libro, de hecho había pensado que era una suerte que no la hubiera visto.

Oscilaba entre la furia con Evelyn por creerla capaz de meterse con Leonardo y la pena que le daba verla tan angustiada y perdida. No sabía qué decir.

- Me explicó. Me dijo que te seguía solo para verte, que sabía que no lograría nada, pero necesitaba saber de ti. Prometió que iría a ver a un psiquiatra, o a un psicólogo o lo que fuera. Por eso vine a verte. Sé que no es tu culpa. Él no me va a dejar nunca. Él me eligió para estar conmigo para siempre. Estoy segura, quiere a los niños, me quiere a mí. Tú eres solo una obsesión. Una fantasía estúpida.

Silvia decidió abrazarla y decirle que estuviera tranquila, no había rencores ni nada.

Cuando llegó a su departamento comenzó a buscar a Leonardo por todas las redes sociales que los conectaban. Tal vez él sí la quería, más que Erasmo. Más de lo que cualquiera podría quererla porque no la conocía, solo la imaginaba, solo la construía con pedazos  y armaba a alguien que no era ella. Pero Leonardo no sabía eso, creía que su Silvia era la verdadera Silvia, la que nadie conocía de verdad.

Comenzó a recorrer las mismas calles que él. Los mismos restaurantes. Inventaba historias para cuando se vieran, lo que diría, trataba de adivinar qué pensaba, qué quería.

Una tarde coincidieron por el Parque Bustamante, en una orilla de la pileta. Se miraron. Cada uno vio lo que quería ver.

Evelyn confía en su amiga. Silvia tiene lo que siempre quiso y Leonardo cumplió su fantasía de tener a Silvia cuando la realidad se hacía difícil de soportar.

martes, 1 de enero de 2019

Oficinista




Mordisqueó su uña del dedo anular por enésima vez. Había un cachito que le molestaba y que no conseguía emparejar. Ahí, en el paseo Ahumada, vendían limas por todas partes, pero no compraría una. - Son cosas de mujeres -, pensaba. Había visto a muchos de su género haciéndose una manicure en los salones. No lo entendía. Eran igual de jóvenes que él, pero Roberto no se atrevería a algo así. Con suerte se cortaba el pelo cada cierto tiempo para su trabajo de oficinista, así le decía su madre. No podía decirle administrativo del departamento de control. Era mucho para ella. Total, lo que hacía era revisar papeles, poner timbres, contestar correos y revisar procedimientos. Un oficinista.

Estaba en su hora de colación.

Habían celebrado los cumpleaños del mes en la mañana. No tenía hambre, pero salió para escapar de la oficina un rato.

Estaba sentado con las piernas estiradas. Lamentaba haber olvidado los audífonos, pero no perdería tiempo devolviéndose a buscarlos. Además, no iba a correr el riesgo de encontrarse antes de tiempo con la señora Alicia. Se estaba poniendo heavy el asunto. La señora se estaba entusiasmando mucho y desde el primer día quedaron que sería solo tirar y nada más.

Recordó la primera vez.

El, tan gil, como siempre, no se daba cuenta de nada. La señora Alicia, del departamento de archivos, le decía Robertito ¿cómo iba a pensar que le tenía echado el ojo? Casi ni se acordaba como terminaron en un motel por horas de la calle Catedral. Se había quedado trabajando horas extra, ella le llevó un café y, no se acordaba bien cómo, de repente estaba sentada pierna arriba en su escritorio con la blusa a medio abotonar y moviendo las pantorrillas. Tomó su mano, la puso entre sus muslos y se fue.

Se encontraron a la salida. Casi no hablaron. Ella dirigió el camino.

La señora Alicia era toda una sorpresa.

Decía que le gustaba su expresión de despistado y de estar siempre en la luna o como queriendo estar en otra parte. Su marido era camionero y se quedaba sola muchos días. Ahí estaba su necesidad, según ella.

Tenía que cortar pronto ese jueguito. La señora Alicia le había regalado un par de corbatas, una camisa y eso ya era demasiado compromiso. Había aprendido muchos trucos sexuales con ella, pero no por eso iba a seguir. La de líos que podía tener de puro califa. - No, dejémoslo ahí no más -, se decía mientras miraba la zona del pene, ahora descansando, pero que se ponía alerta cada vez que se acordaba de la señora Alicia. De hecho, estaba ocurriendo de nuevo, así es que se puso a pensar en otras cosas.

De pronto su corazón se aceleró, vio pasar a Daniel, el Cajita Feliz. Era su dealer. Todavía le debía $600.000. Comenzó a sentir esa angustia de antes. Ese gustito a riesgo y a tobogán. Nunca lo había hecho, pero suponía que así se sentían los que se lanzan en paracaídas. Esa sensación de vuelo y suicidio tan unidas. Una es parte de la otra. Recordó también cómo se sentía al robar algo de cualquier parte para pagar sus dosis. La breve planificación que da la oportunidad. Mirar hacia los lados activando todos los sensores sin que fuera notorio para nadie. Y mentir, mentir, mentir. Mirando de frente, abusando de su expresión inocente que lo había salvado de tantas situaciones, inclusive con los pacos. Por alguna razón, tenía cara de confiable, de chico bueno. No había dimensionado cuan bueno era mintiendo. Cuánto podía caminar en el borde sin perder el equilibrio.

Había días en que apenas recordaba lo que hacía y, sin embargo, seguía yendo al trabajo. Tan fácil era que ni siquiera drogado se equivocaba lo suficiente como para que lo despidieran o siquiera notaran sus errores. Las más de las veces, los notaba él mismo y corregía. Su jefa decía que era inteligente, que debía estudiar algo: auditoría, tal vez ingeniería comercial o derecho, en fin.

Pero hacía un par de años solo podía pensar en el día, conseguir sus dosis, meterse en su traje de oficinista y resistir la jornada. A la salida caminaba por el parque forestal, se metía lo que tuviera a mano y se quedaba por horas. Al momento del bajón, un par de completos bastaban para darle la energía que necesitaba para volver a la casa de sus padres, hacer como que estaba bien y acostarse sin pensar. Ese era el objetivo.

Tuvo que volver a esa casa del pasaje.

Volvió endeudado. Se había aventurado a vivir con Sofía, pero ella no soportó la culpa de haber dejado a su marido ni los llantos de Juan Pablo, su hijo de tres años que decía que quería estar con su papá. Roberto tampoco lo soportaba bien, hacía de todo para que Sofía y Juan Pablito se sintieran bien, pero una nube negra parecía flotar en el departamento asfixiando sus mejores esfuerzos, corroyendo las buenas intenciones y aumentando la pena de Sofía.

Un día volvió del trabajo y ya no estaban. No la buscó. Ella no fue capaz de despedirse siquiera.
No quería volver donde sus padres. Ambos le habían dicho que era demasiado aventurado formar pareja con una mujer con un hijo, que él era aún un cabro chico de 25 años incapaz de hacerse cargo de sí mismo. No había terminado nada de lo que comenzaba, recién estaba comenzando a trabajar, la plata no le iba a alcanzar, en fin. Tenían razón. Punto por punto.

Se fue a vivir a la pieza de la casa de un amigo. Una construcción de madera, horrible. Calurosa en verano, un témpano en invierno. Vendió todo lo que pudo para pagar las deudas que tenía.
Un día apareció el Cajita Feliz, las dosis de regalo. Lo típico. Cayó. Se sentía tan bien poder flotar un rato, pensar en Sofía sin que doliera. Verla sonreír, escucharla gemir y suspirar por él. Recorría los diálogos de cuando planeaban vivir juntos. La emoción al instalarse en el departamento. El primer desayuno juntos. Y las noches. Casi podía sentir su peso sobre él, el pelo rozando su cara y esos muslos fuertes que se abrían para recibirlo. Cada tarde se sumía en esas imágenes luego de consumir lo que el Cajita feliz tuviera para ofrecer.

La pieza olía al infierno, lo único limpio era la ropa del trabajo y él mismo, que se duchaba religiosamente para ir a trabajar. Le daba lo mismo si era agua fría. Ya no tenía para el gas. Debía varios meses de arriendo de la pieza. Había bajado de peso.

Su amigo lo echó de la pieza. Le armó un bolso con lo casi nada que tenía y lo fue a dejar a la casa de sus padres.

No dio ninguna explicación. Los padres no preguntaron nada. La madre lo abrazó por unos minutos, que parecieron eternos, y sollozaba sin parar.

- ¡Para mujer, que no viene de una guerra!

Ahora llevaba 6 meses limpio, sin consumir. Hasta el momento era su récord.

Podía pararse e ir al encuentro del Cajita feliz, aunque le debía plata, podía pedirle un par de sobres de pastillas o un papelillo, o unos güiros, o lo que fuera que anduviera trayendo. Al dealer le convenía tener tipos como él, adictos y endeudados. Necesitados.

Podía quedarse sentado ahí, esperar no ser visto y seguir como si no pasara nada.

Podía incluso saludarlo y arriesgarse a que le cobrara la deuda, negociar, pero para eso tenía que estar seguro de no querer meterse más pastillas.

El tiempo parecía detenido.

Sofía y las drogas. Adicto a Sofía. Al recuerdo de ella, a una historia que parecía se había inventado. 

Adicto a la espera de un contacto que nunca llegó.

Miró alrededor, tanta gente, tanto apuro, tanto ruido.

Una señora, añosa y con bastón de esos metálicos que llegan hasta el hombro, le pidió sentarse en el banco donde aún observaba a la multitud. Cedió el lugar, a la señora se le cayó su cartera abierta. Le ayudó a recogerla. Había un fajo de billetes enrollado entremedio de cajas de remedios, papeles sueltos. Era cosa de tomarlos. Estaban ahí para él. Era una señal. Podía comprar varias dosis. Nadie lo advertiría.

Casi podía sentir la descarga de fantasía sobre su cerebro. El corazón acelerado de nuevo. El cuerpo alerta y la cara de inocente.

- Mijito, si tanto necesita la plata, llévesela.

La miró con la expresión dulce e inocente de siempre.

- ¡Es bien pilla usted señora!

- Tengo un hijo adicto. Los reconozco de lejos.

Tenía el fajo en su bolsillo. Dirigió sus pasos hacia donde estaba el Cajita Feliz. Respiró hondo.

- Tome. Perdone.

- Perdónese usted mijito.



La cortaron verde

  Luego del portazo producido por el viento de ese verano, se quedó a cargo del cuidado de la chacra. Era pequeña, pero para quien solo sabí...